LA
PLAGA
“Dios creó al
hombre a su imagen significa, probablemente,
que el hombre creó a Dios a la suya” G. C.
Lichtenberg.
MF se empeñó en salvar las dos
palmeras afectadas por la plaga del escarabajo rojo. Desde que estalló la
crisis a causa de los fondos del endémico securitismo y las hipotecas basura,
dicho insecto ha acabado en España con la vida de miles de ejemplares de “palmeras
canarias”. Aquí, en Trigueros, el ataque fue devastador. Las principales plazas
del pueblo se convirtieron de la noche a la mañana en lugares en los que la
alegría de los niños y de las tertulias cambió como un feblaje inadvertido.
Cuando surgieron los primeros efectos todo
parecía normal, pero bastaba la mirada de un observador no demasiado meticuloso
para advertir la tristeza en las
fachadas agraciadas hasta entonces por
la elegancia exótica, y no por esto menos taxativa en la ilustración del pueblo.
Las palmas más altas e inhiestas
aparecieron de repente fláccidas. Poco después mostraron la decoloración del
verde intenso. La gente decía resignada “tienen la plaga del escarabajo rojo”. Yo
las veía con angustia, convencido de la inoperancia de los hombres para salvar
a los ejemplares aún intactos como a Tops Model que sufrían infartos
cerebrales. Desaparecerían todas las
palmeras con sus estigmas en el pasado en Trigueros, me decía.
Tal vez haya sido mera casualidad que el insecto se presentara junto a
la maldita depresión económica. Unidos de la mano se han paseado por las calles
de la localidad con la iniquidad de los malos sueños y la fatalidad del
presente inmutable.
Nuestras palmeras se encuentran en el campo, en el término municipal de
San Juan Puerto. Las creíamos incólumes. Teníamos localizado al ejemplar
contagiado más cercano a un quilómetro como mínimo. Sentíamos que las dos se
hallaban en una especie de oasis metafísico. Tan lejos de los visionados de la
crisis y de la plaga, que la calma de la pequeña finca se antojaba como propia
del ideal de un retiro espiritual. Algo así como un Claustro imaginario en el
que nuestras palmeras señalaban un punto en la existencia hasta el que llegaban
desde todas las direcciones el cansancio, y desde el que partían a su vez
caminos por los que portar pequeñas cargas de esperanza, o al menos alguna
dosis de energía renovada. Sin embargo, nuestras palmeras estaban contaminadas.
La noticia nos sumió en el desconcierto. Con la enfermedad sentí que el lugar se precipitaba fuera de la imaginación, que en
la caída se afiliaba a las demás cosas que se ven a lo largo del último y
dilatado lustro, a esos paisajes, esos estados de ánimo afectados por las malas
noticias y la palabrería.
Nos enteramos del mal cuando Miguel fue con sus herramientas a igualar
los troncos. Necesitábamos a alguien con experiencia para adecuar los diámetros
a la forma futura de palmeras esbeltas
que soñábamos. La madre de MF, siendo ésta todavía una niña, sembró en dos
macetas dátiles de la imagen de San Antonio Abad, patrón de Trigueros. Esperó
años sin decir nada a que maduraran. Poco después de que MF y yo nos
conociésemos le ofreció las palmas prietas y sin apenas turba en los tiestos.
MF dijo entonces que urgía trasplantarlas en el oasis. Ella llamaba a la tierra
por su nombre, pero yo a pesar de su
fonética opuesta siempre he pensado en el aislamiento de los contratiempos de
la vida. Nunca le he desvelado tal acepción. Creo que no es necesario puesto
que compartíamos el mismo sentimiento. Porque ella cuando nos encontrábamos en
el lugar siempre decía “Qué bien se está aquí”. Yo asentía. Pensaba que no era un espejismo, que entre
tanta penuria, engaños y trasiego de propuestas económicas y políticas, debía
haber enclaves en los que pudiésemos airear el espíritu para eliminar eso que
llaman pensamientos parásitos con el que poder comprender las verdaderas causas que han abocado a la
tragedia a millones de personas.
Me pareció que Miguel dijo con atrevimiento e indolencia lo que nunca
hubiéramos querido oír. Con la punta del serrucho señaló en la base del tronco de la
palmera más pequeña un montón de serrín. Se asemejaba a los hormigueros que
muestran enormes montones de tierra granulada. Por un momento pensé que haría
referencia a una anomalía circunstancial, o que pondría en su boca algunas
palabras para exaltar el ancestral arte de la poda. No fue así. Dijo que el
bicho estaba comiéndose a la palmera por sus pies y que además era muy posible
que la mayor también estuviese dañada.
Vi los ojos de MF cristalizados, duros como escudos. No pude entonces
prever que la noticia le afectaría de aquella forma. Sentí que su silencio
nacía de una afección oculta, como las bacterias que se esconden en el interior
de nuestros cuerpos para incubar enfermedades irreversibles. Me pareció que
dentro de ella acababa de germinar, pensé que por la suma de las emociones, un
humor nuevo, un remordimiento que contagiaría nuestro mundo. MF dijo: “tenemos
que salvarlas cueste lo que cueste”. La situación me empujó a hablar con
argumentos e hipótesis carentes de fundamentos. Supongo que con la intención
inconsciente de soslayar la realidad.
Miguel nos aconsejó un plaguicida y que regásemos las palmeras regularmente
desde las palmas más altas con abundante agua para impedir que los huevos del
escarabajo madurasen.
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MF, siempre afable, alegre,
inquieta y servicial, se volvió de repente, para describirla quizá del modo más
acertado, intratable. Su
mirada a partir de la sorpresa de las palmeras fue esquiva. Su cuerpo, atlético
y compatible con sus líneas curvas, perdió sus característicos movimientos
vibrantes y la lozanía que otrora me cautivara. Resultaba imposible que su
vertiginoso declive fuera sólo a causa de aquellos insectos parásitos. Los
informes médicos nada decían sobre
posibles enfermedades causantes. Su sistema inmunológico funcionaba con
normalidad y no existían señales alarmantes para pensar en un incipiente
trastorno mental. Elena, nuestra médica de cabecera, dijo que MF podría haber
perdido por razones difíciles de explicar la alegría de vivir, que únicamente ella con mi ayuda podría encontrar
soluciones para su tétrica actitud. Varios meses después del diagnóstico de
nuestras palmeras se encerró en su habitación casi en un absoluto mutismo.
Apenas probaba bocado de la comida que yo le proporcionaba y su comunicación se
limitó a monosílabos e ininteligibles sonidos. Yo trataba por todos los medios
de reconducir la situación hablándole sin parar. Procuraba convencerla de que nuestras palmeras sanarían,
y que a poco el intervalo de tiempo que nos había atrapado a causa de aquellas
o de lo cosa extraña que fuera tendría su fin igual que una simple pesadilla.
La plaga no cesó hasta que la naturaleza se tragó el tiempo o viceversa.
Las palmeras de Trigueros fueron enfermando una tras otra a la par que se
consumaban los despropósitos de los gobiernos de la nación, en los que se
mezclaban la ineficacia y legitimidad de las propuestas elegidas en las urnas y
el sufrimiento de las clases sociales
más desfavorecidas en la crisis económica. Murieron decenas de miles de
palmeras en todo el país. Del mismo modo que el trágico aumento de los
suicidios, era un hecho aislado del que apenas se hablaba en los medios de
comunicación, pero que agraviaba más si cabía el ánimo de la población. Sobre
todo de aquella, como decía, que teme la crueldad del tiempo y de la implacable
naturaleza.
En Trigueros se derribaron algunos ejemplares que ponían en peligro la
integridad de los viandantes y que parecían momificados por la virulencia del
ataque. Se cercenaron copas enteras con la esperanza de que las palmas
volvieran a despuntar igual que fetos en vientres de madres maduras. Otros
fueron cortados a modo de tocones; no se sabe si con la intención de señalar a
los habitantes más jóvenes el residuo de belleza de un todo que existió o por
alguna veleidosa determinación.
El paisaje urbano tomó las cualidades de las vidas convalecientes. Las
amputaciones o la ausencia del dinamismo que antes avanzaba buscando la
verticalidad y la horizontalidad en un entorno paradigmático de esperanza y
prosperidad, transfiguraron la
arquitectura. Ésta adquirió una perspectiva aérea de una profundidad desproporcionada.
La tala y cercenaduras a diestro y siniestro fueron señales unívocas de
enfermedad. Trigueros como miles de pueblos se sumió en la crisis, en el
desempleo, en el letargo de la impotencia característica de las transiciones,
de los periodos de tiempo que no conducen a ninguna parte, en el profundo
horizonte de la penumbra.
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Todos los días treinta de cada mes rociaba las dos palmeras con líquido plaguicida, y
como mínimo una vez en semana le aplicaba el método de infiltrarlas hasta que
rezumaban agua por las bases de los troncos. Estas operaciones se las explicaba
a MF con el mismo entusiasmo que un neófito explicaría a sus mentores sus sensaciones
tras recibir al nuevo dios o los nuevos
ideales. Le contaba muy despacio al oído
que no tenía por qué preocuparse, que las palmas más altas se mantenían fuertes y que todas conservaban el color
verde igual que el primer día que las trasplantamos. Ella, muda y quieta como
una estatua, me penetraba con sus ojos fríos. Yo sentía un miedo nuevo. Una
especie de parálisis de los sentidos. Un bloqueo mental que me impedía pensar
con la calma suficiente para poder hallar soluciones a la crisis que se había
impuesto entre nuestras vidas. Se estaba quedando en los huesos, sin habla y
casi sin aliento. Yo no podía, no sabía reaccionar y encontrar el modo para
devolverle una pequeña dosis de la energía que ella siempre me había
transmitido desde el primer día que nos conocimos.
Tuve el
absurdo presentimiento de que nuestras palmeras estaban robándole la salud. Por
un instante pensé que MF se marcharía al otro mundo a costa de la supervivencia
de las dos palmeras. Incluso llegué a la conclusión irracional de dejar de
tratarlas, de abandonarlas a la acción del tiempo y de la naturaleza para
salvar a MF. Supongo que en las situaciones difíciles los pensamientos buenos
de los hombres, esos que buscan el bien como la principal finalidad de la existencia,
pueden ser excepcionales e incluso
contradictorios. La huida a no sé qué lugar de MF provocaron que mi mundo comenzara a
desmoronarse. Ella se abandonaba al borde de un precipicio que apareció en
nuestras vidas y yo sólo podía hallar una clave o razón para este hecho en la
enfermedad de las dos palmeras. Era tan ridículo, tan extravagante, pensar que
dependiesen sus vidas de las nuestras o viceversa que en ocasiones me
avergonzaba de mí mismo. Mi impotencia ante el mal y lo absurdo condicionaron mis
pensamientos hasta convertirme en un autómata limitado al servicio de MF y de
nuestras palmeras.
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A los seis meses de comenzar el
tratamiento de las palmeras llamé a
Miguel para que las reconociese. Era evidente que los dos ejemplares no habían
sufrido daños importantes. Habían superado la enfermedad o se encontraban aún
en una fase positiva de la rehabilitación. Ambos presentaban un aspecto
vigoroso, si bien te acercabas lo suficiente, podías ver en las bases de sus
troncos señales reveladoras de la voracidad del picudo rojo. El miedo o la intuición me decían
que el tiempo se disfrazaba de esperanza, que tras esos meses en los que las
palmas continuaban saludando a los vientos, la naturaleza se tragaba los días y
las noches en una extraña farsa infinita de la que nunca resulta vencedores ni
vencidos. ¿Qué supremacía puede imperar para siempre en las categorías de la
vida y de sus especies? Nada parece que podamos hacer contra ese malvado e idílico
maridaje entre el mal y el bien en el que la esperanza y la incertidumbre son
una misma cosa. La impotencia ante la imposibilidad dar forma a la idea me
angustiaba. La experiencia que vivía en la enfermedad que me rodeaba me
obligaba contra mi voluntad a admitir que nada podemos hacer contra la protervia de
lo desconocido. Sentía que me descomponía en sustancias que eran arrastradas
por la riada del destino. No era más que un hombre entre los hombres que viven según las leyes del tiempo o de la
arbitraria naturaleza.
Miguel diagnosticó que debíamos continuar con el tratamiento al menos
otros seis meses. Dijo que las palmeras tenían muy buen aspecto y que parecía
que habíamos intervenido en el momento adecuado. No obstante era aconsejable
evitar una probable recaída. Tras sus facundas palabras de experto preguntó por
la salud de MF. Mucha gente del pueblo se interesaba por ella. Mis respuestas a
las preguntas de amigos y conocidos a la vez que las interpretaciones que hacían de las mismas terceras personas
habían elaborado sin remedio un perfil muy distinto del que yo tenía
conciencia. Cuando Miguel dijo que la gente aseguraba que MF “sufría por cosas
extrañas” no me pereció que la apreciación tuviese demasiada importancia. MF
llevaba varios meses haciendo vida entre el hospital y nuestra casa. Cuando la
crisis llegaba a los puntos más críticos MF cobraba un estado casi vegetativo.
Los especialistas la ingresaban por unas semanas con la intención de reanimarla o de
devolverle parte de la voluntad perdida. Allí mis visitas fueron controladas
como parte de la terapia. Así, con la prohibición de estar junto a MF y la
dudosa fiabilidad del tratamiento de las palmeras, la observación de Miguel,
que en principio sólo tenía carácter informativo, adquirió, tal vez por la
necesidad de nombrar lo que no comprendemos, casi siempre con palabras
vagarosas, la forma de la negación. El rumor que circulaba sobre el sufrimiento
de MF por “cosas extrañas” afectó aún más mi ánimo. Me hizo sospechar que yo
también podría pertenecer como parte cosificada y extraña en su enfermedad.
Negarme a mí mismo no sólo suponía un acto de pesimismo, una vuelta de tuerca más a la desgracia, sino
que además se abría un hueco por el que yo escapaba de aquel designio y
abandonaba la situación a su suerte, sin la pésima colaboración de un personaje
incapaz de resolver nada.
Muy pronto la tala y mutilaciones de palmeras conformaron un hecho del
pasado de Trigueros. Un asunto pretérito en el viaje de sus habitantes por el
paisaje de la plaga. Como siempre ha sido, la calamidad se ceba contra unos más
que con otros. Sin embargo, no es menos cierto que el miedo que produce es
contagioso y que su propagación puede llegar a aniquilar la confianza entre los
mismos. La desaparición de las palmeras representa la destrucción del recuerdo
amable, tal vez incluso corrobora la idea de que cualquier tiempo pasado fue
mejor que el presente. Esta reflexión sobre
de la plaga vista como daño exclusivo de la naturaleza y el tiempo es un
paradigma irrefutable de la ignavia, de la desconfianza que procuraba dicho
miedo. Circunstancia no menos condicionante e implacable en la lucha por los
intereses particulares de los habitantes de Trigueros durante el desarrollo de
la plaga y sus efectos económicos y sociales. Muchos son en el mundo culpables
de la plétora del mal, pero también la inmensa masa de inocentes señalados vilmente como beneficiarios por la connivencia de haber
permitido la propagación de la plaga, de la crisis, del miedo.
La historia ha demostrado muchas veces que se puede vivir en medio de la
inquietud, aunque no se sepa cómo y de dónde emana, aunque sea invisible. La
vida es demasiado fuerte. Es un animal salvaje que herido busca su alimento
natural a sabiendas que deberá conformarse con presas inferiores a su nivel
alimentario. Las principales plazas del pueblo, con la tara del paisaje,
continúan llenándose. En presencia del enemigo invisible rebosan a diario con
la irreprimible alegría de los niños y con el consuelo de las consuetudinarias
tertulias. El daño ha cicatrizado en el paisaje. En él el pasado se retuerce
como una promesa incumplida. El recuerdo del pasado fértil y próspero que tal
vez no es más que el presente en el que han terminado los sueños dadivosos. Un
soborno para los sentidos y la dignidad. Sin embargo, la vida persiste en su
camino indeterminado, es lo que hace al fin y al cabo.
Poco a poco MF fue recuperándose de su abstracción o del estado aquel
que fuese. Sus ingresos en el hospital se hicieron más cortos y ocasionales. Su
restablecimiento fue tan lento que apenas pude darme cuenta de cómo su cuerpo y
su voz transformaban la postración en vigor y alegría. Un día me dijo que las
palmeras se habían curado. Miguel le había asegurado que era un milagro, que
era un caso muy extraño que después de ser atacadas por la voracidad del picudo
rojo hubieran podido salvarse. Ella me ofrece todo el cariño y la comprensión
que puedan darse. No sabe que el oncólogo no me ha ocultado nada. La metástasis
es irreversible. Sólo es cuestión de semanas, quizá de algunos meses. Muy
lejos, tras el muro de la negación a mí mismo, la emoción parece intacta. Amo a
MF por encima de todas las cosas. A pesar de mi desidia, mi condrosarcoma y la
impotencia, ella es lo único que permanece intacto.
Siento que me llevaré al otro mundo algo que no me pertenece. La peor
consecuencia de la plaga. Un frío ajeno al tiempo y a la naturaleza propia de
la muerte. La ignorancia. El cáncer del odio.