En Praia da Falesia los ciclistas trazaban un sinuoso sendero al borde
de los acantilados. Por un instante sentí vértigo al verlos ir como locos bajo
un sol que intentaba a duras penas apartar las últimas nubes de la primavera. En
la opresión de mi esfínter vi cómo se precipitaban uno a uno al vacío y daban
con sus huesos de metal y caucho en la arena de los médanos. Me retiré a tiempo
del borde de la vertical a plomo, de al menos cuatro pisos de altura, para
evitar en mi imaginación accidentes tan previsibles y estúpidos.
Una vez que se esfumó la adrenalina pensé que allí estaba el
impresionante paisaje para que quien se asome se lo apropie como le venga en
gana. El océano y la brisa que parecía tener su origen al fondo de los trozos
de cielo celeste me transmitieron la suficiente calma, tal vez un mínimo de
paciencia para comprender que cada segundo era un abismo en la cámara oculta de
mi mente, o de mi corazón incesante y de baja frecuencia. No, es imposible que
todo se repita y se reproduzca en la inabarcable matriz una y otra vez sin
descanso. Cada rizo del agua en alta mar. Cada vibración de las agujas de los
pinos por insignificante que sea. Cada cambio de luz en las tenues sombras bajo
las nubes viajeras. Todo eso no era producto de la reiteración del eterno
retorno. Porque si así fuese yo debería reconocerme, intuirme o sospecharme en
los verbos imposibles que señalan la acción dentro de uno mismo.
Comprendí que el empeño de los ciclistas por someter el paisaje a la
dinámica en lo infinito no era más que la actitud frívola del hombre en dejar
huella en lo efímero e irremplazable. La humanidad es masa sin forma ni
discreción. Un parásito que chupa el
espacio e intenta hacer lo mismo con el tiempo.