lunes, 6 de febrero de 2023

LA ESTRELLA FUGAZ

El sol no hacía mucho que se había ocultado, y en aquel momento, bajo una interminable sucesión de nubes cúmulo púrpuras, que perecían huir de la oscuridad del Este (dirección a la que yo me dirigía), tuve la sensación de que los vehículos que transitaban con los faros encendidos por la autopista eran seres que se deslizaban por el asfalto. Llegué al convencimiento de que toda cosa que se moviese en el mundo tenía vida propia. Además, tal vez por una cuestión tácita como habitante del planeta y quizá programada desde una nueva teosofía de índole capitalista para el nuevo milenio, asumí que cada una de aquellas luces blancas y rojas que vibraban a ras del asfalto tenían un motivo poderoso para hacerlo. Al paso por una zona señalizada de peligro por irregularidades en el firme sujeté con ambas manos el volante y me arrellané en el asiento tras sentir las amenazantes oscilaciones de las ruedas bajo mi cuerpo. Aún no la había visto pero inmediatamente supe que surcaba el cielo una estrella fugaz. Sentí una pequeña chispa en mi cabeza e inmediatamente dirigí la mirada hacia el noreste. Allí estaba. Creo que era la estrella fugaz más grande que he visto nunca. En el acto efímero y sorprendente del fenómeno percibí al mismo tiempo el oxímoron de una perturbadora lentitud y majestuosidad. Tal vez mis argumentos estén estrechamente relacionados con cuestiones archiconocidas del psicoanálisis, puede que hasta con la experiencia de mecanismos mentales como el deja vu o con los episodios terapéuticos regresivos. Sin embargo, no por ello, aquellos momentos significaron para mí la vivencia de un episodio del tipo que nuestra mente por su difícil explicación y tras una somera reflexión clasifica como logos imposible. El lapso de la vida de una estrella fugaz, el tiempo en el que pude observar a través de una grieta de nuestro mundo el efecto de la experiencia efímera y fortuita, fue lo suficientemente determinante para convencerme de que si queremos podemos crear un futuro perfecto en un no-lugar. En cuanto que mi conciencia, tras el acontecimiento que supone la visión de una estrella fugaz, por una parte alegre, y por otra de desconcierto y recelo ante el temor y la ignorancia que nos provoca la irrupción del fuego , retomó el hilo de los sentidos de la orientación y la identidad, un sentimiento de cansancio se apoderó de mí ante la evidencia de que mi instinto había localizado a la estrella y que, sin embargo, mi incapacidad la había dejado escapar inexorablemente ante el deseo firme de retenerla (creo que para no engañarme) de un modo perpetuo. Sin embargo, recuerdo con claridad una emoción inusitada, un entusiasmo desbordante y una fuerza descontrolada fuera de mi cuerpo, como una especie de ausencia total de mi identidad durante un instante infinito. Me costará olvidar el yo-oculto perdido en no sé qué lugar de la existencia, ese que los etólogos calificarían como a un animal enjaulado y desconocido, al que rara vez les permitimos manifestarse en los breves momentos que dejamos de sentirnos el centro del universo y que apareció exultante de la nada y tomó el control de mi cuerpo y supongo que también de mi vehículo. Es posible que la obsesión permanente por ostentar las competencias indispensables para alcanzar el éxito en el universo antropocéntrico que hemos elaborado nos haya conducido en el tiempo a un estado en el que ya no nos reconocemos. Con el paso de los siglos nuestro vínculo con la naturaleza se ha deteriorado, y aquella férrea voluntad de comunicación con ella se ha transformado en una laxa conveniencia de intereses, hasta tal punto que extrañamos nuestra atávica capacidad de interpretación ante fenómenos extraordinarios como la visión de una estrella fugaz. Pero, ¿qué alimento revitalizó al animal que emergió desde mis profundidades? ¿Fue la visión de la estrella fugaz lo que hizo estremecer todo a mi alrededor como si nada fuese consistente ni definitivo? La apatía y el cansancio posterior tras un episodio que todo el mundo catalogaría en la más razonable de las versiones como un infrecuente y súbito ataque de inspiración, no me impidió comprender que tal universo antropocéntrico es una imagen hiperrealista de nuestro mundo en un falso espejo. La sospecha ante la farsa de la bienaventuranza de todo proyecto de civilización subyace inevitablemente en la artificiosidad con la que pretendemos descifrar lo desconocido. Aspiramos, para protegernos de nuestros propios miedos ante la evidencia, a ordenar el caos, a remediar lo inevitable para no perdernos en medio de los caminos de la ciencia y el progreso, y lo que conseguimos con esta actitud es encarcelarnos en la prisión del conformismo y la alienación. De tal modo hemos aprehendido el significado de la aparición de una estrella fugaz que acabamos asumiéndola como un inofensivo y ordinario suspiro del caótico desorden de los abismos. El fenómeno nos infunde miedo, aunque sea este sea relativo y, sin embargo, del mismo modo que nos parece una amenaza las tormentas solares o la proximidad de un agujero negro, somos capaces de procrastinar nuestras decisiones ante sus posibles consecuencias como si nuestros cuerpos y nuestras vidas no perteneciesen al aquí y al ahora. La experiencia de la estrella fugaz nos emborracha de realidades de otros mundos, iguales o ajenos a este, y que se confunden en lo infinito del pasado y del futuro. En los instantes de vida de aquella estrella fugaz aparecieron todas las preguntas y sus respuestas. Al paso bajo un puente sentí la necesidad de la cena, una sensación tan vital y ordinaria como dirigir la mirada a un pequeño grupo de personas que se apostaban en el pretil. El cielo se había oscurecido tanto que solo pude percibir sus estáticas siluetas. A pesar de que empezaba a ser tarde para pasear por el campo no les concedí ninguna importancia a su presencia. Pero en el siguiente puente de servicio vi varias manchas negras dispersas entre sus accesos. Debian comportar mucho más del doble de personas que en el anterior puente y se encontraban en la misma quietud que el anterior grupo. Sentí más hambre, como si hubiese guardado un prolongado ayuno. Inmediatamente supe que un acontecimiento inusual iba a tener lugar. El campo entero a ambos márgenes de la autopista mostraba cientos de siluetas. Algunas se movían en la oscuridad como sombras sin ninguna correspondencia que las proyectara. La inquietud se apoderó de mi cuerpo y mis manos y decidí que lo mejor era salir cuanto antes de la autopista e intentar comprobar que estaba ocurriendo con toda aquella gente. Me dispuse a tomar la salida 75 cuando advertí que era imposible salir de la autopista. El carril de deceleración se encontraba bloqueado de vehículos. El tráfico se había colapsado y había una masa compacta de siluetas asomadas al último puente y a las rotondas que bifurcaban los accesos. Activé el freno de manos y me apeé en la misma vía de acceso. Conforme avanzaba hacía la turbamulta de coches y formas humanas percibí que el aire de la noche tenía una frescura agradable, y me pareció oír a mucha distancia risas y melodías de voces blancas. Cuando pude acercarme a las primeras figuras comprobé que pertenecían a adultos que miraban al cielo y sonreían plácidamente, como niños a los que se les ha prometido un regalo. El tráfico en la autopista se había paralizado por completo. Sólo se escuchaba el ruido de los motores de los coches abandonados. Todos miraban hacia el firmamento con la máxima quietud y en absoluto silencio. Supongo que por instinto volví a mirar hacia arriba. De repente irrumpieron miles de estrellas fugaces, tal vez tantas como personas ejercían la observación en la noche del planeta. Fue una experiencia inenarrable. Un destello de proporciones inimaginables iluminó el cielo y éste se confundió con la tierra de nuevo durante otro instante infinito. Entonces me dije que los seres humanos vivimos permanentemente a la espera de señales que nos reconforten en nuestra soledad, que hemos aprendido por cuestiones elementales de supervivencia a adaptarnos al medio y a luchar con competitividad en la vorágine social. Sin embargo, con la facultad del tiempo de un segundo, o quizás más, que nos cuenta la neurología que nos fue concedida como especie para reaccionar ante el futuro, somos capaces de advertir tanto amenazas como venturas, para de algún modo poder presentir, mediante esta imponderable competencia y virtud, que nada es imposible en un universo cuya existencia se basa tanto en la creación como en la destrucción. Nadie dijo nada. Nadie se movió, y la imagen de la autopista que se perdía en la penumbra de las luces de los vehículos estacionados quedó petrificada en mi mente como un petroglifo grabado en el aire. Desde aquella noche observo que muchos hombres y mujeres se quedan de repente durante minutos paralizados y con la mirada perdida en medio de la calle o en los supermercados. Desde entonces miro al cielo todas las noches para no olvidar que hay un lugar que abandonamos y en el que fuimos y nos configurábamos al ritmo del tiempo y el espacio, y al que tal vez podamos volver.

jueves, 20 de octubre de 2022

MENSAJES DE LUZ

En agosto la luz pierde brillo. Con los años podemos agudizar nuestras capacidades de observación sobre este fenómeno, y creo que se puede asegurar que ya en los últimos días de julio, si te has esforzado un poco con la memoria de los ojos, el aire ha comenzado su transformación, y todo huye de lo que hacía poco más de una semana parecía infinito y etéreo. Supongo que cuando William Faulkner eligió el título de “Luz de agosto” para una de sus novelas no fue precisamente por cuestiones de sonido o estética. En agosto los colores se pudren. Todo lo que toca esta nueva luz, sobre todo en los espacios abiertos, en los que el aire es más denso, se convierte inevitablemente en paisajes provisionales que te anuncian el declive y que te insuflan culpa y piedad como si habitases en un purgatorio virtual en este mundo en el que por más que quieras impedirlo eres tan partícipe en la fiesta del consumo y del poder que si no te esfuerzas un mínimo pierdes la oportunidad de experimentar sensaciones que son exclusivamente gratuitas e intransferibles. Como nos proponía Italo Calvino, en la levedad como propuesta literaria encuentras una morada ideal para la tragedia. Desde la playa podemos observar que el glauco del mar se une precipitadamente en el horizonte con el cian del cielo. La bruma con la que hasta hacía nada especulaba la luz brillante de julio en sus atardeceres y que nos mostraba como una visión de esperanza infinita una finísima cinta gris perla, tras la que tenías la impresión de percibir movimientos de seres inteligentes y bondadosos que te esperaban en un mundo que sentías que echabas de menos, se ha evaporado de repente y ahora la bóveda celeste se hunde sólida, como una estructura vieja y obsoleta bajo la superficie del océano. Antes de esta desfiguración resultaba como si en determinados momentos fuera posible que pudieses hacer realidad todos tus deseos, como si pudieses viajar al paraíso prometido de tu infancia, como si aquella incontinencia temporal de luz pudiese prolongarse hasta matarte de felicidad. Ahora, en este mundo de nuevas sombras, algo te dice que debes hacer acopio de fuerzas y de posibles materiales para prepararte para hacer el camino ineludible hacia la decadencia de un mundo que creías inextinguible y en el que te sentías poderoso. Cuando adviertes entonces que ya no queda nada en el horizonte, y que éste es el límite feral que ocultaba la luz apócrifa que deseabas y adorabas, caes en la cuenta de que tu vida no vale nada. Has sido tan iluso durante la invasión de la luz que por un instante te convenciste de que eras parte de la conciencia creadora que todo lo ilumina, que en la contemplación del asedio de la insaciable luz contra la resignación y la hipocondría establecidas de la existencia, quizás habrías tenido el privilegio de conocer alguno de sus argumentos divinos. Hace unos días, ya mediado agosto, volvimos a la playa. En este contexto de escepticismo y resistencia intenté sin mucho éxito disfrutar del placer de sentir los elementos. Intenté de convencerme de que el agua templada y la textura de la arena que se adaptaba a las plantas de mis pies me ayudarían a comprender que la fruición y la gloria es posible encontrarlas en este mundo, que tal vez el descanso eterno sea un concepto que hemos idealizado sobremanera, y que el sol y la brisa tras el contacto con nuestros cuerpos son la prueba de que el placer es tan sublime como efímero. Nada de esto evitó mi frío abrazo con la invisible figura de la abnegación. Lo peor no fue tener que aceptar que mi voluntad de forjarme en el conocimiento es tan débil como poderosa es la existencia para embaucarnos con sus falsos rostros. Saber siempre me ha parecido la mejor opción de todas las posibles ante la amenaza permanente y depravante de la muerte. Pero creo que, como nos aseguraba el filósofo de la postmodernidad F. Lyotard, al menos en este contexto en el que la naturaleza excluye y es posible que hasta deplore el factor social, saber no es poder. Saber es aterrador. No supone precisamente un alivio cuando en la madurez (en algunos individuos puede que mucho antes) alcances tus momentos de lucidez. No te otorga una verdadera sensación liberadora tras un hipotético empoderamiento gnóstico o social. Porque a pesar de que el hombre actual proyecta y desarrolla toda su vida en el consumismo y la mayor parte de ella vive de espaldas al abismo del tiempo, siempre intuye por los intersticios de “su” conciencia las terribles sospechas de que la principal empresa del hombre es engañar al propio hombre. Su modo de operar es premeditado y sofisticado. Utiliza el pretexto de la urbe y el progreso para intentar iniciarse en la inmortalidad. El sentido mesiánico y teosófico del ir todos juntos de la humanidad es una vulgar excusa para ocultar que como individuos nos sentimos únicos y exclusivos dioses creadores. Siempre buscamos con toda clase de artimañas el modo de someter al “otro” para medirnos, compararnos y después catapultarnos hacia el poder. Sabiendo alcanzas un estado mental tan concluyente como inhabilitante, pues una vez en él, del mismo modo que un proyectil atraviesa el aire gracias a la fuerza de su impulso y su aerodinámica, adviertes que tan sólo estás ejerciendo la vacua voluntad de atravesar un espacio permanente de metamorfosis y vísperas. Siempre tendrás la necesidad de apartar el velo ligero a pesar de saber que nunca será el último; y mucho te temes que lo que ansías jamás podrás desvelarlo, al menos, como se suele decir, en esta vida. Salí afectado con las mismas propiedades de un mar calmo y templado. Me sentí satisfecho por mi actitud, o al menos, que no es poco, juicioso por saber aprovechar los bienes que me brindaba la vida. Hay pocas cosas que puedas hacer que tengan un efecto tan terapéutico como un baño en las aguas marinas y el posterior contacto de tu piel con el sol que atenúa las inclemencias de la humedad y de las suaves corrientes de aire frío. Comprobé que M continuaba bajo la sombrilla atendiendo al teléfono móvil. Parecía que su conversación no comportaba ningún desgaste emocional. Sentada en su butaca con su traje de baño y con las piernas cruzadas mostraba la pose equilibrada que se disfruta en una dicción placentera. Tuve la impresión de que era feliz y eso me dio aún más calma. Pensé que quizás era posible que la felicidad fuese una sustancia contaminante. Desde la arena caliente en la que se encontraba M hasta mi posición en el rompeolas se interponía un grupo no demasiado grande y heterogéneo de bañistas. En él se encontraban representadas todas las edades. Desde niños a los que les costaba con sus menudos cuerpos desplazarse por la duna, adolescentes y adultos de ambos géneros, hasta octogenarios en los que me pareció reconocer las mismas actitudes en las que yo pretendía iniciarme. Consideré, tal vez fagocitado por aquellas circunstancias tan estimulantes y placenteras, que aquella gente y yo teníamos mucha suerte de vivir cerca de la costa, pues a pesar de que ya había acabado la temporada de mayor afluencia podíamos permitirnos continuar ejerciendo este casi exclusivo privilegio. Sentí sed y fui a buscar una cerveza fría reservada especialmente en la nevera para el momento tras el baño. Cuando en el camino me mezclé con el grupo y observé a pocos centímetros los rostros de mis congéneres, tuve la extraña percepción de que entre ellos y yo, el invisible lazo atávico que une a la especie humana desde la noche de los tiempos, era mucho más estrecho de lo que imaginaba. La carne alrededor de la nariz y las córneas me parecieron muy brillantes, y los labios sellados (también en los niños) mostraban el rictus estatuario e inquietante de personajes instruidos en conocimientos clasificados o secretos. Me dije que solo eran fantasías de mi mente; educada inexorablemente en mi adolescencia durante más horas de las convenientes en las historias noveladas de serie B de la televisión y dirigidas a la generación a la que pertenezco. A pocos pasos de mi objetivo tuve el pálpito de que los cuerpos, pero sobre todo la carne de los rostros de aquellos sujetos tocados por la suerte de disfrutar de una buena cuota de bienestar simplemente por el hecho de haber nacido a partir del “Desarrollismo” de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX, sería atraída sin piedad desde la duna por la fuerza de la gravedad y la transformaría en la misma sustancia de ésta como si el futuro irremediable de la muerte ya estuviese entre nosotros. Recordé que hacía poco había leído a M. Proust en su vasta “En busca del tiempo perdido” cómo reflexionaba sobre la carne. El objeto de nuestra inquieta investigación es más esencial que las particularidades de carácter, semejantes a esos pequeños rombos de epidermis cuyas diversas combinaciones constituyen la originalidad florida de la carne. Nuestra radiación intuitiva las atraviesa y las imágenes que nos brinda en modo alguno son las de un rostro particular, sino que representan la triste y dolorosa universalidad de un esqueleto. En el momento de la lectura intuí de algún modo que estas palabras del escritor francés aparecían en el texto con un carácter transversal. Me pareció que el pensamiento podría haberlo convertido en palabras fuera de la cama en la que siempre escribía, es decir, sin el filtro de la ausencia de visos trágicos que parece que le otorgó la horizontalidad con la que creó toda su obra. Tal vez lo escribiese en la cama, pero creo que no le resultaría nada agradable llegar a una conclusión tan rotunda y desesperanzadora. Para mí, en la playa, la universalidad a la que se refiere Proust se constituía en concepto mucho menos genérico que en un esqueleto humano. Vi por un instante que la carne se descomponía y caía a paladas de granos de arena para ilustrar el epílogo de nuestra historia en el planeta, y tras esta descomposición no quedaba ninguna prueba de nuestra existencia. Nuestros esqueletos junto a la carne en su conversión en polvo no tendrían siquiera un uso como composta. No quedaríamos ni para harina de hueso. No dejaríamos nuestras huellas como lo hicieron nuestros antepasados en terrenos con Ph neutro, como individuos que han vivido en el tránsito de una época a otra. En aquél momento me pareció que la figura humana y su portentosa voluntad pertenecía a una coincidencia de procesos químicos en un universo en el que la vida se contempla como una mera posibilidad entre otras muchas más. Me sentí como una especie de mensajero de la luz, como el dios Mercurio en su condición de Monstrum hermaphroditus, por pertenecer al mundo inferior ctónico y por intentar comprender y ser, como el dios, Hijo de los filósofos. Miré consciente por última vez la línea del horizonte. Desde muy adentro un sentimiento de amor y solidaridad me poseyó. Sabía que la luz nos había abandonado y que volvería a hacerlo cuantas veces fuesen necesarias. Pero advertí que no es menos cierto que nuestro sistema nervioso es tan rápido como ella. Quería decirle a todos que no debíamos perder la esperanza, que la muerte era inevitable, pero que la transmutación también lo era, que no solo éramos carne y huesos en un mundo determinado por la muerte y por el consumismo del putrefacto capitalismo. Quería anunciarles que éramos lo suficientemente inteligentes para entender e intentar que nuestros espíritus iluminasen la oscuridad. Tras unos minutos sentado junto a M bajo la sombrilla sonó mi móvil. Era una llamada desde un número de esos que parecen infinitos. Me llamaban para comunicarme que el resultado de los análisis de sangre era negativo. Me dijeron que todo estaba en orden, que no había motivos para preocuparme, y que, no obstante, mientras continuase asegurado continuarían con el protocolo de las pruebas neurológicas hasta encontrar mi diagnóstico.

martes, 9 de agosto de 2022

NICÓMACO EL ESTÚPIDO (ZOOS XXIV)

La película de sudor que su cuerpo ha generado en los últimos minutos como consecuencia del estrés y de la hipotermia secundaria que sufre desde comenzó el tratamiento de ansiolíticos, baja de temperatura drásticamente. Lleva en ayuno bastantes horas y, para mayor empeoramiento aún, irrumpe la larga secuencia de estornudos característicos por su alergia a los cambios de temperatura. Las arcadas producidas por sus jugos gástricos a causa de su estado y el ayuno no le impiden atravesar en pocas zancadas el pasillo y el salón saltando por encima de lo que queda del lock-out de Atilano. Cuando llega al corral comprueba que la puerta trasera del Land Rover está abierta y que el sol ha comenzado a iluminar la informe bolsa mortuoria. No recuerda que hubiera dejado entornada el portón del vehículo. Su estado de nervios alcanza un estado de agitación tan elevado que le dan ganas de colgarse de la viga del alpende. En esos instantes no es consciente de que existe un agente externo que le provoca ese gran odio hacia sí mismo. La certeza de haber cometido errores tan garrafales lo sume en un estado catatónico durante el que, a pesar de su archiconocida impasibilidad (es así como a él le gusta que lo vean), siente una incertidumbre enervante, o tal, vez un sentimiento cercano al pánico. Se encuentra frente a Atilano a escasos metros. Si extendiesen sus brazos podrían rozarse las puntas de sus dedos. Llevan los dos demasiados segundos mirándose fijamente a los ojos. Tantos que a Atilano ya le ha dado el suficiente tiempo para llegar a la conclusión de que no debe utilizar los términos y muletillas afectuosas que en su día les confirió la colaboración en las tareas domésticas para dirigirse a su ex compañero de piso. Sin embargo, se le escapa el adjetivo “chaval” para advertirle de su presencia. Más tarde se preguntará las razones por las que no pudo contenerse en el uso de la palabra. Tiene la sensación de que el tiempo que los ha separado ha atravesado la piel de su compañero sin apenas haberle ofrecido éste resistencia, como si las consecuencias del envejecimiento fuesen un asunto que podía posponerse cuando encontrase el momento oportuno, y cree que dicho lance aún no se ha producido. Así que piensa que expresarle su sorpresa ante el ineludible deterioro físico sería tan absurdo como preguntarle sobre las razones por las cuales durante veinte años nunca se había dignado a contestar a sus mensajes. La sombra del murete de Levante absorbió la pronunciación africada de la Ch de Chaval y la palabra quedó a la merced sonante de un personaje que ha perdido de repente toda la confianza en sus habilidades orales. La L seca, casi de emisión robótica, tiene el mismo efecto en el aire de la mañana que el último aletazo de una paloma antes de ser atrapada por el ave rapaz. Tras el episodio, Atilano cae en la cuenta de que la puerta trasera del Land Rover se encuentra abierta. En el justo instante que su compañero sale de su estado de estupefacción siente, tal vez como un gesto que pudiese contrarrestar la fuerte carga de hesitación anterior, la necesidad de cerrarla con determinación. Como en un acto por el que demuestra que todas las cosas de este mundo tienen una utilidad principal. Entonces se tira al cuello de Atilano y le abraza con fuerza. Aún no le sale las palabras, solo le da forma a sus emociones. Puede que tras veinte años de ausencia sus verdaderos sentimientos actuales se muevan en una dirección muy distinta a la búsqueda de la afinidad con Atilano, pero su reacción en ese instante, tal vez porque su sistema límbico reacciona segregando hormonas que dan vida a sensaciones que se perdieron en el pasado y que de repente ha recuperado, sentimientos a los que echa de menos y que en su juventud le enriquecieron hasta el punto del autoconvencimiento de haber adquirido el compromiso de una amistad con Atilano según el concepto aristotélico de la amistad de lo bueno (en la que no se aspira a recibir nada a cambio y en lo que todo se fundamenta en lo bueno de la vida y la virtud). Su reacción le conduce a un estado de candidez efímera pero no por ello se le puede acusar de falso o convenido. ¡Cómo podía advertir veinte años atrás que aquel estado casi permanente de buen humor, de una alegría por la vida que solo había percibido en la inevitable ingenuidad de la edad infantil, era toda una farsa y que una buena parte de ella la concebía como algo esencial y verdadero cuando, en realidad, tras su disfraz lo subyacente no era más que una amistad basada en la utilidad! Es evidente que sobre todo fue la madurez del filósofo Aristóteles la que le otorgó a éste la posibilidad de dividir en tres categorías la amistad con este método tan revelador sobre la concepción de la amistad. Es posible que para los o el responsable de esta narración fuese inevitable tener que ubicar al personaje en los márgenes de una supuesta senectud para que éste pudiera obtener sus propias conclusiones acerca de la praxis de la amistad. Pero si en los actos que todos podemos prever y planificar con la sensación de riesgo que siempre se tiene ante la inmediatez, pudiésemos usar como defensa el prodigio del vaticinio, la existencia entera se reduciría a una única dimensión, sin que pudiésemos apreciar jamás la desgracia o el privilegio, según se mire, de vivir en un universo único e infinito. ¿Qué había ocurrido exactamente en esos veinte años para que en cada uno de ellos sintiese muy cerca de la mala conciencia que tenía una amistad que se deterioraba día a día como consecuencia de su desidia y de un narcisismo enfermizo e indispensable para poder crear el personaje en el que se había convertido? Pensó que durante todo ese tiempo, a pesar de dichos sentimientos de culpa tuvo algunos momentos de lucidez en los que pudo consolarse gracias a esa visión del tiempo presente como principal elemento pedagógico.

lunes, 20 de junio de 2022

MALAS LENGUAS

Debe haber una explicación para que me asalte el recuerdo de aquel individuo que paseaba hace unos años por las calles más céntricas vociferando soliloquios. Tal vez algún mecanismo desconocido, relacionado con ciertas fobias en el juego azaroso de las correspondencias sociales y, quizá para ser más exacto, laborales, podría ser el causante de la aparición de una figura que por su nula trascendencia en mi vida diaria jamás habría pensado que emergería de la ciénaga de las cosas que por el efecto anestésico del tiempo solemos dar por inútiles. Parecía que el tipo elegía un trayecto predeterminado en el interior de una jaula imaginada, y luego, siempre por las esquinas más concurridas, con paso firme, casi militar, retrocedía del mismo modo sobre sus propios pasos. Antes del ejercicio fijaba la mirada al frente en un punto indeterminado y contraía sus músculos faciales como si tuviera que armarse de valor para enfrentarse a un grave peligro. Para quienes lo observaban por primera vez, su mirada torva y la pose decidida de su cuerpo al enfrentamiento eran señales de que un incidente violento o cuando menos de consecuencias imprevisibles era inminente. No tengo ni idea de cuándo abandonó aquel empeño ni qué ha sido de él desde entonces. Ahora ya no vocifera por los mismos lugares, al menos eso sí lo sé, pero no sé si consiguió con aquel alarde energético lo que algunas lenguas malhabladas insinuaban, y por eso ya no necesita continuar con el espectáculo, o si por el contrario con aquello obtuvo sanciones legales por desorden público y en consecuencia tuvo que renunciar a sus actuaciones y/o cambiar su modus operandi para alcanzar según algunos su extraña o cuando menos, hipotética finalidad. Sus estrepitosas frases resonaban con tanta fuerza que interrumpían las conversaciones de quienes estaban sentados en las mesas de las terrazas. Con aquella actitud chocarrera lograba un clima de crispación tan intenso que a los pocos minutos la gente empezaba a removerse en sus asientos y los viandantes evitaban cruzar la línea de su supuesto tránsito. Esto me recuerda a más gente que he visto tocada, a personas que creo que, con sus modales perturbadores y hasta intimidatorios hacia los demás, no hacen más que mostrar señales de alarma ante el terror que sienten de sí mismos. Hay gente por todas partes que parece estar mal. Aunque nunca se sabe, puede que tengan un plan e interpreten su papel histriónico con un propósito determinado. Puede que comprendan hasta tal punto el sentido de la abnegación ante sus sinos que asumen sin dilación que deben cantar las letras ininteligibles de los seísmos y las tempestades. Es posible que desde siempre a una parte de la humanidad solo le queda la posibilidad de interpretar un papel sin diálogos, un final compartido en el radicalismo de una Estoa reservada para la anonimia de quienes no pueden interactuar ni tampoco narrar sus propios destinos, una parte de la humanidad que no elude el enfrentamiento y que en vida se debate contra el vértigo de la eternidad. Puede que en la forma de sus discursos, cargados de sintagmas nominales de todo tipo con preguntas y respuestas dirigidas a él mismo a diestro y siniestro, se escondiesen las razones por las que eligió “su soledad”. Aún retengo en la memoria algunas de sus frases: Ella dejó de quererme. ¿Por qué? Pues porque un montón de imbéciles les contó mentiras sobre mí. Aquellos hijos de puta tuvieron la culpa de que me despidieran de la empresa. ¿Por qué lo hicieron? Para que ellos pudiesen conservar sus empleos. Aparentaba poco más de cuarenta años. De estatura media y complexión débil, pelo negro con visibles indicios de calvicie, y frente amplia por encima de unas cejas muy pobladas y arqueadas A pesar de vestir con pantalones y botas de trabajo daba la impresión de que hacía demasiado tiempo que no trabajaba. Algo te decía que sus ropas estaban ajadas por el uso diario y no por el deterioro a causa de las labores que fuesen. Era evidente que reunía el perfil de víctima del salvajismo capitalista con los más débiles que los derechos constitucionales una vez más no habían podido evitar en la última crisis económica. Cualquiera habría dado por hecho que había consumido todas las prestaciones de desempleo y que en la resaca de la ola inevitable fue arrastrado en la desesperación y la impotencia. La tentación de lograr una pensión por enfermedad mental permanente para alcanzar una estabilidad para su familia (no sé si la tenía) en medio de aquella tormenta social en la que aquellos con peores currículos, los menos inteligentes y capaces de adaptarse a las nuevas circunstancias o aquellos de autoestima deprimida, eran devorados sin piedad por la bestia, parecía un argumento más que convincente para comprender y tolerar aquel triste y desconcertante espectáculo. Hace un par de días acudí a las oficinas municipales para solicitar un certificado de empadronamiento. Estaba obligado a demostrar mi lugar de residencia a los bancos a los que había presentado solicitud de préstamo hipotecario. Pasé por aquellos lugares por donde este tipo actuaba. Ni rastro de él. Justo aquel día se hundió el IBEX sin remedio pero, como siempre, la gente desayunaba y conversaba afablemente en las mesas ajena a todas esas cosas que con tanto furor anuncian los medios de comunicación. En mi cabeza, en un lugar muy lejano, resonaba mi voz con una fuerza para mí desconocida. Tuve la sensación de que hacía demasiado tiempo que no caminaba por aquellas esquinas.

martes, 3 de mayo de 2022

EL APOCALIPSIS DE LA GENTE

Cuando escucho y leo el tono y el sesgo apocalíptico que se alcanza en diferentes foros, incluso en comentarios que hacen algunas personas con las que me tropiezo a diario sobre la guerra de Ucrania, me asalta, como una medida defensiva que supongo que mi instinto utiliza para que la realidad que narran los medios de información no afecten aún más a mi ya de por si percepción pesimista del mundo, el recuerdo de la lectura frenética en el verano de 2012 de la novela La carretera, de C. McCarthy. Imagino que este terapéutico o, cuando menos, atenuante mecanismo de huida, que nos aporta el soporte de la literatura, a pesar de ser en este caso no menos apocalíptico, u otro parecido con paralelismos que sirvan para aurificar la realidad deben ser aplicaciones de carácter colectivo que nos protegen de la insoportable sensación de negación del universo sin nosotros mismos, y que todos o casi todos traemos de serie para evitar decisiones mucho más trágicas que las que vienen dadas por voluntades ajenas. Aquél año pasábamos nuestro mes de julio de vacaciones, nuestro tiempo de oficio para intentar hallar otro año más el paraíso en la playa. Un lugar para la felicidad que sientes exclusivo y categórico para ti, y que, sin embargo, supongo que por cuestiones mercantiles, lo buscas inconscientemente en el imaginario colectivo. En la primavera del mismo año tuvimos suerte y encontramos casi en el mismo rompeolas un chalet magnífico para alquilar por un precio más o menos razonable. Teníamos sobrados argumentos para prometérnosla felices y así fue sin ningún lugar a dudas. Ahora, con la pausa exenta de emociones que te da la distancia de una década, me doy cuenta de la paradoja de la experiencia. El gran mercado del ocio en el que te ofrecían con la lectura de una novela basada en las circunstancias tras una guerra química o bacteriológica, la posibilidad implícita de oler a carne humana podrida, o desde los servicios informativos de los mass media del momento el seguimiento pormenorizado del número de desahucios y suicidios como consecuencia de los efectos económicos de la crisis de las subprime, era (continúa siéndolo evidentemente con las emociones sin pausas las propias del presente que te niegan una percepción objetiva, en este sentido el mundo continúa por la misma senda) una realidad abierta a un equilibrio entre el cielo y el infierno. Entiendo que en la vida, por cuestiones de linaje y circunstancias económicas difíciles de prever, al final casi todo es cuestión de suerte. Nosotros la teníamos de nuestro lado. Hasta dicho momento, en medio de la partida de la crisis económica que nos había tocado jugar, la vida, con sus placeres más o menos aburguesados, nos sonreía, al menos en lo tocante a nuestra regular y periódica parte del botín de la que éramos depositarios y valedores para garantizar el funcionamiento del Estado de Bienestar y su ensayo con el capitalismo salvaje. Éramos intocables e inalcanzables tras la enésima batalla ganada por los poderosos, al menos temporalmente como tesoros escondidos, contra los hipotéticos saqueos de sus mercenarios políticos en la primera línea de fuego. Me remonto aún más en el tiempo con la intención de comprender aquél espacio único e irrepetible de la playa en 2012, aquella mónada que pudiera explicarse a sí misma, y recuerdo otro nuevo callejón sin salida en la realidad, otro de hace más de treinta años. En mis tiempos muertos de estudiante (tal vez no estuviesen sin vida, sino que yo me encargaba de robárselos a la bestia de la “evaluación continua” la parte que me correspondía en compensación a la condición de víctima exclusiva de su propiedad) hice acopio, como si se tratase de un presagio para una vida en la que los libros serían las armas contra las estúpidas modas que jamás cesan, de un buen lote de libros de bolsillo casi a precio de saldo. Sabía perfectamente cuando los compraba que tardaría en leerlos, y puede que alguno ni eso. Pero en el momento la ganga que suponían y sus títulos tan lejos del contexto social en el que me encontraba en los años ochenta, tenían el mismo sentido de identidad que poseen las viejas fotografías de familia que vas acumulando en un cajón para una visión pretérita. Aquellos libros de ensayo de la ya por entonces vieja política, de la sociología que todavía no descartaba la viabilidad de un marxismo trascendente y ese tipo de cosas, los he conservado durante dicho tiempo en un rincón de mi librería, y parece que ahora, a lomos del caballo apocalíptico que narra la amenaza de una tercera guerra mundial, les ha llegado su hora. Estos libros son como un hálito de la guerra fría (que con los acontecimientos entre Rusia y Ucrania comprobamos que evidentemente no había acabado) que los muertos de la guerra caliente del ahora me envían a través de las páginas amarillentas del olvido. Uno de estos libros, uno de Cesare Cases en concreto, crítico literario y filósofo político italiano, marca tras su portada 200 pts (parece que estaba muy claro que la sección de libros de El Corte Inglés se había propuesto deshacerse de todos aquellos libros. Podías comprar uno si renunciabas a un par de cafés). En la página 66 de su trabajo “Vicisitudes y problemas de la cultura en la República Democrática Alemana” habla sobre un tal Karl Jaspers, psiquiatra y filósofo alemán que fue referente en la reconstrucción alemana tras la Segunda Guerra mundial y en plena amenaza del telón de acero de la extinta Unión Soviética. Cases alerta sobre la desorientación ideológica de las masas que se abandonan en al más obtuso de los americanismos, a la oscilación entre la satisfacción en el bienestar y el miedo cósmico. Denuncia que figuras como Jasper son capaces de emplear todas sus energías para escribir un libro enorme para demostrar que quizá sea mejor arriesgarse a destruir la humanidad antes que renunciar a defender con la bomba atómica las conquistas de Occidente. Es decir que, cómo se suele decir, parece que las armas las carga el diablo, pero también podría ser cierto que gracias a nuestra capacidad como especie de otorgarle nuestra propia maldición al personaje, éste nos hace un guiño y utiliza la amenaza de la destrucción nuclear y por tanto la aniquilación de la humanidad como medida preventiva para salvarnos de nosotros mismos. Cuando busqué en la red la trayectoria de Karl Jasper encuentro que la Wikipedia cuenta que al final de su vida, en 1967, se nacionalizó en Suiza y vivió sus últimos en este país como consecuencia de la mala acogida que tuvo la publicación en la República Federal de Alemanía su libro “El futuro de Alemania”, en el que cuestionó la transparencia democrática de las élites oligárquicas de los grandes partidos políticos de entonces. Todo un ejemplo de independencia y compromiso político a ojos sólo, claro está, de quienes se consideren por encima del bien y del mal y, por supuesto, no tengan una descendencia sin aspiraciones tecnocráticas. Este podría ser quizá el caso del propio Jasper. Es una evidencia que con el paisaje de fondo de la Guerra de Ucrania, tanto en la novela de McCarthy como en la suerte de exégesis marxista y estructuralista que ofrece este puñado de libros para una comprensión del inevitable rearme atómico durante la Guerra Fría, encuentras motivos más que suficientes para sospechar que es posible que la vida se base en un auténtico milagro por el que apuesta la diosa Fortuna. Para el caso se me viene a la cabeza el oficial soviético Stanislav Petrov, que el 26 de septiembre de 1983 desacató según el protocolo militar del Kremlin la orden de “Ataque nuclear de represalia”. Aquel día Petrov era el oficial de guardia en el centro de mando del sistema de alerta nuclear de OKO cuando hubo un error del mecanismo y se informó de que se había lanzado un misil desde los Estados Unidos, seguido de cinco más. Petrov consideró que los informes eran una falsa alarma y decidió no acatar su deber como militar. El satélite OKO falló. Cuentan que no funcionó bien a causa de una rara conjunción astronómica entre la Tierra, el Sol y la posición específica del satélite. De hecho, el tremendo descalabro ha pervivido para las crónicas militares con el titular de “El incidente del equinoccio de otoño de 1983”. Stanislav conocía muy bien las peculiaridades del sistema OKO de alerta temprana y sabía que este podía cometer errores. Detectó en un primer momento el lanzamiento de un misil intercontinental desde la Base de la Fuerza Aérea Malmstrom (Montana, EEUU), y que en veinte minutos alcanzaría territorio de la URSS. Pensó que no tenía mucho sentido que los americanos atacasen con un único misil. Incluso siguió pensándolo cuando poco más tarde los ordenadores señalaron que cuatro misiles más habían salido en la misma dirección. Cuando leo el título del accidente histórico tengo la sensación de que la combinación de palabras parece prescrita y elegida tras un exhaustivo estudio técnico, quién sabe si hasta esotérico, para diagnosticar los posibles trastornos que pueden ocasionar las posiciones de los astros a la eficacia informática y al comportamiento humano, desde un centro importante de estudios sociológicos. Sin embargo, creo que pocas veces se da en la historia la posibilidad de intentar dar una versión oficial de un incidente de tal envergadura con un grado de imbecilidad tan grande para la elección de sus argumentos. El fallo del satélite a causa de la conjunción astral resulta igual de creíble que la futura resurrección de Walt Disney tras el bulo extendido de su falsa criogenización por personajes como Salvador Dalí (aunque no deje de ser cierto que todavía hay gente que se trague, por la vía de esos mismos bulos, que también J.F. Kennedy volverá a ver la luz también por el mismo método). Las palabras del propio Stanislav Petrov acerca del porqué tuvo la mayor de las inspiraciones fueron: “La gente no empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles”. No sé si el uso del concepto “gente” se corresponde con una fiel traducción del ruso. Ni siquiera sé si lo dijo en otro idioma. Pero la idea de utilizar en su frase el sujeto “gente” me parece de partida dilucidador. Excepto en un par de instantáneas la mayoría de las fotografías de Stanislav que circulan por internet dan la impresión de no representar a nadie que haya tenido el rango militar de Teniente coronel. Cuando vi por primera vez su aspecto pensé que cuando un mando militar soviético se retiraba nunca podría parecerse en nada a uno occidental del mismo rango. Tal vez llegué a la precipitada conclusión de que de un modo muy diferente a lo que sucedía al otro lado del telón de acero, sus vidas eran como las de cualquier funcionario jubilado y estaban abocadas a la sobriedad y a la negación de la vida pública, y que sus estatus de mandos militares, con todos los honores y responsabilidades asumidas, por muy elevados que fuesen, se perdían en el pasado como el rocío de la mañana. Luego, cuando me enteré que Stanislav, pocos meses después de que le condecorasen de un modo explícito por sus encomiables servicios, fue expulsado sin más del ejército con menos de 50 años de edad, con la excusa de un merecido retiro anticipado pero, evidentemente, con la verdadera intención de que el pueblo soviético no percibiese que por debajo del gobierno de los miembros del politburó existía un individuo mucho más competente e inteligente que todos ellos juntos y al que todo el planeta le debía el futuro, comprendí que el sometimiento a la degradación siempre comporta actitudes inevitables. Cuentan que se “bebia” su pensión de 100 doláres mensuales y que la cuantía de los premios que recibió fuera del territorio de la URSS los utilizó íntegramente para la educación de sus nietos. Todo un personaje que inevitablemente te llena de compasión y ternura. Stanislav aparece en casi todas las imágenes de Google con ropa cómoda. Camisa de franela a cuadros, jerséis deportivos e incluso con pantalones y chaqueta vaquera en lo que parece una visita a EEUU. Parece el tío que te cae bien de la familia y que te recibe en casa tras haber cortado leña para que pases con él un buen fin de semana. Creo que para “La Gente”, ante todo por la frase y las fotos, Stanislov Petrov pasará la historia sobre todo como un tío de puta madre. Un tío que se dedicó a la vida militar pero que hiciera lo que hiciese en la vida habría siempre terminado en la cumbre del ideal que todo el mundo tiene (y que casi nadie conoce) de preocuparte exclusivamente de las cosas por las que merece la pena vivir. Pienso que estas cosas innombrables que se ocultan tras el carácter y la voluntad de individuos como Sviatoslav Petrov son las que nos hacen soñar despierto. Me doy cuenta de que en 2012 los encontré en el texto de La carretera de McCarthy, y de por qué me obsesionaron hasta el punto de perder la noción de lector en la propia escritura. Con la estrategia de principio a fin de estructurar todo el texto en pequeños párrafos, con una prosa directa a las emociones a causa de la extrema necesidad de protección que asume el padre en todo momento de la historia con el hijo, y el uso de un hilo conductor como una especie de mantra psicológico de no perder jamás de vista el asfalto de una carretera que se hace infinita, como significado icónico de comunicación y de experiencia de la exploración de nuestro hábitat en nuestra cultura transmoderna, y que para el padre es señal inequívoca que les conducirá de norte a sur hacia algún reducto de civilización en un mundo salvaje en el que el canibalismo es una opción de supervivencia entre otras muchas, sientes que la historia te aplasta contra el suelo, que te asfixia y que solo podrás respirar si continuas leyendo. Los flashback en forma de pesadilla que padece el padre como persona compleja, sufrida, lúcida pero obstinada y que persiste en sobrevivir a pesar de contemplar el suicidio, sugieren que a pesar de su inocencia en la autoría de un extraño cataclismo mundial, se siente corresponsable por culpa tal vez de sus actitudes pasivas adquiridas en la semi inconsciencia del conformismo y del consumismo. El final de la novela no es más (ni menos) que la activación una vez más del mecanismo que articula nuestra historia como especie. Parece que la opción de vivir que caracteriza al ser humano es hasta tal punto tan determinante que aniquila siempre en el último momento su propio deseo de conocer también la oscuridad y la nada. Nuestros momentos de mayor felicidad en el verano de 2012 tenían lugar durante las puestas del sol en la playa. Éramos dependientes de la geometría de los astros y, sin mayores exigencias que el disfrute del transcurso de las horas, vivíamos en un heliocentrismo tácito, dado por las tradiciones de nuestros antepasados por sus incalculables beneficios para la salud, y recibido con la alegría y la ingenuidad de quienes inconscientemente prefieren renovar la fe en la vida emborrachándose de sus cuatro elementos principales, antes que pensar en ninguna propuesta antropocéntrica de consumo de ocio capitalizable, por muy seductor que fuera. Hace un par de meses que acabé estas lecturas políticas y sociológicas tanto tiempo olvidadas y arrinconadas. Creo que lo principal que me ha quedado de ellas es la sensación de lucha inútil y efímera de una parte de la humanidad contra el tiempo. Algo parecido a la sensación de saldo negativo que daban los libros desordenados y depositados como ladrillos en aquellos grandes cajones de El Corte Ingles. Veo la destrucción y la muerte en Ucrania y es muy posible que la principal conquista de occidente no sea haber puesto un pie en la Luna o haber enviado tecnología a Marte. Tal vez el hecho de no parar hasta demostrar que somos capaces de destruirnos a nosotros mismos y el mundo que conocemos sea el plano de inmanencia que ha necesitado y buscado durante miles de años para, como escribió el astrónomo y escritor alemán del siglo de las luces Lichtenberg, “Crear a Dios a nuestra imagen y semejanza”. Es muy posible que nuestra inspiración y capacidad para llenarnos de odio jamás nos abandone. El conflicto bélico desatado por Rusia es la enésima evidencia de esto. Es posible que lo llevemos en nuestro ADN, como las sensaciones negativas y los peores recuerdos que siempre nos acompañan a lo largo de nuestra vida, pero, ¡y si lográsemos de algún modo hacer comprender a quienes accedan al poder que tengan el valor de pensar que en el último instante como especie, como “gente”, nuestro instinto siempre va a optar por la vida!

lunes, 7 de marzo de 2022

HU-4103

Había quedado con Juan a las 09:30 del viernes. Una buena hora para empezar una jornada que se presentaba muy atareada. No obstante, para evitar imprevistos, me propuse la tarde anterior llegar a la cita al menos a las 09:15. Unos minutos de antelación me vendrían muy bien para acabar de afinar el Kawai vertical de arpa grande, para una hora más tarde, como mucho, poder salir de La Palma del Condado por una carretera que no conocía, la HU-4103, y que me llevaría hasta Nerva para engarzarle y al menos entonarle cuatro cuerdas graves a un piano Rippen que se encontraba abandonado desde hacía 20 años. Además de todo esto, consideré que si llegaba más temprano a esta cita mi calidad como afinador tendría un plus laboral ante los ojos de Juan. Lo conocí el día anterior y como técnico de cultura me dio la sensación de que era muy escrupuloso en la organización de su trabajo. Pensé que de este modo me ganaría un poco más su confianza para futuros trabajos. Cuando acabé con el Kawai y me despedí de Juan tras una breve conversación me llevé la impresión de que también era una buena persona, o que al menos sabía escuchar. Debía estar en Huelva a las 16:00 para comenzar mis clases y el cuestionamiento del tiempo para acabar el trabajo de los dos pianos era determinante. Lo tenía todo bien planteado, o casi todo. Una vez más (ya no ocurría desde hacía bastante tiempo) caí en la tentación de apartar la mirada de la realidad y observar con un mínimo de intriga o de emoción, según se entienda el hecho de poner en riesgo mi eficacia profesional, el rostro amable de lo ordinario, de lo cotidiano o rutinario. Tomé una decisión caprichosa, no del todo fundamentada en la conveniencia y la razón, y que con los minutos fue transformando mi gesto de aprobación por el buen trabajo realizado hacía apenas unos minutos en el rictus de la frustración más enojosa. La elección del itinerario por la HU-4013 con el argumento de que era el trayecto más corto desde La Palma del Condado a Nerva fue, por enésima vez en mi vida, la ocultación alevosa del gesto sonriente y cortés del futuro previsto, de ese que siempre nos reserva la inmediatez elaborada de los hombres de provecho y que arruinamos en un instante a causa de nuestra curiosidad y nuestro exceso de confianza. No hace demasiados años lo improvisaba todo. A veces hasta cosas demasiado importantes. Pero poco a poco acabé convirtiéndome en un sujeto desconocido. En alguien que extraña cosas de sí mismo, o de otra persona que existió y a la que no sabe exactamente si la echa de menos porque apenas recuerda la experiencia de “quedarse con la mente en blanco” o por la farragosa experiencia, no siempre negativa, de depender de terceras personas para salir de situaciones embarazosas a causa de una falta absoluta de previsión. Es posible que mi padre llevara razón cuando decía aquello de “tendrás que sentar la cabeza”. Pero ahora que lo pienso creo que no se refería a la cabeza sino a pensar con el culo y la boca y hacer cosas que en definitiva si le das la prioridad que merecen te hacen lo que casi todo el mundo considera como un hombre cabal y autónomo; es decir, un hombre capaz de gobernarse. Echo de menos levantarme de la cama y no tener la obligación de pensar cosas que están fuera de mi cabeza. Pero a cambio, gracias a las preferencias de mi trasero y de mi boca por esas cuestiones que están fuera y que se compran y se venden (el orden es indistinto) puedo entrar y salir cuando me plazca de lugares exclusivos para gente feliz que consumen desde las ideas más piadosas a los manjares más exquisitos. Gente que se congratula de compartir contigo todo lo que puedan pensar y sentir con el trasero y la boca, gente que tal vez no caen en la cuenta de que se llevan todo el tiempo atendiendo a cosas que están fuera de su cabeza. Es cierto que casi hasta el último momento antes de coger la HU-4103 mi trasero y mi boca continuaban mandándome mensajes para que me decantara por la A-493 y luego continuara por la N-435. Pero parece que tuvo más fuerza el instinto, como se suele decir, o lo poco que pueda quedar de él en el interior de mi cabeza. Estos restos de ingenuidad, de insensatez, de dislates extravagantes que quedan aún en mi memoria, me condujeron por una carretera serpenteante, estrecha, sin medianas señalizadas ni arcenes. Me llevaron hacia pendientes con más de un 20% y me invitaron a conocer cruces con caminos casi invisibles por los que perderme y observar enormes barrancos de vértigo abarrotados de encinas. Según lo previsto, justo a la hora que debía encontrarme ya en Nerva, todavía estaba atravesando el quilómetro que dividía la carretera en dos. Llegaría con un retraso de casi una hora y cualquier contratiempo con las clavijas, o con el cálculo de las medidas del bordón y las bordonas podía significar otra sesión más de trabajo con un piano que en el fondo no merecía tanto. Abilio, el propietario, me aconsejaba que me tomara todo el tiempo que necesitara para “devolver a la vida” (así me lo pedía) su viejo piano. Me decía que para él y su mujer, jubilados ya los dos, era ante todo una cuestión sentimental. Sin embargo, cuando fijamos un presupuesto aproximado sus palabras ante la cifra fueron de resignación. Así que todo el gasoil y el tiempo extra añadido al plan de trabajo correrían por mi cuenta. Mi viejo Peugeot todavía es lo suficientemente seguro y confortable, pero en las cimas y pronunciados desniveles del angosto asfalto que parecía no acabar nunca tuve la sensación de que se comportaba como un animal doméstico que podía encabritarse en cualquier momento y perder toda su docilidad. Hay que reconocer que la Diputación provincial de Huelva ha hecho un trabajo excelente con el mantenimiento del piso y los guardarraíles de esta carretera. Supongo que ante la evidencia de la dificultad de separar los espacios de doble sentido el departamento competente optó por apostar por la opción de una conducción al menos sin baches. Aunque la verdad es que esto podría resultar ser un arma de doble filo para todo conductor, en mi caso la suerte se decantó en mi primera experiencia en el lugar, por no atender a las cosas que estaban fuera de mi cabeza, por el lado más peligroso e inconveniente. En la conducción por esta carretera te deslizas con facilidad por las pendientes. Para aprovechar la inercia en un itinerario tan lento, deliberadamente y asumiendo un riesgo no del todo necesario, invades en cada una de la infinidad de curvas, algunas casi de 90º, gran parte del espacio izquierdo reservado a vehículos que imaginas demasiado lejos de ti y que se encuentran en la más absoluta inopia. En la HU-4013, tras diez minutos circulando, das por inevitable el hecho de que conducir tiene sus riesgos. Sin embargo, a pesar de que en todo momento en la vida casi siempre todos pensamos que en la asunción del peligro la gracia divina está de tu parte, yo creí que la amenaza tendría el aspecto de un turismo, de un furgón, autobús o camión; quizá a lo sumo el de una motocicleta. Pero parece que es cierto en todo momento el clásico concepto de que la realidad supera a la ficción. Considero que el interior de mi cabeza siempre fue un pozo sin fondo del que manan incansablemente imágenes y situaciones absurdas e imposibles, pienso que muchas de ellas serían catalogadas por los expertos como de esquizoides o paranoicas, pero creo que este manantial jamás habría generado las propiedades de la cosa que al final de la enésima curva cerrada se dio en la realidad. ¡Cómo podría haberme deparado dichas profundidades el repentino emplazamiento de la oscuridad más absoluta! ¡Nunca había salido de mi cabeza la descabellada idea de que la luz desaparecería en un abrir y cerrar de ojos! En el punto de escape de la curva se hizo la oscuridad, una negritud tan densa que hasta me costaba sentir mi cuerpo. El desconcierto fue tan mayúsculo que no puedo asegurar que sintiese miedo, ni siquiera un mínimo de excitación. No sé decir con precisión por qué mi principal preocupación era saber si sería posible colocarle las cuerdas al piano de Abilio antes de almorzar y no otra entre las muchas incertidumbres que podían depararme aquellas circunstancias. Al mismo tiempo que frenaba y ante la imprevista sorpresa, con relativa calma y a tientas, buscaba el escalón derecho del asfalto, creí por un momento que me hallaba en el comienzo de un episodio de esos programas ridículos de la televisión en el que te gastan una broma. O en el escenario de un experimento científico, tal vez militar, en el que había fallado la seguridad y me había colado por error. Supongo que por puro instinto me deshice del cinturón de seguridad e intenté localizar la bola del sol al mismo tiempo que sujetaba con firmeza e intuición la posición del volante hasta dejar las dos ruedas alineadas en el escalón del arcén al final de la curva. Pensé de repente en la posibilidad de que estuviese asistiendo a un eclipse total de sol, pero del mismo modo pensé que en esos fenómenos naturales la luz desaparece gradualmente. Además cuando se va a producir un fenómeno de estas características los medios de comunicación se llevan anunciándolo con bombo y platillo semanas de antelación, y yo no tenía noticia ninguna. También pensé, con una rapidez que ahora me asombra, que alguien me había tendido una trampa y había cubierto mi Peugeot con un tejido o sustancia negra; o que del mismo modo por accidente el viento o en caída libre, desprendida quizá desde un vuelo del tipo que fuese a cientos de metros de altura, podría haber llevado exactamente hasta mí aquella estúpida e inconveniente anormalidad. Cuando al fín logré estabilizar mi Peugeot tuve conciencia de la seria dificultad en la que me encontraba. No obstante, a pesar de las evidencias del peligro y la vulnerabilidad, mis ánimos eran de ofuscación contra una eventualidad o un enemigo convencionales. Creo que mi conciencia aun flotaba en la superficialidad de los motivos que me habían llevado hasta aquella carretera. Supongo que por un acto reflejo inspiré profundamente por la nariz, de la misma manera que lo hago todas las semanas cuando nado de espaldas en la piscina municipal. Creo que con la excusa de oxigenar mi musculatura pero con la verdadera intención de colmar mi interior del aire y la luz que me circunda y poder utilizar sus enérgicas virtudes para que mi alma sea eterna. Conseguí relajar un poco la tensión contra los anónimos enemigos y mi primera intención fue apagar el motor para escuchar el sonido de la oscuridad, pero no lo hice cuando advertí que había estacionado en una carretera demasiado peligrosa. Podían colisionar contra mí vehículos en las dos direcciones. Finalmente pasado un tiempo imposible de cuantificar paré el motor ante la evidencia de que era prácticamente imposible de que los hipotéticos vehículos acertasen a colisionar contra mí en aquellas circunstancias. Me costó encontrar la manilla de la puerta para abrirla y comprobar si la oscuridad era propia o si afectaba a todos los conductores. Cuando pude comprobar que fuera no había ningún indicio de luz, que el color negro lo había absorbido todo igual que en el interior de mi Peugeot, sentí como mis párpados intentaban escapar de mi rostro y me sobrevinieron desde lo más hondo insoportables arcadas. Con la intención de salir intenté mover mi pie izquierdo en vano. Supongo que el más primario de los instintos lo impidió y lo dejó petrificado. Ante la imposibilidad de no poder ver nada mi instinto recurrió al auxilio del oído. El silencio me parecía de otro mundo. Quizá un silencio sin autoría pero deliberado, con pretensiones anecoicas para una selectiva afinación futura del mundo, me dije, con la esperanza de no quedarme sordo. Sin embargo, tuve la impresión de que escuchaba revoloteos muy lejanos de pájaros, y pocos segundos después, tal vez más cerca, poco antes de que mi corazón quemara mi garganta e hiciera temblar la tierra, un breve enfrentamiento muy violento con golpes de piedras, madera, gritos humanos, alaridos y quejidos de animales. Tras esta reverberación, la quietud y la oscuridad fueron apoderándose lentamente de mí. El color y el estado de la privación y el vacío lo cambió todo. Sentí que era completamente ajeno a mí mismo y que en aquella forma de parálisis de la vida una fuerza me empujaba vertiginosamente en todas direcciones hacia las cosas que nunca he soportado, hacia los peores recuerdos de mi vida. Ahora el enemigo o lo que fuese “mi yo” o lo que salía de él estaba dentro de mí, y, sin embargo no era yo, en el abismo del interior de mi cabeza, tal vez. O elegía la opción de salir al exterior para buscar ayuda y me exponía a que me atropellasen e incluso a despeñarme, o la de permanecer en el Peugeot a la espera de la vuelta a la normalidad o de una señal del tipo que fuese. Me temí lo peor. Cerré los ojos y apreté los párpados. No encontré luz para iluminar la oscuridad y entonces, con aquella acción, sin pretenderlo, busqué más oscuridad. Obscurium per obscurius, nos dice el pasado de los maestros herméticos. Pero parece que ha pasado demasiado tiempo para atender estos consejos de la sabiduría más antigua. Hoy la única opción a esa alternativa solo nos la ofrece la locura. Sin embargo, todo el mundo repudia este estado a pesar de la admiración que se siente ante las grandes preguntas de la existencia y esta inexplicable actitud mental. Nadie quiere lo oscuro. No ha quedado ningún intersticio en los muros de la historia por el que poder observar otro paisaje que no sea confortable y placentero, y mucho menos si es interrogante y desconocido. En ese acto reflejo ante la oscuridad yo también habría huido si hubiese podido hacia cualquier forma de materia, aunque ésta hubiera podido sepultarme. La locura anula el miedo fundado porque se basta sola. Busca una salida desesperada a una existencia miserable y finita, y para ello transforma la vida del mismo modo menesteroso y perverso en fobias insufribles hacia cuestiones pueriles comparadas con el misterio de la vida y de la muerte como son la competitividad en el trabajo, la conspiración extensiva o la aprensión ante las catástrofes naturales. La locura no necesita el soporte de la carne ni de las emociones. Viaja desnuda y sin destino en busca del todo y la nada. Supongo que es el camino más corto para que nuestro subconsciente se sume en la oscuridad. Otra cuestión es que sin pretenderlo nos encontremos en ésta y sin estar locos; y así me hallaba, a no ser que mi desconocimiento sobre mi psique fuese tan profundo como para sufrir algún trastorno mental crónico hasta donde se pierden mis recuerdos. Supongo que a causa del gran esfuerzo incogitado de intentar buscar en la oscuridad perdí la conciencia. Ahora me pregunto por qué no tuve la suficiente fortaleza para soportar la realidad. Por qué no pude sostener el suficiente tiempo ante aquella realidad la pregunta hacia los motivos o las razones de su precipitada aparición, del porqué de aquella especie de mónada arbitraria, ya fuese propia o colectiva. Sé que nada de todo aquello tiene ninguna explicación ni ningún sentido. Sin embargo, siento que lo sucedido era inevitable, puede que hasta substantivo en mi destino. Nunca me he atrevido a hablar con nadie de todo esto. Sobre todo porque a mi edad es demasiado tarde para permitir que cambien mis características distintivas. No puedo permitirme frivolidades de este tipo. Ni siquiera con la mejor de las intenciones de ayudar a otras personas que sufren a diario las consecuencias de tener sin más remedio que pensar a través de los orificios de su cuerpo, de tener que sentar el culo y pensar con la boca. Mis debilidades no deben echar a perder un buen puñado de años de buena gobernanza y una buena reputación profesional ganada con mucha sagacidad y desvelos. ¡Qué pensaran de mí mis clientes si se enteran de que a plena luz del día me absorbe la oscuridad más absoluta! No obstante, tras aquel pliegue o contracción temporal, ya fuese en el exterior o en el interior de mi cabeza, sospecho que tal vez mis preferencias y hábitos más placenteros con los que tanto disfrutaba no sean tan caprichosos e impropios de una conducta convencional o una buena salud mental. Desde aquel momento no puedo evitar dejar de pensar en la incómoda idea de que todo lo que pensamos por nuestros orificios corporales nos impide que averigüemos qué habita en el interior de nuestras cabezas. Intuyo que quizá si nos liberásemos de la obligación de tener que ganarnos el pan con nuestro sudor, o al menos de la preocupación de conservar el valor de nuestras riquezas materiales, obtendríamos motivaciones inéditas para aliviar el peso de nuestras vidas. Sólo es un pálpito pero algo me dice que he pasado la mayor parte de mi vida en lugares equivocados. Quizá una crisis nerviosa desembocó en un episodio paroxístico del que solo recuerdo un torbellino de imágenes. Éstas se presentaron aleatorias, de modo sucesivo o superpuesto. Creo que en primer lugar aparecieron las relacionadas con mis traiciones. Pude ver los rostros, unos apesadumbrados y otros iracundos, de antiguos amores y amistades a los que hice daño a causa de mi egoísmo o mi torpeza. Sentí con cada uno de ellos dolor y arrepentimiento, pero ninguno destacó en intensidad o exclusividad por encima de los demás. Supongo que después aparecieron los de quienes me habían traicionado en mi pasado. Sin embargo, solo pude reconocer el mío entre un amasijo enorme de cabezas y extremidades humanas. Todo se mezcló poco después con unos vientos gélidos y nieve en las interminables llanuras de un desierto. Alimañas devoraban corderos y soldados aterrorizados perseguían a mujeres maniquíes. De fondo había un fuego que se perdía en las alturas de un cielo incoloro pero tangible. Cuando se interrumpieron las imágenes sentí que unas manos se posaban con suavidad en mi espalda y de nuevo en la negritud la voz de mi madre tronó en un infinito anecoico: “Mira la gloria de antes que comenzara el mundo”. Quise preguntar por la razón de aquella oscuridad insoportable pero en lugar de hacerlo abrí los ojos y vi mis manos ensangrentadas. Mientras me aseguraba que el acero tomaba la forma oficiosa de espiral de tres vueltas y se ceñía perfectamente enganchada a la forma de la clavija, con mi dedo índice puncé con fuerza el bordón del “Re sostenido 1”. Tres gotitas salpicaron mi lente izquierda y comprendí que pertenecían a un ser vivo. Cuando comprobé que estaba poniendo perdidas de sangre las teclas a la altura de los pilotines se acercó Abilio y me pidió que parase un poco para curarme la herida que me había provocado en el dedo la punta del cable. Me dio una gasa y me aconsejó que la presionara unos minutos contra la yema del dedo. A pesar de que las manchas de sangre estarían siempre ocultas tras la tapa frontal del piano y nadie podría ver el desperfecto, le pedí disculpas ante mi negligencia por haber manchado las extensiones de las teclas con mi sangre. Él me dijo que aquello no tenía importancia y que no tenía que explicarle nada a alguien que había trabajado más de una vez con las manos y el cuerpo herido, y hasta con fiebre en el tajo de la mina. Accedí a su petición ante todo para demostrar mi profesionalidad por la solicitud de un cliente. Apenas me quedaba tiempo para cumplir con mi horario como lo tenía planificado. Todavía me quedaba una bordona por poner y sabía que si le preguntaba por deferencia por su servicio en la mina podría atizar las brasas ocultas bajo la ceniza de su condición laboral de jubilado y eso podría suponer tener que atender a una conversación que entorpecería mi trabajo y se comería mi tiempo. Fue inevitable. Pregunté a Abilio por su experiencia en las minas a cielo abierto e inmediatamente comenzó su monólogo. Su voz era agradable. Poseía un timbre adecuado para ser un buen tenor. Tal vez habría cantado en el tajo para aliviar la crudeza física. No se lo pregunté. Preferí que continuara con la introducción para estimar mi posterior implicación verbal mientras fijaba la mirada en el entorchado de los bordones y presionaba mi escandalosa herida. En su pausada dicción puso especial énfasis en la angustia que se generaba entre los trabajadores de la empresa como consecuencia de los constantes y amenazantes expedientes de regulación de empleo. En aquél momento recordé que para Pitágoras el sonido que produce la pulsación de una cuerda según su longitud es la medida del universo. Tuve la tentación de volver a oír la medida del bordón que acababa de poner pero no sé por qué me reprimí en el momento justo que Abilio nombró la palabra “traición”. Cerré de nuevo los ojos y la voz de mi cliente se fue perdiendo gradualmente. Como si yo abandonase el salón en el que nos encontrábamos y el continuase hablando, al tiempo que yo me ocultaba a ciegas en otro espacio de la casa y que la vibración de la cuerda del Fa sostenido 1 subía la intensidad y el número de hercios en el interior de mi cabeza. La medida de un universo ajeno a todo lo que está fuera de ella, a nada de lo que hago con mi trasero y mi boca. Tal vez buscaba su afinación perfecta. Reconocí el patio de la casa de mi infancia, pero yo era muy mayor. Era un anciano que manipulaba piedras de cal viva con unas manos muy arrugadas y repletas de melasmas y las arrojaba a una enorme tinaja llena de agua. La reacción exotérmica de los dos elementos era tan violenta que el vapor que emergía del agua difuminaba y transformaba la geometría de las paredes, esquinas y bordes de las tapias y se confundía con las pilistras, monsteras, fabiolas y rosales, hasta formar la misma atmósfera opalescente que se producía cuando vivía la misma acción en mi infancia. Escuchaba las conversaciones de mis padres y de mis hermanos, e incluso el trasiego de los patios y corrales colindantes con las onomatopeyas características de los animales de corral. La implacable luz del sol se habría espacio y se filtraba en medio de la densa nube de vapor de la que mi cuerpo también parecía que formaba parte. Para hacer la pintura de cal mi familia iba y venía durante días alrededor de la tinaja para remover con un gran palo y lograr una equilibrada mixtura, hasta dejar con unas enormes brochas las superficies descascaradas perfectamente encaladas y blancas. Cuando se terminaba el trabajo parecía que la casa se había preparado para que todos nos quisiéramos más y nos quedásemos a vivir allí para siempre. Era muy incitante respirar la toxicidad del vapor de la cal viva. Era como si pudiese inspirar la tierra que nos da y nos quita la vida, como si después de un extenuante y largo viaje regresase y me abandonase en el lugar perfecto para mi eternidad. Creo que en el interior de mi cabeza la riqueza cromática de todos aquellos colores potenciaba al máximo la estimulación a la que tanto me había gustado abandonarme durante toda mi vida. Sentí que mi cuerpo se esfumaba lentamente por mi trasero y mi boca. No sabía si era la muerte, y si ésta era imprescindible para perderme definitivamente en el interior de mi cabeza, pero si así era no me importaba en absoluto. De pronto sentí una leve brisa fresca en mi rostro. Durante un instante no fui nada. No poseía cuerpo. No había nada a mi alrededor. Me encontraba suspendido en un vacío cerúleo sin sol ni tierra. Me dije que efectivamente que aquello podría ser muy parecido a la muerte y comprendí que elegir la ruta de la HU-4103 no fue producto de un acto caprichoso y negligente. Parece que el flemático viaje me condujo hasta el hueco más recóndito de mi cabeza. A un lugar en el que no hay apetito ni deseo. Todo lo que conocía del mundo y de la vida se redujo a una explosión fugaz de imágenes y sabores, a un suspiro del mundo en el que fui sujeto pasivo y activo a la misma vez. De una forma sencilla todo me fue dado y pude observar la infinita existencia del universo y disfrutar y sufrir de todo lo bueno y lo malo que un ser humano pueda soportar. Acabé mi trabajo en Nerva y a la vuelta me incorporé a la A-476 para poco después tomar la A-461, y finalmente terminar la vuelta por la N-435. Me despedí de Abilio y de Charo, su mujer, con toda la afabilidad que las prisas me permitían. Todo se había torcido. Abilio me abonó el pago pactado en el presupuesto y de algún modo sentí una relativa satisfacción por la sencilla razón de haber realizado mi trabajo, pero me alejaba del lugar con la sospecha de que el dinero es la excusa perfecta para olvidarme de lo que se oculta en el interior de mi cabeza y de que había una cuestión de importancia vital que no había sabido o no había podido solucionar desde que comencé mi vida laboral. Supongo que en algún momento experimentaré la necesidad de compartir con alguien lo sucedido en la HU-4103. Sin embargo, como ya he detallado antes, existe una demanda en el interior de mi cabeza que me impedirá hacerlo, una voluntad postulante que desconozco y que se niega a que la descubran a través de mi trasero y de mi boca. De vuelta a casa siempre me gusta encender la radio, y dadas las circunstancias busqué en el dial alguna historia que me calmase, ya fuese con palabras o con sonidos. Tenía que pensar cómo organizarme para atenuar el estrés galopante que ya había acumulado. Rechacé la voz de una mujer muy joven que nombró la palabra “sobrepeso” y opté por quedarme por la de un hombre que anunciaba el precio del barril de Brent con una melodía excesivamente rítmica de fondo. Era evidente que llegaría tarde a mis clases si paraba para almorzar en casa. A mi paso por Zalamea la Real pude ver como cruzaban por un paso de peatones un grupo de escolares que acababan de salir del colegio acompañados por sus progenitores. Los adultos ayudaban portando las mochilas de los pequeños que brillaban por sus llamativos colores con los rayos del sol de diciembre como los charcos refractantes que se forman tras una breve tormenta. Me pregunté cuánto tiempo hacía que no llovía. El periodista anunciaba que el precio del Brent se había estabilizado. Era una buena noticia. Los niños podrían continuar creciendo bien alimentados, con sus espaldas bien erguidas, y sus padres podrían mantener sus hábitos diarios. En el armario de mi aula había unas galletas y una botella de agua. Suerte que me he acostumbrado lo suficiente a pensar con mi trasero y mi boca. No todo era oscuridad. Al menos de momento el oro negro brillaba al final del túnel.

jueves, 19 de agosto de 2021

ZOTE ATARÁXICO

“Cuidar un huerto, pasear sin límite de tiempo y sin rumbo, relativizar todos los contratiempos que irrumpen ajenos a tu voluntad e inocularlos en tus deseos permanentes de ganarle el pulso a la muerte, tener solo recuerdos vagos e insensibles, tal vez jugar al ajedrez contra uno mismo”. Estas eran sus soluciones al problema planteado la semana anterior por el psicólogo y ponente del curso sobre inteligencia emocional “Qué actividades nos gustaría realizar en nuestras vidas”. Las había hallado en la última duermevela y las había escrito a mano con la determinación que otorga la sinceridad del escéptico, pero también, a pesar de su reticencia de asistir a terapias alternativas o de ayuda psicológica, al menos durante el tiempo de su redacción, sin ningún sentimiento hostil hacía esa industria de las expectativas que capta a todo individuo como consumidor potencial de novedosas estrategias para atrapar la felicidad personal. Al fin y al cabo el programa de formación de la administración central no le obligaba a participar en el curso, pero había decidido que debía intentar marcar alguna estrategia antes nunca utilizada contra el agotador aburrimiento que padecía en los últimos meses. De hecho, en la presentación que el primer día hizo cada participante de sí mismo, dijo que en su caso había decidido asistir al evento para tratar de comprender su apatía ante los métodos de trabajo y hacía sí mismo. Cuando escuchó el rumor que se generó en la sala tras sus enunciados inmediatamente comprendió que en realidad lo que deseaba era mandar a la mierda a todos los presentes, pero ya era demasiado tarde. La lista de actividades debía exponerlas ante el grupo por la tarde. Había dormido muy mal esa noche y sentía presión en el occipucio. Miró por la ventana como todas las mañanas y comprobó con indiferencia que a pesar de que el cielo estaba completamente despejado, hacía un fuerte viento. Pensó que desde su cómoda observación era lógico considerar que los efectos de este agente meteorológico eran intrascendentes para encontrar una explicación a qué debía hacer en su paso por el mundo y también se preguntó por qué el ponente del curso no había contemplado la opción de redactar una lista de soluciones que se basase justamente en todo lo contrario, en “Qué actividades no le apetecía hacer”; pero comprendió que ya no tenía mucho sentido pensar en las intenciones que motivaban la consigna del enunciado. Era muy temprano y vio al fondo del paisaje, todavía deshabitado, la agitación de las ramas de las moreras que parecían querer arañar la nueva superficie celeste sustituta de la de la oscuridad en la que había hallado las soluciones para su lista. No obstante, también pensó antes de desayunar y salir a la calle, que una vez que en su trayectoria el fuerte viento de Levante, se perdiese en su interior igual que el gas en una habitación cerrada y luego se deslizase por los contornos de su cuerpo para recordarle su condición insignificante en el universo , él, estimulado una vez más tras el incordio del deber de la lucha física entre los elementos de los mundos exterior-interior, podría cambiar, anular y hasta destruir el listado de soluciones. Recordó el icono del mito griego de Sísifo subiendo por enésima vez la gran piedra como castigo de los dioses hasta la cima como como una hipotética alegoría de su vida y le pareció un paralelismo de buen gusto y buena conducta. Quizá no tuviese nada en contra de la alienación en los modelos de conducta de la clase trabajadora a la que pertenecía. Sus actividades de ocio pertenecían sin ningún género de dudas a los modelos de conducta dados en el gremio con el que se identificaba dentro de la globalidad en líneas generales. Siempre había pensado sobre sí mismo desde el comienzo de su ya dilatada vida laboral que su actitud en la sociedad era justamente la que todo el mundo esperaba de él. En cierto modo le parecía bastante razonable que todo el mundo aceptase sus actitudes. Pero sospechaba que la gran piedra que debía conducir en su vida consistía precisamente en soportar el peso que la sociedad había puesto encima de él y que él, sin oposición alguna conscientemente aceptaba, y, quién sabe, si incluso deseaba. Todo aquél trabajo que se había tomado desde la infancia para hacerse a sí mismo no podía ser en vano. Debía, según todos los cálculos predeterminados por expertos de la sociología del ocio y del trabajo a finales de la segunda revolución industrial en los desarrollados Estados del Bienestar, llegar feliz y satisfecho cargando la gran piedra repleta de mensajes hasta el final de su vida laboral, para más tarde contemplar y dilucidar durante el tiempo que le fuere concedido por el verdadero misterio que en última instancia gobierna los términos de la existencia, el peso inmenso del significado de toda la palabrería con la que había cargado con el testigo que otros debían continuar en un relevo tácito y que intuía (tal vez por el error envenenado que le había transmitido la propia palabrería) que más pronto que tarde aniquilaría a la humanidad. Antes de salir a la calle se miró un rato en el espejo. Estuvo tan quieto como una estatua observando al milímetro su rostro inexpresivo y el cuerpo que nunca había aceptado porque sentía que había una absoluta falta de correspondencia con la mente viviente al que estaba unido. Una vez más sentía que sus pensamientos ubicuos y poderosos no tenía ninguna correspondencia con la figura que reflejaba el espejo. El cuerpo que veía no mostraba ninguna señal dinámica ni de poder omnipresente. Al contrario que esos sujetos que aparecían en los mensajes publicitarios, victoriosos en la comunicación estética y también ética por el milimétrico estudio de sus gestos equilibrados de meditación y calma, ajenos a la realidad pero contextualizados en la mensajería de la misma, y sin el menor indicio de la podredumbre de la infelicidad, su cuerpo aparecía esculpido sobre la luz que iba apoderándose poco a poco del aire del salón igual que el gesto eterno y minimalista de los personajes en un relieve medieval. Era consciente, o al menos lo intentaba, del estado de insatisfacción permanente que le provocaba su cuerpo, esa sede de infecciones y desasosiegos que siempre le había impedido acercarse a otros paisajes de la conciencia, a tener el privilegio de ser tocado por la gracia divina y disfrutar del poder exclusivo de la dimensión física. Pensó que jamás, en todos los años de su vida, tuvo la inspiración necesaria que le permitiese, aunque solo hubiese sido por un instante, deshacerse de la desagradable sensación de precipitación hacia el vacío que siempre la había transmitido su cuerpo. El color gris de la madurez en su cabello y la amplitud que había cobrado su frente insuflaban cierto jolito a su mente. De algún modo el ritmo natural e inevitable de la decrepitud que señala el camino hacia la muerte dignifica la existencia del ser humano y atenúa su pusilanimidad e incapacidad para aceptar el papel dependiente que le ha tocado en la naturaleza, se dijo. Concluyó que al fin y al cabo en las interrelaciones cívicas, el empoderamiento y el enjuiciamiento eran poco más que caprichos infantiles en la conducta de las mujeres y los hombres, y que en el instante justo que separa la vida de la muerte, el hipermercado de la comunicación es absolutamente prescindible. Sus labios hicieron una mueca de disgusto ante la impotencia y después comprobó en el espejo que todavía sus miembros podían moverse con diligencia ante la mirada pasiva e indiferente de sus coetáneos. Antes de atravesar el vano de la puerta miró de nuevo por la ventana y vio al fondo, bajo la agitación de las moreras a un grupo de escolares escoltado por sus progenitores. Sobre el paisaje de vehículos y cemento parecían moverse por una extraña voluntad en una pugna contra el viento en dirección contraria al movimiento del ramaje. Aquella mañana una vez cerrada la puerta del apartamento decidió sin saber por qué asegurarse del buen funcionamiento de la cerradura. Como siempre bajó por las escaleras las cinco plantas que le ayudarían a oxigenar la musculatura aún adormecida y por enésima vez sintió curiosidad por saber qué estarían haciendo cada uno de los habitantes que se ocultaban tras aquellas puertas. El silencio era la respuesta que obtenía. Por un momento creyó que todos los habitantes del bloque estaban atentos al ruido lejano del trasiego incipiente de la ciudad, y que el silencio podía presentarse, por muy difícil que pueda parecer, una actitud inopinada pero colectiva. Tal vez aunque fuese solo efímero la humanidad podría en algún momento escucharse a sí misma y complacerse en el aspecto inusitado de provocar un lapso en el que podría vivir su desaparición virtual. Al fin oyó una carrera de tacones y tras estos el estruendo del cierre del portón en el hall del edificio. Se preguntó por qué él jamás permitía que ese mismo ruido tan molesto se produjese tras su salida. El sol casi despuntaba al final de la avenida por encima de los bloques de viviendas. Sintió un leve placer cuando advirtió que podía haber decidido hacer el trayecto en coche y que sin embargo lo hacía a pie ante la falta de ninguna iniciativa. No debía, como había señalado en su lista, aplicar aquello que realmente más le apetecía, caminar sin límite de tiempo y sin rumbo. Tenía que cumplir con ciertas responsabilidades adquiridas en su contrato laboral, y otras de orden social no menos difíciles de eludir. Pensó que si alguien lo observase no le costaría mucho llegar a la conclusión de que era una evidencia que su perfil era el de un personaje de una historia por la que nadie pagaría nada. Vidas como la suya abundaban en la ciudad como el asfalto y el cemento. Como una respuesta desafiante ante la imposición de sus responsabilidades apretó el paso con la intención de ganarle unos pasos al sol antes de que éste se levantase libre y victorioso por encima de los edificios que todavía lo ocultaban. Bajo una pantalla digital con números enormes de color azul que marcaba las 08:00 horas y 14º grados de temperatura pudo leer una publicidad que anunciaba el valor de un periódico. “Trabajamos por su independencia”, decía. Se preguntó sin pretender elevar, si cabía, un punto más su desidia hacia la mensajería política ¿qué clase de independencia exactamente? Con una sonrisa casi imperceptible en sus labios pensó en ¿qué era aquello en las sociedades actuales que motivaba tanto la cotización al alza del concepto de “verdad”, cuando en realidad la productividad en el uso de lo “falso” era exponencialmente igual? Podía resumir que lo esencial y lo adulterado en el uso del discurso de la justicia social pertenecían a las dos caras de una misma moneda, y que con ésta, con el uso contradictorio de los dos conceptos, todos pagábamos el impuesto obligatorio para continuar participando en el goce de la civilización. Pero por qué entonces, si era consciente de la realidad, -se preguntó-, él no se sentía capaz de adaptarse al ritmo mundano y tangible de la participación democrática, qué le impedía aceptar la instauración de un método político con el que se identificaba la mayoría y que para él no era más que una broma ridícula y de muy mal gusto. Decidió entonces que aquella tarde, tras la exposición de sus soluciones y el posterior debate, intentaría a toda costa comprobar qué había bajo la piel de todos los participantes del curso “Yo elijo a mis jefes y colaboradores”.