Oí en una entrevista radiofónica cómo Julio Cortázar denostaba a Herman Hesse por su obra Demian.
Tengo que reconocer que casi me alegré cuando el tipo con aquella autoridad
crítica hablaba sobre la cárcel en la que vivía E Sinclair, protagonista de la
novela, dentro de sí mismo y de la que
no podía escapar. Otra cosa sería saber si cuando decía que la leyó, siendo
todavía casi un adolescente, sintió de verdad la repulsa que describió en la
entrevista o la aderezó con sentimientos ya adultos de apelmazados ideales
deliberados contra la idolatría o la iconografía esotérica.
Realmente estoy de
acuerdo con Cortázar en la opresión despiadada a la que voluntariamente nos
vemos reducidos en edades tempranas. Son los convencionalismos sociales y la
lectura poco sincera de lo que debemos asumir como sagrado e intocable lo que
nos conduce al sufrimiento más estúpido y gratuito que pueda imaginarse. En
apariencia, lo que supone la revolución no es más que cambiar de vestiduras al
amo, y a veces hasta al verdugo.
Lo peor de lo peor
es compartir el miedo. Algunos hasta lo expanden igual que bombas aromáticas.
Ese penetrante olor de las flores de la rebeldía. El Yo que se tira de cabeza
en el interior de sí mismo autoflagelante, miserable y egoísta, me recuerda al
testamento político de Adolf Hitler cuando piensa que se va a dar un tiro en la
boca por el pueblo alemán. En las vidas de estos sicarios de las relaciones
sociales sus congéneres son el combustible para su incandescente y eterna pira
funeraria. Vidas perdidas que buscan durante décadas el Nirvana y al final les
espera una simple y llana muerte rodeada de los seres queridos.
¿Por qué esa
necesidad de tanto sufrimiento?
Freud, con la
intención de sustentar un “método”, se
autopsicoanalizaba todos los días al final de su trabajo durante media hora. El
camino científico nos conduce a las categorías. Así a cada individuo se le
etiqueta con unas carencias o males profundos. Todos somos potencialmente
diagnosticables. Todos pasamos por el embudo del sistema que nos corrige para catalogarnos en el museo de la mesada
humana para una sociedad futura.
Ahora bien, escribir
una novela con la intención de justificar cual es nuestro grado de
trascendencia por encima de nuestros iguales, es un ejercicio violento y
jerárquico. Una placentera vida militar entre civiles indefensos.
¡Ahora que sí estás perdido! Porque a pesar de las lecciones
de Copérnico, de Darwin o de Freud aún conservas tus chucherías en el bolsillo.
Continúas enredado en el poder. Lo odias, lo amas. Millones de individuos
Demian. En la universidad, en los partidos políticos, en los templos, en los
parques públicos, en las gasolineras, en el Facebook, en los partidos de
fútbol, en los hipermercados, en los huecos de tus pensamientos que residen
fuera de tu cabeza.