sábado, 21 de enero de 2012

TIEMPOS

Cuando salimos del tanatorio hacía un frío glacial. Continuamos con la conversación que entablamos en el módulo 5, el reservado al muerto gracias al que nos conocimos. Me pareció que apretaba la bufanda alrededor de su cuello hasta el limite del auto-estrangulamiento. Dijo: “desde que su mujer se suicidó, Miguel, se ha dejado arrastrar por la muerte. Se le bloqueó un brazo y el mejor de los pianistas se convirtió de la noche a la mañana en su propia sombra. Su familia cuenta que murió porque se hartó de vivir”. Nos despedimos en el aparcamiento sin presentarnos, con sonrisas bovinas y gestos papales.
Ya en casa, después de cenar una pizza precocinada del mercadona, me senté en mi mesa de trabajo y me conecté a la red. Todavía con el frío adherido a mi cuerpo sentí el último abrazo a Miguel, el mejor de los pianistas que ya no tacaba el piano. En la edición de El Pais observé esta fotografía:




Perdí lo noción del tiempo deleitándome en las poses de los distintos personajes. Debía continuar con mi texto para la exposición de un artista que ha dedicado toda su vida a pintar gente normal en la calle y sin embargo, mi mente se quedó en blanco, sin poder hacer otra cosa que mirar aquellos rostros. Acabé tan extenuado que sentí que el día había acumulado millones de horas. Un tiempo elástico que se apoderó de la vida del mismo modo que un congelador mantiene los alimentos.

domingo, 8 de enero de 2012

YAMAHA C-113 TPE J22106060









Este es el piano del aula donde se imparte la asignatura de este mismo instrumento en el Conservatorio Elemental de Música “José del Toro” de Trigueros (Huelva).



¿Quién era José del Toro?
Un señor que dirigió a la banda de música de este pueblo durante un montón de años. Falleció hace aproximadamente una década. En los años que coincidimos en el edificio polivalente, como local de ensayo de la banda, casa municipal de la cultura y conservatorio, siempre tuve con él una comunicación afable. Sentía admiración por él porque irradiaba algo que para mí es sinonimia de versatilidad, incluso de legitimidad. José del Toro era, como uno más de la miríada de directores o directoras de bandas que hay desperdigadas a lo largo y ancho de la geografía española, un obrero que por las tardes, después de ganarse el jornal (como albañil si mal no recuerdo) se lavaba las manos y cogía la batuta para poner de acuerdo a los músicos de su pueblo con esa cosa tan inútil para el hambre y las comodidades de la vida como es la música.
José es para mí la historia honorable de una inutilidad que daba trama y argumento a la existencia de los humildes para llevar a cabo la “novela” de las utopías. Porque con su batuta mostraba el camino de Dios, ese tan tortuoso y reservado a los que no poseen la riqueza.
¡Los potentados no tienen ningún Dios! No lo necesitan. Para eso ya tienen el dinero. ¡Que se jodan con él y nosotros con Dios!
Nadie me lo ha puesto en conocimiento pero sé que José intuía que no había otra cosa mejor en la vida que esa necesidad de querer mostrar a Dios con la batuta. Así que cuando me enteré que la AMPA y la dirección del conservatorio habían decidido llamar al centro con su nombre me pareció una idea acertada, ad hoc para hacer valer la verdad de la música en Trigueros.


José del Toro








El piano que aparece en esta fotografía no necesita ser de concierto. Le es suficiente para su propósito la verticalidad de su maquinaria, el fingimiento de su aspecto bien acabado ocultando su espalda mate y desnuda a los profanos, a los irrespetuosos que usan la música con fines negociables. Su condición de pianino, de herramienta burguesa inventada en centroeuropa en el s. XVIII para los DJ de la época, es sólo falsa apariencia. Se llama YAMAHA C-113 TPE J22106060, una pueril nomenclatura para un objeto cuya encomienda azarosa, ordenada desde un lugar perdido en el tiempo, un territorio infinito en el que conviven el amor y el odio, es la de inyectar en el tuétano un espectro sonoro tan extraño e indescifrable que a fecha de hoy sigue considerándose insustituible. No hay sonido sampleado en el mundo ni encuentros en la tercera fase que muevan el aire como lo hacen las ondas sonoras de un piano, aunque sea pianino, esté espantosamente desafinado o tenga un rudimentario bastidor de madera.
Este buda Yamaha C-113 posee ochenta y siete teclas proletarias. Cuando suena siento a los transeúntes que pasan por la calle y se paran junto a la ventana para oír como sus teclas aniquilan por unos instantes todo indicio de podredumbre en la condición humana. Alguna vez he invitado a estos protagonistas de la sensibilidad o cuando menos de la curiosidad a que entraran en el aula y pudiesen experimentar de cerca el efecto de las bajadas y subidas de sus teclas, su digno saber estar pegado a la pared como parte del mobiliario, pero sin perder el orden jerárquico por encima del profesor-pianista (yo), del armario de las partituras, de la pizarra pautada o del equipo de música. Todo en una atmósfera a merced del supramundo wi-fi, amenazante como una ducha de gas tóxico.











En una ocasión estas ochenta y siete proletarias fueron testigos de la visita, junto a otras autoridades, de la delegada de educación de la Junta de Andalucia en Huelva. Aunque hice todo el esfuerzo posible contra la subversión del momento, aquellas habrían enmudecido incluso si alguien las hubiera percutido. Vi como se mostraban terribleme indiferentes. Actitud que nada tiene que ver, en cambio, cuando entran en el aula buscadores, demandantes de atizadores que remuevan el fuego del alma. Entonces, el relieve blanco y negro de la comuna organizada como un sistema que permite amablemente, si es necesario, que el rey se transforme en vasallo y viceversa, abandona inmediatamente ese carácter de obreras pasivas y diseñan en ese aire tóxico de la globalización lo que parece la última hazaña de Bartolomeo Cristofori, el inventor italiano que quiso dar alas a los deseos de la incipiente burguesía florentina de finales del s. XVII que con una máquina de sonidos fuertes y suaves quería ofrecer al mundo la posibilidad virtual de conquistar para sus caprichos de semidioses el infierno y la gloria que acarrea las modulaciones de la voz humana.
Me parece muy significativo que tras ese muro contra el que golpean los sonidos del buda como si de un espejo neumático se tratara, pase una calle inusualmente larga para un pueblo de ocho mil habitantes. Esta arteria nace a un costado de la parroquia de San Antonio Abad y se prolonga casa por casa hasta la periferia en dirección norte en una extensión de casi un kilómetro. La calle se llama Labradores. El Conservatorio “José del Toro” sita en Labradores 40.
Es dramático y épico que este centro educativo se ubicara en este marco, en este “plano de inmanencia” de la misma forma que Velazquez se autorretrató en “Las meninas”. Un sofisma, un abalorio en el ajuar de un gremio que ha removido la tierra y descifrado los jeroglíficos meteorológicos con la misma esperanza y santa paciencia con la que los músicos desde los “modos griegos” hasta la aleatoriedad de los “Estudios australes” de John Cage sin ir más lejos, han buscado los caminos que atraviesen el caos y que nos conduzcan a la satisfacción de nuestros deseos. Unos deseos siempre extraños que nada tienen en común con los de gremios que desde el medievo han usado sus artes con finalidades muy distintas a las de los labradores. Este conservatorio se podría haber ubicado en otras calles de Trigueros. Por ejemplo en la calle “La Orden”, o en la calle “Mesones”, o en la calle “Audiencia”. Sin embargo, el destino, la casualidad, ha querido que se situara en el origen de la clase más pobre de todos los gremios.









Ni que decir tiene que la arquitectura de esta calle ha evolucionado hacia aspectos visiblemente burgueses. Pisos habitados por lo que antes eran doblados para almacenar la cosecha. Cocheras y trasteros sólidamente edificados, donde se guardan vehículos todoterrenos y tractores con aire acondicionado, por los corrales que cobijaban a los animales de carga y productivos (gallinas y cerdos entre otros). O fachadas rematadas con materiales netamente ornamentales donde antes sólo existía un encalado funcional para proteger a la antigua argamasa de la humedad y el sol.
La calle está plagada de turismos, en su mayoría utilitarios. Éstos componen, como las orugas cuando bajan de los pinos, un encadenamiento de vidas rotas pegadas a las aceras en un intento de colonizar en el espacio, mundos inexplorados en los que todo sea más rentable y previsible. Ahora, en navidad, las ventanas y balcones muestran absurdos Santa Claus que trepan con fatiga hacia el interior de las habitaciones en las que durante cientos de años no había nada que robar porque ya estaba todo robado. Creo que si esos muñecos lograsen su propósito se esconderían con toda seguridad en lugares de difícil acceso, entre la ropa en desuso, o bajo los colchones. He visto el miedo en los ojos de estos pequeños animales de plástico. Creo que a alguno no le importaría entrar en el aula del buda y colarse en su interior para habitarlo del mismo modo que un polluelo de pájaro cuco usurparía el nido de las bisbitas o carriceros, insignificantes e inofensivos. Cierto es que si desarmara la tapadera de los pedales del pianino y me encontrase de repente con un Santa Claus adormecido, mi reacción sería imprevisible. Le invitaría a salir con métodos pacíficos o tal vez le dejaría estar como otras veces he hecho ante otros hallazgos en cubiles de difícil acceso en mi mente: por ejemplo, como actué el día que un ser horrible apareció en una madriguera de mi conciencia y me explicó con todo lujo de detalles que yo había deseado matar a alguien. Dejé que hibernara indefinidamente, a la espera de que muera de sueño.


No hace mucho, en la web “El boomerang”, una lanzadera que la editorial Santillana ha habilitado para explorar mercados y al mismo tiempo dar prestigio a sus consagrados escritores (los malditos como yo babeamos por tener un blog en ese contenedor de éxitos, pero nos consolamos, al menos yo, con la actitud heroica de brillar como estrellas del futuro con blogs de sabor kafkiano, porque estoy convencido de que tendré éxito y que podré disfrutarlo dentro de diez mil años), leí en el blog de Rafael Argullol, ese intelectual de aspecto tan atractivo, tan esbelto, elegante y con media melena de ángel intocable, un post sobre un pueblo ruso ubicado a veinticinco kilómetros al suroeste de Moscú. Peredèlkino es un lugar rodeado de bosques y que albergó el hogar (dachas) de muchos escritores rusos y de otras nacionalidades de la antigua Unión Soviética. Allí vivieron y fueron enterrados entre otros Pasternak, Tarkovski, Chukovski y Rozhdéstvenski.


Tumba de B. Pasternak en Peredèlkino







Según Argullol una vez en el mundo existió un hombre que no leía nunca poesía y sin embargo tenía la extraña pasión de visitar tumbas de poetas para oír, no importaba la lengua aunque no la entendiera, el murmullo, la psicodelia, digo yo, del sentimiento del difunto poeta. Cuando Argullol fue a darse una vuelta por Peredèlkino hizo lo propio ante el descanso eterno de Pasternak y según describe, no pudo recordar ni un solo verso del autor de “Doctor Zivagho”, es más, no pudo poner en pie de memoria ninguna poesía de ningún poeta. No me extraña. Cuando leí allá por los noventa al autor de “Desciende, río invisible” y poco después me ausenté de una clase de historia de la música en el Conservatorio Superior de Madrid para asistir a una conferencia que el novelista y pensador daba en el Reina Sofía, ya pude intuir en su escritura y su presencia ese phatos de lo inmaterial. No es una halago, ni tampoco una crítica, es sencillamente pasar la yema del dedo por el filo de la hoja del cuchillo, es una observación sobre el modo que el “otro” tiene de entender la literatura.

Rafael Argullol





No creo que yo visite alguna vez Peredèlkino. Los escritores como yo estamos tan ensimismados con nuestro fracaso que resulta casi imposible un esfuerzo mayor que el de perdernos más allá de nuestros pensamientos y fobias. Seguramente que si viajara hasta allí haría exactamente lo mismo que Argullol y miraría el aspecto de las flores depositadas en la tumba de Pasternak, incluso me atrevería a olerlas. No lo haré. En cambio continuaré experimentando el exclusivo privilegio de cerrar el portón del conservatorio y quedarme a solas un rato, sin caer en la tentación de rozar sus teclas, junto al YAMAHA C-113 TPE J22106060, obsequiador de arrullos inaudibles, de instantes reductores del trasiego en el mundo que regalan “trozos de nada”.