lunes, 31 de agosto de 2015

CRÓNICA DE NINGÚN LUGAR








A pocos quilómetros de nuestro destino pudimos leer en el dorso de un  indicador de tráfico estas palabras:
                                                    
   Para qué vinisteis
   Si no trajisteis poesía
  
  Habíamos decidido huir de la costa. Durante el verano disponemos de todas las horas de playa que nos plazca. Estamos tan familiarizados con ella que sus olores y paisajes podemos sentirlos  en la piel y retinas  igual que si estuviésemos  envueltos en una crisálida allá donde vayamos. Se entiende que por un impulso imprimido por una nueva necesidad vital, decidimos pasar unos días en el interior, en dirección contraria a los deseos y necesidades del resto de habitantes de un país sumido en una crisis integral. Se puede asegurar sin lugar a dudas, y teniendo en cuenta el estado de precariedad en el que viven muchos españoles, que fuimos junto a quienes por las mismas causas desean huir del interior hacia las costas y no pueden. Podríamos analizar durante un rato las razones de la clasificación en nuestra sociedad de aquellos y aquellas que pueden y los que no pueden. Pero, ¿para qué perder el tiempo con el concepto extendido en el que vivimos de una solidaridad predominantemente sentimental en el que actos programados como los realitys  son lo único que hacen sentir a las masas? La transmodernidad es sobre todo física. Bien pensado somos simple materia en movimiento. Materia regida por leyes cinéticas contrarias a lo que vemos e incluso poseemos. Materia hostil a todo lo que huela a realidad no programada o fuera del círculo mercantil. Así que podemos asegurar que España es un país en el que la mayoría de sus habitantes entienden el viaje y las vacaciones como un ensayo de la huida a ningún lugar, a una visión del Universal platónico del horizonte, a una huida hacia adelante hacia el movimiento por el movimiento. Tal vez las limitaciones de poder del gran Leviatán continúen siendo las mismas que concibió el incrédulo Hobbes. Áreas en las que es posible cierto bienestar, incluso una relativa ataraxia, y que solo existe en la imaginación activada por el viaje. Leviatán sabe que deseas romper las cadenas de la ley y la opresión. Esto no le ofende. La rebeldía y la subversión de sus súbditos son el alimento que aumentan su poder. Cuanto más genuinas y al mismo tiempo sofisticadas sean las ideas de emancipación del individuo mayor información y mejores estrategias obtiene para que entre nosotros se acreciente la desconfianza y el miedo. Cuando se hace obvio que Leviatán no es el enemigo a batir, el egoísmo y la envidia que nos profesamos y que consideramos que son la causa de todos nuestros males se los come la bestia para calmar nuestras conciencias. La máquina es el contenedor de nuestras lágrimas. Un gigantesco reciclador  que transforma las materias primas y las desvirtúa para de nuevo utilizarlas como placebo que acreciente nuestra sensación de bienestar, como nutriente más digestivo para el vientre de la bestia.
   Pedí a MF que retrocediésemos para hacernos un selfie con el mensaje de fondo. Ella accedió y apática dijo: “Bueno, estamos de vacaciones, si eso es lo que quieres….”. El sol asomaba victorioso tras el indicador de tráfico, por encima de un peñasco, como si este hubiera sido minutos antes un obstáculo que le impidiese mostrar toda su luz. Mi hijo dijo tras la captura de la imagen que estaba casi seguro de que la habíamos cagado con la elección del destino para nuestras mini vacaciones. “Por los alrededores habrá alguna comuna de hippies o de poetas independientes celebrando su reunión anual”. Mi hija preguntó qué era exactamente un hippy. MF parecía desilusionada por algún asunto táctico del viaje o de lo que dejaba atrás en él; tal vez por el asunto de su madre con 66 puntos de movilidad, pensé. Feliz quizá, gracias a la contemplación del agreste paisaje, denominé a un hippy como alguien que no necesita hacer setenta largos de espalda o correr diez quilómetros a diario, y a un poeta como una “pérdida de tiempo”. Nos reímos e hicimos caso a MF cuando nos aconsejó que subiésemos al Peugeot y abandonásemos el peligroso arcén. “En las carreteras secundarias se producen el mayor número de accidentes de tráfico de este país”, dijo.
  El pasado y futuro inmediato son las páginas del libro que subrayo, apuntes del presente, y en el viaje los marco del mismo modo. Aunque no dejo de reconocer que es mera ilusión. Jamás lograré introducirme en la cabina de Dios. Pero, pese a todo, me gusta convertir el tiempo en paisaje, en olor, en el tacto de las cosas que quizá piense durante el movimiento. Lo bueno de las vacaciones es que puedes sentir las sensaciones exclusivas que solo se consiguen con aquel. (El personaje, yo, se ha escapado un instante de la narración y ha querido dejar constancia  de la sucesión de palabras como un vulgar viajero lo haría en su crónica).
   Teníamos que comprar comida antes de instalarnos en la casa rural. Debíamos organizarnos y no perder el rumbo de la vida ordinaria en la degustación efímera e improductiva de un trozo de vida extraordinaria. No llevábamos el almuerzo. ¿Por qué razón debíamos llevar entonces poesía? El hombre se halla más lejos que nunca de la utilidad del pensamiento  cuando  pasa hambre, cuando la vida solo es física. Nos movemos exclusivamente para alimentarnos desde hace miles de años y todavía hay una pequeña parte de la humanidad que se resiste a aceptar la servidumbre al instinto básico, y que es capaz de dar la vida por lo que creen que es la verdadera justicia. Comeremos y después ya veremos qué ocurre con la poesía, me dije.
  Hay que reconocer que no funcionó mal el experimento de las mini vacaciones. La casa estaba construida en una suave pendiente que se extendía entre olivos y algunas higueras. Ovejas y cerdos ocultos en desolados receptáculos especialmente diseñados para ellos, eran, sin contarnos a nosotros, los únicos seres emisores de sonidos y también de olores en un pedazo de tierra castigada por las altas temperaturas. Veíamos desde la terraza como los coches y camiones subían en silencio por una larga carretera. La EX-320. Las vistas no estaban mal. No eran precisamente las tranquilizadoras y famosas dehesas pacenses, pero componían una panorámica casi exclusiva  para los ojos observadores de quienes habitaran aquella casa. Pagabas por la visión de un trozo del planeta en un pack que incluía el disfrute de una pequeña alberca con agua de manantial a modo de piscina, de numerosas y espaciosas habitaciones con aire acondicionado y de un amplio porche en el que podíamos ir y venir con la falsa ilusión de evitar el calor. Disfrutamos mucho con la visita a lugares característicos que los salvaleonenses nos recomendaron. Los escasos días y las escasas noches se sucedieron a un ritmo en el que el pasado y el futuro se deslavazaron del presente. Todo era lento y lucrativo. La causalidad quizá podría explicarse por la compra del tiempo y el espacio para el uso de nuestros cuerpos, de nuestras sustancias materiales dispuestas y más patentes que nunca en el negocio neoliberal de los derechos individuales y la inversión privada. Queríamos olvidarnos por un módico precio de la rutina de la vida doméstica, limar las piezas de aristas cortantes de nuestro rompecabezas familiar, todos juntos, por el saldo sobrante de nuestros beneficios tras el contrato tácito con un tal Antonio, director de una sucursal bancaria cualquiera, de una vida sin lujos ni veleidades adquisitivas de ningún tipo.
  No tuve sueño alguno durante las noches y siestas de las mini vacaciones. No recuerdo pesadillas ni placeres fantasiosos por absurdos, ordinarios o inocuos que fueran. En una de las partidas de dardos que disputábamos al atardecer acerté en el centro de la diana. En la porfía por ganar la partida, el deseo de tener un golpe de suerte y lograrlo, me hizo caer en la cuenta de que hacía demasiado tiempo que no soñaba. Tuve la extraña sensación, peor aún, la certeza de que llevaba años obteniendo un descanso sin sueños. Arranqué el dardo del centro de la diana y me dije que era un hombre sin sueños. Cosas de la vida, cuestión sin importancia para el día a día de un trabajador a quien lo más importante es no perder el empleo, la principal preocupación de los humildes que sueñan con proteger a su familia.
   Cuando nacieron mis dos hijos los vi tan desprotegidos, tan vivos en un mundo amenazador y violento, tan extraños al aire con sus cuerpos impregnados de placenta y sangre, que me parecieron parte de mi carne destrozada, de mis vísceras y órganos vitales expuestos como carroña para animales que saldrían de la noche o de algún lugar bajo la tierra. Quise las dos veces estar presente en el parto para dar apoyo a la madre. Nunca le he preguntado a ella si sintió la misma soledad y miedo que yo sentí, si recuerda nada más pronunciar la palabra parto el olor a selva y sudor en la pugna por la existencia de los predadores y sus víctimas. Supongo que el dolor, el sufrimiento de la madre  para dar luz forma parte de un gran plan. Debo hacer un gran esfuerzo para imaginarlo. Pero es claro que nunca es igual la experiencia de la observación que la del suplicio de la carne multiplicándose por sí misma. La naturaleza o lo que sea me apartó de dicho gran plan. El estado masculino de la vida es vago por encontrarse fuera del núcleo de la vida, y ocioso, ante la impotencia asumida por la misma consecuencia. Envidio a la mujer, a la madre por ser capaz de llevar la carne dentro, por deshacerse de ella, amarla e incluso odiarla sin desfallecer un instante y desconfiar del gran plan. Quiero entenderlo. Me siento tan ignorante como culpable. Intento proteger este misterio de la familia, a esta escultura orgánica, de los desastres que nos acechan al otro lado del estrecho umbral del gran plan. No se me ocurre otro nombre a tanto miedo a mí mismo, a este exceso de cobardía que me va a estallar un día encima.
   Compramos en Salvaleón, en el bar Centro, un décimo de lotería para el sorteo de Navidad. Es lo que hace todo el mundo. Compran lejos de sus pueblos y ciudades, por aquello del cálculo de probabilidades, el décimo definitivo, el décimo con el que se vengaran de años de vida rutinaria y anhelante. No existe una ley ni medida que lo demuestre, pero si a uno le toca el gordo de Navidad es como se situara en el centro de todas las cosas y toda la mediocridad y la insoportable sensación de mortalidad permanente desaparecieran por orden divino de la diosa Fortuna. De repente eres amigo de Leviatán. Te contará al oído en tus reflexiones sobre el poder del dinero que no porque ahora tengas poder el mundo va a dar las vueltas más despacio; este seguirá a la misma velocidad llevándote consigo hasta que tu muerte aparezca como un extraño siniestro. Te dirá que el tiempo se apura para todo el mundo pero que con dinero es muy distinto vivir en el paraíso a vivir en el infierno. Hasta en unas  mini vacaciones puedes vislumbrar esta verdad. Es el corolario de un viaje a ningún lugar. ¿Por qué elegimos aquel destino que comportaba poesía? ¿Acaso esta debe según el viaje formar  parte  del equipaje o debe ser integrante siempre? ¿Qué es exactamente la poesía? Con todo, fuera lo que fuese, abandonamos la casa rural con un décimo de lotería en el bolsillo. Tal vez hiciésemos la ida sin un elemento importante pero quién sabe si para Navidad volvemos al lugar con todo el equipaje y la lección aprendida.