Teo Survival escribe en su diario.
12
de junio del Tiempo-muerto.
Si no ando con ojo la rodillera ortopédica
me habría arruinado definitivamente mi rodilla izquierda. Una rodillera
deportiva te vendrá bien, dijo el traumatólogo en el ambulatorio. Pensé con
confianza, al ver el trozo de neopreno con ballenas de plástico insertadas en
su interior, que mi rodilla estaría a partir de ese momento sujeta al mundo
como un muro gótico al arbotante. Más tarde leí en las indicaciones médicas que
contenía en su interior la caja de cartón, por cierto, muy parecida a las que
contienen correas de transmisión de caucho, que el neopreno daría calor a las
articulaciones y desinflamaría y fijaría evitando negativos movimientos.
Después, durante las primeras caminatas con la práctica de la rodillera con
M.F, tuve la sensación de que era yo quien estaba sujeto al mundo y que éste en
sus movimientos flemáticos y desesperantes me arrastraba a una cosa tan vulgar
y archiconocida como es el anonimato tras la muerte. Mi rodilla izquierda
estaba jodida y en la clasificación de las cosas más y menos importantes mi
alma había decidido que la rodilla nada tenía que ver conmigo, ya que ésta
había tomado una dirección distinta a la mía, supongo que se dirigía hacia la
artrosis tipo III, algo así como una cueva en medio del desierto donde la gente
trata de esconder las vergüenzas del envejecimiento. Yo tiraba de mi mente
vacía, en blanco, hacia la muerte. Moriría y ya está, a tomar por culo, allá
lejos, perdido bajo las luces de emergencia de menos de treinta lúmenes que
alumbran nuestro concepto pusilánime de hábitat en el otro mundo. M.F. me
aconsejaba con un vago timbre de megafonía militar:
-
Debes andar una hora. Ni más ni
menos. Todos los días y a la velocidad de un recadero. Con eso tienes más que
suficiente para mantenerte en forma. Nada de carreras. Y creo que ni de
bicicleta. Ya oíste lo que dijo el médico.
Siempre he prestado atención a todo lo que me aconseja M.F. Pero en
este contexto de caminatas por una vía que parece especialmente diseñada para
ciclistas panzudos federados, para algunos jóvenes que aún no despuntan el
vientre pero que sabes que lo harán dentro de doscientas mil cervezas con o sin
alcohol y sus correspondientes tapas, para caminantes o corredores cincuentones y también
para alguna que otra corredora circunstancial que se encuentra en plena recta
final de sus exámenes de selectividad a la universidad u oposiciones para un
acceso libre a una plaza que según sus madres si las consiguen harán que se
sientan como probas damas que se reirán del mundo, mostrar mi pierna izquierda
adherida a la rodillera o viceversa creo que produce un efecto a ojos vista de
los demás de calculado ejercicio de prepotencia, de insistencia con perfiles
heroicos por querer doblegar la naturaleza de la enfermedad a toda costa. Comprenderán entonces por qué me
sentí aliviado cuando llegaron los primeros días del invierno y pude ocultar la
rodillera debajo de un pantalón de chándal
de felpa del Decatlón Kipsta 500. Con lo que no contaba era con el
hormigueo incipiente y el posterior dolor en el muslo izquierdo que
progresivamente fue apareciendo con el uso disciplinado del neopreno, efecto
secundario que tuve que prescribir por mi cuenta y riesgo y que el médico
especialista obvió como un secreto que habría que desvelar según un protocolo
apócrifo y tácito en la siguiente consulta.
Mi mejor marca la completé
en la popular del Rociana del Condado en un mes de febrero antes del Tiempo-muerto. Corrí las cuatro
vueltas al circuito urbano de 8250 m a 4,25” el kilómetro. Una máquina
corredora que rozó la perfección a sus cuarentaicuatro años de existencia si
tenemos en cuenta que era mi cerebro estimulado por una carga exagerada de
remordimiento hacia la naturaleza por no dotarme de unas aceptables condiciones
físicas para el atletismo, además de una ladino sentimiento hacia mi anterior
vida sedentaria, pues antes de cumplir los cuarentaiuno no se me había ocurrido
hacer un puto minuto de running, quien corría y no mi cuerpo tarado y al mismo
tiempo despreciado como un animal que consigue huir victorioso tras una carrera
delante de su depredador natural.
Logré esta increíble marca y
sus consecuencias fueron tan devastadoras que ahora, después de dos años de
recuperación de la pierna, los más que puedo conseguir son 40 minutos amansando
la carrera, de trote cochinero para un ser humano que intenta obsesivamente
usar el sentido común con la intención de continuar fomentando esa búsqueda
compulsiva y tan contemporánea del placer picnoléptico. Si bien existen otros
métodos mucho menos aparatosos para la estimulación endógena de endorfinas, es
el ejercicio físico, sobre todo la carrera de fondo, la actividad que mejor me
acerca a la bendita amnesia.
A propósito de todo esto el
futuro dictará sentencia y seré declarado inocente, pues ni estoy federado ni
pertenezco a ningún club de atletismo.