martes, 28 de octubre de 2014

MI MADRE







En cuanto despuntó el frío se cambió a la habitación pequeña.
     Allí está todo mejor protegido. Los objetos pueden mostrarse desnudos al abrigo de este lugar e incluso menos indefensos ante las turbulencias del pasado. Mientras que en el salón, las visitas dan una sensación de mayor velocidad en el espacio y el tiempo, y restan protagonismo a la fluidez de la materia sólida. Siempre que llega alguien hasta el centro del salón parece que viene de un hacer un largo peregrinaje.
    Esto no lo dice ella, lo pienso yo. Como siempre, contra la obviedad, siempre termino fabricando una realidad parcial y hasta caprichosa.  Aunque, la verdad, tal juicio no andaba muy mal encaminado si se tiene en cuenta que la mujer no quiere salir a la calle porque “se cansa mucho hablando con la gente”. Ante argumentos de este tipo, tan complejos, yo siempre le proponía, porque ahora ya no le sugiero nada, ahora me limito a escucharla, que asintiera y que contestara a la humanidad que “Bien, ¿y usted?”. Ella me contrariaba y contestaba que hasta eso le cansaba.
    Es tan evidente que en el salón, donde estuvo todo el verano, mi madre pasaría mucho más frío que en la habitación, que cualquiera  le habría propuesto la mudanza. Además, teniendo en cuenta que su única actividad consiste en ver la televisión, lo mejor es una acústica seca, con menor reverberación que en el salón. Desde este punto los sonidos de la televisión llegan hasta los rincones más ocultos de la casa. Hasta la azotea alcanzaban cuando todavía no había un lugar en el mundo para mí que no fuese en compañía de mi madre. Muchas veces me digo que antes de mi último verano iré allí a tomarme un gin tonic y ver las estrellas. Eso sí, con el televisor en ON. No me imagino allí arriba sin esas voces y esas músicas de mi madre. Toda la casa es mi madre. Porque siempre está la televisión viva o porque vive mi madre. Si alguna vez mi madre me abandona tendré el consuelo de poder reunirme con ella cada vez que quiera. Será tan sencillo como encender un televisor y cerrar los ojos. Creo que no me resultará demasiado difícil imaginar que estoy en el salón o en la habitación seca.
   Mi madre lleva todo el tiempo de mi vida en emisión abierta. Así que me llega al alma la certeza de que nunca estaré solo. Siempre estará mi madre en el silencio cribado de las imágenes y los sonidos. Un silencio que mi madre y yo hemos podido oír a lo largo de estos años como postura tras el pacto sin condiciones de la irrupción de las trescientas sesenta y cinco líneas y la chanza digital en nuestro hogar.
No lo dice ella, pero creo que si le propusiera vaciar la habitación seca de todo elemento que no sirva para ver la televisión estaría encantada. La colección de rosarios expuesta en la vitrina, el mueble  de los libros y hasta las cortinas y la puerta que dan al balcón son prescindibles en la visión del abismo del siglo XX. Sí, con la mudanza a la habitación me he dado cuenta de lo mucho que quiero a mi madre. 


miércoles, 1 de octubre de 2014

EL GRAN PEROL







    Cocinar unas migas es hacer duelo. Es el velatorio de un muerto. El cadáver es el de un hombre que tuvo que ganarse  el pan con el sudor de su frente.
    Aunque compres el pan precocinado tirado de precio en los establecimientos chinos o en el lugar que sea con la peor harina del mundo, te vale para picarlo, sazonarlo y humedecerlo durante una hora, y después removerlo durante el mismo tiempo hasta adquirir el punto exacto en el que el alimento se confunde con la tierra y con el abono que nos proporciona la descomposición de los seres vivos. Ya casi nadie emplea su tiempo en hacer unas migas. Todo el mundo rechaza ensimismarse con los pensamientos más recónditos y extraños de su pasado con la espumadera en una mano y con la otra agarrando el asa del gran perol, el perol de los oprimidos, de los desgraciados, de los bienaventurados que saben saborear los alimentos humildes que les proporcionan una mínima esperanza para mantenerse erguidos hasta el par de hostias siguientes.
  Pero yo sí. Es de las pocas cosas que sé hacer bien, muy bien. Me salen de puta madre.  Quienes prueban mis migas caen rendidos a mis pies y me preguntan dónde está el secreto. La evidencia os dirá  que jamás revelaré el secreto. Yo dispongo el tiempo en esto. De pie. Dos horas como un buen soldado.
  Le hablo al muerto. Le pregunto por el óbito. Qué ocurrió exactamente para alcanzar la paz eterna, para comenzar a vivir fuera de la materia y engañar al enemigo.
   El aceite y las cabezas de ajo necesarias son otra cosa. Sobre todo el aceite. Debe ser de oliva, extra y virgen. Tienes que buscarte la vida como sea, pues no nos sirven los de la marca Mercadona o Carrefour. Para qué hablar si lo que tienes es de girasol. La diosa Atenea, quien regaló el olivo a los atenienses, te mataría en vida. Ni lo intentes. Te va a salir una mierda tan grande que terminarás vomitando en el gran perol. Debes ir a la mejor almazara y abrir tus fosas nasales hasta drogarte. Los tíos que bien se precien deben ungirse la entrepierna con el mejor aceite, para curar las escoceduras y madurar en el amor y en las ideas. Del mismo modo que se ungen una por una las brevas en las higueras  para que el año de dos cosechas.

  Sólo diré que para cocinar las mejores migas necesitarás mucha paciencia y procurar pensar exclusivamente en ellas. Todo lo demás es ósmosis, endósmosis y exósmosis. Ya he cocinado un sinfín de cadáveres, tantos que mis hijos en la primera cucharada ya saben si el santo paria murió en el frente manteniendo a raya a tíos y tías presumidas y listas o en la retaguardia cuidando a niños y ancianos. La nueva casta intocable que quiere acabar con los privilegios de la actual debe probar mis migas antes de que sea demasiado tarde. Deben saber cuanto antes que al pan hay que echarle mucha imaginación y pasión.