El parque comercial dispone para sus clientes de un aparcamiento con más
de un millar de plazas. El horario para depositar y recoger los vehículos está
comprendido de lunes a domingo entre las 9:00 y las 23:00 horas. Antes o
después de dicho periodo es imposible que puedas entrar o salir del recinto sobre
tus cuatro ruedas sin el consentimiento del personal encargado de acotar los
accesos con pilonas automáticas retráctiles especialmente diseñadas. Durante el
tiempo permitido puedes gestionar tu plaza de aparcamiento como quieras y
completamente gratis. No existen limitaciones en el tiempo comprendido ni
tampoco sanciones por inmovilidad. La gentileza de la empresa propietaria es de
tal grado con su clientela que a pesar de su inversión económica en la
construcción del aparcamiento y la gestión de su mantenimiento le es indistinto
si aparcas tu coche para hacer compras en el parque o para cualquier otro
asunto que te ocupe por los alrededores.
El emplazamiento del lugar se halla en la periferia de la ciudad, en su
costado suroeste por el que se va y viene a un pulmón verde y a uno de los
núcleos turísticos más importantes de la provincia, muy cerca del puerto y los astilleros, en el
corazón de la llanura de lo que hasta hace bien poco era un archipiélago de arrabales,
confiere a la invención del proyecto comercial la atracción de encontrarte en
el umbral de nuestra contemporaneidad; en el vado idealizado de nuestra
inteligencia de sujetos civilizados capaces de vivir en el difícil equilibrio
entre el pasado y el futuro de sus orígenes y en la penitente y perpetua
adaptación al medio.
Innumerables ciclistas estacionan allí sus vehículos y descargan sus bicicletas para
iniciar sus rutas desde este punto. La razón principal es que a muchos y muchas
cycling por causas de disponibilidad y por sus condiciones físicas les
resultaría imposible acabar estos itinerarios desde sus domicilios. También si
observas el lugar en horas vespertinas o, sobre todo, los fines de semana
puedes ver practicantes de trekking por el mismo motivo. Así que, visto desde
un punto sociológico, la prestación que ofrece el complejo comercial es bastante
significativa para democratizar, como se suele decir en estos casos, ciertas
actividades para una amplia capa de la población en un abanico mayor de
diferentes edades a las que les estaría vedada la red pública de vías diseñadas
para potenciar la práctica de buenos hábitos para la salud y el ocio, si sus hogares
no se encuentran lo suficientemente cerca de éstas.
Por supuesto, como he dicho
antes, también puede observarse a gente que aprovecha la ubicación para ir a su
trabajo o para compras y otros menesteres en lugares cercanos. Yo pertenezco a
los usuarios del primer grupo. La ubicación del complejo es inmejorable para
satisfacer mis necesidades. Se encuentra en el punto perfecto de mi itinerario
para entrar y salir de la ciudad desde mi lugar de procedencia. Mi horario de
tarde es ideal para circular por un tráfico adormecido y sin el tono belicoso
de las prisas y sus accidentes. Sus
accesos son muy cómodos, salvo momentos puntuales en los que por desgracia
coincide mi salida con una mayor intensidad comercial de otros establecimientos
aledaños. No obstante, necesito el
servicio de acceso cuando justamente menos actividad comercial hay y la salida
tiene lugar cuando mis necesidades son solo las propias de la vida doméstica,
el ocio y el descanso. De modo que estos pequeños contratiempos se producen
cuando nada me urge. Para mí es como un pequeño sacrificio, como mi simbólica e
insignificante contribución a las prestaciones que me ofrecen el paraíso de la
urbe y el progreso.
Desde el parque mi trabajo dista
a menos de trescientos metros. Solo tengo que atravesar dos pasos de cebra con
semáforos poco transitados y que la mayoría de las veces los hago sin apuros
indistintamente en rojo o verde. Considero que en este sentido mis
circunstancias son una ganga para la vida de un simple asalariado si tengo en
cuenta a los millones de trabajadores que existen en el mundo que deben
atravesar tempestades de tráfico denso y desiertos kilométricos para poder
llegar a sus destinos. Es más, creo que por la inercia que me causa todas estas
comodidades aquí narradas, mi subconsciente contempla como una condición
importante la elección que tomo todos los años para decidir mi destino de
trabajo. Además, todo hay que decirlo, disfruto de un servicio casi integral,
ya que alguna vez que otra aprovecho mi situación ventajosa para hacer compras
en el parque antes o después de mi jornada laboral.
Sin embargo, de un tiempo aquí, experimento
a mi pesar algo así como una sensación de desconfianza hacia este lugar. De repente tengo la impresión de que aparco
mi coche en un espacio distinto al que he visto y concebido hasta ahora. En más
de una ocasión, cuando más atareado estoy durante mi jornada laboral, se me
viene a la cabeza la imagen del parque. Visualizo el aparcamiento lleno en
pleno apogeo comercial. Su ruidoso y a veces también chocarrero trasiego me importuna
en ese momento y me somete hasta el punto de abrumarme por mi innegable
contribución. A esto se le suma que no
puedo evitar el sentimiento de abandono cuando dejo mi vehículo en el
aparcamiento. No vale casi nada. Es viejo y sin atractivo alguno para el
mercado de segunda mano, pero tengo la sensación de que mi Peugeot es la prenda
de mi humilde patrimonio con la que pago un engaño. No pienso que me lo puedan
robar o que le puedan hacer algún destrozo. Se trata de un sentimiento
relacionado con la ausencia. Siento que mientras trabajo el coche desaparece
sin más de la plaza de aparcamiento. No tiene sentido, pero en más de una
ocasión en mi camino de vuelta hasta el parque, tengo la impresión de que el
Peugeot hace lo mismo y se dirige al mismo lugar desde no sé dónde ni por qué. He
llegado a pensar que quizá se trate de una burla de los gestores del parque por
los servicios prestados o de una jugada fingida en el uso gratuito del
aparcamiento con otras intenciones ocultas, como por ejemplo, un usufructo
parcial de mi vehículo y, de algún modo extraño, pero productivo para aquéllos.
Siento como si en mi ausencia el parque desapareciera y se apoderara del lugar
un vacío inaccesible o tal vez una especie de nube transparente que no impide
la visión del lugar y que, sin embargo, gracias a un misterioso efecto oculta
lo que allí ocurre. Un espacio con clima y paisaje aparentemente normales pero en
el que intervienen desde otros ámbitos, por no decir desde otras dimensiones u
otras realidades, voluntades que manipulan nuestras psiques mediante la
seducción y el ofrecimiento de todo tipo de productos. En el parque se ofrecen desde
viajes por todo el mundo hasta servicios veterinarios, y por supuesto, el de
aparcamiento, con atenciones de mecánica rápida y mantenimiento para tu coche.
Es posible que durante mi ausencia, en ese lugar extraño, abducido o
transformado por causas desconocidas, alguien descodifica la cerradura de mi
Peugeot y se introduce en su interior con el propósito de contaminarlo con
alguna sustancia que me provoca este estado mental por el que atravieso. Tal
vez en esta artimaña se fundamente el lucro de la gestión comercial. No encuentro
motivo alguno para vivir de repente en esta desconfianza. Ahora, en mi vida
cotidiana, me llegan olores desconocidos y saboreo mis alimentos de siempre con
extrañeza. Parecen que contienen aditivos o ingrediente añadidos. Tengo la inquietante
sospecha de que está cambiando mi percepción del mundo. Parece que todo lo que
me rodea, los cuatro elementos principales de la vida, incluido mis semejantes,
son ahora más densos y tienen más peso. Por el contrario, mi cuerpo y mis
pensamientos han adquirido una calidad más liviana. Siento que estoy más cerca
ahora de las sombras que de la materia que las producen y tengo tendencias
hacia los reflejos, y una curiosidad irresistible hacia los espejos. Si
dispongo de tiempo procuro observar largamente todo lo que contienen. Supongo
que esas sustancias contaminantes que dejan en el interior de mi coche tienen
que ver con todo esto. En este estado en el que me encuentro me he dado cuenta
de cosas que antes eran impensables. De alguna manera antes de todo esto vivía
feliz, con una preocupación sucinta a cuestiones mundanas como el dinero y el
dolor ante la muerte. Echo de menos esta actitud pasiva y tengo que reconocer
que en el fondo me gustaría volver a ser el mismo. Trato de encontrar explicaciones para
comprender esta situación en otros ámbitos de mi vida. En el día a día con mi
familia, en mis circunstancias y relaciones laborales, en el ambiente más o
menos sano y productivo de mis amistades y relaciones sociales, y hasta en mi
pasado y mi presente con auto psicoanálisis sui géneris que pueda prevenir
algún trastorno de mi salud mental. Sin embargo, no encuentro el menor indicio
por el que mis investigaciones puedan hacerme sospechar de ninguna causa que me
provoque esta inestabilidad e inquietud. En algún momento, eso sí, mi intuición
me lleva a pensar que mi fijación por el parque comercial podría ser más
consecuencia de una actitud obsesiva hacia cuestiones totalmente ficticias que
por factores veraces que puedan señalarlo como un lugar extraordinario en el
que ocurren cosas nunca vistas.
Hace un par de días un compañero del trabajo que también utiliza el
aparcamiento del parque, me aconsejó cuando nos dirigíamos a recoger nuestros
vehículos tras nuestra jornada, que a pesar de que el horario permitido para
aparcar esté comprendido entre las 9:00 y las 23:00, debía cuidarme de no dejar
mi coche mucho más allá de las 22:00 horas. Contó que una noche poco después de
esa hora se encontró el aparcamiento con todos sus accesos cerrados. Tranquilo,
pero con una entonación clara de censura y enojo en sus palabras reconoció que
tuvo que tomarse la justicia por su mano y salir por encima del acerado, por un
espacio muerto que al parecer los constructores han pasado por alto, entre una
pilona retráctil y la carretera adyacente. Mi horario laboral no se extiende
hasta tan tarde pero por precaución me he tomado la molestia de comprobar el
vacío descrito tras esa última pilona para poder salir del aparcamiento. Tengo
que reconocer que en cierto modo a pesar de mi desconfianza y mis temores el
conocimiento de tener una salida para poder huir del lugar, por poco ortodoxa
que sea, me tranquiliza y hasta me transmite mejores auspicios acerca de mis
sospechas. No me importaría nada tener que infringir las normas de circulación
si con ello consigo eludir los arbitrarios criterios de la empresa gestora del
parque y poder eludir el engaño.
Los olores y sabores continúan en la misma progresión de extrañeza para
mis sentidos. Tengo miedo a que la comida me mate. Las visiones se han dispersado
en temáticas y aparecen en cualquier momento y circunstancia. Experimento el
mismo sentimiento de abandono tras el final de una conversación afable aunque
sea en la calle con un desconocido, o cuando de repente me acuerdo de alguien
que murió y con quien tanto tuve trato como si no, que cuando me encuentro ante
una cámara de vigilancia. Esa sustancia que introducen en mi coche debe ser muy
tóxica. A veces me sorprendo delante de la televisión cuando intento ir varios
segundos por delante de la programación en directo. Me cuesta aceptar la falta
de comunicación entre quienes hablan y yo. Sin embargo, esa salida es real, no
es producto de mi imaginación. Puedo
escapar tras el cierre del parque cuando quiera.