domingo, 12 de abril de 2020

ANUBIS Y CENTAUROS (ZOOS XVIII)








  ¿De quién sería aquella tierra? Espero no tener la mala suerte de que sea propiedad pública, se dijo mirando con meticulosidad y sigilo el enterramiento por el que ya empezaba a asomar las primeras hojillas verdes. Sus cálculos le decían que debía esperar al menos dos años antes de desenterrar los restos para tener la total certeza de que el cadáver no olería. Debía hacer un trabajo casi profesional hasta deshacerse por completo del cuerpo. Sabía que lo lograría pero no sin desvelos y con excesos de energía. Era necesario controlar el número de visitas al enterramiento. En ningún momento debía mostrar el celo enfermizo del autor por su obra, así como tampoco confiar demasiado en la infalibilidad de sus procedimientos. Tenía la sensación de que últimamente había caminado hacia la puesta de sol más de lo recomendable.  Recuperó al respecto una frase perdida en su mente desde hacía bastante tiempo. “El verdadero artista debe ocultar sus obras avergonzado igual que un dios que juega a ser hombre”. Quizá sus lecturas juveniles y atropelladas sobre Nietzsche fueran la fuente de esta información. En tal sentido estricto él había tenido que matar a Mor. La idea de dejarlo en el lugar como un animal moribundo le pareció de muy mal gusto, y auxiliarlo en aquel estado, con más de medio cerebro salpicado entre las manzanillas bastardas, suponía una inutilidad tan grande como que él descartara su condición de autoridad de agente de la justicia en aquellas circunstancias a orillas entre la piedad divina y el irracional e incuestionable “sentido común”. Más tarde, a los tres años, la exhumación le pareció bastante más comprometida de lo que creyó en un principio. Pero ya el mismo momento de la inhumación,  por culpa de una inoportuna batida de galgeros que pasó al amanecer a menos de cien metros del berrueco en dirección sureste,  tuvo que  ocultar el cadáver en el maletero del Land Rover y atravesar el pueblo hasta llegar a los corrales de su casa. En cuanto desapareció la extraña procesión de Anubis y Centauros (parecían al alba seres enviados para testificar ante una autoridad periodística, o cuando menos amanuense) tras la prominencia de una parcela en barbecho, montaron el puesto para batir, como es costumbre hasta el mediodía, varios kilómetros cuadrados. Tenía conocimiento por algunas denuncias en el cuartelillo de la policía de que estas prácticas no respetaban parcelas abonadas e incluso sembradas. Siempre lo ha pensado, lo ha intentado digerir como tóxico alimento mental en su aparato digestivo, para nutrirse de las sustancias culturales más importantes para comprender y respetar esas costumbres que lleva a la población a dividirse y comportarse como grupos gremiales y en algunos casos tribales, a llevar a cabo actividades que suponen un esfuerzo de voluntad física, y a veces también económica, en la proyección de una vocación en la fe más extremista en los significados de iconos atávicos. De partida toda la población comprendida aproximadamente entre los 12 y 80 años viven bajo el mismo sol informativo. El subconsciente de estos individuos está iluminado por las mismas intensidades variables de sublimidad publicitaria. Lo que pinchan en Google, ven en los principales canales abiertos de televisión u oyen en las emisoras de música industrial, se fundamenta en el argumento oficial y no menos imaginario de la gran computadora de la evidencia liberal. La carga moral de una noticia va dirigida en la misma proporción emocional tanto a un indigente como a un acaudalado ciudadano que invierte grandes fortunas en bolsa. Productos de consumo como Coca Cola o desodorantes inspirados en sutiles aromas que rememoran en el subconsciente colectivo situaciones netamente sexuales están diseñados para estimular el deseo de todos los bolsillos. Incluso chucherías como una visita a la Nasa o al peor de los planetarios o telescopios se vende con el mismo presumible resultado de satisfacción para todos los cerebros, más o menos curtidos. La alineación en los gustos y preferencias consiste en un fenómeno que concluye en un epílogo caótico e incomprensible, pero de origen antidiluviano. Nadie, ni siquiera ese escaso centenar de pueblos aborígenes que se halla prácticamente sin contacto con la civilización, debe quedarse en tierra de nadie. Todo debe tener un nombre y por virtud la titularidad o, en el caso imposible, la participación bajo el dominio de una propiedad. Si alguna cosa no pudiese viajar en este Arca de la que sus ocupantes tuviesen conocimiento, tendrían que asumir el riesgo ante la duda de que un olvido fuera del tiempo podría sobredimensionarse y repercutir más tarde en la dificultad de resolución de algún misterio. Un diluvio que deberíamos llamar justamente todo lo contrario, un descampado en el que todo debe ser identificado, algo así como una tabula rasa apocalíptica en la que todo sería triturado por una batidora capaz de hacernos sustancia. Jugo de masas cerebrales para fertilizar la materia más oscura y convertirla en terreno expropiable.
   Este deseo irrefrenable de alimentar el propio deseo como un fin único e ineludible es común, pero parece que compatible con conductas contrarias a las del movimiento (el narrador por un instante ha cedido a la tentación de creer que todo lo que se ha escrito hasta este punto está solo en el interior de su cabeza, pero es evidente que se equivoca, recordemos las referencias en este texto sobre la realidad del camino de Santiago). Esto es, la cinética basada en las peregrinaciones de fe o en las versiones de vida que asimilan el deporte. Es un lastre de la artesanía en la empatía hacia  la sangre y al sufrimiento de nuestros ancestros ante el miedo a Dios y al diablo. Es una necesidad inexplicable de reconocer la heroicidad en los espantosos partos, las enfermedades y las cacerías contra las bestias para garantizar a duras penas la supervivencia. Ese viaje por tierras yermas portando la carne podrida en las extremidades. La imaginaria tumefacción que se produce  en todo el cuerpo poco antes de saber que el lugar que buscas no existe, y el inminente reventón de la carne que decorará  todo el inútil paisaje como único alimento para tu descendencia. Esa que viaja contigo porque hasta hace unos instantes continuabas creyendo que tú eras El Salvador. Tus hijos comerán tu carne impregnada  de pus, mezclada con la tierra estéril y los excrementos y pelos de las alimañas ocultas en el fin de tu trayecto.  La alegoría de Chronos devorando a sus hijos es en realidad para el autor de este texto una propuesta vanguardista del pintor Goya contra el muro de la intrahistoria, más tarde descubierta y denunciada por Miguel de Unamuno o por la americanista María D. Pérez Murillo. Pensamos que el tiempo lo devora todo a su paso. Creemos que miles de generaciones ya ilocalizables en esa historia del no lugar y del no tiempo, con sus tradiciones y costumbres, han sido aniquiladas por la toxicidad de las Historias oficiales. No es cierto del todo. Con estas actividades gremiales y tribales descritas, los hijos, del mismo modo que las partículas elementales reaccionan con sus antipartículas y ambas desaparecen. Se convierten en una radiación que vigoriza el instinto de la reproducción. Chronos se come a sus hijos como medida preventiva para preservar las claves del misterio de su existencia y estos lo condenan al miedo eterno. Así todo, lo orgánico e inorgánico, se neutraliza. La carne y la tierra reaccionan en el encuentro y se buscan en la trayectoria copulativa de la física, igual que la realidad al mismo tiempo estática y veloz de la paradoja de la flecha lanzada, narrada por el filósofo de la antigüedad griega, Zenón de Elea. Claro que la intención didáctica en este nivel elocubrativo (palabra no reconocida por la fértil vaca de la RAE que ha alimentado, y que continua haciéndolo, a una ingente lista de académicos y desde hace un revelador tiempo aquí, académicas también, pero que el narrador, encantado por otra parte por la invención de palabras que nadie entiende, ha decidido utilizar, además de la indiferencia y a veces por el desprecio que siente hacia las clases cómodamente establecidas en los foros y plataformas patrocinados por el régimen constitucional del 78, como no por la falta de sentido desde su fonética hasta su conceptualismo) es vana para la intervención de los protagonistas. Los galgueros son individuos que, según las conversaciones que ha mantenido con ellos, solo buscan la repetición infinita de la belleza subliminal de los galgos en la carrera tras las liebres. Sin embargo, él sabe que no pueden negar que existen otras razones para ellos casi iguales de importantes para que esta actividad se desarrolle. Abandonan muy temprano a sus cónyuges-mujeres y los más jóvenes, a sus progenitores, en el profundo sueño de la noche cerrada, con la certeza de que son felizmente ajenos a los atractivos avatares que se sucederán en la rica intrahistoria sin posibilidad de registrarlos en ningún lugar y poder corroborar que gracias al mantenimiento de estas habituales y obtusas prácticas tribales, la Historia Oficial podrá ser narrada por historiadores contratados y por lectores y oyentes versados en lo que ellos piensan que es sin más la Transversal Inopia. Tal intrahistoria se la pierden estos cónyuges-mujeres y estos progenitores perdidos en otro lugar, para que el lector de este texto pueda entenderlo, en una de las miles de realidades paralelas que tienen efecto en dicha Inopia. Sus emociones y sentimientos escapan del control de la publicación de la “la opinión pública”. A estos sujetos les resulta indiferente calzar zapatos,  vestir ropas pasados de moda o ajenas a cánones estéticos reconocidos, leer textos dirigidos a grandes masas de millones de posibles lectores, ver películas concebidas para dejar al espectador estupefacto, con cara de un chihuahua en un primer plano de un GIF gracias a las últimas tecnologías en efectos especiales, comprender, a pesar de la participación en distintas redes sociales, que las noticias de los telediarios y la prensa digital, se enuncian según los intereses económicos de los emisores. Hasta les resulta indiferente, desde un punto de vista funcional, si sus modos de vida pueden verse afectados por el efecto de ese término de la “globalización” que ya han oído hasta la saciedad y que para ellos no es mayor enemigo que el concepto genérico de la muerte. A fin de cuentas piensan que a pesar de la globalización o la muerte como metas inevitables, deben vivir intensamente sus experiencias intrahistóricas. Están obligados como por una orden atávica a vivir ignorados con el consuelo de saber que una vez muertos, nada de lo que suceda en este mundo podrá perturbarles. Él conoce muy bien cómo piensan y qué desean. Él cree saber demasiadas cosas que en el fondo no le interesan. Pero tan solo es eso, que cree saberlas. Porque lo que de verdad le interesa le está vedado conocer. Estos detalles sobre el comportamiento humano inmanentes a la postmodernidad de manual son la molesta cacharrería que uno debe soportar en un ámbito doméstico para compartir con los demás y que él debe disimular si quiere continuar controlando las emociones y los sentimientos de este colectivo al que nunca ha mencionado públicamente como lo que siente, como una  turba llena de privilegios.