martes, 24 de diciembre de 2013

URBANIZACIÓN







   ¿Hasta qué punto es lógico que lo último que estés leyendo, estilo y ontología, te contagie y lo que escribas en ese tiempo que dure la lectura esté inevitablemente influenciado?, preguntó aquel hombre que subió a mi coche y con el que me cruzaba de vez en cuando en los paseos por la apenas habitada urbanización a la que me acababa de mudar tras mi traumática separación. Hacía años que por precaución no montaba a nadie que hiciese auto-stop. Sólo lo había visto dos o tres veces y sin embargo, dejé que se sentase en el asiento del acompañante como si le conociera de toda la vida.
  Cuando abrió la puerta, sentí  cómo una ráfaga afilada de un cierzo más frío que de costumbre, hendía la carne de  mi frente y de los nudillos de mis manos. Di por hecho que el hombre se dirigía a la ciudad. Nuestra urbanización (por supuesto yo entendía que el hombre vivía en aquel lugar), a modo de cordón umbilical, estaba comunicada por una única carretera con la ciudad. En algún momento de las escasas semanas en las que yo llevaba transitando por ella pensé que podría, en uno de mis regresos a mi nuevo hogar, dinamitarla y cortarla, para así sentirme todavía más lejos de la civilización. No obstante, tras su saludo de “buenas tardes” grave y severo, le pregunté adónde se dirigía. Él me respondió que no estaba seguro, que vio como mi coche giraba en una de las rotondas de la urbanización y sintió deseos de subirse en él. Debo confesar que me preocupé y que inmediatamente me aseguré de si llevaba algún objeto entre sus manos. Las mostraba vueltas hacia sus palmas manchadas de alguna sustancia parecida a la salsa de tomate o pintura del mismo color (horas más tarde pensé que sin duda se trataba de restos de sangre). Mis malos pensamientos, por otra parte propios de una mente en aquel tiempo completamente desorganizada, poblaron de suciedad el camino hasta el objetivo por el que yo me encontraba a horas inusuales con un volante en las manos, -tuve la sensación de que éstas se parecían mucho a las de aquel hombre-. Jamás perdono la siesta y maldije al funcionario o funcionaria a quien se le ocurrió asignarme la cita con urología en la santa sobremesa. El ensuciamiento pasó a ser escatológico cuando recordé que lo menos que podía haber hecho para asistir a dicha cita era tomar la precaución de cambiarme de calzoncillos. Tras esta advertencia no pude evitar que la característica mirada de odio de mi ex mujer se interpusiera entre el asfalto y los dos hombres desubicados.
   Transcurrieron unos cuantos segundos después de que el hombre enunciara la pregunta en los que sólo se oyó el motor del pequeño Volskwagen de gasolina de la misma manera que suenan los vientres hambrientos.
-         Creo que es inevitable, contesté.
-         Yo ahora sólo leo los prospectos de los fármacos de mi tratamiento. Y aún así puedo asegurar que mi escritura ha adquirido una dependencia de carácter informativo.
  Sentí tanta extrañeza cuando este hombre me habló de repente de literatura que por un momento pensé que era un agente literario dedicado en cuerpo y alma a captar escritores taciturnos y mediocres como yo. Un demonio de los que aparecen en los malos días de tu vida para joderte vivo con tus propias miserias y vanidades. Un tipo desalmado que intentaría usar tu orgullo y embaucarte con algún proyecto editorial en el que te quemarías rápido como una pequeña vela de cumpleaños en presentaciones en clubes de lecturas y entrevistas en radios y televisiones locales. Hacía mucho tiempo que yo había decidido no hacer el menor ruido con mi escritura en esa tierra inhóspita en la que muchos escritores, críticos, intelectuales y periodistas denuncian que “ahora todo el mundo escribe”, que “todo el mundo es escritor”. ¿Lo había decidido por prejuicio, por pereza, por cobardía?
-         ¿Por qué me hace usted esta pregunta?
-         Bueno, espero que no le haya molestado mi curiosidad. No es nada extraordinario que dos personas entablen conversación sobre actividades que tienen en común. Supongo que usted sabrá que todos los residentes de nuestra urbanización son escritores obstinados y desconocidos. Hasta los ocupas que se han instalado en los últimos números sin electricidad ni agua corriente de la calle oeste lo son.
-         No. No sabía nada sobre eso.
-         Me lo temía. Tómese nuestro encuentro y esta conversación como un suceso inevitable que debía llegar y que condicionará para bien o para mal el resto de sus días. Es conveniente para su futuro que sepa que usted vivirá en nuestra urbanización hasta que encuentre la muerte o ésta le encuentre a usted.
   Debo decir en esta narración que la decisión de frenar bruscamente e invitar a aquel hombre a que se bajase del coche no fue producto del miedo, cosa que un par de horas más tarde si me invadió. Fue una respuesta contundente, una actitud más dentro del marco del rechazo y el hastío en el cual yo vivía por entonces ante las adversidades ordinarias que pueden presentársele a diario a alguien que sufre de misantropía intermitente.
-         ¡Baje inmediatamente del coche, por favor!
-         Por supuesto. Es lo normal en estos casos. No se preocupe por nosotros. Continuaremos siendo amigos, quiero decir, sentirá una íntima enemistad hacía mí que nos enriquecerá y ayudará en nuestros trabajos. Que tenga una buena tarde.
 Tomé la última curva de la carretera antes de incorporarme a la autopista y pude ver por el espejo retrovisor que el hombre conservaba la pose esculpida de quien se despide largamente. Desapareció al instante, como por un mecanismo de teleportación accionado desde mi mente, cuando me pregunté qué edad podría tener aquel hombre.
   No resultó demasiado difícil encontrar un aparcamiento en el área hospitalaria. Una de las peores cosas que suceden en nuestra Sociedad del Bienestar, en la que la pérdida de algún derecho lo entendemos como un acto del circunstancial y pasajero mal humor de los dioses que fabrican el dinero, es la incruenta tarea de buscar un maldito aparcamiento. Esto, sobre todo cuando estás en plena convalecencia de la enfermedad, se entiende como un mayor oprobio que cualquier medida lacerante e indigna para nuestro futuro social. He visto a gente blasfemar con furia después de tener que  aparcar a varias manzanas de distancia del hospital. Recuerdo como una afrenta incalificable los minutos en los que estuve dando vueltas y vueltas buscando un aparcamiento alrededor del hospital después de dejar a mi ex mujer en el área de urgencias a pocos minutos del parto de nuestro primer hijo. Como siempre ocurre, el presente es lo más amable y abominable que nos pueda afectar hasta niveles insospechados. El futuro y el pasado son submundos que simplemente oscurecen los perfiles de nuestros deseos y obsesiones. Una previsible bajada de sueldo, por ejemplo, es un posible accidente que tememos y sobre el que no actuamos porque que aún no ha trascendido, sin embargo, cuando lo hace nos consolamos pensado que hemos conocido momentos peores, y  que a pesar de todo hemos salido adelante.
   En la sala de espera de urología 1 y 2 nos encontramos tres hombres de edades comprendidas entre los cuarenta y cincuenta  años. Nos saludamos como autómatas al mismo tiempo que mirábamos nuestras tarjetas de citación y nuestros relojes. A los pocos minutos, en un silencio sólo roto en la lejanía por los motores de los ascensores, tuve la certeza de que cada individuo esperaba, hurgando con  ágiles movimientos cortos y rápidos de las falanginas de los pulgares e índices sobre las pantallas de nuestros smartfhones, un diagnóstico y tratamiento adecuado para una larga vida. Cuando me dirigía con pasos firmes tras oír mi nombre hacia la consulta sentí como los dos hombres se caían en un vacío y me deseaban lo mejor para mí y mi familia. El especialista me señaló una silla y me senté a poco más de un metro de distancia entre los dos, la medida de una funcional y ridícula mesa. En sus ojos pude ver a mis dos hijos sonriendo plácidamente.
-         Le voy a dar el alta. Todo es correcto. El caudal de su orina es bajo pero no preocupante.  A usted le convendría hacer deporte. ¿De acuerdo?
-         Bueno yo….
 Me hizo una señal con su mano izquierda y comenzó a escribir muy tranquilo, más despacio de lo que he visto en la mayoría de los médicos. Pensé que por su edad y sosiego estaría muy próximo a su jubilación. Pronunció el nombre de la enfermera asistente y le demandó unos documentos.
-         Muéstrele esto a su médico de cabecera. Es un PSA rutinario.
-        
-         Es para disipar la menor duda de que puedan existir indicios tumorales.
 Me incorporé y sentí un fuerte deseo de estrecharle la mano, pero me reprimí cuando advertí que este hombre debía soportar bastantes veces al día este tipo de contactos tan poco convenientes para un trabajo en el que debe primar ante todo la reflexión, la observación y el análisis. Una conclusión tan absurda como determinar que por allí  revoloteó  la muerte y  que  apareció posándose en el alféizar de la ventana de la consulta con el aspecto de un enorme gorrión.
Apenas había transcurrido una hora desde que dejé el coche en el aparcamiento. Llegué a éste con una prisa infundada. Determiné de inmediato que el deporte era la causa por la que sin pensarlo yo caminaba últimamente más rápido que antes de practicarlo. Pensé que en mi vida siempre que caminaba pensaba, y que ahora, los efectos de imprimir mayor velocidad a mis pasos procurarían soluciones también más rápidas a mis pensamientos. De cualquier manera la explicación a mi presteza podía hallarse en la imagen de mi coche abandonado en un extremo del aparcamiento, como único superviviente de docenas que poco antes poblaron el lugar tal vez sin ninguna premura.
   Tenía planeado para ese día, después de abandonar el hospital, comprar un nuevo ordenador portátil más potente para acabar esta narración. En aquellos días el Word se quedaba bloqueado y el aparato en el que continúo escribiendo ya me lo habían reseteado varias veces. Una vez que arranqué el motor cambié de opinión. Pensé que lo mejor para este relato era que lo acabase en el mismo aparato donde lo inicié. Tendría un poco más de paciencia en la agonía de este obsoleto pc. Otra pantalla con una luz distinta, un teclado nuevo con amortiguaciones en sus botones con sonidos diferentes y una carcasa inmaculada podrían producir un efecto negativo para el final de esta historia. No sé, tal vez sean simples manías, pero creo que toda historia que  comienza jamás debe ser interferida por decisiones o elementos ajenos y evitables. Supongo que para compensar disertación tan abstracta se me ocurrió la idea proba y feliz de que por un poco más de dinero podría regalarle a cada uno de mis hijos un buen ordenador  por navidad. Al fin y al cabo si yo había sido capaz de resetear mi vida podría continuar haciéndolo con mi pc cuantas veces fuera necesario. Para acabar una historia como esta en un lugar como aquél todo lo que poseía y pensaba era más que suficiente. “La mayoría de las veces la dignidad es enemiga del deseo”, me dije. Y con la visión de un sol demasiado luminoso acercándose a las azoteas del hospital concluí que esta historia podría ser suspendida durante el tiempo de mi reseteo en el que, no obstante, podrían nacer otras nuevas e incluso quién sabe si no más interesantes.
   Desde la carretera de servicio que desembocaba en la autopista y que conducía a un polígono industrial hasta la urbanización – ahora parador de escritores, pensé ofuscado-, distaba poco más de un quilómetro. Una pequeña colina ocultaba las tres calles de adosados. Esto fue suficiente para que la empresa promotora eligiera tal ubicación como “Un lugar de retiro y descanso a un paso de la ciudad”; así, con este lema publicitario intentaron vender en pleno boom inmobiliario a precio de oro unas humildes casas que en otro lugar no demasiado lejos en la historia de nuestro país, habrían resultado más que apropiadas para obreros o colonos. Según parece, la promoción se demoró a causa de una mala estrategia con la mano de obra y la demanda de materiales. Entonces la oferta inmobiliaria en el área metropolitana se abrió tanto, que a pesar de la sed inversora, todas las prisas resultaron pocas. La multinacional confió en los compradores extranjeros y al final todo fue un desastre. Tan sólo consiguieron vender una docena de cien ya acabadas. Inmediatamente después estalló la crisis mundial y la burbuja inmobiliaria.
 Atravesaba el cordón umbilical y ya no me pareció tanto un conducto hacia el otro lado de la vida. La posibilidad de encontrarme con el hombre que nos había adjetivado de “enemigos íntimos” y de enfrentarme a otra extraña conversación convirtió el lazo en cíngulo. Experimenté el estrecho asfalto que serpenteaba y que se agarraba a la suave colina del mismo modo que el sacerdote se cuela el alba y hace el nudo sobre su abdomen. Noté cómo mi vientre se resistía a una presión exterior con las mismas consecuencias que la archiconocida interior: unas repentinas e insoportables ganas  de orinar. Frené sin pesarlo y oriné sobre la línea discontinua, como no podía ser de otro modo, lenta y débilmente. Una vez tranquilo tras la ridícula urgencia y su señal en la pintura blanca miré intentando ver el final del camino y tuve la certeza de que el Word no se bloquearía y de que podría  alcanzar el final de la narración antes de que mi “enemigo íntimo” me hiciese una visita de cortesía, y quien sabe si también algún que otro escritor o escritora residente obsesionados con los títulos, la naturaleza, los finales o el significado de sus escritos. Supuse que un lugar exclusivo para escribir tendría sus protocolos, aunque estos, si existían, estaban ocultos para mí o como mínimo debía aprender a localizarlos o aprenderlos. Cuando llegué a la urbanización estaba completamente desierta, irradiaba una desolación aún mayor si cabe que dos horas antes. Las casas  daban la sensación de querer expulsar a la calle sus fríos vacíos, sus tiempos confinados de limitación humana como si de muebles viejos y apolillados se trataran. Incluso en los adosados que yo presumía que estaban habitados no se veía el menor indicio de vida. Observé con detenimiento desde el coche que todas sus persianas se encontraban bajadas y que  ninguna de las terrazas mostraba arbusto, arriate con malas hierbas o maceta alguna. El único hogar con contenido, por llamarlo de alguna manera, era mi casa articulada en el realismo coherente del conjunto de una cama y ropero empotrado siempre abierto a modo de agujero donde la estética de las ropas se ahogaba en los grises y negros, una ducha con un solo frasco de gel, un frigorífico a todas horas medio lleno, una lavadora, una vitrocerámica, media docena de cubiertos, platos y vasos, una copa de balón para el coñac, ninguna botella de coñac, un sofá repleto de cojines que anulaba casi siempre a la cama, un pequeño televisor, una silla regulable con ruedas y tejido anti-estrés y una enorme mesa con cientos de libros apilados en sus bordes; mi pc portátil, situado en el centro de ésta, tal vez fuese el punto áureo de la superficie del adosado.  Antes de entrar en este conjunto de artefactos y cosas enchufé la manguera y regué el pequeño olivo que mi ex mujer me mandó una vez que supo con certeza que ella obtendría la custodia de nuestros hijos. Como de costumbre rocié las hojas del árbol para recordar el placer que me proporcionaba de niño el estremecimiento de las plantas y su comunicado agradeciéndomelo cuando mi madre me ordenaba regar nuestro jardín. Después miré a un lado y a otro de la calle. Se oían golpes de machota, martillo y cincel que parecían provenir de las casas de los escritores ocupas en la calle este. Nadie me observaba. Suspiré largamente y me tranquilicé.
   Entré y solté con desdén mi cazadora de polipiel y las llaves cayeron al suelo imitando un  golpe orquestal  que describió perfectamente las últimas dos desconcertantes horas de la vida de alguien que quiere o debe escribir. Por un instante pensé que mi búsqueda de argumentos para mi escritura terminaría por volverme completamente loco. Pero al mismo tiempo  justifiqué el riesgo de la vesania apoyándome en la única idea que me ha mantenido en pie desde el día que comprendí que para escapar del penal de mi pensamiento debía escribir compulsivamente, ya fuese como un estúpido o como un enfermo. Encendí la calefacción y esta vez tomé la opción de calentar toda la casa. Deseé que en cada una de las habitaciones estuviesen esperándome ávidas de sexo por orden de prioridad las mujeres de las que más me había  enamorado y no pude concretar el número de habitaciones ni de jadeos y olores. Sabía que en esta lista se encontraba mi ex mujer, pero tampoco supe determinar la preferencia por las sustancias de su cuerpo. Encendí el portátil y el sotto voce de su motor me sumió en una profunda soledad. Recordé que hacía demasiado tiempo que no me enamoraba. Barrunté, con el mismo pánico que se adhiere a la piel inmediatamente después de un terremoto, que ya no amaba a la vida, y que el consuelo que recibía al pensar en mis hijos no era producto de mi amor hacia ellos, sino una superlativa lástima hacia mí mismo. Una voluntad irrefrenable que sentí como una descarga eléctrica en el interior de mi vientre me llevó hasta la cocina y de allí volví con un cuchillo. En el mismo acto inconsciente llamaron a la puerta. No puedo asegurarles a quienes lean esto si en ese momento me encontraba escribiendo estas líneas pero tuve la certeza de que se acercaba el final.  El Word de infinitas páginas en blanco funcionaba. El miedo era tal que sentía los dedos de mis pies como tornillos sueltos. Abrí la puerta y apareció aquel hombre, mi enemigo. Determiné que no podía ser otro. Sus manos manchadas de rojo jugaban con un cuchillo exactamente igual al que yo tenía en mi mano izquierda. Me pareció mucho más viejo que dos horas antes. Llevaba el rostro tapado hasta los ojos por unas bragas y un gorro de la lana colado hasta las orejas no dejaba ver el color de su pelo. Su cuerpo encorvado y oculto tras un anorak que le llegaba hasta las rodillas parecía temblar con la misma intensidad que el mío. Afuera, en la penumbra impregnada por un intenso púrpura, se oía un cuchicheo de voces infantiles, supongo que de almas iniciadas que conocían el final de esta historia y que debían ser testigos protocolarios del final de la misma. El hombre cruzó el umbral y cerró la puerta tras de sí. Antes de que hiciese ningún otro movimiento le clavé mi cuchillo con todas mis fuerzas en el corazón y lo revolví una y otra vez allí dentro al mismo tiempo que le exigía desesperadamente una explicación.
-         Todo está en el Word, pudo decir instantes antes de morir.


   

lunes, 16 de diciembre de 2013

NO MOLESTEN






Quieren poner orden. Sobre todo en nuestros modales. Debemos ser buenos, educados, empollones con los contenidos oficiales y que ayudemos dejando hacer. De cualquiera de las maneras era lo que buscábamos. A partir de ahora sólo podrán ser valientes los insolventes. Pero después de haber crecido como ricos y elegantes ángeles ¿Quién quiere ser insolvente?

Es de muy mal gusto y ofensivo ir por ahí censurando públicamente las decisiones de nuestros gobernantes. No debes hacer fotos a las vías públicas agujereadas por el abandono, o por como dicen aquí en Trigueros (Huelva) quienes lo gobiernan, ahora IU, “porque no hay dinero” y colgarlas en el Facebook; debes ir al ayuntamiento y cumplimentar un modelo en el que supliques tus derechos. Así es mucho más cívico y honorable para con tus representantes. No debes interrumpir las sesiones parlamentarias de tus gobernantes para desvelar verdades como puños, si lo haces la policía te llevará en volandas y los silenciados dirán de ti que algo mal habrás hecho. No importa que seas de derechas o de izquierdas. Lo que se te pide a partir de ahora es que soportes todo el tiempo hasta que llegue tu turno con la meada y la cagada hasta las orejas.  Ni los libertarios toleraran un mal gesto. Ni Dios perdonará tus pecados. Inauguramos una nueva era, la del imperio de la buena educación. Emperador Silencio I.