Cuando se firmó el pacto de la Constitución española de 1978 yo quería
ser un jugador de élite del tenis de mesa. Podía pasarme horas enteras viendo
cómo la bola pasaba por encima de la red incesantemente de un lado para otro de
la mesa.
Una mesa de ping-pong de interior costaba una pasta por entonces (las de
exterior costaban lo mismo y además carecen de protocolo). Mi padre no se lo
pensó dos veces y juntó dos tableros de aglomerado en el alpende de la casa que
por entonces comenzaba a tener más o menos el aspecto actual. Creo que por un
momento también él pensó que yo podría convertirme en un jugador de élite.
Aunque lo peor de las cosas que nos hacían vinculantes era que yo en el fondo
tal vez no deseaba ser un jugador profesional. Creo que lo único que pretendía
era ver pasar el tiempo mediante el incesante movimiento de la bola.
La ansiedad ha viajado conmigo desde entonces,
dándole forma a las personas, como una Hacedora moldearía el pensamiento de sus
criaturas, pues nunca encontré a ningún contrincante que aguantase más de cinco
horas seguidas al otro lado de la mesa
Mi padre lijó con empeño la superficie de la madera molida. Sin embargo,
nunca le quedó como Dios manda, para que
las bolas besaran con el efecto ordenado desde la muñeca del jugador como en el
estuco de la mayor calidad. Allí, en
aquella mesa, es donde aquellos tíos, los que ahora llaman “padres de la Constitución”,
tendrían que haber firmado tal pacto. Por la aspereza de los granos de madera
prensados tendrían que haber restregado las puntas de sus plumas Parker. Quién
sabe si así “La” Constitución habría cobrado un poco de “Esta” Ansiedad.
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