Nuestros movimientos inconscientes de
acercamiento y alejamiento frente a determinadas posturas políticas o de
intereses privados, por muy pequeños que sean, más que incluso nuestras
actitudes en el lenguaje, de aprobación o condescendencia, o de rechazo o firme
oposición ante quienes se empeñan en imponer su voluntad, son determinantes
para saber dónde nos encontraremos en un futuro a medio y largo plazo. Si nos
observamos mínimamente nos daremos cuenta de que nuestras emociones son
fundamentales e insoslayables durante un choque fortuito contra o a favor de
individuos, fuerzas colectivas, o leyes que quieran imponernos su voluntad
Podemos hablar en tal plano de inmanencia sobre el acercamiento porque,
misteriosamente, aunque este asunto está sujeto a múltiples interpretaciones,
existe una gruesa capa de la población, ya sea humilde o pudiente, que siente
una atracción irresistible hacia los
mecanismos del poder. Parece que el sometimiento es una actitud que proporciona
una fuente inagotable de placeres.
Antes de dar una respuesta positiva o negativa, ya hemos decidido y dado
señales en el laberinto de estrechos pasillos y de direcciones sin salida que
construyen nuestros deseos contrapuestos, aunque más tarde nos pese, de cuál será nuestra orientación para tomar la
dirección que nos acerca o nos aleja del núcleo de fuerzas.
La raíz del problema se encuentra, si analizamos el margen de
maniobrabilidad, en el reducido espacio de libertad que tenemos. Las
coordenadas que buscan nuestros deseos hacen que nuestras microemociones abarquen
en la lejanía vastos territorios en los que nuestra integridad se verá comprometida sin la protección de los más
elementales camuflajes. Es imposible ocultar la afinidad o la no aceptación de la voluntad ajena. Nuestro
deseo de vivir el propio destino como cosa exclusiva es tan fuerte como
inevitable es la muerte. No podemos
dejar de ser nosotros mismos y nos sentimos orgullosos de nuestras creencias y
convicciones. A veces somos capaces de manifestar posturas reaccionarias y
enfrentarnos contra el frente común de la desidia y el conformismo. Pero el
miedo al castigo y la segregación nos hace retroceder cuando más cerca
estamos de quitarle el disfraz al Estado,
grupo o ente protector. Una prueba de
fuego ha sido recientemente la adaptación a la realpolitik de los partidos
emergentes tras el 15 M en España. Un rotundo fracaso. Nos da tanto miedo tocar
cualquier pieza de la frágil construcción económica porque sabemos que se
mantiene a duras penas como una casa en ruinas.
Cobardes, íntegros y valientes nadie puede evitar postularse a través de
las emociones. Hasta los más ignorantes saben que la política es fundamental
para armar una sociedad más justa. Nos han nutrido desde hace más de cuarenta
años de derechos individuales que nos correspondían y que nos habilitarían para
explorar y conquistar territorios desconocidos. Sin embargo, digamos que el
cansancio de tanta conquista hace que nos resintamos ante la abrumadora idea de
que para ser poderosos debemos conservar y mantener lo poseído. La urgencia de
planificar los años, meses, días y horas por venir nos sume en el desaliento.
Intuimos que hemos llegado a los límites de nuestro imperio. Entonces nos queda
el consuelo de que sus fronteras no pertenecen a este mundo y nos alegramos e
incluso nos regodeamos de que la realidad es un maldito sueño.
Ortega y Gasset decía que “la propensión unilateral imposibilita la
acción”. Eran otros tiempos. Porque lo que él llamaba propensión unilateral se
ha convertido por inercia en el nudo gordiano de la realidad de las ideologías
y de la praxis de la justicia. Si
cortamos de raíz sabemos que desharemos todo el largo y dramático camino y
volveremos castigados por nuestra soberbia al punto de partida. Sin embargo,
sabemos que si continuamos mirando pasmados al nudo nuestras vidas serán una
podrida herencia para nuestros hijos; y lo peor: no podemos reprimir ni sabemos
dar sentido a nuestras emociones, incluso hay quién se pregunte que para qué
sirven.
Creo que la emoción es un faro perdido en la noche, es un punto
insignificante en la distancia que nos sirve para no perdernos en la oscuridad
de las masas y poder identificar nuestra identidad como individuos, como entes
capaces aún, no ya de pensar en la espiral del discurso colectivo, que precisamente
continúa siendo el mal de nuestro tiempo, sino de sentir el peligro que entraña
no saber interpretarlo y menospreciarse a sí mismo en la pasividad y la
dependencia como un simple eslabón más de la cadena.
Mostrar nuestras emociones es el gran negocio del siglo. Te van a vender
justo lo que necesitas para que se cumpla, como bien dice la sentencia del
Eclesiastes, “Nihil novum sub sole”, Nada nuevo bajo el sol. Tu moral, tu ética
y compromiso están catalogados on line para que el núcleo de fuerzas te absorba
y que todo parezca real. Quizá si no mostrásemos nuestras emociones el control de
algún modo no sería absoluto y así nos reservaríamos una pequeña porción del paraíso.
Un callado y mortal escepticismo. Tal vez.