Recuerdo muertes espantosas. Algunas tuvieron lugar durante
la infancia, en el marco inigualable de lo claroscuro, de las cosas y hechos
del “Ser”, que son porque existen y de las que no son porque nunca existieron o
porque dejaron repentinamente de existir, del mal y del bien. Otras muertes
sucedieron en la adolescencia, como acontecimientos fortuitos que estallan a tu
alrededor a causa de la mala suerte y en los que el mal y el bien casi han
perdido el protagonismo.
El resto de las
muertes aparecidas desde entonces, por accidente o por enfermedad
indistintamente, lo han hecho a la manera de un fuerte viento, de rayo que antecede a la
tormenta, de inundación por un cauce desconocido o como un tremebundo temblor
de tierra. Es decir, muertes que acontecen y que terminamos aceptando como
precio de la vida, que nos coje casi siempre con el paso cambiado, con un
trastabilleo y caída que provocan un trauma y del que muchas veces, cosa
increíble, nos reponemos con el sencillo
acto de levantarnos.
Alguna vez he jugado
al solitario con la baraja de estas muertes. Me he mirado frente a ellas. Un
vecino perdió la vida en la cabina de su camión a cientos de quilómetros de
distancia. Un joven motorista sin casco empotró su moto contra un coche al
final de la calle donde yo vivía y voló al menos tres segundos antes de
recibirle el adoquinado. Una prima veinteañera luchó brevemente contra un tumor
cerebral que borró su permanente sonrisa un día de frío y lluvia. A la abuela
se le paró el corazón varias horas después de que le hicieran la permanente,
murió muy guapa. Mi suegro, ese día no
durmió la siesta, fue con su moto a su tierra a plantar cebollas y desde
entonces siempre que las como pienso que fritas tienen un sabor dulce.
Nos escriben y nos
dicen a modo de corolario y antonomasia que la muerte pertenece al lado natural
de la vida, pero cuando se piensa en ella el espanto se nos ciñe al cuello.
Ninguna de estas muertes y muchas otras de mi disparatada baraja han sido nunca
celebradas, si acaso han sido mostradas por el vacío y el vértigo de la
ausencia compartida.
Solo conozco una que
se celebra periódica y lujosamente, la de Jesús de Nazaret, siempre presente,
asesinado, muerto y permanentemente vivo. Muerte espantosa, artística, obsesiva,
ansiada. Muerte extraña a la pasión de los mortales.
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