viernes, 18 de diciembre de 2015

LA PLAGA









                                                                  LA  PLAGA
                                                 
                                                      “Dios creó al hombre a su imagen significa, probablemente,
                                                                      que el hombre creó a Dios a la suya” G. C. Lichtenberg.


     MF se empeñó en salvar las dos palmeras afectadas por la plaga del escarabajo rojo. Desde que estalló la crisis a causa de los fondos del endémico securitismo y las hipotecas basura, dicho insecto ha acabado en España con la vida de miles de ejemplares de “palmeras canarias”. Aquí, en Trigueros, el ataque fue devastador. Las principales plazas del pueblo se convirtieron de la noche a la mañana en lugares en los que la alegría de los niños y de las tertulias cambió como un feblaje inadvertido. Cuando surgieron los primeros efectos  todo parecía normal, pero bastaba la mirada de un observador no demasiado meticuloso para advertir la tristeza  en las fachadas agraciadas  hasta entonces por la elegancia exótica, y no por esto menos taxativa en la ilustración del pueblo.
   Las palmas más altas e inhiestas aparecieron de repente fláccidas. Poco después mostraron la decoloración del verde intenso. La gente decía resignada “tienen la plaga del escarabajo rojo”. Yo las veía con angustia, convencido de la inoperancia de los hombres para salvar a los ejemplares aún intactos como a Tops Model que sufrían infartos cerebrales.  Desaparecerían todas las palmeras con sus estigmas en el pasado en Trigueros, me decía.
   Tal vez haya sido mera casualidad que el insecto se presentara junto a la maldita depresión económica. Unidos de la mano se han paseado por las calles de la localidad con la iniquidad de los malos sueños y la fatalidad del presente inmutable.
  Nuestras palmeras se encuentran en el campo, en el término municipal de San Juan Puerto. Las creíamos incólumes. Teníamos localizado al ejemplar contagiado más cercano a un quilómetro como mínimo. Sentíamos que las dos se hallaban en una especie de oasis metafísico. Tan lejos de los visionados de la crisis y de la plaga, que la calma de la pequeña finca se antojaba como propia del ideal de un retiro espiritual. Algo así como un Claustro imaginario en el que nuestras palmeras señalaban un punto en la existencia hasta el que llegaban desde todas las direcciones el cansancio, y desde el que partían a su vez caminos por los que portar pequeñas cargas de esperanza, o al menos alguna dosis de energía renovada. Sin embargo, nuestras palmeras estaban contaminadas. La noticia nos sumió en el desconcierto. Con la enfermedad  sentí que el lugar se  precipitaba fuera de la imaginación, que en la caída se afiliaba a las demás cosas que se ven a lo largo del último y dilatado lustro, a esos paisajes, esos estados de ánimo afectados por las malas noticias y la palabrería.
   Nos enteramos del mal cuando Miguel fue con sus herramientas a igualar los troncos. Necesitábamos a alguien con experiencia para adecuar los diámetros  a la forma futura de palmeras esbeltas que soñábamos. La madre de MF, siendo ésta todavía una niña, sembró en dos macetas dátiles de la imagen de San Antonio Abad, patrón de Trigueros. Esperó años sin decir nada a que maduraran. Poco después de que MF y yo nos conociésemos le ofreció las palmas prietas y sin apenas turba en los tiestos. MF dijo entonces que urgía trasplantarlas en el oasis. Ella llamaba a la tierra por su nombre,  pero yo a pesar de su fonética opuesta siempre he pensado en el aislamiento de los contratiempos de la vida. Nunca le he desvelado tal acepción. Creo que no es necesario puesto que compartíamos el mismo sentimiento. Porque ella cuando nos encontrábamos en el lugar siempre decía “Qué bien se está aquí”. Yo asentía.  Pensaba que no era un espejismo, que entre tanta penuria, engaños y trasiego de propuestas económicas y políticas, debía haber enclaves en los que pudiésemos airear el espíritu para eliminar eso que llaman pensamientos parásitos con el que poder comprender  las verdaderas causas que han abocado a la tragedia a millones de personas.
  Me pareció que Miguel dijo con atrevimiento e indolencia lo que nunca hubiéramos querido oír. Con la punta del  serrucho señaló en la base del tronco de la palmera más pequeña un montón de serrín. Se asemejaba a los hormigueros que muestran enormes montones de tierra granulada. Por un momento pensé que haría referencia a una anomalía circunstancial, o que pondría en su boca algunas palabras para exaltar el ancestral arte de la poda. No fue así. Dijo que el bicho estaba comiéndose a la palmera por sus pies y que además era muy posible que la mayor también estuviese dañada.
   Vi los ojos de MF cristalizados, duros como escudos. No pude entonces prever que la noticia le afectaría de aquella forma. Sentí que su silencio nacía de una afección oculta, como las bacterias que se esconden en el interior de nuestros cuerpos para incubar enfermedades irreversibles. Me pareció que dentro de ella acababa de germinar, pensé que por la suma de las emociones, un humor nuevo, un remordimiento que contagiaría nuestro mundo. MF dijo: “tenemos que salvarlas cueste lo que cueste”. La situación me empujó a hablar con argumentos e hipótesis carentes de fundamentos. Supongo que con la intención inconsciente de soslayar la realidad.
   Miguel nos aconsejó un plaguicida  y que regásemos las palmeras regularmente desde las palmas más altas con abundante agua para impedir que los huevos del escarabajo madurasen.
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   MF, siempre afable,  alegre, inquieta y servicial, se volvió de repente, para describirla quizá del modo más acertado, intratable. Su mirada a partir de la sorpresa de las palmeras fue esquiva. Su cuerpo, atlético y compatible con sus líneas curvas, perdió sus característicos movimientos vibrantes y la lozanía que otrora me cautivara. Resultaba imposible que su vertiginoso declive fuera sólo a causa de aquellos insectos parásitos. Los informes médicos  nada decían sobre posibles enfermedades causantes. Su sistema inmunológico funcionaba con normalidad y no existían señales alarmantes para pensar en un incipiente trastorno mental. Elena, nuestra médica de cabecera, dijo que MF podría haber perdido por razones difíciles de explicar la alegría de vivir,  que   únicamente ella con mi ayuda podría encontrar soluciones para su tétrica actitud. Varios meses después del diagnóstico de nuestras palmeras se encerró en su habitación casi en un absoluto mutismo. Apenas probaba bocado de la comida que yo le proporcionaba y su comunicación se limitó a monosílabos e ininteligibles sonidos. Yo trataba por todos los medios de reconducir la situación hablándole sin parar. Procuraba  convencerla de que nuestras palmeras sanarían, y que a poco el intervalo de tiempo que nos había atrapado a causa de aquellas o de lo cosa extraña que fuera tendría su fin igual que una simple pesadilla.
  La plaga no cesó hasta que la naturaleza se tragó el tiempo o viceversa. Las palmeras de Trigueros fueron enfermando una tras otra a la par que se consumaban los despropósitos de los gobiernos de la nación, en los que se mezclaban la ineficacia y legitimidad de las propuestas elegidas en las urnas y el sufrimiento  de las clases sociales más desfavorecidas en la crisis económica. Murieron decenas de miles de palmeras en todo el país. Del mismo modo que el trágico aumento de los suicidios, era un hecho aislado del que apenas se hablaba en los medios de comunicación, pero que agraviaba más si cabía el ánimo de la población. Sobre todo de aquella, como decía, que teme la crueldad del tiempo y de la implacable naturaleza.
  En Trigueros se derribaron algunos ejemplares que ponían en peligro la integridad de los viandantes y que parecían momificados por la virulencia del ataque. Se cercenaron copas enteras con la esperanza de que las palmas volvieran a despuntar igual que fetos en vientres de madres maduras. Otros fueron cortados a modo de tocones; no se sabe si con la intención de señalar a los habitantes más jóvenes el residuo de belleza de un todo que existió o por alguna veleidosa determinación.
   El paisaje urbano tomó las cualidades de las vidas convalecientes. Las amputaciones o la ausencia del dinamismo que antes avanzaba buscando la verticalidad y la horizontalidad en un entorno paradigmático de esperanza y prosperidad,  transfiguraron la arquitectura. Ésta adquirió una perspectiva aérea de una profundidad desproporcionada. La tala y cercenaduras a diestro y siniestro fueron señales unívocas de enfermedad. Trigueros como miles de pueblos se sumió en la crisis, en el desempleo, en el letargo de la impotencia característica de las transiciones, de los periodos de tiempo que no conducen a ninguna parte, en el profundo horizonte de la penumbra.
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  Todos los días treinta de cada mes rociaba  las dos palmeras con líquido plaguicida, y como mínimo una vez en semana le aplicaba el método de infiltrarlas hasta que rezumaban agua por las bases de los troncos. Estas operaciones se las explicaba a MF  con el mismo entusiasmo  que un neófito explicaría a sus mentores sus sensaciones  tras recibir al nuevo dios o los nuevos ideales. Le contaba muy despacio  al oído que no tenía por qué preocuparse, que las palmas más altas se mantenían  fuertes y que todas conservaban el color verde igual que el primer día que las trasplantamos. Ella, muda y quieta como una estatua, me penetraba con sus ojos fríos. Yo sentía un miedo nuevo. Una especie de parálisis de los sentidos. Un bloqueo mental que me impedía pensar con la calma suficiente para poder hallar soluciones a la crisis que se había impuesto entre nuestras vidas. Se estaba quedando en los huesos, sin habla y casi sin aliento. Yo no podía, no sabía reaccionar y encontrar el modo para devolverle una pequeña dosis de la energía que ella siempre me había transmitido desde el primer día que nos conocimos.
  Tuve el absurdo presentimiento de que nuestras palmeras estaban robándole la salud. Por un instante pensé que MF se marcharía al otro mundo a costa de la supervivencia de las dos palmeras. Incluso llegué a la conclusión irracional de dejar de tratarlas, de abandonarlas a la acción del tiempo y de la naturaleza para salvar a MF. Supongo que en las situaciones difíciles los pensamientos buenos de los hombres, esos que buscan el bien como la principal finalidad de la existencia, pueden ser  excepcionales e incluso contradictorios. La huida a no sé qué lugar  de MF provocaron que mi mundo comenzara a desmoronarse. Ella se abandonaba al borde de un precipicio que apareció en nuestras vidas y yo sólo podía hallar una clave o razón para este hecho en la enfermedad de las dos palmeras. Era tan ridículo, tan extravagante, pensar que dependiesen sus vidas de las nuestras o viceversa que en ocasiones me avergonzaba de mí mismo. Mi impotencia ante el mal y lo absurdo condicionaron mis pensamientos hasta convertirme en un autómata limitado al servicio de MF y de nuestras palmeras.
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      A los seis meses de comenzar el  tratamiento de las palmeras llamé a Miguel para que las reconociese. Era evidente que los dos ejemplares no habían sufrido daños importantes. Habían superado la enfermedad o se encontraban aún en una fase positiva de la rehabilitación. Ambos presentaban un aspecto vigoroso, si bien te acercabas lo suficiente, podías ver en las bases de sus troncos señales reveladoras de la voracidad del  picudo rojo. El miedo o la intuición me decían que el tiempo se disfrazaba de esperanza, que tras esos meses en los que las palmas continuaban saludando a los vientos, la naturaleza se tragaba los días y las noches en una extraña farsa infinita de la que nunca resulta vencedores ni vencidos. ¿Qué supremacía puede imperar para siempre en las categorías de la vida y de sus especies? Nada parece que podamos hacer contra ese malvado e idílico maridaje entre el mal y el bien en el que la esperanza y la incertidumbre son una misma cosa. La impotencia ante la imposibilidad dar forma a la idea me angustiaba. La experiencia que vivía en la enfermedad que me rodeaba me obligaba contra mi voluntad a admitir  que nada podemos hacer contra la protervia de lo desconocido. Sentía que me descomponía en sustancias que eran arrastradas por la riada del destino. No era más que un hombre entre los hombres que  viven según las leyes del tiempo o de la arbitraria naturaleza.
  Miguel diagnosticó que debíamos continuar con el tratamiento al menos otros seis meses. Dijo que las palmeras tenían muy buen aspecto y que parecía que habíamos intervenido en el momento adecuado. No obstante era aconsejable evitar una probable recaída. Tras sus facundas palabras de experto preguntó por la salud de MF. Mucha gente del pueblo se interesaba por ella. Mis respuestas a las preguntas de amigos y conocidos a la vez que las interpretaciones  que hacían de las mismas terceras personas habían elaborado sin remedio un perfil muy distinto del que yo tenía conciencia. Cuando Miguel dijo que la gente aseguraba que MF “sufría por cosas extrañas” no me pereció que la apreciación tuviese demasiada importancia. MF llevaba varios meses haciendo vida entre el hospital y nuestra casa. Cuando la crisis llegaba a los puntos más críticos MF cobraba un estado casi vegetativo. Los especialistas la ingresaban por unas semanas  con la intención de reanimarla o de devolverle parte de la voluntad perdida. Allí mis visitas fueron controladas como parte de la terapia. Así, con la prohibición de estar junto a MF y la dudosa fiabilidad del tratamiento de las palmeras, la observación de Miguel, que en principio sólo tenía carácter informativo, adquirió, tal vez por la necesidad de nombrar lo que no comprendemos, casi siempre con palabras vagarosas, la forma de la negación. El rumor que circulaba sobre el sufrimiento de MF por “cosas extrañas” afectó aún más mi ánimo. Me hizo sospechar que yo también podría pertenecer como parte cosificada y extraña en su enfermedad. Negarme a mí mismo no sólo suponía un acto de pesimismo,  una vuelta de tuerca más a la desgracia, sino que además se abría un hueco por el que yo escapaba de aquel designio y abandonaba la situación a su suerte, sin la pésima colaboración de un personaje  incapaz de resolver nada.
   Muy pronto la tala y mutilaciones de palmeras conformaron un hecho del pasado de Trigueros. Un asunto pretérito en el viaje de sus habitantes por el paisaje de la plaga. Como siempre ha sido, la calamidad se ceba contra unos más que con otros. Sin embargo, no es menos cierto que el miedo que produce es contagioso y que su propagación puede llegar a aniquilar la confianza entre los mismos. La desaparición de las palmeras representa la destrucción del recuerdo amable, tal vez incluso corrobora la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor que el presente. Esta reflexión sobre  de la plaga vista como daño exclusivo de la naturaleza y el tiempo es un paradigma irrefutable de la ignavia, de la desconfianza que procuraba dicho miedo. Circunstancia no menos condicionante e implacable en la lucha por los intereses particulares de los habitantes de Trigueros durante el desarrollo de la plaga y sus efectos económicos y sociales. Muchos son en el mundo culpables de la plétora del mal, pero también la inmensa masa de inocentes  señalados vilmente  como beneficiarios por la connivencia de haber permitido la propagación de la plaga, de la crisis, del miedo.
   La historia ha demostrado muchas veces que se puede vivir en medio de la inquietud, aunque no se sepa cómo y de dónde emana, aunque sea invisible. La vida es demasiado fuerte. Es un animal salvaje que herido busca su alimento natural a sabiendas que deberá conformarse con presas inferiores a su nivel alimentario. Las principales plazas del pueblo, con la tara del paisaje, continúan llenándose. En presencia del enemigo invisible rebosan a diario con la irreprimible alegría de los niños y con el consuelo de las consuetudinarias tertulias. El daño ha cicatrizado en el paisaje. En él el pasado se retuerce como una promesa incumplida. El recuerdo del pasado fértil y próspero que tal vez no es más que el presente en el que han terminado los sueños dadivosos. Un soborno para los sentidos y la dignidad. Sin embargo, la vida persiste en su camino indeterminado, es lo que hace al fin y al cabo.
   Poco a poco MF fue recuperándose de su abstracción o del estado aquel que fuese. Sus ingresos en el hospital se hicieron más cortos y ocasionales. Su restablecimiento fue tan lento que apenas pude darme cuenta de cómo su cuerpo y su voz transformaban la postración en vigor y alegría. Un día me dijo que las palmeras se habían curado. Miguel le había asegurado que era un milagro, que era un caso muy extraño que después de ser atacadas por la voracidad del picudo rojo hubieran podido salvarse. Ella me ofrece todo el cariño y la comprensión que puedan darse. No sabe que el oncólogo no me ha ocultado nada. La metástasis es irreversible. Sólo es cuestión de semanas, quizá de algunos meses. Muy lejos, tras el muro de la negación a mí mismo, la emoción parece intacta. Amo a MF por encima de todas las cosas. A pesar de mi desidia, mi condrosarcoma y la impotencia, ella es lo único que permanece intacto.
   Siento que me llevaré al otro mundo algo que no me pertenece. La peor consecuencia de la plaga. Un frío ajeno al tiempo y a la naturaleza propia de la muerte. La ignorancia. El cáncer del odio.