martes, 29 de abril de 2014

SINTAXIS








Con la sintaxis deberíamos tener más cuidado, más escrúpulo; y cómo no, con el cumplimiento en el orden concertado en sus propuestas. Porque sin ella, sin esta palabra que suena a molestia de libro sin leer y de llevar de un sitio a otro sin ningún propósito, no podríamos llegar jamás a un principio de acuerdo con Dios o con el director de nuestro banco.
 La sintaxis viene a ser más o menos  el rumbo lleno de escollos que los políticos nos muestran con entusiasmo como la única dirección para salir de la isla y que de repente se llena de chalecos salvavidas. Por esta razón muchas veces en la historia del arte los artistas han creado obras ininteligibles con la intención de interpretarlas hasta la extenuación, para comprender por qué habiendo rumbos infinitamente indeterminados eligen, ¿elegimos?, siempre el más acotado.   
Algunos escritores hijos de puta y envidiosos utilizan esta difícil disciplina sin piedad, mostrando las vergüenzas ajenas a la grada con la única intención de desprestigiar el trabajo de otros, de sus status alcanzados en el laberinto mediático, ya sea para amortiguar la inercia histriónica de la energía consumista que nos devora a todos o para combatir contra la verdad incontestable del trabajo bien hecho y honesto como lo es por ejempo la sintaxis (programática) de excelencia del Quattrocento o Cinquecento, indemne a la injuria durante un día, una hora o un segundo al menos.
    Sin ir más lejos, en el último reality sobre el valor de un muerto intocable, Gabriel García Márquez, el escritor colombiano Fernando Vallejo hace de hijo de puta con brillo y esplendor, lo hizo antes de que muriese su compatriota,  para ser más exactos, porque no es lo mismo hacer de hijo de puta con un vivo que con un muerto, con este da más miedo y el vituperio infunde menos respeto.

    Vallejo escribe acerca de una de las frases más célebres de la literatura del siglo XX, el comienzo de la novela “Cien años de soledad”: “«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Según la putada de este envidioso  sobra en la sintaxis de un premio nobel o “Muchos años después” o “aquella tarde remota”. Claro que es verdad que esto no importa si escribiésemos: “El abuelo llevó en la noche de los tiempo a su nieto el coronel a conocer el hielo”, porque sin duda se trata de realismo mágico. Después de todo no está de más que aparezca de vez en cuando algún que otro hijo de puta.

martes, 22 de abril de 2014

EN UN BRUNCH







Nos invitaron a  un brunch de Pascua. ¿Qué demonios es un brunch en dicha celebración? ¿Qué puñetas se come allí, cómo se viste para la ocasión, se debe llevar regalos, una botella de vino quizá? ¿Es una celebración solemne y grave como para cometer errores de este tipo?  Me preguntaba  todo esto al mismo tiempo que trataba de disimular mi desconcierto con todos los medios posibles a mi alcance, es decir, lo que viene a ser más o menos en la inevitable conducta pop de mi generación, poner “cara de póker”,  de despistado con la agenda del fin de semana muy ocupada, para entendernos mejor.
   Nos invitó Rose Mary. Ella es suiza, alta, atlética, bellísima, políglota, aunque con un castellano muy italianizado a causa de su nacionalidad ecléctica e intocable de un país en medio de ninguna parte, de una Suiza de la que se siente orgullosa por su independencia e internacionalismo y en la que no quiere vivir porque, como ella misma dice, “no puedes prender cerveza al aire libre más de dos meses del año”. Si sabes que Rosemary (esto también es inevitable en mi percepción pop del mundo) tiene más de setenta años y la ves con su melena rubia suelta puedes llegar a pensar que Claudia Schiffer es un mero remake al uso de la moda y sanseacabó.
   Rosemary, nombre que para colmo del cariño que nos muestra y su amor hacia la naturaleza  significa “romero” a la traducción, tiene poco amigos españoles. Llegó a Huelva hace poco más de un lustro y desde entonces recorre la costa suroeste, desde el Cabo de San Vicente hasta Matalascañas, visitando amigos holandeses, ingleses, alemanes, franceses y hasta algún que otro hindú.
  El brunch de Pascua, como ya vaticinó mi mujer con su lapidario sentido común,  consistió en “echar el día” sin aspavientos folclóricos, comiendo y bebiendo en las tierras de Huelva. Hubo rito, y acerté con la botella de vino, si bien aquel tuvo su fundamento en la risa, producto de una rastrera búsqueda de dieciocho huevos de Pascua (cocidos, no de chocolate suizo, ¡qué desilusión!) por el césped de la parcela.
    Los huevos cocidos siempre me han resultado demasiado grandes. Tras engullir el que me tocó con tomillo y sal, la reducida comensalía internacional emprendió el camino del vino hasta llegar, cómo no, al descampado socrático de todo banquete que se precie. Delfina, holandesa, hispanófila convencida, preguntó: “Con el paro galopante que hay en Huelva, porqué se cierran tantos hoteles en invierno?
 Nos hallábamos en el término municipal de Gibraleón, pero las primeras gotas de lluvia que aparecieron tras la pregunta me parecieron de ninguna parte. Tuve la sensación de que el brunch comenzó demasiado tarde.

    

martes, 15 de abril de 2014

UNA MUERTE EXTRAÑA








Recuerdo muertes espantosas. Algunas tuvieron lugar durante la infancia, en el marco inigualable de lo claroscuro, de las cosas y hechos del “Ser”, que son porque existen y de las que no son porque nunca existieron o porque dejaron repentinamente de existir, del mal y del bien. Otras muertes sucedieron en la adolescencia, como acontecimientos fortuitos que estallan a tu alrededor a causa de la mala suerte y en los que el mal y el bien casi han perdido el protagonismo.
 El resto de las muertes aparecidas desde entonces, por accidente o por enfermedad indistintamente, lo han hecho a la manera  de un fuerte viento, de rayo que antecede a la tormenta, de inundación por un cauce desconocido o como un tremebundo temblor de tierra. Es decir, muertes que acontecen y que terminamos aceptando como precio de la vida, que nos coje casi siempre con el paso cambiado, con un trastabilleo y caída que provocan un trauma y del que muchas veces, cosa increíble, nos reponemos  con el sencillo acto de levantarnos.
 Alguna vez he jugado al solitario con la baraja de estas muertes. Me he mirado frente a ellas. Un vecino perdió la vida en la cabina de su camión a cientos de quilómetros de distancia. Un joven motorista sin casco empotró su moto contra un coche al final de la calle donde yo vivía y voló al menos tres segundos antes de recibirle el adoquinado. Una prima veinteañera luchó brevemente contra un tumor cerebral que borró su permanente sonrisa un día de frío y lluvia. A la abuela se le paró el corazón varias horas después de que le hicieran la permanente, murió muy guapa. Mi suegro,  ese día no durmió la siesta, fue con su moto a su tierra a plantar cebollas y desde entonces siempre que las como pienso que fritas tienen un sabor dulce.
   Nos escriben y nos dicen a modo de corolario y antonomasia que la muerte pertenece al lado natural de la vida, pero cuando se piensa en ella el espanto se nos ciñe al cuello. Ninguna de estas muertes y muchas otras de mi disparatada baraja han sido nunca celebradas, si acaso han sido mostradas por el vacío y el vértigo de la ausencia compartida.

 Solo conozco una que se celebra periódica y lujosamente, la de Jesús de Nazaret, siempre presente, asesinado, muerto y permanentemente vivo. Muerte espantosa, artística, obsesiva, ansiada. Muerte extraña a la pasión de los mortales. 

martes, 8 de abril de 2014

DINERO







    A estas alturas todo el mundo se siente engañado. No es este ningún misterio, como tampoco lo son las razones que hacen de la gran farsa una realidad sufrida y admitida con peros y señales como si de un castigo inevitable se tratara. Todo el mundo sabe de la importancia del poder, de ostentarlo y  de ejercerlo sobre nuestros semejantes para sentirnos intocables y a salvo del imprevisible destino, de las consecuencias azarosas y negativas que pueden afectarnos a causa de las decisiones ajenas.
   Sin embargo, a pesar de esa centrípeta y plúmbea atracción que sentimos ante la seducción por obtener poder, atendemos casi siempre a una cuestión mucho más tangible y  ordinaria, el dinero. ¿Qué nos importa el juego político y administrativo de nuestros representantes elegidos en las urnas si ante todo antes que el conocimiento necesitamos el dinero? ¿Qué educación, qué compromiso cívico podemos insuflarles a nuestros hijos si desde sus primeros balbuceos presienten que nuestra principal preocupación es la de optimizar nuestras capacidades para generar dinero?
 Hemos convertido, quizá en ningún momento de la historia fue de otro modo, nuestra fe y nuestro ateísmo en dinero. Paradójicamente es lo que nos une. A ricos y pobres, a creyentes y no creyentes, a la izquierda y a la derecha, a las ONG y a las mafias.
   En los primeros análisis de la condición postmoderna sobre los aledaños entre lo corporativo y lo privado se dio por válida la aserción “Saber es poder”. Ahora, en la destrucción del Estado de Bienestar, en el análisis de la condición de las clases medias y desfavorecidas sus protagonistas deberían “saber” que “Poder es Ocultar”. Lo peor es que los saben y si no lo saben lo intuyen. Por ello quienes por desgracia tácitamente ostentan el poder más allá del Estado y de lo corporativo utilizan el dinero como cortina de humo, para algo que además por muy terrible que sea no deja de ser cierto, para mantener la estabilidad de lo que queda de nuestro sistema económico. Es como jugar a asustarnos en un juego infantil.
     Nuestra impotencia es el resultado de una sinergia entrópica, lo que viene a decir que es como mezclar el día con la noche. Posturas sociológicas nos sugieren que la velocidad y el bombardeo de la información nos sumen en el caos, un lugar en el que podemos llegar a ser lúcidos pero del que es imposible escapar, y en el que la combustión del dinero produce suficiente energía y escaso poder.


martes, 1 de abril de 2014

SANO, TEMEROSO E INCRÉDULO.









     Quien escribe no padece ningún trastorno del sueño a causa del cambio de estación  ni siente preocupación alguna por los altos índices de concentración de polen. Duerme poco pero de un tirón. Tampoco le afecta en exceso, eso cree, el cambio de uso horario. Pertenece a una parte de la población española que todavía conserva la bendición de la suerte y que por si acaso toca madera cuantas veces pueda. El sujeto en cuestión es de los que disfruta en el soliloquio con observaciones del tipo “!Ánimo, has abierto los ojos de nuevo a otra primavera! Podríamos decir que posee los atributos de un sustantivo que en España se pelea honrosamente con el día a día, que se equivoca todas las veces que puede y que muy pocas veces después de haber metido la pata donde no lo llaman es capaz de disculparse. El sujeto básicamente disfruta y padece de los adjetivos  “sano” y “temeroso”. Es español sin comerlo ni beberlo  y alguna vez se ha planteado la situación inopinada y sin perjuicio de ser argentino, canadiense o mongol.
    Rayano al medio siglo, cosa que le parece increíble y que al mismo tiempo siente como un consuelo gracias al grado de incredulidad alcanzado, no se escandaliza por una sociedad en la que más del 28% de la población se encuentra al borde de la exclusión social, lo que viene a significar que uno de cada tres niños se halla en el límite de la pobreza, de la desnutrición; sin contar por supuesto a los que ya han rebasado esa línea imaginaria en la que las estadísticas siempre fallan.
   Al sujeto le gusta zapear, aunque cada día menos, y cuando se topa en el canal público con un programa llamado Master Chef se pregunta qué es un niño, niña, padre, madre, anciano, anciana, todos españoles, con hambre. Dirige toda su atención a la boca de su infierno y como un ventrílocuo pronuncia la palabra “infamia”.
  Tampoco se escandaliza cuando lee una entrevista a la periodista Pilar Urbano en la que cuanta que, gracias a que ella es miembro numerario del Opus Dei, pudo evitar que el difunto Don Adolfo Suárez le hiciese caso a su hija y terminara contando cosas como que el pastor alemán del Rey Juan Carlos intentase morderle la entrepierna durante el transcurso de una acalorada discusión entre ambos. El sujeto deduce que por encima de Suárez estuvo el rey y que por encima de este ahora está Dios. Sano, temeroso e incrédulo espera ver el extraño sueño del verano.