martes, 24 de junio de 2014

UN EXAMEN DE PIANO








Sabía que a algunos miembros de los tribunales de paso de grado les molesta mucho que los profesores estén presentes durante el examen. No le importó. G tenía que tocar la invención nº 8 de J. S. Bach (eligió esta obra para la prueba de memoria), el primer movimiento de la KV 545 de Mozart y el Estudio nº 2 del Volumen 1 de J. B. Cramer. No era un examen fácil para un alumno de doce años y de Enseñanzas básicas. Quería corroborar que los errores que G cometería tan solo serían producto “del directo”.
    Llevaba cuatro cursos enseñando a G a tocar lo mejor posible y se sentía lo suficientemente protegido por la inocencia y la ilusión de su alumno. Había aprendido a base de errores y de frustraciones que las bromas pesadas del destino las lleva cada cual dentro de sí mismo y que hay momentos en los que son imposibles de controlar. Los miedos contenidos durante años estallan como las avenidas de agua tras una gran tormenta. Sin embargo, era sabedor de que la inocencia y la ilusión o quién sabe si la ignorancia, podían contra todo eso.
    En aquellas circunstancias era la actitud de imbécil que debía adoptar lo que más le molestaba. Por un lado debía mostrarle a G con su presencia la confianza adquirida en el acto de tocar para su profesor, y por otro, la sonrisa expeditiva ante el tribunal de un gato a sus dueños  segundos antes de la comida. La prueba de entonación no la haría bien, de esto estaba seguro. Pero lo que buscaban era una aceptable nota media. A G le estaba cambiando la voz (aún se encuentra en ese proceso). Nada más acabar las vacaciones de Semana Santa comprobó que la primavera había transformado su aspecto de ángel en el de un joven gallo de pelea. Claro que la objetividad en los exámenes de música censura que un animal como este pueda cacarear como le dé la gana en corral ajeno, y para el caso G debía competir con una voz que se despide de la infancia casi en una afonía permanente contra treinta y cinco aspirantes para tratar de llevarse una de las dieciséis plazas.

   Con el tribunal todo le fue bien. Al fin y al cabo eran sus compañeros de profesión y no hacen más que lo que les dictan las autoridades divinas y competentes. Con G todo fue un desastre. Nada más acabar el examen miraba a su profesor a la espera de que este le explicase por qué Dios tan solo necesitaba a dieciséis elegidos. Él luchó con el recuerdo de la primera clase. Entonces le dijo: “Escucha cuando toques. El piano habla”.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario