miércoles, 13 de enero de 2016

HISTORIA DE MI RODILLA IZQUIERDA (V)









   Había vehículos aparcados como mucho a cien metros de distancia unos de otros. Todoterrenos con carros enganchados para  los perros, pickups y hasta turismos apostados en los  márgenes del camino entre Trigueros y Huelva daban al monótono paisaje un inusual contraste de colores y movimiento. Vistas que por más que intento asumir como propias en sus características  y particulares como cualesquiera otras de las que hay en el mundo, no consigo pensarlas sin el desdén por los árboles y sin la terquedad en mostrar las suaves líneas de sus lomas, ya sean desnudas en la piel marrón de la tierra arada o vestidas por las espigas de trigo y los girasoles; frutos estos, nacidos gracias a las subvenciones de la Unión Europea para la supervivencia de los propietarios de los latifundios o para la de la población mundial.
 Me preguntaba por enésima vez, de tantas veces que he atravesado ya esta tierra en medida deportiva, una vez sufrido este sentimiento de rechazo por tanta desolación por dicha causalidad, qué sería de este desierto sin la vigilancia aérea de las tierras cultivadas y a qué la dedicarían sus propietarios sin las ayudas de la PAC.
 Supongo que por la necesidad o el ingenio, que la mayoría de las veces está muy por encima  de los miedos que atan a las personas, que los titulados de las inmensas parcelas las malvenderían o las transformarían en explotaciones de última generación, impelidos por la obligación de sumarse así a la participación en los mercados misteriosos de productos específicos para necesidades aleatorias del desarrollo consumista. Podrían producir algún fruto fantástico sin piel de injertos insospechados o biomasa no contaminante para alguna República Independiente gobernada por consejeros y ejecutivos de las grandes empresas eléctricas, escindida de los tratados internacionales con ánimo de demostrar la inviabilidad y la poca rentabilidad de las energías renovables.
   Me digo entonces que de momento la historia de la tierra está en buena parte escrita por los hombres, otra cosa es por qué o quién será narrada. Así que en la intrascendencia de la mano del homo sapiens sapiens para la magnitud del tiempo cósmico siempre acabo imaginando que este terreno ahora meteorizado, por el que se camuflan liebres y conejos, y se perfilan flemáticos, a causa de la escasas piezas de caza, cazadores y  perros,  como las verdaderas presas en el sueño en el interior de un desierto, volverá, como el hombre a sus orígenes, a no ser nada, puesto que en el abandono del tiempo la eternidad es un concepto sin consecuencias siquiera para el propio tiempo. No existirá nadie para decir “así es esta tierra” o “la tierra es mía”. No habrá historia y por tanto tampoco habrá tenido lugar un Apocalipsis de ningún tipo, y mucho menos traumático. Quizá existe la posibilidad de  que quede escrito o pensado fuera del tiempo, pero para ese momento, si se me permite la expresión, no habrá boca que lo cante ni cerebro que lo piense. Todo habrá quedado, nunca mejor dicho, en nada.
   Mientras concluía con dichos razonamientos acerca del final de los tiempos, procuraba compensar en las pedaladas la asimetría de mi rodilla izquierda con un mayor esfuerzo de la derecha. La cabeza del peroné izquierdo se ha desplazado en los últimos otoños hasta el punto de hacerse visible en el también deteriorado paisaje de mi cuerpo. En él, un mal uso a causa de mi adicción al running y el implacable tiempo dentro de la eternidad, han tenido  consecuencias irreparables para esta historia, en él tienen lugar, como se podrá comprobar más adelante en el texto, las claves de esta historia.
   Tendría que ser verdad aquello del “eterno retorno” que algunas escuelas filosóficas proclaman, y además que mi espíritu acertara a memorizar el instante a la edad de veinte años en el que en un partidillo de basket, apoyando la rodilla izquierda, en un desafortunado giro de ciento ochenta grados sobre mí mismo, se rompiera el menisco para sortear como en una de esas imbéciles películas de Hollywood el instante de la eternidad que me permitiese, no sin cierto orgullo en o sobre la naturaleza, pensar mi cuerpo igual que el de un ciclista perfecto, sin la menor de las taras físicas, que rueda sobre estas pistas satisfecho en la potencia propia del acto a favor o en contra de los vientos.
   Durante demasiados años mi rodilla izquierda se sometió al gobierno de mi mente sobre mi cuerpo. En este tránsito nunca pensé  que la famosa frase del escritor romano Décimo Junio Juvenal “Mens sana in corpore sano” pudiese trascender más allá de su aséptico mensaje, es decir, del consejo que conlleva una orden de sobriedad y disciplina sin que nadie sepa exactamente para qué sirve el exceso de la felicidad servida. Nunca imaginé que en el deporte, yo, que he atendido antes que nada con gusto y preferencia las exigencias del pensamiento, pudiera hallar tantas desembocaduras para el estancamiento de este. En el deportismo, la segregación de las endorfinas, me han proporcionado habilidades que antes desconocía, inopinados estados mentales a los que he llegado por obra y gracia del simple movimiento. En el fondo no estoy enganchado a la idea de un deporte que me proporciona salud, sino a la adquisición de unos estadios, a veces segundos de duración, otras de casi una sesión completa, de delirio. Incoherencias y despropósitos se mezclan con dilucidaciones sobre cuestiones no resueltas del pasado y con actitudes muy lúcidas sobre el futuro. Por tanto no es este una dependencia en el que encuentro siempre placer. Muchas ocasiones me produce un extremo cansancio físico y mental. Hasta el punto de tener que sofocar onomatopeyas más propias de animales que viven en mi interior que de la persona que a diario ven mis familiares y paisanos. Es un secreto, un poder oculto a mi disposición con el que puedo hacer nuevas reglas o deshacer las ya existentes de la familia, la naturaleza, del Estado y del yo.
   Quizá pueda decirse que todos y todas las deportistas solitarias son, como yo, anarquistas en potencia. Sujetos que han saboreado peligrosamente durante el acto la bilis del vientre hambriento de maldades, de los alimentos nocivos que han hecho de los hombres los que son, carroñeros insaciables a campo abierto que comen todo lo que el Estado desecha por encontrarse fuera de fecha de caducidad.  Esa bilis que en el deporte nos corroe por un tiempo limitado despierta el apetito de la bestia que llevamos dentro. Pero los efectos de la sustancia son tan efímeros que no suponen ninguna amenaza para nada ni nadie, ni siquiera son tenidos en cuenta por el Estado como efectos contraproducentes para su seguridad. Según el minutaje del “fondo en solitario” y los años de veteranía en la práctica de esta actividad puedes experimentar mayor o menor grado de desprecio a las reglas del juego prescritas por los jueces y gobiernos. En este caso el desprecio propiamente dicho es un regalo de la lucidez. Sí, en la carrera de fondo alcanzo la clarividencia, la recompensa que siempre nos ocultará este mundo si no decidimos cobrarla. Esta es lo mínimo que se nos debe por llegar aquí y abrir los ojos. Suponer que debemos ser ante todo agradecidos por el simple hecho de recibir la vida tiene las consecuencias del conformismo más obtuso y a la vez menos responsable. La recompensa por tomar lo que se nos debe no tiene ninguna gracia, ni laica ni divina. Es como el juego del ratón y el gato en el que la única verdad es el miedo. Una vez logrado el método aquel se disipa y entonces comienzas a correr dentro de ti. En la carrera sientes lo que eres. Movimiento. Una especie de fantasma que se ha pasado toda la vida traicionando a la familia y los amigos. Un individuo egoísta, político las veinticuatro horas del día, hasta en el sueño, en el uso de “su razón” para someter a su antojo y voluntad los intereses de los demás. Los negocios se anteponen, se presuponen para tener un buen concepto de sí mismo dentro del clan. Tiene efecto hasta en la globalidad. En la carrera tienes la sensación de que pronto explotarás o implosionarás como lo hacen las estrellas en el cosmos. Tu existencia no es un regalo. Es indispensable para que la vida y la muerte se fundan en un abrazo, para que no hagas lo que no quieres, para que no permitas que te esclavicen bajo ninguna forma de gratitud.
  La prescripción es una  acepción  ambigua que hemos desarrollado hasta alcanzar la alta sofisticación en la que nos hallamos  para que podamos soportarnos los unos a los otros. Quien gobierna prescribe. Quienes sostienen el poder del gobernante conquistan derechos por el simple hecho de someterse a las leyes del gobierno, de la prescripción. Después todos prescriben paso a paso el castigo de que los sujetos y sus atribuciones sean expulsados del grupo, de la comunidad, de la nación, es decir, derogan la posibilidad real de la repudia. Dicho de un modo mucho más objetivo, con la evolución de la prescripción a la que hemos llegado con miedo y flema, nos prescribimos los unos a los otros antes que amarnos u odiarnos en el mismo orden. Gobernante y gobernados se necesitan hasta el extremo de convertir sus conveniencias en una sola y poderosa idea. Ir juntos, prescritos, para que nadie se quede fuera.
  Estos no son más que retazos interpretativos obtenidos en la experimentación cada vez más adictiva y vinculante a la carrera de fondo. Sin embargo, durante aquella sesión no pude obtener ni el más mínimo sentimiento o señal de liberación contra el sistema establecido, como ya ha quedado patente en mis explicaciones. Apenas llevaba recorrido dos quilómetros de distancia por la pista descrita que me llevaría hasta los tanatorios de Huelva cuando, a mitad del cordón de vehículos, a causa de mi falta de atención sobre el piso, centrada en aquellos momentos en la observación de los grupos de perros y cazadores, tuve una caída. Mi primer trompazo contra el suelo en años de bicicleta.
   Tras una gran piedra en medio del camino, fácil de sortear, se encontraba agazapado, supongo que oculto por culpa del miedo, un conejo.  La imagen fugaz de su precipitada carrera para evitar mis ruedas me indujo instintivamente a frenar en seco. Salí disparado por encima del manillar y el azar quiso que la línea zigzagueante que en la huida trazó el animal coincidiese con el punto exacto de choque de mi abdomen contra el suelo. Quedó por unos instantes atrapado bajo mi cuerpo. Tiempo suficiente para que apareciesen varios perros jadeantes y amenazadores en busca de una presa quizá ya grabada en sus memorias olfativas. Sentí mucho calor en las palmas de las manos y en el codo derecho. Pensé que simplemente se trataba de un pequeño accidente que no me supondría graves daños físicos. El animal vibró bajo mi cuerpo y se escurrió fácil para meterse en las bocas de los canes. A escasos centímetros pude observar cómo una de las afiladas dentaduras apresaba a la víctima por el cuello y la zarandeaba de arriba abajo con oficio y diligencia. Tras varios segundos la lanzó al aire con la fuerza necesaria para que otras fauces impidiesen que cayese al suelo y repitiese con la misma destreza la misma técnica. Me resulta difícil saber con exactitud cuánto tiempo duró el episodio violento que fue desde la frenada hasta que uno de los perros desapareció en la panorámica a ras del suelo llevándose la presa hacia los terrones de la tierra arada. Puede que tan solo transcurriera segundos pero me parecieron años. Tal vez la sensación inconsciente de dolor paralice el tiempo y lo comprima hasta hacerlo estallar, y con su desaparición la vida en este caso sea únicamente dolor a secas. Es posible que las características del tiempo cuando vivimos conscientes de él no sean más que la inevitable certeza de que el mundo se mueve incesantemente a nuestro alrededor. Quizá por esta razón solo aplicándote a él puedas intuir cosas que con el sedentarismo nos son negadas. En primera instancia el dolor me condujo a la perplejidad pero cuando fui consciente de lo que ocurría con mi rodilla izquierda la confusión me llevó al miedo o viceversa y, como siempre sucede ya sea por razones fundadas o no, sus circunstancias tan determinantes acaban perfilando el no tiempo en lo exclusivo de tu impotencia. 
   Cuando intenté incorporarme sentí que mi pierna izquierda pesaba toneladas. Un dolor inmenso como el mundo y a la vez reducido en la emisión y recepción dentro de mi cerebro, me sumió bajo el cielo, contra la tierra, como si esta me rechazara o no me aceptara a causa de sobredimensionado miedo que generaba mi cuerpo. Por más que lo intentaba no lograba activar ninguno los elementos inferiores de mi pierna izquierda. Desde la rodilla hasta las puntas de los dedos de mi pie nada me pertenecía. Creí que todo el conjunto se desprendería de mi cuerpo y quedaría a un margen del camino del mismo modo que cualquier despojo del tiempo vencedor. Una piltrafa igual que una cubierta gastada y abandonada o un tapacubos de los muchos que salen  despedidos de las ruedas de los vehículos que por allí transitan. Desde mi posición podía ver  a ambos lados de la pista a los grupos de perros y cazadores como si se encontraran atrapados dentro de las gigantescas parcelas. Sus figuras se movían con una lentitud rayana a la meditación del paseo. Solo los perros parecían alguna vez dispuestos a romper el ensimismamiento de una actividad casi obsoleta si no fuese porque intuyen que las presas despiertan por unos instantes en el sueño del paisaje igual que fetos dentro de un vientre casi muerto, en el intervalo de una gestación eterna.
   El cirujano que intervino en la operación de mi rodilla es un tipo arrogante. Demasiado joven tal vez para comprender las prestaciones  de la  carrera de fondo. No descarta que a medio plazo pueda volver a subirme en la bicicleta. No obstante me ha recomendado que la opción de practicar la natación debo asumirla como la mejor de todas las posibles si valoro lo suficiente mi cuerpo y me hago cargo de las circunstancias. La rehabilitación en la piscina debe ser ineludible, después ya veremos, dijo,  dirigiendo su mirada a través de la ventana desde la que pueden verse las miles de hectáreas rotuladas entre Huelva y Trigueros. No sé si en una rodilla operativa o inútil pero el peroné tras la intervención ha vuelto a la posición correcta, de salida, para una hipotética carrera. Esta vez, mucho me temo, compartiendo meta con cabezas decapitadas. Con brazos, troncos y piernas felices que sueñan en carreras explosivas planificadas por un deportismo en el que el sudor debe ser ante todo colectivo.