lunes, 19 de abril de 2021

EL VUELO DEL STEINWAY

A 120 k/h por una autopista con esporádicos picos de tráfico intenso todo parece bajo control. En esta en cuestión, en la A-49, hasta los conductores más experimentados sienten una inevitable confianza. Algunos se aletargan complacientes con el paisaje de la monótona secuencia interminable de adelfas en la que todo parece predecible, y con las manchas verde carruaje de aromos que todos los años en el mes de marzo parecen querer atenuar el abatimiento del horizonte con sus explosiones amarillas. Los especialistas aseguran que en este escenario dicha velocidad es la máxima aconsejada para garantizarnos un dominio real ante imprevistos propios de la conducción. Es muy posible que tengan razón y que gracias al buen grado de cumplimiento que hemos alcanzado en las normas de conducción podemos evitar muchas desgracias. Sin embargo, si contemplamos factores como los que a continuación expondré hasta para los más expertos dicha velocidad raya la temeridad y el suicidio. Si bien podría considerarse que mi relato se basa en hechos puramente casuales y no en la realidad aplicada por los actuales códigos de circulación ¿qué técnico podría asegurarme que los elementos dados en mi casuística nunca volverán a producirse en el tiempo? Según ellos a 120 km/h las fatalidades del azar pueden remediarse si además estamos atentos a lo que nos rodea con la mirada lejos y con los oídos enviscados a la máquina como hunos a sus caballos. Solo así podremos eludir la trampa de la confianza que con el mismo efecto de una droga nos profesamos sí mismos. Un animal que se atravesara de repente, un frenazo o accidente de los vehículos que nos preceden, aceites u otros líquidos vertidos en el piso o cualquier obstáculo de carga desprendida pueden provocar desgracias irreparables a una velocidad mayor. Pero me temo que el incidente del que quiero dar constancia, a pesar de que podría determinarse con un cálculo de probabilidades según una estadística de casos raros registrados en las actas oficiales de atestados, tal vez secundado por antecedentes similares en la historia mundial de accidentes de tráfico, o aplicándosele un algoritmo para hallar sus posibilidades de repetición en las mismas circunstancias, pertenece a una fenomenología con un número ingente de variables imposibles de metodizar. Algunas incluso podrían catalogarse como producto de la imaginación de mentes en exceso fantasiosas. No creo que en el conjunto de causas potenciales contempladas por la Dirección General de Tráfico que pueden provocar un accidente en una autopista, se halle la posibilidad de que se dé una perturbación mental del principal conductor implicado en el siniestro por motivos netamente emocionales, con el agravante de un impacto de un volumen de 650 kilos contra el asfalto a 20 metros aproximadamente de distancia interceptando la dirección del vehículo y que procedía desde el más allá en las alturas. Creo que es difícil prever en ningún código de circulación unas circunstancias de estas características. Sin embargo, considero que tras las consecuencias irreversibles del suceso, debo dejar constancia por escrito a quien quiera y pueda ser lo suficientemente crédulo para admitir que las hipotéticas y extraordinarias coincidencias que en el tiempo y el espacio allí se dieron en realidad no lo son tanto si buscamos el coeficiente de repercusión que la vida privada de los conductores ejerce en la metodización de todas las variables posibles derivadas. Dicho de otro modo, como aviso para navegantes que quieran saber más allá de las palabras que utiliza la Dirección General de Tráfico para los atestados e informes de más de un siniestro: todo conductor que desee un mínimo de seguridad en la carretera debería saber cuáles y cómo son sus cuentas pendientes con el pasado. El siniestro tuvo en el último tramo de la A-49 dirección sur, en el km 79,9 de la H-31, justo en el punto en el que se encuentra un control de velocidad. Uno de los radares, dicen, que más multas pone en todo el país. En dicho paso la máxima velocidad permitida es de 100 km/h. Según parece, el criterio para la ubicación del dispositivo es un declive pronunciado del asfalto en el que se incrementa la velocidad por efectos naturales, y que en el punto exacto de escape coincide con un carril de incorporación. El límite rebajado en 20km/h debería haber sido un condicionante importante para haber evitado lo predestinado. No lo fue. Es posible que la necesidad de focalizar la atención en el velocímetro al paso del control mermara mi capacidad de reflejos. Por estas latitudes a las 16:45 aproximadamente en el mes de diciembre si el cielo está despejado es imprescindible el uso de los parasoles para no deslumbrarte ante la oblicuidad lacerante del sol. Siempre he tomado esta precaución cuando el astro se ha interpuesto amenazante. Pero afortunadamente, de un tiempo aquí, desde que me hice de unas gafas supletorias de sol y las adhiero a mis lentes progresivas, unos plásticos capaces de filtrar y anular la hiriente luz para gente con presbicia como yo, para quienes unas gafas del sol progresivas son un auténtico lujo, este artilugio poco celebrado por ciertos estilistas y estetas que intentan influir en el consumo de modas y complementos y que consideran el invento cosa prescindible por sus connotaciones evocadoras de la España de la precariedad, ya no necesito de esa barrera imaginaria del parasol que te atrinchera contra el horizonte y la luz enemiga. Tal vez esta baratija tan eficaz por su aplicación y portabilidad me haya salvado la vida. A mi edad ya no me importan en absoluto ciertos cánones y prejuicios estéticos. En realidad no me han importado nunca. Siempre me he sentido mucho más identificado y cómodo con el sentido común aunque se encuentre disfrazado por evidentes razones de producción industrial, y con la mesura y el decoro estético e indeterminado en el que se mueven las masas. Me irritan sobremanera esas orillas de la moda que se identifican con colectivos marginados o inspirados en actividades gremiales que para nada tienen que ver con las necesidades básicas de la clase trabajadora, que diseñan prendas y complementos de colores chillones con las que se atreven a imitar al oro, la plata o las piedras preciosas. Telas con las que por sus composiciones fieles podríamos pasar como animales camuflados en selvas tropicales, desiertos y hasta en los casquetes polares. De igual modo me parecen inmorales esos acuerdos comerciales entre empresas de la moda mundial para que cada temporada determinadas prendas que quedaron obsoletas (quizá para no asumir riesgos pocas o casi ninguna son de nueva invención) en los armarios de los humildes y fuera de juego en la publicidad de repente resulten imprescindibles para capas determinadas de la población por su vulnerabilidad; ya sean por ignorancia de la historia de la moda o por la inevitable afiliación natural hacia el grupo. Comprendo que los intercambios de energías entre los seres humanos y sus hábitats no solo se desarrollan mediante los trabajos físicos. También pueden darse en un lugar a la vez tan prosaico y divino como nuestra mente. Somos capaces de sacar posibles bajo las piedras sin necesidad de que nuestros esfuerzos conduzcan a un bien común. Últimamente la humanidad emplea muchas herramientas para que sus miembros escapen de todo proyecto común. Con un poco de suerte cualquier diseñador o modista mediocre no necesita más que ponerse de acuerdo con los vendedores de sucedáneos de elixires o de vapores para el mal aliento llamados en la actualidad influencers o youtubers para que vistan su prenda y se adornen con su complemento y en apenas unos minutos logran que sus subproductos, que de otro modo quedarían olvidados para siempre en los sus talleres, o vertidos en los basureros de sus desiderátums, alcancen una popularidad y una demanda que ni ellos mismos hubieran podido nunca imaginar. Siempre he sentido una inclinación natural hacia la discreción en el gusto y la funcionalidad. Ni siquiera en cuestiones culinarias he sentido nunca ningún deseo especial en paladear esos platos que presentan a todas horas como exquisiteces únicas para gustos elevados y exclusivos. Supongo que, como todo o casi todo en este mundo que tenga que ver con nuestra imaginación, la base del deseo también se fundamenta en nuestra experiencia y nuestra educación. Tal vez la mía se construyó siempre sobre monolíticos preceptos y nunca sobre el cimiento flexible de la libertad. En mi primer periodo inmaculado de instrucción nunca me dijo nadie que la pereza y la pérdida soberana del tiempo en cuestiones licenciosas o delictivas son caminos insolidarios y tortuosos que, sin embargo, pueden conducirnos a la sabiduría. Tampoco nadie me enseñó que el poder y la abundancia son situaciones tan legítimas y dignas como la obediencia, la pobreza y la humildad. Con la aprobación de mis padres, el Servicio de Optimización de Recursos, decidió que mi educación tenía como principal objetivo la autosuficiencia para alcanzar la emancipación y labrarme un porvenir en el que enarbolar las banderas de la disciplina y el trabajo como principales valores otorgados por dicha autoridad. Todo esto debe ser muy cierto porque si pienso en las cosas que han quedado atrás en el tiempo veo ante todo imágenes en las que me observo levantándome antes del amanecer, cargado de libros entre estaciones de tren y autobuses, y en interminables sesiones de estudio. Si la intensidad retrospectiva es mayor, recuerdo imágenes de mi niñez trabajando con mi padre en la obra y escuchando sus historias acerca del dinero que debía ganar para darnos a todos de comer, de la ingente cantidad de horas de trabajo que llevaba en su cuerpo también desde su infancia, y de todo lo que había logrado gracias al trabajo. No es extraño que mis actuaciones en todos los ámbitos de la vida sean pragmáticas, aunque soy consciente de que existen muchos sujetos que a pesar de que recibieron la misma educación han transformado sus existencias, quizás como consecuencia de la apropiación de ilusorias libertades, en un renuente mosaico de conductas dispares. Las vidas de demasiadas personas tienen más parecido con una taracea de materias tan incompatibles como el agua y el aceite que con la esencia de sus orígenes. Me pregunto por qué las autoridades pertinentes no han permitido jamás que, a pesar de los años de funcionamiento, un proyecto como el que represento pudiese en algún momento fragilizarse y sucumbir como muchos de mis iguales coetáneos de condición y procedencia, ante tentaciones tan humanas como la presunción a través de las apariencias, o mediante la aceptación y el uso de los mecanismos burocráticos que faculta a cualquier ciudadano para acceder a la maquinaria del poder. Mis preguntas son tantas que me impiden conocer mi auténtica naturaleza. Me gustaría saber por qué me irritan tanto los poderosos, sobre todo cuando hablan dirigiéndose a sus tributarios. A veces pienso al respecto que mis sentimientos funcionan según el grado de intensidad en el que me encuentre entre los extremos opuestos del amor y el odio. En esos momentos pienso que si yo fuese poderoso utilizaría exactamente el mismo lenguaje que ellos. Creo que es por esto que siento odio hacia los poderosos. Porque en el fondo no se trata nada más que de una inversión de polaridades y mi esencia es la misma que la de ellos. En ciertos momentos para calmar este odio lo redirijo contra mí mismo como súbdito para entender el mismo odio que ellos sienten hacia mí. Solo entonces comprendo que el odio sea cual sea su procedencia y dirección siempre está ahí y no desaparece nunca y que todo responde a una insoslayable ley de compensación por la que gobernantes y gobernados se aman y se odian en un equilibrio difícil y permanente. Parece que el amor y el odio son tan infinitos como el tiempo y el espacio. ¡Podría ser que la causa fundamental de sus existencias sea la salvaguarda de la Gobernanza! Podría ser que sin ésta nunca nos reconoceríamos y entonces perderíamos el principal estímulo que nos hace distintos a las demás especies. Puede que en definitiva me esté refiriendo a las razones de la creación de los campamentos base, de los inicios de las tribus y civilizaciones y del espejismo de las soluciones libertarias, de utopías y distopías, de la cadena perpetua de la humanidad entre los extremos del amor y el odio y los niveles de gradación política que oscilan entre ellos. Puede que esté hablando ni más ni menos que del precio que debemos pagar por vivir junto a “El Otro”. Siempre he tenido muy presente que en mi caso el Servicio de Optimización de Recursos decidió que mis sentimientos siempre se encontrarían en la gradación de mayor intensidad de odio hacia los gobernantes y que jamás caería ante la tentación de las falsas representaciones del espíritu. Estos preceptos, con todas sus vertientes posibles, desde las decisiones más extraordinarias a las más ordinarias en la vida cotidiana, los he acatado siempre con escrupulosidad menos por un pequeño detalle, por una arbitraria excepción que sospecho podría ser resultado de un fallo del sistema. Debo ser sincero y reconozco sin pesar ni remordimiento que no soporto los pianos malos. Es la única salvedad y para algunos hasta un dislate, aunque es cierto que hasta ahora nunca lo han hecho, podrían censurarme desde el Servicio de Optimización de Recursos. Supongo que, a pesar de mis claras pautas de comportamiento al respecto, no represento ningún peligro para el normal funcionamiento de los mecanismos que puedan depender de mis procedimientos y decisiones. Admito a veces que mi nivel de exigencia sobre la calidad de los pianos es demasiado alto. Tanto que si miro atrás en el tiempo veo con claridad que en la elección de ciertas opciones tuve que asumir más de un sacrificio tras tomar las decisiones que más me satisfacían. Debo decir en este contexto que, a pesar de mis exigencias sobre las calidades de los instrumentos, realicé todos mis estudios de piano en un piano nefasto, en una caja de resonancia cuyas vibraciones parecían provenir más del fondo de una bañera que de la peor de las tablas armónicas. Tuve que tocar durante un montón de años en un piano de pared Otto Bach. Un instrumento con número de añada de la década de los ochenta, poco antes de que sus fabricantes vendiesen la fábrica a una familia estadounidense y se llevasen todo a Asia y allí se difuminara sin pena ni gloria en la cegadora superproductividad postcomunista. Era ya un instrumento low cost cuando todavía casi nadie tenía conocimiento de ciertas prácticas fabriles entre segundos y terceros países con productos de patente extranjera. Mi Otto fue enviado pieza a pieza desde Alemania a Sudáfrica y montado allí hasta darle su forma por la firma Dietman. Cuando pensé que quizá el nombre de Otto Bach como identificación del fabricante fue producto de una inspiración netamente mercantil casi me dieron náuseas. Pero era el piano que yo podía permitirme. Era el piano para aprender e irremediablemente sufrir. No obstante tengo que decir que a pesar de todo su maquinaría aguantó lo justo y que tuvo la muerte digna de un elefante de la sabana. Todavía hoy voy a visitarlo al cementerio sagrado de mis recuerdos en casa de mis octogenarios padres. Quizá por todo esto el Servicio de Optimización de Recursos pueda contemplar que mi obsesión por los pianos de calidad sea consecuencia implícita de la configuración de mi programa. Para conseguir el piano que deseaba, y otros que resultaron imprescindibles más tarde, tuve que renunciar a muchas comodidades e incluso con ello condicioné mi vida social, y hasta y arrastré en la negación el futuro de fértiles sentimientos; y aquí, en la ruptura de una historia de amor que tuvo lugar treinta años atrás se encuentran los mecanismos que motivaron el siniestro en cuestión. Desde el momento que las heridas de la ruptura con Lou (así me gustaba llamarla) cicatrizaron, hasta el suceso, mis Steinway, Bösendorfer, Bechstein y alguna que otra necesidad inspirada por sonidos muy definidos de otros ejemplares vivientes que cubriesen todo el espectro sonoro que exigen según mis criterios determinadas obras pianísticas, incluidos por supuesto ciertos pianos de segunda mano y de pared, nuestra historia se había esfumado como el humo en los cielos. Ella, a pesar de sus constantes apariciones en los medios como importante cargo político de la nación, y su despliegue de belleza y poder, desapareció de mis emociones y a mí me llegó ese momento en el que el pasado ya no te pertenece, en el que es sólo es asunto de los otros personajes implicados, una dimensión perdida que tienes la sensación que la has transitado pero ante la que te sientes indiferente y ajeno en la elaboración de sus formas. El recuerdo más claro de Lou que subyació durante todo aquel tiempo fue su sentencia por el juicio de mis actitudes. Dijo “los pianos te matarán”. Cuando me adelantó aquél todoterreno percibí en el perfil de una mujer que creo que llegó a odiarme, el desaliento por ruido de los años y la mirada perdida en sus pensamientos y en el asfalto. En los medios nunca sentí al personaje público de este modo. Sin embargo, aquél instante fue un destello en la oscuridad. Reconocí la impronta de Lou igual que habría reconocido en un sueño el brillo del teclado de mi Bechstein provocado por el roce de mis dedos durante décadas. No sabría decir por qué, pero pisé el acelerador para no perderla de vista hasta alcanzar los 120km/h. Incluso en aquel momento mi persistencia en la búsqueda pianística superaba, como siempre, las exigencias de cualquier circunstancia. Sentí calor en las yemas de mis dedos antes de presionar con ellas la superficie del volante para intentar encontrar por enésima vez el sonido imaginado. Entonces rememoré el susurro casi imperceptible, el sotto voce de la voz de Lou para despertarme tras las siestas que dormimos juntos. Presioné la palma de mi mano izquierda sobre el cuero para buscar la base de bajos y tenores de melodías perladas y perdidas en el tiempo, y escuché las caricias de sus manos sobre mi cabello. Sólo fue durante un instante pero tuve un terrible presentimiento. Cien metros antes de pasar por el control de velocidad sentí escalofríos en la nuca. Quizá el exceso de electricidad cerebral a causa de un nuevo sentimiento, que traía de la mano a una verdad vestida de sospecha, al mismo tiempo que desde un punto indeterminado del cielo amarillo un objeto en movimiento distinto a cualquier vuelo conocido, perturbara mi atención hasta el punto de tener que frenar de repente para poder respetar los límites impuestos. Supongo que por puro instinto de anticipación giré el volante lo suficiente para poder evitar la colisión con la masa volante que impactó a escasos metros contra la línea continua prohibitiva del asfalto. Durante un segundo, antes del extravío de golpes y estridencias, sentí, en una lejanía que parecía provenir del fondo de la tierra, el restallido de un látigo y de inmediato el espectro sonoro de la humanidad en su superficie. Con los parasoles bajados no habría vislumbrado el bólido que se me venía encima. Gracias a la baratija, a la que muchos estilistas llaman “de mal gusto”, adherida a mis lentes, pude evitar que el Steinway & Sons tras su vuelo acertara en la diana. Es muy posible que a pesar del conocimiento y sesudez del Servicio de Optimización no exista nada en el mundo que sea perfecto. Parece que ciertas cosas se pierden por derroteros que nadie conoce. Ahora, tras el accidente, tengo la sospecha de que todo ha cambiado. El Steinway abandonado que Lou y yo encontramos en nuestro último viaje en un viejo hotel de Valparaíso, que tanto he deseado por su extraordinario registro medio y que ella prometió regalármelo, no acabó con mi vida como vaticinó, pero ha despertado a un extraño de un sueño abismal. Hace ya mucho que cayó el sol y oigo voces que discuten sobre la necesidad de lograr aleaciones especiales para futuros bastidores y nuevas gradaciones de tapas armónicas de pianos capaces de satisfacer las mayores exigencias tímbricas.