¿De quién
sería aquella tierra? Espero no tener la mala suerte de que sea propiedad
pública, se dijo mirando con meticulosidad y sigilo el enterramiento por el que
ya empezaba a asomar las primeras hojillas verdes. Sus cálculos le decían que
debía esperar al menos dos años antes de desenterrar los restos para tener la
total certeza de que el cadáver no olería. Debía hacer un trabajo casi
profesional hasta deshacerse por completo del cuerpo. Sabía que lo lograría
pero no sin desvelos y con excesos de energía. Era necesario controlar el
número de visitas al enterramiento. En ningún momento debía mostrar el celo
enfermizo del autor por su obra, así como tampoco confiar demasiado en la
infalibilidad de sus procedimientos. Tenía la sensación de que últimamente
había caminado hacia la puesta de sol más de lo recomendable. Recuperó al respecto una frase perdida en su
mente desde hacía bastante tiempo. “El verdadero artista debe ocultar sus obras
avergonzado igual que un dios que juega a ser hombre”. Quizá sus lecturas
juveniles y atropelladas sobre Nietzsche fueran la fuente de esta información.
En tal sentido estricto él había tenido que matar a Mor. La idea de dejarlo en
el lugar como un animal moribundo le pareció de muy mal gusto, y auxiliarlo en
aquel estado, con más de medio cerebro salpicado entre las manzanillas
bastardas, suponía una inutilidad tan grande como que él descartara su
condición de autoridad de agente de la justicia en aquellas circunstancias a
orillas entre la piedad divina y el irracional e incuestionable “sentido
común”. Más tarde, a los tres años, la exhumación le pareció bastante más
comprometida de lo que creyó en un principio. Pero ya el mismo momento de la
inhumación, por culpa de una inoportuna
batida de galgeros que pasó al amanecer a menos de cien metros del berrueco en
dirección sureste, tuvo que ocultar el cadáver en el maletero del Land
Rover y atravesar el pueblo hasta llegar a los corrales de su casa. En cuanto
desapareció la extraña procesión de Anubis y Centauros (parecían al alba seres
enviados para testificar ante una autoridad periodística, o cuando menos
amanuense) tras la prominencia de una parcela en barbecho, montaron el puesto
para batir, como es costumbre hasta el mediodía, varios kilómetros cuadrados.
Tenía conocimiento por algunas denuncias en el cuartelillo de la policía de que
estas prácticas no respetaban parcelas abonadas e incluso sembradas. Siempre lo
ha pensado, lo ha intentado digerir como tóxico alimento mental en su aparato
digestivo, para nutrirse de las sustancias culturales más importantes para
comprender y respetar esas costumbres que lleva a la población a dividirse y
comportarse como grupos gremiales y en algunos casos tribales, a llevar a cabo
actividades que suponen un esfuerzo de voluntad física, y a veces también
económica, en la proyección de una vocación en la fe más extremista en los
significados de iconos atávicos. De partida toda la población comprendida
aproximadamente entre los 12 y 80 años viven bajo el mismo sol informativo. El
subconsciente de estos individuos está iluminado por las mismas intensidades
variables de sublimidad publicitaria. Lo que pinchan en Google, ven en los
principales canales abiertos de televisión u oyen en las emisoras de música
industrial, se fundamenta en el argumento oficial y no menos imaginario de la
gran computadora de la evidencia liberal. La carga moral de una noticia va
dirigida en la misma proporción emocional tanto a un indigente como a un
acaudalado ciudadano que invierte grandes fortunas en bolsa. Productos de
consumo como Coca Cola o desodorantes inspirados en sutiles aromas que
rememoran en el subconsciente colectivo situaciones netamente sexuales están
diseñados para estimular el deseo de todos los bolsillos. Incluso chucherías
como una visita a la Nasa o al peor de los planetarios o telescopios se vende
con el mismo presumible resultado de satisfacción para todos los cerebros, más
o menos curtidos. La alineación en los gustos y preferencias consiste en un
fenómeno que concluye en un epílogo caótico e incomprensible, pero de origen
antidiluviano. Nadie, ni siquiera ese escaso centenar de pueblos aborígenes que
se halla prácticamente sin contacto con la civilización, debe quedarse en
tierra de nadie. Todo debe tener un nombre y por virtud la titularidad o, en el
caso imposible, la participación bajo el dominio de una propiedad. Si alguna
cosa no pudiese viajar en este Arca de la que sus ocupantes tuviesen
conocimiento, tendrían que asumir el riesgo ante la duda de que un olvido fuera
del tiempo podría sobredimensionarse y repercutir más tarde en la dificultad de
resolución de algún misterio. Un diluvio que deberíamos llamar justamente todo
lo contrario, un descampado en el que todo debe ser identificado, algo así como
una tabula rasa apocalíptica en la que todo sería triturado por una batidora
capaz de hacernos sustancia. Jugo de masas cerebrales para fertilizar la
materia más oscura y convertirla en terreno expropiable.
Este deseo
irrefrenable de alimentar el propio deseo como un fin único e ineludible es
común, pero parece que compatible con conductas contrarias a las del movimiento
(el narrador por un instante ha cedido a la tentación de creer que todo lo que
se ha escrito hasta este punto está solo en el interior de su cabeza, pero es
evidente que se equivoca, recordemos las referencias en este texto sobre la
realidad del camino de Santiago). Esto es, la cinética basada en las
peregrinaciones de fe o en las versiones de vida que asimilan el deporte. Es un
lastre de la artesanía en la empatía hacia la sangre y al sufrimiento de nuestros
ancestros ante el miedo a Dios y al diablo. Es una necesidad inexplicable de
reconocer la heroicidad en los espantosos partos, las enfermedades y las
cacerías contra las bestias para garantizar a duras penas la supervivencia. Ese
viaje por tierras yermas portando la carne podrida en las extremidades. La
imaginaria tumefacción que se produce en
todo el cuerpo poco antes de saber que el lugar que buscas no existe, y el
inminente reventón de la carne que decorará todo el inútil paisaje como único alimento
para tu descendencia. Esa que viaja contigo porque hasta hace unos instantes
continuabas creyendo que tú eras El Salvador. Tus hijos comerán tu carne
impregnada de pus, mezclada con la
tierra estéril y los excrementos y pelos de las alimañas ocultas en el fin de
tu trayecto. La alegoría de Chronos
devorando a sus hijos es en realidad para el autor de este texto una propuesta
vanguardista del pintor Goya contra el muro de la intrahistoria, más tarde
descubierta y denunciada por Miguel de Unamuno o por la americanista María D.
Pérez Murillo. Pensamos que el tiempo lo devora todo a su paso. Creemos que
miles de generaciones ya ilocalizables en esa historia del no lugar y del no
tiempo, con sus tradiciones y costumbres, han sido aniquiladas por la toxicidad
de las Historias oficiales. No es cierto del todo. Con estas actividades
gremiales y tribales descritas, los hijos, del mismo modo que las partículas
elementales reaccionan con sus antipartículas y ambas desaparecen. Se
convierten en una radiación que vigoriza el instinto de la reproducción.
Chronos se come a sus hijos como medida preventiva para preservar las claves
del misterio de su existencia y estos lo condenan al miedo eterno. Así todo, lo
orgánico e inorgánico, se neutraliza. La carne y la tierra reaccionan en el
encuentro y se buscan en la trayectoria copulativa de la física, igual que la
realidad al mismo tiempo estática y veloz de la paradoja de la flecha lanzada,
narrada por el filósofo de la antigüedad griega, Zenón de Elea. Claro que la
intención didáctica en este nivel elocubrativo (palabra no reconocida por la fértil
vaca de la RAE que ha alimentado, y que continua haciéndolo, a una ingente
lista de académicos y desde hace un revelador tiempo aquí, académicas también,
pero que el narrador, encantado por otra parte por la invención de palabras que
nadie entiende, ha decidido utilizar, además de la indiferencia y a veces por
el desprecio que siente hacia las clases cómodamente establecidas en los foros
y plataformas patrocinados por el régimen constitucional del 78, como no por la
falta de sentido desde su fonética hasta su conceptualismo) es vana para la
intervención de los protagonistas. Los galgueros son individuos que, según las
conversaciones que ha mantenido con ellos, solo buscan la repetición infinita de
la belleza subliminal de los galgos en la carrera tras las liebres. Sin
embargo, él sabe que no pueden negar que existen otras razones para ellos casi
iguales de importantes para que esta actividad se desarrolle. Abandonan muy
temprano a sus cónyuges-mujeres y los más jóvenes, a sus progenitores, en el
profundo sueño de la noche cerrada, con la certeza de que son felizmente ajenos
a los atractivos avatares que se sucederán en la rica intrahistoria sin
posibilidad de registrarlos en ningún lugar y poder corroborar que gracias al
mantenimiento de estas habituales y obtusas prácticas tribales, la Historia
Oficial podrá ser narrada por historiadores contratados y por lectores y
oyentes versados en lo que ellos piensan que es sin más la Transversal Inopia.
Tal intrahistoria se la pierden estos cónyuges-mujeres y estos progenitores
perdidos en otro lugar, para que el lector de este texto pueda entenderlo, en
una de las miles de realidades paralelas que tienen efecto en dicha Inopia. Sus
emociones y sentimientos escapan del control de la publicación de la “la
opinión pública”. A estos sujetos les resulta indiferente calzar zapatos, vestir ropas pasados de moda o ajenas a
cánones estéticos reconocidos, leer textos dirigidos a grandes masas de
millones de posibles lectores, ver películas concebidas para dejar al
espectador estupefacto, con cara de un chihuahua en un primer plano de un GIF
gracias a las últimas tecnologías en efectos especiales, comprender, a pesar de
la participación en distintas redes sociales, que las noticias de los
telediarios y la prensa digital, se enuncian según los intereses económicos de
los emisores. Hasta les resulta indiferente, desde un punto de vista funcional,
si sus modos de vida pueden verse afectados por el efecto de ese término de la
“globalización” que ya han oído hasta la saciedad y que para ellos no es mayor
enemigo que el concepto genérico de la muerte. A fin de cuentas piensan que a
pesar de la globalización o la muerte como metas inevitables, deben vivir
intensamente sus experiencias intrahistóricas. Están obligados como por una
orden atávica a vivir ignorados con el consuelo de saber que una vez muertos,
nada de lo que suceda en este mundo podrá perturbarles. Él conoce muy bien cómo
piensan y qué desean. Él cree saber demasiadas cosas que en el fondo no le
interesan. Pero tan solo es eso, que cree saberlas. Porque lo que de verdad le
interesa le está vedado conocer. Estos detalles sobre el comportamiento humano
inmanentes a la postmodernidad de manual son la molesta cacharrería que uno
debe soportar en un ámbito doméstico para compartir con los demás y que él debe
disimular si quiere continuar controlando las emociones y los sentimientos de
este colectivo al que nunca ha mencionado públicamente como lo que siente, como
una turba llena de privilegios.