lunes, 22 de junio de 2015

PRAIA DA FALESIA







  En Praia da Falesia los ciclistas trazaban un sinuoso sendero al borde de los acantilados. Por un instante sentí vértigo al verlos ir como locos bajo un sol que intentaba a duras penas apartar las últimas nubes de la primavera. En la opresión de mi esfínter vi cómo se precipitaban uno a uno al vacío y daban con sus huesos de metal y caucho en la arena de los médanos. Me retiré a tiempo del borde de la vertical a plomo, de al menos cuatro pisos de altura, para evitar en mi imaginación accidentes tan previsibles y  estúpidos.
   Una vez que se esfumó la adrenalina pensé que allí estaba el impresionante paisaje para que quien se asome se lo apropie como le venga en gana. El océano y la brisa que parecía tener su origen al fondo de los trozos de cielo celeste me transmitieron la suficiente calma, tal vez un mínimo de paciencia para comprender que cada segundo era un abismo en la cámara oculta de mi mente, o de mi corazón incesante y de baja frecuencia. No, es imposible que todo se repita y se reproduzca en la inabarcable matriz una y otra vez sin descanso. Cada rizo del agua en alta mar. Cada vibración de las agujas de los pinos por insignificante que sea. Cada cambio de luz en las tenues sombras bajo las nubes viajeras. Todo eso no era producto de la reiteración del eterno retorno. Porque si así fuese yo debería reconocerme, intuirme o sospecharme en los verbos imposibles que señalan la acción dentro de uno mismo.
  Comprendí que el empeño de los ciclistas por someter el paisaje a la dinámica en lo infinito no era más que la actitud frívola del hombre en dejar huella en lo efímero e irremplazable. La humanidad es masa sin forma ni discreción. Un parásito que  chupa el espacio e intenta hacer lo mismo con el tiempo.

  


martes, 9 de junio de 2015

MALES MENORES








¿Estamos condenados a entendernos o al servil hecho de la hueca convivencia? Si me apuran con preguntas de examen digo que estamos jodidos, sentenciados a odiarnos lo justo, lo suficiente para no perder nuestro estatus o escasos privilegios. Desde el mayor accionista de una gran multinacional al recepcionista del hotel más cutre del mundo nos encontramos todos obligados a evitar a toda costa la tentación de abominar al hijo de puta de turno que viene a freírnos como “su” mal menor en la defensa de sus intereses. Debes reprimirte mucho para no andar suelto dando tiros o cuchilladas día sí y el otro también. A veces, cuando la contención se rompe por una desconocida y corrosiva composición química en un rincón oculto de nuestros cerebros, sucede lo innombrable. Una tropelía del dictador que todos llevamos dentro. Una descarga de odio tan fuerte, tan desproporcionada, y de la que se hablará con sosegada frialdad analítica, que siempre resulta extraña en la paz interior de la colmena, en la calma de la inteligencia del cosmos al que pertenecemos y estamos sujetos como medida de todas las cosas para no romper el equilibrio.
  El animal aprende de su prójimo. Actúa camuflado a la espera del seguro desliz contemplado en la perfección del azar y encuentra su oportunidad. Su paraíso, aunque dure solo unos minutos, lo encuentra por una concesión de intereses del otro o por un despiste en la pelea. Hasta para el frío Aristóteles la fortuna es vital para disfrutar de un receso en la apropiación del bien y la virtud.

  ¿Qué esperamos los unos de los otros? Nada que no sea la aprobación de nuestro lance de Hacedores.