viernes, 26 de enero de 2018

ZOOS






Fragmento de mi novela postuma, ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península en septiembre de 2966.




. El local era de forma rectangular.  Tenía una distribución y una decoración completamente funcionales. La construcción era nueva,  de poco más de un par de años. Los dos hermanos que lo regentaban conseguían congregar a clientes de varias generaciones. Uno de ellos siempre llevaba en invierno, incluso detrás de la barra, una chupa de cuero, y el otro un jersey con colores de camuflaje para la cacería. Lograban, por decirlo de algún modo, y tal vez sin predeterminación, la difícil encomienda de poner a todo el mundo de acuerdo para tomar café, licores y refrescos. Al fondo del local en la penumbra se encontraban un juke box casi siempre en funcionamiento y una cabeza embalsamada de jabalí justo encima del frontal de luces de colores de la máquina.  La luz entraba a duras penas por una cristalera dirigida al Este. Se podía ver desde allí, en lo alto de un cabezo,  un pequeño bosque de olivos con las ramas más altas encendidas por la luz del sol que le llegaba desde el lado opuesto del mundo.   El tiempo que le tomó al hijo del difunto buscar y encender un cigarrillo estuvo mirando con detenimiento en la pantalla del televisor al hombre del tiempo y su mapa con las previsiones meteorológicas. Él le preguntó, tal vez sin saber qué decía, si sabía por qué razón había grabada en el escudo de la localidad la cabeza de un lince ibérico. El hermano no contestó a la pregunta, se dio media vuelta y salió a la calle hablando entre dientes. Entonces todos  le dirigieron la mirada como si tuviese algo que decir. Reaccionó del modo más racional o si se quiere más intuitivo en las circunstancias descritas, pero en lugar de preguntar por la casa del muerto permaneció unos minutos observando las pocas burbujas que lograban subir hasta la superficie del vaso de agua de tónica. Por aquellos años velar a los muertos consistía en una cuestión doméstica. Los tanatorios no existían, y además eran lugares impensables para aquellas muertes todavía ajenas al actual hipermercado de las funerarias. Aunque tampoco tenía demasiado sentido que, como en el caso del difunto de su abuelo, velaran cien personas a un muerto en un piso de sesenta metros cuadrados. En aquellos años las familias se limitaban a pagar el ataúd, las coronas de flores, el servicio del coche fúnebre y las diligencias de la parroquia católica. Los vecinos de las familias afectadas ofrecían sillas, a veces comida, e incluso ventiladores para combatir el calor en verano o braseros de cisco en el invierno. En algunas ocasiones se cubría hasta la necesidad de servirse de una guardería en los corrales de animales domésticos y de carga de casas colindantes a la del óbito. No era extraño oír al mismo tiempo las risas y las riñas de los niños mezclarse con los llantos al muerto. El lugar de la muerte pertenecía al muerto mientras estuviese su cuerpo presente. Ahora, como muy bien nos indica la etimología este paradójico umbral definitivo, el interregno eterno, parece que pertenece al sueño. Los tanatorios se han prodigado por supuesto como negocios redondos, pero sobre todo porque el síntoma principal de nuestro tiempo es el rechazo a la muerte con la tibieza de la verdad a medias de la vida. Es decir, con una aversión endémica a la sangre y la finitud. Como en el mito de Tánatos, personificación de la muerte sin violencia, hijo de Nix, la noche y hermano gemelo de Hipnos, personificación del sueño, las funerarias se han institucionalizado gracias a la herramienta del tanatorio. A pesar de que se cercenen con violencia millones de vidas humanas, preferimos pensar más en la existencia de un no-lugar como es el sueño que en el significado de la destrucción o la desaparición, conceptos propios del deseo y que arrojan todo desarrollo de violencia. El otro mito opuesto, el de Keres, curiosamente también hija de la noche, aunque en la épica ha sido siempre competencia del honor, del deber y la gloria eterna, sin  ir más lejos podríamos poner de ejemplo la muerte de un tal Jesús de Nazaret, lo soslayamos por lo que representa de artificiosidad en la muerte. Incluso el suicidio es deplorado, se diría que impróspero para la promoción y perfeccionamiento del civismo transmoderno. No se contempla en la conciencia colectiva actual el final de la vida por causas violentas como otra posibilidad más para hallar el descanso eterno. Tal vez porque dicha violencia nos sirve sobre todo para hacer desaparecer todo lo que no conviene en el escaparate, todo lo que ha sido útil para que fuese posible el mercado de deseos carnales y espirituales, pero es tácito y meridiano que la visión del fuego, del frío glacial, de los cuerpos ensangrentados, mutilados, destrozados, de la hecatombe en cualesquiera de sus versiones divina y humana, son visiones anticatárticas e involucionistas para alcanzar el hipotético orgasmo total del paraíso, ese que quizá se pierde en la adolescencia y que él ha querido analizar sin poder ponerle un nombre. La violencia no es literatura para un tanatorio. Las palabras que estos establecimientos necesitan no son muchas. Si se pudiera reducir el mercado y el discurso en estos lugares a una sola idea sería en la duermevela. En este lugar del espacio y el tiempo se encuentra el tanatorio, en el concepto de la duermevela se vende el negocio. Ni que decir tiene que no es así para el muerto, éste perdió el lugar que por aquellos años aún ocupaba, este estadio de la realidad y el sueño le corresponde a los vivos. Cuando contratamos los servicios de un tanatorio compramos esperanza. Pagamos por la ilusión de estar junto al muerto en un lugar ajeno a la tradición de la expiración.
      Se dijo que el funeral del padre de Gloria seguro que sería en medio de la lluvia y apuró el líquido de un trago. Pagó su consumición no sin  antes preguntar al camarero de la ropa de camuflaje si sabía de algún vehículo que viajara a la ciudad. Este le contestó que como él muy bien sabía en aquellas horas del día apenas había tráfico. Se sentía observado por todos los concurrentes en aquella especie de establecimiento global. Podía estar seguro que a partir de aquellos momentos toda la localidad sabría qué motivos le llevaban a visitar el lugar.