lunes, 7 de marzo de 2022

HU-4103

Había quedado con Juan a las 09:30 del viernes. Una buena hora para empezar una jornada que se presentaba muy atareada. No obstante, para evitar imprevistos, me propuse la tarde anterior llegar a la cita al menos a las 09:15. Unos minutos de antelación me vendrían muy bien para acabar de afinar el Kawai vertical de arpa grande, para una hora más tarde, como mucho, poder salir de La Palma del Condado por una carretera que no conocía, la HU-4103, y que me llevaría hasta Nerva para engarzarle y al menos entonarle cuatro cuerdas graves a un piano Rippen que se encontraba abandonado desde hacía 20 años. Además de todo esto, consideré que si llegaba más temprano a esta cita mi calidad como afinador tendría un plus laboral ante los ojos de Juan. Lo conocí el día anterior y como técnico de cultura me dio la sensación de que era muy escrupuloso en la organización de su trabajo. Pensé que de este modo me ganaría un poco más su confianza para futuros trabajos. Cuando acabé con el Kawai y me despedí de Juan tras una breve conversación me llevé la impresión de que también era una buena persona, o que al menos sabía escuchar. Debía estar en Huelva a las 16:00 para comenzar mis clases y el cuestionamiento del tiempo para acabar el trabajo de los dos pianos era determinante. Lo tenía todo bien planteado, o casi todo. Una vez más (ya no ocurría desde hacía bastante tiempo) caí en la tentación de apartar la mirada de la realidad y observar con un mínimo de intriga o de emoción, según se entienda el hecho de poner en riesgo mi eficacia profesional, el rostro amable de lo ordinario, de lo cotidiano o rutinario. Tomé una decisión caprichosa, no del todo fundamentada en la conveniencia y la razón, y que con los minutos fue transformando mi gesto de aprobación por el buen trabajo realizado hacía apenas unos minutos en el rictus de la frustración más enojosa. La elección del itinerario por la HU-4013 con el argumento de que era el trayecto más corto desde La Palma del Condado a Nerva fue, por enésima vez en mi vida, la ocultación alevosa del gesto sonriente y cortés del futuro previsto, de ese que siempre nos reserva la inmediatez elaborada de los hombres de provecho y que arruinamos en un instante a causa de nuestra curiosidad y nuestro exceso de confianza. No hace demasiados años lo improvisaba todo. A veces hasta cosas demasiado importantes. Pero poco a poco acabé convirtiéndome en un sujeto desconocido. En alguien que extraña cosas de sí mismo, o de otra persona que existió y a la que no sabe exactamente si la echa de menos porque apenas recuerda la experiencia de “quedarse con la mente en blanco” o por la farragosa experiencia, no siempre negativa, de depender de terceras personas para salir de situaciones embarazosas a causa de una falta absoluta de previsión. Es posible que mi padre llevara razón cuando decía aquello de “tendrás que sentar la cabeza”. Pero ahora que lo pienso creo que no se refería a la cabeza sino a pensar con el culo y la boca y hacer cosas que en definitiva si le das la prioridad que merecen te hacen lo que casi todo el mundo considera como un hombre cabal y autónomo; es decir, un hombre capaz de gobernarse. Echo de menos levantarme de la cama y no tener la obligación de pensar cosas que están fuera de mi cabeza. Pero a cambio, gracias a las preferencias de mi trasero y de mi boca por esas cuestiones que están fuera y que se compran y se venden (el orden es indistinto) puedo entrar y salir cuando me plazca de lugares exclusivos para gente feliz que consumen desde las ideas más piadosas a los manjares más exquisitos. Gente que se congratula de compartir contigo todo lo que puedan pensar y sentir con el trasero y la boca, gente que tal vez no caen en la cuenta de que se llevan todo el tiempo atendiendo a cosas que están fuera de su cabeza. Es cierto que casi hasta el último momento antes de coger la HU-4103 mi trasero y mi boca continuaban mandándome mensajes para que me decantara por la A-493 y luego continuara por la N-435. Pero parece que tuvo más fuerza el instinto, como se suele decir, o lo poco que pueda quedar de él en el interior de mi cabeza. Estos restos de ingenuidad, de insensatez, de dislates extravagantes que quedan aún en mi memoria, me condujeron por una carretera serpenteante, estrecha, sin medianas señalizadas ni arcenes. Me llevaron hacia pendientes con más de un 20% y me invitaron a conocer cruces con caminos casi invisibles por los que perderme y observar enormes barrancos de vértigo abarrotados de encinas. Según lo previsto, justo a la hora que debía encontrarme ya en Nerva, todavía estaba atravesando el quilómetro que dividía la carretera en dos. Llegaría con un retraso de casi una hora y cualquier contratiempo con las clavijas, o con el cálculo de las medidas del bordón y las bordonas podía significar otra sesión más de trabajo con un piano que en el fondo no merecía tanto. Abilio, el propietario, me aconsejaba que me tomara todo el tiempo que necesitara para “devolver a la vida” (así me lo pedía) su viejo piano. Me decía que para él y su mujer, jubilados ya los dos, era ante todo una cuestión sentimental. Sin embargo, cuando fijamos un presupuesto aproximado sus palabras ante la cifra fueron de resignación. Así que todo el gasoil y el tiempo extra añadido al plan de trabajo correrían por mi cuenta. Mi viejo Peugeot todavía es lo suficientemente seguro y confortable, pero en las cimas y pronunciados desniveles del angosto asfalto que parecía no acabar nunca tuve la sensación de que se comportaba como un animal doméstico que podía encabritarse en cualquier momento y perder toda su docilidad. Hay que reconocer que la Diputación provincial de Huelva ha hecho un trabajo excelente con el mantenimiento del piso y los guardarraíles de esta carretera. Supongo que ante la evidencia de la dificultad de separar los espacios de doble sentido el departamento competente optó por apostar por la opción de una conducción al menos sin baches. Aunque la verdad es que esto podría resultar ser un arma de doble filo para todo conductor, en mi caso la suerte se decantó en mi primera experiencia en el lugar, por no atender a las cosas que estaban fuera de mi cabeza, por el lado más peligroso e inconveniente. En la conducción por esta carretera te deslizas con facilidad por las pendientes. Para aprovechar la inercia en un itinerario tan lento, deliberadamente y asumiendo un riesgo no del todo necesario, invades en cada una de la infinidad de curvas, algunas casi de 90º, gran parte del espacio izquierdo reservado a vehículos que imaginas demasiado lejos de ti y que se encuentran en la más absoluta inopia. En la HU-4013, tras diez minutos circulando, das por inevitable el hecho de que conducir tiene sus riesgos. Sin embargo, a pesar de que en todo momento en la vida casi siempre todos pensamos que en la asunción del peligro la gracia divina está de tu parte, yo creí que la amenaza tendría el aspecto de un turismo, de un furgón, autobús o camión; quizá a lo sumo el de una motocicleta. Pero parece que es cierto en todo momento el clásico concepto de que la realidad supera a la ficción. Considero que el interior de mi cabeza siempre fue un pozo sin fondo del que manan incansablemente imágenes y situaciones absurdas e imposibles, pienso que muchas de ellas serían catalogadas por los expertos como de esquizoides o paranoicas, pero creo que este manantial jamás habría generado las propiedades de la cosa que al final de la enésima curva cerrada se dio en la realidad. ¡Cómo podría haberme deparado dichas profundidades el repentino emplazamiento de la oscuridad más absoluta! ¡Nunca había salido de mi cabeza la descabellada idea de que la luz desaparecería en un abrir y cerrar de ojos! En el punto de escape de la curva se hizo la oscuridad, una negritud tan densa que hasta me costaba sentir mi cuerpo. El desconcierto fue tan mayúsculo que no puedo asegurar que sintiese miedo, ni siquiera un mínimo de excitación. No sé decir con precisión por qué mi principal preocupación era saber si sería posible colocarle las cuerdas al piano de Abilio antes de almorzar y no otra entre las muchas incertidumbres que podían depararme aquellas circunstancias. Al mismo tiempo que frenaba y ante la imprevista sorpresa, con relativa calma y a tientas, buscaba el escalón derecho del asfalto, creí por un momento que me hallaba en el comienzo de un episodio de esos programas ridículos de la televisión en el que te gastan una broma. O en el escenario de un experimento científico, tal vez militar, en el que había fallado la seguridad y me había colado por error. Supongo que por puro instinto me deshice del cinturón de seguridad e intenté localizar la bola del sol al mismo tiempo que sujetaba con firmeza e intuición la posición del volante hasta dejar las dos ruedas alineadas en el escalón del arcén al final de la curva. Pensé de repente en la posibilidad de que estuviese asistiendo a un eclipse total de sol, pero del mismo modo pensé que en esos fenómenos naturales la luz desaparece gradualmente. Además cuando se va a producir un fenómeno de estas características los medios de comunicación se llevan anunciándolo con bombo y platillo semanas de antelación, y yo no tenía noticia ninguna. También pensé, con una rapidez que ahora me asombra, que alguien me había tendido una trampa y había cubierto mi Peugeot con un tejido o sustancia negra; o que del mismo modo por accidente el viento o en caída libre, desprendida quizá desde un vuelo del tipo que fuese a cientos de metros de altura, podría haber llevado exactamente hasta mí aquella estúpida e inconveniente anormalidad. Cuando al fín logré estabilizar mi Peugeot tuve conciencia de la seria dificultad en la que me encontraba. No obstante, a pesar de las evidencias del peligro y la vulnerabilidad, mis ánimos eran de ofuscación contra una eventualidad o un enemigo convencionales. Creo que mi conciencia aun flotaba en la superficialidad de los motivos que me habían llevado hasta aquella carretera. Supongo que por un acto reflejo inspiré profundamente por la nariz, de la misma manera que lo hago todas las semanas cuando nado de espaldas en la piscina municipal. Creo que con la excusa de oxigenar mi musculatura pero con la verdadera intención de colmar mi interior del aire y la luz que me circunda y poder utilizar sus enérgicas virtudes para que mi alma sea eterna. Conseguí relajar un poco la tensión contra los anónimos enemigos y mi primera intención fue apagar el motor para escuchar el sonido de la oscuridad, pero no lo hice cuando advertí que había estacionado en una carretera demasiado peligrosa. Podían colisionar contra mí vehículos en las dos direcciones. Finalmente pasado un tiempo imposible de cuantificar paré el motor ante la evidencia de que era prácticamente imposible de que los hipotéticos vehículos acertasen a colisionar contra mí en aquellas circunstancias. Me costó encontrar la manilla de la puerta para abrirla y comprobar si la oscuridad era propia o si afectaba a todos los conductores. Cuando pude comprobar que fuera no había ningún indicio de luz, que el color negro lo había absorbido todo igual que en el interior de mi Peugeot, sentí como mis párpados intentaban escapar de mi rostro y me sobrevinieron desde lo más hondo insoportables arcadas. Con la intención de salir intenté mover mi pie izquierdo en vano. Supongo que el más primario de los instintos lo impidió y lo dejó petrificado. Ante la imposibilidad de no poder ver nada mi instinto recurrió al auxilio del oído. El silencio me parecía de otro mundo. Quizá un silencio sin autoría pero deliberado, con pretensiones anecoicas para una selectiva afinación futura del mundo, me dije, con la esperanza de no quedarme sordo. Sin embargo, tuve la impresión de que escuchaba revoloteos muy lejanos de pájaros, y pocos segundos después, tal vez más cerca, poco antes de que mi corazón quemara mi garganta e hiciera temblar la tierra, un breve enfrentamiento muy violento con golpes de piedras, madera, gritos humanos, alaridos y quejidos de animales. Tras esta reverberación, la quietud y la oscuridad fueron apoderándose lentamente de mí. El color y el estado de la privación y el vacío lo cambió todo. Sentí que era completamente ajeno a mí mismo y que en aquella forma de parálisis de la vida una fuerza me empujaba vertiginosamente en todas direcciones hacia las cosas que nunca he soportado, hacia los peores recuerdos de mi vida. Ahora el enemigo o lo que fuese “mi yo” o lo que salía de él estaba dentro de mí, y, sin embargo no era yo, en el abismo del interior de mi cabeza, tal vez. O elegía la opción de salir al exterior para buscar ayuda y me exponía a que me atropellasen e incluso a despeñarme, o la de permanecer en el Peugeot a la espera de la vuelta a la normalidad o de una señal del tipo que fuese. Me temí lo peor. Cerré los ojos y apreté los párpados. No encontré luz para iluminar la oscuridad y entonces, con aquella acción, sin pretenderlo, busqué más oscuridad. Obscurium per obscurius, nos dice el pasado de los maestros herméticos. Pero parece que ha pasado demasiado tiempo para atender estos consejos de la sabiduría más antigua. Hoy la única opción a esa alternativa solo nos la ofrece la locura. Sin embargo, todo el mundo repudia este estado a pesar de la admiración que se siente ante las grandes preguntas de la existencia y esta inexplicable actitud mental. Nadie quiere lo oscuro. No ha quedado ningún intersticio en los muros de la historia por el que poder observar otro paisaje que no sea confortable y placentero, y mucho menos si es interrogante y desconocido. En ese acto reflejo ante la oscuridad yo también habría huido si hubiese podido hacia cualquier forma de materia, aunque ésta hubiera podido sepultarme. La locura anula el miedo fundado porque se basta sola. Busca una salida desesperada a una existencia miserable y finita, y para ello transforma la vida del mismo modo menesteroso y perverso en fobias insufribles hacia cuestiones pueriles comparadas con el misterio de la vida y de la muerte como son la competitividad en el trabajo, la conspiración extensiva o la aprensión ante las catástrofes naturales. La locura no necesita el soporte de la carne ni de las emociones. Viaja desnuda y sin destino en busca del todo y la nada. Supongo que es el camino más corto para que nuestro subconsciente se sume en la oscuridad. Otra cuestión es que sin pretenderlo nos encontremos en ésta y sin estar locos; y así me hallaba, a no ser que mi desconocimiento sobre mi psique fuese tan profundo como para sufrir algún trastorno mental crónico hasta donde se pierden mis recuerdos. Supongo que a causa del gran esfuerzo incogitado de intentar buscar en la oscuridad perdí la conciencia. Ahora me pregunto por qué no tuve la suficiente fortaleza para soportar la realidad. Por qué no pude sostener el suficiente tiempo ante aquella realidad la pregunta hacia los motivos o las razones de su precipitada aparición, del porqué de aquella especie de mónada arbitraria, ya fuese propia o colectiva. Sé que nada de todo aquello tiene ninguna explicación ni ningún sentido. Sin embargo, siento que lo sucedido era inevitable, puede que hasta substantivo en mi destino. Nunca me he atrevido a hablar con nadie de todo esto. Sobre todo porque a mi edad es demasiado tarde para permitir que cambien mis características distintivas. No puedo permitirme frivolidades de este tipo. Ni siquiera con la mejor de las intenciones de ayudar a otras personas que sufren a diario las consecuencias de tener sin más remedio que pensar a través de los orificios de su cuerpo, de tener que sentar el culo y pensar con la boca. Mis debilidades no deben echar a perder un buen puñado de años de buena gobernanza y una buena reputación profesional ganada con mucha sagacidad y desvelos. ¡Qué pensaran de mí mis clientes si se enteran de que a plena luz del día me absorbe la oscuridad más absoluta! No obstante, tras aquel pliegue o contracción temporal, ya fuese en el exterior o en el interior de mi cabeza, sospecho que tal vez mis preferencias y hábitos más placenteros con los que tanto disfrutaba no sean tan caprichosos e impropios de una conducta convencional o una buena salud mental. Desde aquel momento no puedo evitar dejar de pensar en la incómoda idea de que todo lo que pensamos por nuestros orificios corporales nos impide que averigüemos qué habita en el interior de nuestras cabezas. Intuyo que quizá si nos liberásemos de la obligación de tener que ganarnos el pan con nuestro sudor, o al menos de la preocupación de conservar el valor de nuestras riquezas materiales, obtendríamos motivaciones inéditas para aliviar el peso de nuestras vidas. Sólo es un pálpito pero algo me dice que he pasado la mayor parte de mi vida en lugares equivocados. Quizá una crisis nerviosa desembocó en un episodio paroxístico del que solo recuerdo un torbellino de imágenes. Éstas se presentaron aleatorias, de modo sucesivo o superpuesto. Creo que en primer lugar aparecieron las relacionadas con mis traiciones. Pude ver los rostros, unos apesadumbrados y otros iracundos, de antiguos amores y amistades a los que hice daño a causa de mi egoísmo o mi torpeza. Sentí con cada uno de ellos dolor y arrepentimiento, pero ninguno destacó en intensidad o exclusividad por encima de los demás. Supongo que después aparecieron los de quienes me habían traicionado en mi pasado. Sin embargo, solo pude reconocer el mío entre un amasijo enorme de cabezas y extremidades humanas. Todo se mezcló poco después con unos vientos gélidos y nieve en las interminables llanuras de un desierto. Alimañas devoraban corderos y soldados aterrorizados perseguían a mujeres maniquíes. De fondo había un fuego que se perdía en las alturas de un cielo incoloro pero tangible. Cuando se interrumpieron las imágenes sentí que unas manos se posaban con suavidad en mi espalda y de nuevo en la negritud la voz de mi madre tronó en un infinito anecoico: “Mira la gloria de antes que comenzara el mundo”. Quise preguntar por la razón de aquella oscuridad insoportable pero en lugar de hacerlo abrí los ojos y vi mis manos ensangrentadas. Mientras me aseguraba que el acero tomaba la forma oficiosa de espiral de tres vueltas y se ceñía perfectamente enganchada a la forma de la clavija, con mi dedo índice puncé con fuerza el bordón del “Re sostenido 1”. Tres gotitas salpicaron mi lente izquierda y comprendí que pertenecían a un ser vivo. Cuando comprobé que estaba poniendo perdidas de sangre las teclas a la altura de los pilotines se acercó Abilio y me pidió que parase un poco para curarme la herida que me había provocado en el dedo la punta del cable. Me dio una gasa y me aconsejó que la presionara unos minutos contra la yema del dedo. A pesar de que las manchas de sangre estarían siempre ocultas tras la tapa frontal del piano y nadie podría ver el desperfecto, le pedí disculpas ante mi negligencia por haber manchado las extensiones de las teclas con mi sangre. Él me dijo que aquello no tenía importancia y que no tenía que explicarle nada a alguien que había trabajado más de una vez con las manos y el cuerpo herido, y hasta con fiebre en el tajo de la mina. Accedí a su petición ante todo para demostrar mi profesionalidad por la solicitud de un cliente. Apenas me quedaba tiempo para cumplir con mi horario como lo tenía planificado. Todavía me quedaba una bordona por poner y sabía que si le preguntaba por deferencia por su servicio en la mina podría atizar las brasas ocultas bajo la ceniza de su condición laboral de jubilado y eso podría suponer tener que atender a una conversación que entorpecería mi trabajo y se comería mi tiempo. Fue inevitable. Pregunté a Abilio por su experiencia en las minas a cielo abierto e inmediatamente comenzó su monólogo. Su voz era agradable. Poseía un timbre adecuado para ser un buen tenor. Tal vez habría cantado en el tajo para aliviar la crudeza física. No se lo pregunté. Preferí que continuara con la introducción para estimar mi posterior implicación verbal mientras fijaba la mirada en el entorchado de los bordones y presionaba mi escandalosa herida. En su pausada dicción puso especial énfasis en la angustia que se generaba entre los trabajadores de la empresa como consecuencia de los constantes y amenazantes expedientes de regulación de empleo. En aquél momento recordé que para Pitágoras el sonido que produce la pulsación de una cuerda según su longitud es la medida del universo. Tuve la tentación de volver a oír la medida del bordón que acababa de poner pero no sé por qué me reprimí en el momento justo que Abilio nombró la palabra “traición”. Cerré de nuevo los ojos y la voz de mi cliente se fue perdiendo gradualmente. Como si yo abandonase el salón en el que nos encontrábamos y el continuase hablando, al tiempo que yo me ocultaba a ciegas en otro espacio de la casa y que la vibración de la cuerda del Fa sostenido 1 subía la intensidad y el número de hercios en el interior de mi cabeza. La medida de un universo ajeno a todo lo que está fuera de ella, a nada de lo que hago con mi trasero y mi boca. Tal vez buscaba su afinación perfecta. Reconocí el patio de la casa de mi infancia, pero yo era muy mayor. Era un anciano que manipulaba piedras de cal viva con unas manos muy arrugadas y repletas de melasmas y las arrojaba a una enorme tinaja llena de agua. La reacción exotérmica de los dos elementos era tan violenta que el vapor que emergía del agua difuminaba y transformaba la geometría de las paredes, esquinas y bordes de las tapias y se confundía con las pilistras, monsteras, fabiolas y rosales, hasta formar la misma atmósfera opalescente que se producía cuando vivía la misma acción en mi infancia. Escuchaba las conversaciones de mis padres y de mis hermanos, e incluso el trasiego de los patios y corrales colindantes con las onomatopeyas características de los animales de corral. La implacable luz del sol se habría espacio y se filtraba en medio de la densa nube de vapor de la que mi cuerpo también parecía que formaba parte. Para hacer la pintura de cal mi familia iba y venía durante días alrededor de la tinaja para remover con un gran palo y lograr una equilibrada mixtura, hasta dejar con unas enormes brochas las superficies descascaradas perfectamente encaladas y blancas. Cuando se terminaba el trabajo parecía que la casa se había preparado para que todos nos quisiéramos más y nos quedásemos a vivir allí para siempre. Era muy incitante respirar la toxicidad del vapor de la cal viva. Era como si pudiese inspirar la tierra que nos da y nos quita la vida, como si después de un extenuante y largo viaje regresase y me abandonase en el lugar perfecto para mi eternidad. Creo que en el interior de mi cabeza la riqueza cromática de todos aquellos colores potenciaba al máximo la estimulación a la que tanto me había gustado abandonarme durante toda mi vida. Sentí que mi cuerpo se esfumaba lentamente por mi trasero y mi boca. No sabía si era la muerte, y si ésta era imprescindible para perderme definitivamente en el interior de mi cabeza, pero si así era no me importaba en absoluto. De pronto sentí una leve brisa fresca en mi rostro. Durante un instante no fui nada. No poseía cuerpo. No había nada a mi alrededor. Me encontraba suspendido en un vacío cerúleo sin sol ni tierra. Me dije que efectivamente que aquello podría ser muy parecido a la muerte y comprendí que elegir la ruta de la HU-4103 no fue producto de un acto caprichoso y negligente. Parece que el flemático viaje me condujo hasta el hueco más recóndito de mi cabeza. A un lugar en el que no hay apetito ni deseo. Todo lo que conocía del mundo y de la vida se redujo a una explosión fugaz de imágenes y sabores, a un suspiro del mundo en el que fui sujeto pasivo y activo a la misma vez. De una forma sencilla todo me fue dado y pude observar la infinita existencia del universo y disfrutar y sufrir de todo lo bueno y lo malo que un ser humano pueda soportar. Acabé mi trabajo en Nerva y a la vuelta me incorporé a la A-476 para poco después tomar la A-461, y finalmente terminar la vuelta por la N-435. Me despedí de Abilio y de Charo, su mujer, con toda la afabilidad que las prisas me permitían. Todo se había torcido. Abilio me abonó el pago pactado en el presupuesto y de algún modo sentí una relativa satisfacción por la sencilla razón de haber realizado mi trabajo, pero me alejaba del lugar con la sospecha de que el dinero es la excusa perfecta para olvidarme de lo que se oculta en el interior de mi cabeza y de que había una cuestión de importancia vital que no había sabido o no había podido solucionar desde que comencé mi vida laboral. Supongo que en algún momento experimentaré la necesidad de compartir con alguien lo sucedido en la HU-4103. Sin embargo, como ya he detallado antes, existe una demanda en el interior de mi cabeza que me impedirá hacerlo, una voluntad postulante que desconozco y que se niega a que la descubran a través de mi trasero y de mi boca. De vuelta a casa siempre me gusta encender la radio, y dadas las circunstancias busqué en el dial alguna historia que me calmase, ya fuese con palabras o con sonidos. Tenía que pensar cómo organizarme para atenuar el estrés galopante que ya había acumulado. Rechacé la voz de una mujer muy joven que nombró la palabra “sobrepeso” y opté por quedarme por la de un hombre que anunciaba el precio del barril de Brent con una melodía excesivamente rítmica de fondo. Era evidente que llegaría tarde a mis clases si paraba para almorzar en casa. A mi paso por Zalamea la Real pude ver como cruzaban por un paso de peatones un grupo de escolares que acababan de salir del colegio acompañados por sus progenitores. Los adultos ayudaban portando las mochilas de los pequeños que brillaban por sus llamativos colores con los rayos del sol de diciembre como los charcos refractantes que se forman tras una breve tormenta. Me pregunté cuánto tiempo hacía que no llovía. El periodista anunciaba que el precio del Brent se había estabilizado. Era una buena noticia. Los niños podrían continuar creciendo bien alimentados, con sus espaldas bien erguidas, y sus padres podrían mantener sus hábitos diarios. En el armario de mi aula había unas galletas y una botella de agua. Suerte que me he acostumbrado lo suficiente a pensar con mi trasero y mi boca. No todo era oscuridad. Al menos de momento el oro negro brillaba al final del túnel.