Para cuidar y alimentar a una familia hay que joderse. Así me consta
por los semblantes de los padres y madres que a diario desfilan ante mis ojos.
(Ya me gustaría ver cómo desfilo yo ante los míos. Pero no quiero centrar este
pequeño relato en primera persona, pues siempre ocurre que este tiempo verbal
te arrastra sin remedio hacia la parca realidad de una estrambótica selección
de noticias que nada importan a mis semejantes. Para el caso, padres y madres
que luchan contra un enemigo que en su día a alguien se le ocurrió llamarle
estrés. Creo que antes de que apareciese esta amenaza en el mundo, la crianza y
el porvenir de los hijos dependía casi en un cien por cien de la divina
providencia. Ahora corresponde en la misma medida a la estrecha vigilancia de
los modernos adanes y evas y al estado de sus cuentas corrientes).
Muchas
veces he visto y he pasado por alto las artimañas de algunos individuos para
pasar artículos sin pagar por la caja de los supermercados. Cuando esto sucede, el hecho fortuito de
convertirme en cómplice me lo tomo tan al pie de la letra que en algunas
ocasiones he intervenido directamente para ayudar al delincuente de turno.
Podría caer en la tentación de ejercer de fiscal. Sin embargo, el papel de
chivato en estos affaires del
comportamiento social, tendría que asumirlo ateniéndome a dos más que probables
consecuencias. La primera sería tener que enfrentarme al delincuente que me
espera a la puerta del establecimiento para partirnos la cara a puñetazos y
bolsazo limpio. Sobre todo si se trata de un padre o madre que se encuentre en
unas circunstancias más apuradas que las mías y con mayor rabia contenida. La
segunda consecuencia trataría sobre el enfrentamiento entre mi “Yo” más
superficial, es decir, mi yo a secas, para qué vamos a engañarnos, y mi “Yo”
más empírico, el que concluirá muchas horas después de la denuncia in situ del
acto delictivo, con el famoso refrán “Quien roba a un ladrón tiene cien años de
perdón”, ya que la multinacional que sostiene el capital del supermercado
invierte éste en una dirección contraria
a los intereses de los plebeyos consumidores y bla, bla, bla.
Me gustan
las colas en las cajas de los supermercados. La gente se encuentra descansando
con el estrés. Agarrada a los carros, empujando la bebida y la comida, la gente
se queda ensimismada, con la mente en blanco o colgada a un mal pensamiento y con
un abismo a sus pies. La gente queda allí abierta al futuro. Allí la gente es
tan humana, tan tolerante consigo misma que cada uno puede mirar a su prójimo
como le plazca. Y la cajera lo sabe (porque casi siempre es una cajera y muchas
incluso son madres). Sabe que es la
principal testigo en este interregno, y también sabe que su función y su
autoridad son sólo un disfraz de humanoide, un señuelo para los clientes del
supermercado, del mismo modo que lo son esas estatuas que andan sueltas por las
calles y avenidas de muchas ciudades, personajes de piedra o hierro nacidos de
la posmodernidad, asistidos en el parto por no sé qué concejal que en su
adolescencia abarrotaba su habitación de poster y fetiches de toda índole, y con
la ayuda inestimable del artista original de turno que se embolsó una paga más que
suficiente para irse de ejercicios espirituales a las Bahamas. De un modo
extrañísimo, aun habiendo oteado a la estatua perdida entre los transeúntes,
acabas dándote de bruces con la obra de arte y conmocionado ante su subliminal
mensaje.
Si le
preguntásemos a una cajera qué piensa de la gente que guarda cola en su caja concluiría
con el aserto “Existen todas las miradas posibles”. Y si le preguntáramos sobre
su mirada en particular contestaría que ella no mira, ella ve. Lo que se dice
mirar sólo mira el teclado de su ordenador. Ella clasificaría las miradas de
los clientes en los siguientes tipos: seductora, paranoica, vacía, perdida,
ingenua, esquiva, triste, de mal de ojo, torva o que mata, retadora, ausente,
libidinosa y pongamos por último la mirada serena. No te puedes fiar de ninguna
de ellas, dice la cajera, porque detrás de esos ojos puede aparecer en
cualquier momento un ladrón. No importa en qué consista el hurto y el valor del
género. Todos somos iguales al pasar por caja. Así nos hizo Dios. Lo que de
verdad importa es el balance trimestral y los turnos de caja. Me es indiferente
que pasen en mis narices tres botellas de whisky o una bolsa de pipas. Entiendo
que todo el mundo quiera ganar. Yo también quiero ganar.
La
propensión morbosa al robo es perfectamente compatible con un comportamiento
social honorable y reconocido. El cleptómano es incapaz de reprimir sus deseos. ¿Por qué estoy seguro
de esto? Pues porque del dicho al hecho sólo hay un trecho, únicamente el
movimiento de un dedo. En nuestro mundo casi todo está a nuestro alcance, tanto
que la mayor parte del tiempo de nuestra ficción es pura realidad, y ésta se
reduce en el repetitivo ejercicio de pasar por caja. Pasas por caja y ya está,
acabas de cumplir un sueño. Desde un bolígrafo bic hasta un baño en el Ganges.
He
presenciado muchas veces ya tal acto delictivo. Reconozco que estoy enganchado
a la observación de estos momentos gloriosos en los que quedan a la vista las
imperfecciones de la maquinaria del sistema. Claro que, en estos momentos donde
la crisis económica ha pasado a ser un segundo plano y causa, el estrés en
muchos casos ha evolucionado y superado el nivel psicosomático. El estado de
este mal transmoderno se enreda con la reaparición súbita e imprevista para
miles (la cantidad por muy acertada y realista que sea siempre debería ser una
estadística del más terrible de los infiernos, ya seamos casi todos los
afectados o una sola víctima si la hubiere) de padres y madres de la penuria en
sus despensas. En esta situación de la historia, al menos de momento, la
escasez de alimentos no es a causa precisamente de la falta o no sus existencias. Podemos ver comida por todos lados. En la
televisión y en la basura. Quizá sea de las pocas veces que en las sociedades
se da tal desproporción entre la oferta de las materias primas y la
imposibilidad (dinero) para acceder a ellas. De modo que para muchos padres y
madres el estrés referido ha evolucionado hasta los umbrales de la locura. Los
ánimos están exaltados y por tanto los actos delictivos en este estado mental no
son más que picores o dolores pasajeros en la moral de estos adanes y evas.
Parece una
madre. Supongo que al menos tiene dos hijos. Es todo un prototipo. Ni demasiado
alta, a pesar de que calza unas zapatillas planas, ni demasiado baja, pues su
incipiente obesidad no impide que su esbeltez recuerde aquellas curvas que unos
años atrás apuntaban verticales hacia el glorioso poder del amor y del sexo. La
mayor parte de sus prendas de vestir las ha seleccionado meticulosamente en el
mercadillo, y su ropa interior….El aspecto de su peinado delata que como mucho
va cada quince días a la peluquería. Tal vez un tiempo atrás, meses quizá,
fuese una vez en semana. Aún así es seguro que procura pasar unos minutos de
más ante el espejo, empeñada en fabricar una buena mixtura con las pinturas y
los cosméticos del bazar chino. Es atractiva y no tendría ningún problema por
enamorarme de ella. Debería enamorarme. Sólo eso, enamorarme. Ya ha puesto toda
la compra en la cinta transportadora de caja. Toda menos un pack de veinticuatro
yogures que ha ocultado en el carro, debajo de las bolsas reciclables. Yo me
encuentro dos carros atrás en la cola. Acabo de oír al otro lado de los
estantes una discusión entre una madre y sus dos hijos:
-
Si
continuáis haciendo la puñeta el uno al otro os juro que monto aquí un
espectáculo. Los gritos pueden llegar a Jerusalem.
-
…..
Intenté varias veces sin éxito identificar al grupo
entre los pasillos, mientras tanto, un hombre de unos cincuenta, agarrado a
otro carro, ante el stand de las verduras, miraba como un búho el trasero de
una muchacha que se inclinaba e incorporaba repetidas veces buscando tomates
dentro de una gran mancha roja. Cuando la mujer se disponía a pasar el carro
con los yogures ocultos le pregunté (¿le abronqué?) a la cajera en qué
consistía la oferta de las piñas tropicales. La mujer pasó el carro y la cajera
contestó diciendo que no lo sabía exactamente y le hizo una pregunta a su
compañera de la caja de al lado.
Veinticuatro
yogures de marca blanca. Días atrás pasé muchos nervios cuando un padre pasó
empujando con los pies un pack de seis litros de cerveza Cruzcampo.
Desodorantes. Algunos niños simplemente cogen lo que quieren y sus padres o sus
madres se lo quitan de las manos. Bandejas de carne. No sé si los clientes de
la tercera edad cuelan género por caja, aún no he visto a ninguno. Quesos.
Esperando mi turno alguien me ha mirado con desprecio y la lucidez me ha
asaltado, todos nuestros afanes se reducen en la necesidad de alimentarnos. Galletas.
Una tarde muy calurosa de mayo, una de las trabajadoras del supermercado invitó
amablemente a una adolescente a que depositara la pizza que ocultaba en el
abrigo en el interior del carro. En el invierno arrecia el hambre y se roba
más. Son condicionantes inevitables. En una ocasión la cajera había desaparecido
y éramos cientos de miles de clientes con ganas de robar. Nadie fue capaz de
cruzar la línea de caja.