jueves, 28 de enero de 2021

LA SALIDA

 




   El parque comercial dispone para sus clientes de un aparcamiento con más de un millar de plazas. El horario para depositar y recoger los vehículos está comprendido de lunes a domingo entre las 9:00 y las 23:00 horas. Antes o después de dicho periodo es imposible que puedas entrar o salir del recinto sobre tus cuatro ruedas sin el consentimiento del personal encargado de acotar los accesos con pilonas automáticas retráctiles especialmente diseñadas. Durante el tiempo permitido puedes gestionar tu plaza de aparcamiento como quieras y completamente gratis. No existen limitaciones en el tiempo comprendido ni tampoco sanciones por inmovilidad. La gentileza de la empresa propietaria es de tal grado con su clientela que a pesar de su inversión económica en la construcción del aparcamiento y la gestión de su mantenimiento le es indistinto si aparcas tu coche para hacer compras en el parque o para cualquier otro asunto que te ocupe por los alrededores.

  El emplazamiento del lugar se halla en la periferia de la ciudad, en su costado suroeste por el que se va y viene a un pulmón verde y a uno de los núcleos turísticos más importantes de la provincia,  muy cerca del puerto y los astilleros, en el corazón de la llanura de lo que hasta hace bien poco era un archipiélago de arrabales, confiere a la invención del proyecto comercial la atracción de encontrarte en el umbral de nuestra contemporaneidad; en el vado idealizado de nuestra inteligencia de sujetos civilizados capaces de vivir en el difícil equilibrio entre el pasado y el futuro de sus orígenes y en la penitente y perpetua adaptación al medio.

    Innumerables ciclistas estacionan allí  sus vehículos y descargan sus bicicletas para iniciar sus rutas desde este punto. La razón principal es que a muchos y muchas cycling por causas de disponibilidad y por sus condiciones físicas les resultaría imposible acabar estos itinerarios desde sus domicilios. También si observas el lugar en horas vespertinas o, sobre todo, los fines de semana puedes ver practicantes de trekking por el mismo motivo. Así que, visto desde un punto sociológico, la prestación que ofrece el complejo comercial es bastante significativa para democratizar, como se suele decir en estos casos, ciertas actividades para una amplia capa de la población en un abanico mayor de diferentes edades a las que les estaría vedada la red pública de vías diseñadas para potenciar la práctica de buenos hábitos para la salud y el ocio, si sus hogares no se encuentran lo suficientemente cerca de éstas.

   Por supuesto, como he dicho antes, también puede observarse a gente que aprovecha la ubicación para ir a su trabajo o para compras y otros menesteres en lugares cercanos. Yo pertenezco a los usuarios del primer grupo. La ubicación del complejo es inmejorable para satisfacer mis necesidades. Se encuentra en el punto perfecto de mi itinerario para entrar y salir de la ciudad desde mi lugar de procedencia. Mi horario de tarde es ideal para circular por un tráfico adormecido y sin el tono belicoso de las prisas y sus accidentes.  Sus accesos son muy cómodos, salvo momentos puntuales en los que por desgracia coincide mi salida con una mayor intensidad comercial de otros establecimientos aledaños.  No obstante, necesito el servicio de acceso cuando justamente menos actividad comercial hay y la salida tiene lugar cuando mis necesidades son solo las propias de la vida doméstica, el ocio y el descanso. De modo que estos pequeños contratiempos se producen cuando nada me urge. Para mí es como un pequeño sacrificio, como mi simbólica e insignificante contribución a las prestaciones que me ofrecen el paraíso de la urbe y el progreso.

   Desde el parque mi trabajo dista a menos de trescientos metros. Solo tengo que atravesar dos pasos de cebra con semáforos poco transitados y que la mayoría de las veces los hago sin apuros indistintamente en rojo o verde. Considero que en este sentido mis circunstancias son una ganga para la vida de un simple asalariado si tengo en cuenta a los millones de trabajadores que existen en el mundo que deben atravesar tempestades de tráfico denso y desiertos kilométricos para poder llegar a sus destinos. Es más, creo que por la inercia que me causa todas estas comodidades aquí narradas, mi subconsciente contempla como una condición importante la elección que tomo todos los años para decidir mi destino de trabajo. Además, todo hay que decirlo, disfruto de un servicio casi integral, ya que alguna vez que otra aprovecho mi situación ventajosa para hacer compras en el parque antes o después de mi jornada laboral.

   Sin embargo, de un tiempo aquí, experimento a mi pesar algo así como una sensación de desconfianza hacia este lugar.  De repente tengo la impresión de que aparco mi coche en un espacio distinto al que he visto y concebido hasta ahora. En más de una ocasión, cuando más atareado estoy durante mi jornada laboral, se me viene a la cabeza la imagen del parque. Visualizo el aparcamiento lleno en pleno apogeo comercial. Su ruidoso y a veces también chocarrero trasiego me importuna en ese momento y me somete hasta el punto de abrumarme por mi innegable contribución.  A esto se le suma que no puedo evitar el sentimiento de abandono cuando dejo mi vehículo en el aparcamiento. No vale casi nada. Es viejo y sin atractivo alguno para el mercado de segunda mano, pero tengo la sensación de que mi Peugeot es la prenda de mi humilde patrimonio con la que pago un engaño. No pienso que me lo puedan robar o que le puedan hacer algún destrozo. Se trata de un sentimiento relacionado con la ausencia. Siento que mientras trabajo el coche desaparece sin más de la plaza de aparcamiento. No tiene sentido, pero en más de una ocasión en mi camino de vuelta hasta el parque, tengo la impresión de que el Peugeot hace lo mismo y se dirige al mismo lugar desde no sé dónde ni por qué. He llegado a pensar que quizá se trate de una burla de los gestores del parque por los servicios prestados o de una jugada fingida en el uso gratuito del aparcamiento con otras intenciones ocultas, como por ejemplo, un usufructo parcial de mi vehículo y, de algún modo extraño, pero productivo para aquéllos. Siento como si en mi ausencia el parque desapareciera y se apoderara del lugar un vacío inaccesible o tal vez una especie de nube transparente que no impide la visión del lugar y que, sin embargo, gracias a un misterioso efecto oculta lo que allí ocurre. Un espacio con clima y paisaje aparentemente normales pero en el que intervienen desde otros ámbitos, por no decir desde otras dimensiones u otras realidades, voluntades que manipulan nuestras psiques mediante la seducción y el ofrecimiento de todo tipo de productos. En el parque se ofrecen desde viajes por todo el mundo hasta servicios veterinarios, y por supuesto, el de aparcamiento, con atenciones de mecánica rápida y mantenimiento para tu coche.

  Es posible que durante mi ausencia, en ese lugar extraño, abducido o transformado por causas desconocidas, alguien descodifica la cerradura de mi Peugeot y se introduce en su interior con el propósito de contaminarlo con alguna sustancia que me provoca este estado mental por el que atravieso. Tal vez en esta artimaña se fundamente el lucro de la gestión comercial. No encuentro motivo alguno para vivir de repente en esta desconfianza. Ahora, en mi vida cotidiana, me llegan olores desconocidos y saboreo mis alimentos de siempre con extrañeza. Parecen que contienen aditivos o ingrediente añadidos. Tengo la inquietante sospecha de que está cambiando mi percepción del mundo. Parece que todo lo que me rodea, los cuatro elementos principales de la vida, incluido mis semejantes, son ahora más densos y tienen más peso. Por el contrario, mi cuerpo y mis pensamientos han adquirido una calidad más liviana. Siento que estoy más cerca ahora de las sombras que de la materia que las producen y tengo tendencias hacia los reflejos, y una curiosidad irresistible hacia los espejos. Si dispongo de tiempo procuro observar largamente todo lo que contienen. Supongo que esas sustancias contaminantes que dejan en el interior de mi coche tienen que ver con todo esto. En este estado en el que me encuentro me he dado cuenta de cosas que antes eran impensables. De alguna manera antes de todo esto vivía feliz, con una preocupación sucinta a cuestiones mundanas como el dinero y el dolor ante la muerte. Echo de menos esta actitud pasiva y tengo que reconocer que en el fondo me gustaría volver a ser el mismo.  Trato de encontrar explicaciones para comprender esta situación en otros ámbitos de mi vida. En el día a día con mi familia, en mis circunstancias y relaciones laborales, en el ambiente más o menos sano y productivo de mis amistades y relaciones sociales, y hasta en mi pasado y mi presente con auto psicoanálisis sui géneris que pueda prevenir algún trastorno de mi salud mental. Sin embargo, no encuentro el menor indicio por el que mis investigaciones puedan hacerme sospechar de ninguna causa que me provoque esta inestabilidad e inquietud. En algún momento, eso sí, mi intuición me lleva a pensar que mi fijación por el parque comercial podría ser más consecuencia de una actitud obsesiva hacia cuestiones totalmente ficticias que por factores veraces que puedan señalarlo como un lugar extraordinario en el que ocurren cosas nunca vistas.

   Hace un par de días un compañero del trabajo que también utiliza el aparcamiento del parque, me aconsejó cuando nos dirigíamos a recoger nuestros vehículos tras nuestra jornada, que a pesar de que el horario permitido para aparcar esté comprendido entre las 9:00 y las 23:00, debía cuidarme de no dejar mi coche mucho más allá de las 22:00 horas. Contó que una noche poco después de esa hora se encontró el aparcamiento con todos sus accesos cerrados. Tranquilo, pero con una entonación clara de censura y enojo en sus palabras reconoció que tuvo que tomarse la justicia por su mano y salir por encima del acerado, por un espacio muerto que al parecer los constructores han pasado por alto, entre una pilona retráctil y la carretera adyacente. Mi horario laboral no se extiende hasta tan tarde pero por precaución me he tomado la molestia de comprobar el vacío descrito tras esa última pilona para poder salir del aparcamiento. Tengo que reconocer que en cierto modo a pesar de mi desconfianza y mis temores el conocimiento de tener una salida para poder huir del lugar, por poco ortodoxa que sea, me tranquiliza y hasta me transmite mejores auspicios acerca de mis sospechas. No me importaría nada tener que infringir las normas de circulación si con ello consigo eludir los arbitrarios criterios de la empresa gestora del parque y poder eludir el engaño.  

  Los olores y sabores continúan en la misma progresión de extrañeza para mis sentidos. Tengo miedo a que la comida me mate. Las visiones se han dispersado en temáticas y aparecen en cualquier momento y circunstancia. Experimento el mismo sentimiento de abandono tras el final de una conversación afable aunque sea en la calle con un desconocido, o cuando de repente me acuerdo de alguien que murió y con quien tanto tuve trato como si no, que cuando me encuentro ante una cámara de vigilancia. Esa sustancia que introducen en mi coche debe ser muy tóxica. A veces me sorprendo delante de la televisión cuando intento ir varios segundos por delante de la programación en directo. Me cuesta aceptar la falta de comunicación entre quienes hablan y yo. Sin embargo, esa salida es real, no es producto de mi imaginación.  Puedo escapar tras el cierre del parque cuando quiera.

                                        


miércoles, 6 de enero de 2021

FE Y ÉTICA (ZOOS XXII)

 













Nunca lo ha comprendido. En una situación como aquella todo el mundo habría nombrado al menos el topónimo del lugar de procedencia, pero él, tal vez por la asfixia y por el dolor tan intenso, dijo que vivía en “cualquier sitio”. Es evidente que Freddy, o el sentimiento de terror del sexo, como así lo padeció y recordó toda su vida, no pudo hacer otro comentario que el de “Era de suponer de un mierda como tú”, sin poder imaginar en la más remota de las fantasías que el presunto follador de su hermana pertenecía a una familia respetable y que poco tiempo después sus miembros se convertirían en iconos mundiales en la lucha contra la epidemia de catalepsia que azotó a la comarca durante varios meses. El lincoiteño Freddy tendría que soportar horas más tarde la ignominia más gravosa ante la fratría integrista y despavorida a la que pertenecía por su cobarde y desproporcionada metodología de conducta moral. Un poco antes del momento de la intervención al fallecido toda la familia se presentó ante los “resucitadores” -tal fue el sobrenombre que se ganaron a pulso él, sus padres y hermanos por sus pías e irreverentes resurrecciones anabióticas, palingenesicas al uso, que permiteron a los revividos durante un tiempo más o menos breve pero satisfactorio para sus parientes, hacer exclusivamente aquello que en vida les había proporcionado la mayor felicidad. Cuando Gloria presentó a su hermano Luis como primogénito del muerto se produjo un incómodo y extraño silencio, entonces alguien (luego se supo que fue un sobrino con el que tenía algunas diferencias y que sufrió unas semanas después una soberana paliza cuando dormía en su cuarto) desde el último portal de la casa del difunto dijo que Freddy era su verdadero nombre. La “comitiva de la resurrección” era imperturbable y aunque el que pretendía copular con Gloría no se inmutó al conocer a su agresor, resultó imposible que todo Lincoito no supiese quien era la víctima que había recibido, según palabras de Freddy, “la lección de su vida”. Esta presentaba varios hematomas en el rostro además de moverse con dificultad. Fueron suficientes los pocos minutos del día anterior en el bar para que se hiciera oficial en la localidad que Gloria tenía un novio forastero. Si además de las habladurías añadimos las consecuencias de la cualidad de bocazas propia de Freddy obtenemos sin ayuda de ninguna elucidación pericial la explicación de las complejas emociones que empujaron a la agresión física y las conclusiones acerca de la inconveniencia de la misma.

  A pesar del insoportable dolor de espalda se mantenía tan enhiesto como la ocasión requería. La incertidumbre ante los resultados de la acción obligaba a adoptar una teatralidad solemne, a una actitud hierática y hasta histriónica que atenuara la vulgaridad del fracaso desde la orilla de los vivos, ya que el porcentaje de incidencia de la epidemia fue tan solo del 36,5% de los óbitos producidos por muerte natural. La flema en el ritual era tan acusada que la atención de los presentes terminaba desviándose hacia los gestos de estupefacción y nerviosismo que entre ellos se producían. Si en aquel momento Enrique Cornelio Agripa de Netessheim y sus adeptos de la nueva Cábala cristiana hubiesen aparecido en la escena habrían adoptado el mismo gesto y porte que aquella comitiva, con la diferencia de que los creyentes cristianos del Renacimiento habrían fusilado con la mirada a aquella caterva venal e infiel. No era un caso concluyente para la famosa Filosofía Oculta del pensador teutón, pero tampoco era menos comparable con situaciones dadas entre la gnosis y la fe en lo divino del tiempo humano. ¿Quién podría pensar que la opinión pública alcanzaría el mismo razonamiento tácito que acordaron en la antigüedad los dioses del Olimpo ante el peligro que supuso para la teogonía el semidios y médico Asclepio? Zeus prohibió la ciencia de la resurrección ante el temor de que uno de los mayores dones divinos pudiese caer en manos de un mortal curandero (también contaba con la ayuda de su familia, igual que nuestro personaje contemporáneo) Del mismo modo que el padre de los dioses tras las quejas de Hades utilizó un rayo para matar al mago, la opinión pública fue manipulada en un país demasiado identificado con sus costumbres místicas por unos poderes constituidos en el intercambio de intereses arraigados casi en la noche de los tiempos. Estas energías generadas mediante un miedo ancestral del hombre hacia el propio hombre impidieron que una familia proveniente, según muchos politólogos del tercio poblacional que jamás se compromete con ninguna identidad política, poseyera el valor incalculable de la voluntad de resucitar. Unos personajes cándidos y bondadosos como él y su familia habían logrado en menos de dos semanas ser la noticia principal de todos los medios de comunicación del país. Él nunca se negó a aquella solicitud de sus padres. No poseía el equipaje de la fe, pero como aseguraba su amiga la “Hermana San Juan”, contaba con unos valores éticos muy sólidos. En su inconsciente sabía que traicionaba a la religiosa y a veces, en los momentos más contritos se reía con sorna de ella en el intento de atenuar el impacto de sus deseos. Aquella sensación tenía un sabor insoportable y una digestión que le perturbaba el ánimo hasta casi la esquizofrenia. ¡Cuántas veces había sucumbido como un miserable ante la fascinación por la carne! ¡Cuántas veces no había adoptado la actitud injustificada de la embriaguez para después hacer el ridículo más espantoso ante el arbitrio de esos despiadados valores sólidos! No solo era una cuestión mundana y baladí como causa del instinto sexual. Lo que peor llevaba eran los momentos de debilidad consecuentes de su egocentrismo. Intuía que la empatía era una virtud que exigía una dedicación permanente, un faro en medio del océano de “sus” valores sólidos, sin embargo, el nivel de motivación de su super-yo era tan elevado que la asunción de “los ellos” como referencia fundamental para “ser” devoraba igual que una bestia insaciable a toda criatura que se interpusiera en su paso. Ingenuas o incrédulas, sus víctimas eran aniquiladas por la fuerza incontrolable de su instintivo desprecio por el mundo de las apariencias. Vivía en la desconfianza como si esta fuese el único paisaje permanente de todos los posibles. No podía evitar tener que, a pesar de mirar el reverso de todas las cosas, atender a los supuestos de que cualquier actitud en el carácter del ser humano era inevitablemente la prueba evidente de que tras ella había una aptitud natural y dirigida hacia la consecución de objetivos e intereses solo personales. Podía sentir sin esfuerzo amor fraternal hacia cualquier individuo que se atravesara en su camino. Sin embargo, la curiosidad que sentía ante el infinito catálogo de actitudes humanas acababa siempre imponiéndose a pesar del alto valor moral que tenía para él dicho sentimiento de bien para el prójimo. El instinto de poder que todos poseemos se encuentra a veces tan oculto que no nos damos cuenta hasta después de abandonar la línea del frente y recuperarnos en la retaguardia, hayamos logrado o no nuestros objetivos, que no sabemos exactamente qué pretendemos, qué deseamos, ni tan siquiera comprendemos para qué nos sirve el descanso. Actos como lecturas sintéticas de un trabajo en casa de un colega asiduo a las rutas nocturnas de los fines de semana, cuyo hermano había realizado para sus estudios de secundaria sobre un filósofo totalmente desconocido para él y que pudo leer casi de soslayo, calaron a cierta profundidad su percepción del mundo.  Podría ser que tras la idea de la noción de voluntad de poder de Schopenhauer se encuentre ante todo la auto castración del Ser y su destrucción vehicular para impedir nuestra definición fuera del Corpus de la condición humana. El mundo no existe sino que lo representamos nosotros. Cada individuo en el fondo de su alma ni puede ni quiere abandonar el rebaño en el que alimenta y sacia sus adicciones. En cierto modo le gustaba regodearse con el gusto de considerarse por encima de los vicios y certificar la inferioridad de casi todos, y al mismo tiempo compartirlos con sus congéneres. Cuantos más miserables fuesen sus deseos de hegemonía y seducción más estímulos sentía para continuar el camino por el campo pedregoso en el que se invierten y confunden el amor y el placer.

   Para él, sólo para él, porque desde su perspectiva el mundo era ante todo exclusivo y a los demás les estaba vedado tal entendimiento, la Hermana San Juan tenía el don particular de ser el único ente capaz de trascender en la vida de toda su familia, incluido él mismo. No le resultó ajeno participar en los rituales de resurrección y, dicho sea de paso, dejarse llevar en su profundo respeto por el lenguaje no verbal y de signos de los “ritos de paso”. Sabía perfectamente, a pesar de que no tenía información ni instrucciones directas, que detrás de aquellos actos en los que intervenían se encontraba la encomienda bendecida por la Hermana San Juan. Todo comenzó de modo fortuito cuando su padre pocos meses antes asistió al velatorio de un vecino al que tenía especial aprecio y en un gesto no premeditado no pudo evitar tocar su mano derecha. Nadie le dio importancia al acto reflejo en la habitación desde la sala asfixiante y abarrotada del salón principal de la casa del muerto. Su padre contaba días después que nunca antes se le había ocurrido tocar un cadáver, ni siquiera el de su padre. Nadie, ni siquiera el mismo hacedor de milagros, podía imaginar en aquellos momentos que por la más extraña de las razones su padre tenía el poder de resucitar a los muertos; o mejor escrito, poseía la virtud de reanimar a quienes aparentemente lo estaban. Las circunstancias en las que se sumió en menos de una semana toda la comarca señalaron a toda su familia fuera del mundo de la vida, como diría Husserl, o fuera de la intrahistoria, como lo haría Unamuno, como a protagonistas del peor y menos creíble de los films de serie B. La epidemia de catalepsia que azotó a toda la zona con un sufrimiento de intensidad bíblica, fue vista por la mayoría de los medios de comunicación con tintes de incredulidad y hasta con visos de denuncia. En cierto modo casi todos los medios de comunicación  transmitían a la sociedad cierto tono jocoso ante la perplejidad de lo que podría describirse indistintamente como “puertas falsas” y “puertas principales” hacia o desde el más allá. Por supuesto que en el contexto descrito las actuaciones de la familia resucitadora fueron como la punta del iceberg de una gran trama sectaria. Algunos medios apuntaron a la posibilidad de una estafa de proporciones corporativas y conspiradoras en las que habría ocultos todo tipo intereses, económicos y también políticos. El foco mediático de la epidemia alcanzó su punto culminante cuando el índice porcentual de muertes y resurrecciones subió entre franjas poblacionales inusuales. Cuando la familia asistió a decesos de jóvenes y niños y obtuvo éxito (por supuesto en los casos catalépticos) la repercusión social fue tan grande que ciertos estamentos institucionales pidieron una investigación y una respuesta urgente para mitigar el miedo de la población y atenuar la peligrosa popularidad que había adquirido la familia. La evidencia de la efectividad de la castración en el arte de la publicidad es demoledora. Ésta se aplicó desde la administración provincial sin piedad. En un principio se desaconsejó, con el pretexto del desconocimiento ante la transmisión del contagio, la asistencia a los funerales a toda persona que no fuese doliente directo. Más tarde se permitió exclusivamente la presencia de estos últimos pero con una estrecha vigilancia policial. Dicha evidencia condujo a la siguiente como consecuencia de la aplicación de la anterior y a la que casi todos siempre esperan y reciben con perplejidad. Es decir, en este caso a la erradicación mediática de la enfermedad. Estas evidencias podemos encerrarlas en otra innombrable, siempre presente y ahistórica, finita por ser netamente humana pero infinita si pudiésemos pensar con nuestros corazones; inmoral y desenfrenada para todo juicio paralelo pero tan real como inevitable. La evidencia de lo que hemos intentado denominar con “el mundo de la vida” o la “intrahistoria”, o tal vez la aceptación del peso del mundo a cambio de la irrenunciable vida comunitaria. Sólo los habitantes de la comarca comprendieron que muchas muertes se produjeron en las cremaciones y inhumaciones. Esta represión de las autoridades produjo una conmoción tan grande en la población de la comarca que de la noche a la mañana, la que había sido una sociedad por su estructura económica y productiva tradicionalmente humilde y mansa, se convirtió en un prodigio de la extorsión y el chantaje. En los cementerios aparecieron tumbas abiertas y profanadas. Se saqueaban los huesos de los difuntos y los distribuían estratégicamente por lugares públicos. Se enviaban mensajes anónimos a los mandos policiales con la amenaza de que si no permitían la intervención de la familia resucitadora en los funerales ocurriría lo  mismo con los restos de sus antepasados.