Esa, por decirlo de un modo eufemístico, actividad
endogámica de los galgueros, le había entorpecido tanto sus planes sobre el
cadáver hasta el punto de tener que optar por una eventual ocultación hasta
pasada al menos unas horas. Pensó que el
cuerpo de Mor, o quién sabe si el rédito de lo que de él quedaba en su alma,
ocuparía un lugar, aunque fuese en el tránsito para eludir un peligro ajeno a
su descanso eterno, una situación
envidiable de paraíso doméstico, de una soñada vida plena en su migración
infratercermundista en la inmanencia patente de una sociedad de bienestar hecha
jirones, de sonidos íntimos amortiguados y a la misma vez articulados por los
iconos de la postmodernidad que parecen por su uso y la interiorización de la
lucha cotidiana entre picnolepsia más elemental y la actividad mental más
tumultuosa del deseo de saciar la sed de seguridad y comodidades de un
dios en el hogar capitalista. Tuvo que
rodear casi todo el perímetro del casco urbano para evitar cualquier encuentro
indeseable, con conocidos y por supuesto
con desconocidos. Estos últimos son quienes pueden ocasionarte algún problema,
se dijo, con el semblante hostil de
metal líquido del T-1000, cómo no, su alterego hollywoodiense asimilado para cuestiones por resolver de frustraciones
de su pasado en la infancia. En la desvinculación, la imaginación y la frialdad
de la falta de emociones son los peores enemigos contra las causas de un
hipócrita y mentiroso como él. Lo que para él viene a significar que aquellos
individuos con los que no se mantiene ningún vínculo emocional están hechos de
un metal líquido más inteligente de lo que todo el mundo imagina. Ellos se
fijan en los detalles menos importantes. Aquellos que te pueden hacer diferente
ante los demás. Cualquier sujeto, quien menos puedas esperar, puede vigilarte
con sigilo veinticuatro horas sin que puedas hacer nada contra la efectividad
de sus hallazgos. Sabe que subestimar las actitudes ajenas por muy mediocres
que sean o despreciables que parezcan supone muchas veces la pérdida del
control. El efecto que prevalece de una persona que no has considerado es igual
de proporcionado que la virulencia de tu secreta astucia ante la candidez de
los demás. Sientes como si esos seres (imaginas a todos en un grupo compacto en
complot, como el de una centuria romana antes del combate) que hasta ese
momento absurdo hubieran estado toda la vida esperando una oportunidad para tu
afrenta pública. Las consecuencias siempre son las mismas. Obtienes de quien
menos esperas un odio que se ha ido alimentando minuto a minuto a causa de tu
ignorancia hacia el mismo que te observa.
Atravesó uno de los posibles itinerarios menos
transitados hasta llegar a la puerta trasera de su domicilio. Estuvo como
siempre hábil con el portón de tablones del corral (término en desuso para
denominar unos lugares en constante desorden y movimiento, tanto de índole
mental como física, ya que animales, aperos y herramientas, labradores o
herederos con trabajos ajenos a estos, y niños en el trasiego de actividades
pueriles y algún que otro tocamiento en los trascendentales instantes de una
incipiente vida sexual) y con las siempre difíciles maniobras sobre el Land
Rover. Lo de la subasta de “detodounpoco” de la Guardia Civil fue una feliz
casualidad. Siempre había deseado tener uno de aquellos todoterrenos. Cuando
era niño había observado cómo un par de vecinos a pesar de poseer sendos
flamantes Land Rover Santana 1300 debían hacer visibles esfuerzos al volante
para girar las pesadas ruedas en sus cortísimos recorridos. Ver aquellos
inexpertos y casi analfabetos conductores haciendo gestos hercúleos para mover
a los únicos 4x4 del Régimen a causa de la pesada dirección con sus minúsculos
movimientos en las ruedas era solo comparable, como pudo enterarse cuando ya
pudo adquirir algo parecido a lo que podríamos denominar una conciencia
política, a la movilización de motu propio hacia la democracia como la única
vía oscura de oscura subsistencia, camino insoslayable para muchos al
ostracismo pero de supervivencia burocrática, de las élites de la
administración franquista. En la planta de Santana Motor de Linares le pusieron
a los británicos todas las facilidades que pudieron, en unas condiciones
envidiables para muchos empresarios españoles para construir cientos de miles de unidades para colonizar, en la estética rural de la tecnología, como un
siglo antes ya hicieron con el paisaje de la industria minera, la península, el
Magreb y parte de Hispanoamérica. Sin embargo, él siempre asumió que la
presencia de aquellos vehículos respondía al pago de una deuda histórica que el
mundo entero había adquirido con la comarca.
Un lugar con ese brillo tan intenso y particular de la luz, solo
comparable a la del pop más libertario, anterior a la vida alógena. Una deuda
que por otra parte tenía que ver con un argumento divino. Pues era la tierra
prometida y subdesarrollada para las corporaciones que querrían hacer negocios
siempre con la condición del silencio por respuesta ante el imperativo deseo de
progreso y bienestar en la mirada de aquellos padres y madres dirigían a sus
hijos e hijas elegidos. Todo tenía que ver con las condiciones exclusivas dadas
en el tiempo de una generación estigmatizada por el odio centrifugado en el
parqué internacional tras las grandes guerras. Ellos y ellas, erguidos y con el
pelo chorreando de sudor la mayor parte del año, bajo el implacable castigo del
astro amarillo, deseaban en el borde del precipicio de sus recuerdos, vengarse
del pánico de sus padres a una guerra inconclusa, así parece que son todas las
guerras civiles, mediante el cobro de un bienestar de otro mundo para sus
hijos.
En realidad le
habría encantado obtener uno de la serie II-a del año 62, pero era poco menos
que imposible ante la fuerte demanda entre los acaudalados coleccionistas.
En el
horizonte, a escasos milímetros a la derecha de la recién estrenada y aún
inofensiva esfera solar para las fatigadas corneas, aunque inquietas, de quien
intenta vigilar todo a su alrededor descansando el peso de su cuerpo gracias a
sus marciales antebrazos sobre el murillo de levante, aparece de repente una
nube con forma de duela. Es un estrato que se ha escapado en una huida
imposible de la gran nube ensanchada. Pero allí está, como una banana
kilométrica que se esfumará en la atmósfera en una inevitable imitación efímera
de la lenta putrefacción y en consecuencia en el polvo de la fruta contra la
presión de la gravedad del planeta. Tras el fenómeno, asomándose desde el
horizonte se ve la testa o los pies, según se mire, de un descomunal bocoy.
Sonríe con un triste tic ante los caprichos meteorológicos mientras recuerda el
olor del roble hinchado y rosado por el alcohol durante cientos de años, en
algunos casos, en ciertas bodegas de larga tradición. Piensa que si los profanos conociesen el
estado interior de las duelas dejarían de beber vino inmediatamente. En esa
intrahistoria se dan auténticos estados de comunión entre la tecnología y la
forma de vida de los individuos que les ha tocado vivirla en una infancia y
adolescencia en la que casi todo era praxis. Las duelas, y a veces vestigios de
éstas, se las acercaban a las narices y esnifaban el micropolvo, es decir, los
cristales de tartrato, el crémor tártaro o la sal de bitartrato de potasio.
Dicen que no es nociva, pero estos
individuos, al menos la primera vez que la consumieron, estuvieron muy cerca de
colocarse junto al ilusorio túmulo de la feliz inocencia, a drogarse con
gestos asilvestrados ante ofrecimientos sofisticados en momentos
ordinarios de la vida. No se sabrá nunca con qué intención, si lo hacían para
ahuyentar el temible tedio o por curiosidad de encontrar soluciones a sus
miedos ante los olores y sabores acres. Estos cristales continúan trayendo de
cabeza a los bodegueros pero tras esos primeros hieráticos intentos con los
estupefacientes casuales estos casi siempre núbiles voluntarios desistían ante la desazón que
producía la ineficaz droga. Conque la investigación prácticamente es válida
para hallar la solución definitiva al deterioro de la madera de roble y su
repercusión en las propiedades del vino. Quién sabe si con el tiempo los
enólogos lograrán sobrepasar el umbral de permanencia de los 365 días de los caldos
jóvenes en los bocoyes.
Ser
descendiente de toneleros tiene sus consecuencias sobre vivencias ordinarias de
la vida. A veces en su también inevitable intrahistoria él asume actitudes
frente a hechos de candente actualidad. Cree que el mortificante momento
enológico de la historia que le ha tocado vivir le otorga una posición nada
ventajosa ante los hipster o snobs de la ya ridícula y dilatada moda por los
vinos. ¡Esta gente no sabe qué es estar en
un lagar plagado de moscas, tratando de introducirse por todas las
cavidades de tu cuerpo. No tienen ni idea de lo que supone la opresión del
trabajo que se cernía sobre una pequeña familia cuando una cosecha sobrepasaba
la producción estimada. No saben nada del aroma de la bella fruta transformada
en la pestilencia del orujo, nada de la primera y fluida licuación con la
adherencia insoportable del azúcar solidificado en la piel igual que capas de
cebolla hasta las orejas, ni la descomunal fuerza que sus progenitores exigían
a los niños en la prensa, esa máquina en la que pensaba que si se hubiera
podido introducir el mundo, de allí saldría a duras penas, salpicada por
algunas gotas de sudor, entre lamentos, quejas y palabras entrecortadas, la
sustancia utópica para la creación de un lugar en el que pudiese hacer y
deshacer todo a su antojo. Pensó que la mayoría de la gente es prescindible
para casi todo menos para la industria del sexo; y para esto en los tiempos
actuales existe una ley tácita, un establecimiento económico que la protege,
una realidad que condiciona obsesivamente la presumible existencia del narrador
de todo esto . El de la publicidad. Sobre todo la que explota las grandes
corporaciones, capaces de comunicar desde la pornografía más salvaje hasta el
celibato más ridículo.
La masa de carne sin formas en la que se ha convertido
miles de millones de individuos se
interpuso como un imaginario volumen imposible por sus proporciones entre el
cadáver de Mor y él, entre el día que comenzaba irremediable y la impotencia
que aparecía con mayor fuerza que de costumbre con la amenazante sensación de
que algo no iba bien.