miércoles, 27 de mayo de 2020

CRISTALES DE TARTRATO (ZOOS XIX)









Esa, por decirlo de un modo eufemístico, actividad endogámica de los galgueros, le había entorpecido tanto sus planes sobre el cadáver hasta el punto de tener que optar por una eventual ocultación hasta pasada al menos unas horas. Pensó que  el cuerpo de Mor, o quién sabe si el rédito de lo que de él quedaba en su alma, ocuparía un lugar, aunque fuese en el tránsito para eludir un peligro ajeno a su descanso eterno,  una situación envidiable de paraíso doméstico, de una soñada vida plena en su migración infratercermundista en la inmanencia patente de una sociedad de bienestar hecha jirones, de sonidos íntimos amortiguados y a la misma vez articulados por los iconos de la postmodernidad que parecen por su uso y la interiorización de la lucha cotidiana entre picnolepsia más elemental y la actividad mental más tumultuosa del deseo de saciar la sed de seguridad y comodidades de un dios  en el hogar capitalista. Tuvo que rodear casi todo el perímetro del casco urbano para evitar cualquier encuentro indeseable,  con conocidos y por supuesto con desconocidos. Estos últimos son quienes pueden ocasionarte algún problema, se dijo, con el semblante hostil  de metal líquido del T-1000, cómo no, su alterego hollywoodiense asimilado  para cuestiones por resolver de frustraciones de su pasado en la infancia. En la desvinculación, la imaginación y la frialdad de la falta de emociones son los peores enemigos contra las causas de un hipócrita y mentiroso como él. Lo que para él viene a significar que aquellos individuos con los que no se mantiene ningún vínculo emocional están hechos de un metal líquido más inteligente de lo que todo el mundo imagina. Ellos se fijan en los detalles menos importantes. Aquellos que te pueden hacer diferente ante los demás. Cualquier sujeto, quien menos puedas esperar, puede vigilarte con sigilo veinticuatro horas sin que puedas hacer nada contra la efectividad de sus hallazgos. Sabe que subestimar las actitudes ajenas por muy mediocres que sean o despreciables que parezcan supone muchas veces la pérdida del control. El efecto que prevalece de una persona que no has considerado es igual de proporcionado que la virulencia de tu secreta astucia ante la candidez de los demás. Sientes como si esos seres (imaginas a todos en un grupo compacto en complot, como el de una centuria romana antes del combate) que hasta ese momento absurdo hubieran estado toda la vida esperando una oportunidad para tu afrenta pública. Las consecuencias siempre son las mismas. Obtienes de quien menos esperas un odio que se ha ido alimentando minuto a minuto a causa de tu ignorancia hacia el mismo que te observa.

     Atravesó uno de los posibles itinerarios menos transitados hasta llegar a la puerta trasera de su domicilio. Estuvo como siempre hábil con el portón de tablones del corral (término en desuso para denominar unos lugares en constante desorden y movimiento, tanto de índole mental como física, ya que animales, aperos y herramientas, labradores o herederos con trabajos ajenos a estos, y niños en el trasiego de actividades pueriles y algún que otro tocamiento en los trascendentales instantes de una incipiente vida sexual) y con las siempre difíciles maniobras sobre el Land Rover. Lo de la subasta de “detodounpoco” de la Guardia Civil fue una feliz casualidad. Siempre había deseado tener uno de aquellos todoterrenos. Cuando era niño había observado cómo un par de vecinos a pesar de poseer sendos flamantes Land Rover Santana 1300 debían hacer visibles esfuerzos al volante para girar las pesadas ruedas en sus cortísimos recorridos. Ver aquellos inexpertos y casi analfabetos conductores haciendo gestos hercúleos para mover a los únicos 4x4 del Régimen a causa de la pesada dirección con sus minúsculos movimientos en las ruedas era solo comparable, como pudo enterarse cuando ya pudo adquirir algo parecido a lo que podríamos denominar una conciencia política, a la movilización de motu propio hacia la democracia como la única vía oscura de oscura subsistencia, camino insoslayable para muchos al ostracismo pero de supervivencia burocrática, de las élites de la administración franquista. En la planta de Santana Motor de Linares le pusieron a los británicos todas las facilidades que pudieron, en unas condiciones envidiables para muchos empresarios españoles para construir  cientos de miles de unidades para colonizar,  en la estética rural de la tecnología, como un siglo antes ya hicieron con el paisaje de la industria minera, la península, el Magreb y parte de Hispanoamérica. Sin embargo, él siempre asumió que la presencia de aquellos vehículos respondía al pago de una deuda histórica que el mundo entero había adquirido con la comarca.  Un lugar con ese brillo tan intenso y particular de la luz, solo comparable a la del pop más libertario, anterior a la vida alógena. Una deuda que por otra parte tenía que ver con un argumento divino. Pues era la tierra prometida y subdesarrollada para las corporaciones que querrían hacer negocios siempre con la condición del silencio por respuesta ante el imperativo deseo de progreso y bienestar en la mirada de aquellos padres y madres dirigían a sus hijos e hijas elegidos. Todo tenía que ver con las condiciones exclusivas dadas en el tiempo de una generación estigmatizada por el odio centrifugado en el parqué internacional tras las grandes guerras. Ellos y ellas, erguidos y con el pelo chorreando de sudor la mayor parte del año, bajo el implacable castigo del astro amarillo, deseaban en el borde del precipicio de sus recuerdos, vengarse del pánico de sus padres a una guerra inconclusa, así parece que son todas las guerras civiles, mediante el cobro de un bienestar de otro mundo para sus hijos.

  En realidad le habría encantado obtener uno de la serie II-a del año 62, pero era poco menos que imposible ante la fuerte demanda entre los acaudalados coleccionistas.  

 En el horizonte, a escasos milímetros a la derecha de la recién estrenada y aún inofensiva esfera solar para las fatigadas corneas, aunque inquietas, de quien intenta vigilar todo a su alrededor descansando el peso de su cuerpo gracias a sus marciales antebrazos sobre el murillo de levante, aparece de repente una nube con forma de duela. Es un estrato que se ha escapado en una huida imposible de la gran nube ensanchada. Pero allí está, como una banana kilométrica que se esfumará en la atmósfera en una inevitable imitación efímera de la lenta putrefacción y en consecuencia en el polvo de la fruta contra la presión de la gravedad del planeta. Tras el fenómeno, asomándose desde el horizonte se ve la testa o los pies, según se mire, de un descomunal bocoy. Sonríe con un triste tic ante los caprichos meteorológicos mientras recuerda el olor del roble hinchado y rosado por el alcohol durante cientos de años, en algunos casos, en ciertas bodegas de larga tradición.  Piensa que si los profanos conociesen el estado interior de las duelas dejarían de beber vino inmediatamente. En esa intrahistoria se dan auténticos estados de comunión entre la tecnología y la forma de vida de los individuos que les ha tocado vivirla en una infancia y adolescencia en la que casi todo era praxis. Las duelas, y a veces vestigios de éstas, se las acercaban a las narices y esnifaban el micropolvo, es decir, los cristales de tartrato, el crémor tártaro o la sal de bitartrato de potasio. Dicen que no es nociva, pero  estos individuos, al menos la primera vez que la consumieron, estuvieron muy cerca de colocarse junto al ilusorio túmulo de la feliz inocencia, a drogarse con gestos  asilvestrados ante  ofrecimientos sofisticados en momentos ordinarios de la vida. No se sabrá nunca con qué intención, si lo hacían para ahuyentar el temible tedio o por curiosidad de encontrar soluciones a sus miedos ante los olores y sabores acres. Estos cristales continúan trayendo de cabeza a los bodegueros pero tras esos primeros hieráticos intentos con los estupefacientes casuales estos casi siempre núbiles  voluntarios desistían ante la desazón que producía la ineficaz droga. Conque la investigación prácticamente es válida para hallar la solución definitiva al deterioro de la madera de roble y su repercusión en las propiedades del vino. Quién sabe si con el tiempo los enólogos lograrán sobrepasar el umbral de permanencia de los 365 días de los caldos jóvenes en los bocoyes.

   Ser descendiente de toneleros tiene sus consecuencias sobre vivencias ordinarias de la vida. A veces en su también inevitable intrahistoria él asume actitudes frente a hechos de candente actualidad. Cree que el mortificante momento enológico de la historia que le ha tocado vivir le otorga una posición nada ventajosa ante los hipster o snobs de la ya ridícula y dilatada moda por los vinos. ¡Esta gente no sabe qué es estar en  un lagar plagado de moscas, tratando de introducirse por todas las cavidades de tu cuerpo. No tienen ni idea de lo que supone la opresión del trabajo que se cernía sobre una pequeña familia cuando una cosecha sobrepasaba la producción estimada. No saben nada del aroma de la bella fruta transformada en la pestilencia del orujo, nada de la primera y fluida licuación con la adherencia insoportable del azúcar solidificado en la piel igual que capas de cebolla hasta las orejas, ni la descomunal fuerza que sus progenitores exigían a los niños en la prensa, esa máquina en la que pensaba que si se hubiera podido introducir el mundo, de allí saldría a duras penas, salpicada por algunas gotas de sudor, entre lamentos, quejas y palabras entrecortadas, la sustancia utópica para la creación de un lugar en el que pudiese hacer y deshacer todo a su antojo. Pensó que la mayoría de la gente es prescindible para casi todo menos para la industria del sexo; y para esto en los tiempos actuales existe una ley tácita, un establecimiento económico que la protege, una realidad que condiciona obsesivamente la presumible existencia del narrador de todo esto . El de la publicidad. Sobre todo la que explota las grandes corporaciones, capaces de comunicar desde la pornografía más salvaje hasta el celibato más ridículo.

La masa de carne sin formas en la que se ha convertido miles de millones de individuos  se interpuso como un imaginario volumen imposible por sus proporciones entre el cadáver de Mor y él, entre el día que comenzaba irremediable y la impotencia que aparecía con mayor fuerza que de costumbre con la amenazante sensación de que algo no iba bien.