Sabía que a algunos miembros de los tribunales de paso de
grado les molesta mucho que los profesores estén presentes durante el examen.
No le importó. G tenía que tocar la invención nº 8 de J. S. Bach (eligió esta
obra para la prueba de memoria), el primer movimiento de la KV 545 de Mozart y
el Estudio nº 2 del Volumen 1 de J. B. Cramer. No era un examen fácil para un
alumno de doce años y de Enseñanzas básicas. Quería corroborar que los errores
que G cometería tan solo serían producto “del directo”.
Llevaba cuatro
cursos enseñando a G a tocar lo mejor posible y se sentía lo suficientemente
protegido por la inocencia y la ilusión de su alumno. Había aprendido a base de
errores y de frustraciones que las bromas pesadas del destino las lleva cada
cual dentro de sí mismo y que hay momentos en los que son imposibles de
controlar. Los miedos contenidos durante años estallan como las avenidas de
agua tras una gran tormenta. Sin embargo, era sabedor de que la inocencia y la
ilusión o quién sabe si la ignorancia, podían contra todo eso.
En aquellas circunstancias era la actitud de
imbécil que debía adoptar lo que más le molestaba. Por un lado debía mostrarle
a G con su presencia la confianza adquirida en el acto de tocar para su
profesor, y por otro, la sonrisa expeditiva ante el tribunal de un gato a sus
dueños segundos antes de la comida. La
prueba de entonación no la haría bien, de esto estaba seguro. Pero lo que
buscaban era una aceptable nota media. A G le estaba cambiando la voz (aún se
encuentra en ese proceso). Nada más acabar las vacaciones de Semana Santa
comprobó que la primavera había transformado su aspecto de ángel en el de un
joven gallo de pelea. Claro que la objetividad en los exámenes de música
censura que un animal como este pueda cacarear como le dé la gana en corral
ajeno, y para el caso G debía competir con una voz que se despide de la
infancia casi en una afonía permanente contra treinta y cinco aspirantes para
tratar de llevarse una de las dieciséis plazas.
Con el tribunal todo
le fue bien. Al fin y al cabo eran sus compañeros de profesión y no hacen más que
lo que les dictan las autoridades divinas y competentes. Con G todo fue un
desastre. Nada más acabar el examen miraba a su profesor a la espera de que
este le explicase por qué Dios tan solo necesitaba a dieciséis elegidos. Él
luchó con el recuerdo de la primera clase. Entonces le dijo: “Escucha cuando
toques. El piano habla”.