1.
El corte en
el antebrazo derecho no es demasiado profundo pero el calor que produce y la
abundante sangre le obligan a salir de los recuerdos. La herida de unos cuatro
centímetros, paralela al radio y al cúbito no ha sido a causa de las espinas de
las zarzas. La alambrada que instaló el dueño de la tierra colindante tras
comprobar que él con la rodada del Land Rover estaba haciendo un nuevo camino
en su propiedad era la causante de la herida. Se da cuenta que se ha manchado
las runner Nike verde pistacho, casi recién estrenadas y compradas por muy un
buen precio como par suelto, con unas gotas de sangre. “A este capullo
cualquier día lo mato”, murmura, buscándolo a su alrededor, por si acaso está
perdido, como lo ha visto en otras ocasiones, entre las hileras de olivos que
se pierden por la pendiente abajo desde el borde de la rodada. El “capullo”,
como él lo llama, es un exconcejal muy curtido en la política local y
provincial, en la política humilde de las medias distancias, es decir, en los
negocios bienhallados que llegan impuestos desde un lugar de la nube gracias a
la oraciones encomendadas y al trabajo bien hecho a pie de las urnas
electorales. “Qué importancia tiene para mi conciencia un muerto de más o de menos”.
Este discurso le daba miedo en realidad. Cuando tuvo que darle el tiro de
gracia a Mor sintió el mismo escalofrío que cuando Freddy lo arrastró como una
alfombra y lo metió en el maletero del Panda. Para él es indistinto del lado
que estés ante la muerte, hay un instante en el que víctima y verdugo comparten
la misma ilusión en el umbral en el que todo es y a la vez no es. Él no quiere
saberlo pero lo sabe, y además sabe que es adicto a pisar tal umbral.
Cuando vio la
tarjeta de identidad biométrica de Senegal se sintió aliviado. Es evidente que
tras comprobar la identidad continuaba mirando a su alrededor como una fiera
enjaulada, pero no lo es menos decir que allí Mor no era nadie, que podía
decirse con total tranquilidad que ni había pasado por el lugar. A pesar de su
identidad biométrica si alguien lo echaba en falta sería un compatriota, o
algún habitante de las chabolas en las tierras tóxicas de la periferia de la
ciudad, algún individuo eslavo o de su misma raza. Le acababa de quitar la vida
y no se le ocurrió pensar otra cosa que tal vez estuviera asistiendo a los
últimos minutos del anonimato de la historia. ¿Qué ser humano podría pasar en
breve sin identificar a través del arco iris de su propia imaginación si los
mecanismos de reconocimiento de la autoridad competente funcionan a la
perfección gracias a la voluntad de filiación del mismo sujeto? Ni siquiera en
sus propios sueños podrá acceder a otra cosa que no sea un mundo que le es
siempre ajeno. Tan difícil es hacer desaparecer a alguien como tratar de
desaparecer tú mismo en un mundo que no da tregua a la impostura del anonimato.
Pero él lo lograría.
Había enterrado el cadáver en la base de un
berrueco, lejos de la erosión natural del agua ante una hipotética repetición
típica de las borrascas en los inicios de la primavera. También tomó la precaución
de embutir el cuerpo con una bolsa mortuoria impermeable antes de ocultarlo,
pero lo había hecho a poca profundidad y sabía que los jabalíes hambrientos del
parque se acercaban últimamente demasiado a las primeras casas de campo
buscando restos de comida que los propietarios dejan tras los fines de semana.
Era imposible que alguien presenciara la ocultación del cuerpo en una
noche tan oscura y en un paraje tan
solitario. Aprovechó la poda de un olivar cercano y quemarla para hacer un
túmulo de ceniza en honor al más ignorado que perdido africano, según creía
él, encima de la tierra removida. Era al
menos la tercera vez que la inercia de las emociones le conducían al sitio,
como él lo pensaba, el lugar del accidente. Había intentado sin éxito en una
ponencia del jefe forense de la provincia sacarle información sesgada acerca de
agresivas quemaduras halladas en cuerpos encontrados por muerte violenta, sobre
todo entre los asesinatos producidos en la comunidad moldava o ucraniana. Los
rostros completamente desfigurados a causa del efecto del ácido fluorhífrico
parecían más una medida para acentuar el pánico en el asesinato ejemplarizante,
incluso una chapuza de sicarios novatos, que un procedimiento serio para borrar
las huellas de los crímenes. La serie televisiva Breaking Bad, con el uso para
el mismo fin del ácido en cuestión, le dio el conocimiento de un ácido oxidante
de mayor eficacia. Era una señal
excesiva de desprecio a la comunidad creer que por ser jefe de la policía local
estaría siempre lejos de toda sospecha de aquel “accidente”. Él en el fondo era
arrogante, a pesar de toda la verborrea de barra de bar y de vendedor de
papeletas de sorteos benéficos, se sentía superior a casi todo el mundo. Y el
“casi” era en realidad un sentimiento que se
infería a causa de su permanente actitud de desconfianza a todo lo que
le rodeaba, tanto en el plano general del mundo y las cosas Roussoniano como en
el particular de la unicidad e indivisibilidad de los detalles Blakesianos.
Ambos eran para él, sin haberlos estudiado, sin ni siquiera haberse molestado
en hallar, una referencia filosófica o de pensamiento a sus conclusiones
personales, iguales de inútiles y perniciosos. El aserto “No te fíes de nada ni
de nadie” era su salvavidas para intentar no pagar nunca el precio de la
renuncia con el coste de su infelicidad. Buscar con fe el amor y la confianza
en alguien le impedía verse a sí mismo como un secretario exclusivo del
universo, y apostarse en la observación del mundo como espectáculo o cuando
menos objeto digno de análisis le negaba la posibilidad de sentir la vida como
experiencia ineludible que asume inopinadamente e intempestivamente todo
individuo, de padecer y disfrutar de la carne, la sangre, las lágrimas y las
risas de los demás. El resultado final en la actitud de dicha arrogancia era el
de un personaje que debe trabajar, por dictado de una autoridad extraña y
anónima pero tácita en el día a día de los gobernados en las sociedades
transmodernas, en una obra como único actor en varios papeles distintos e
incluso opuestos en los intereses. Era histriónico en toda la dimensión del
término, por su logro y empeño de disimular la frialdad y cálculo de su
verdadera naturaleza. Quizá su mayor éxito en las relaciones sociales e incluso
personales se basaba, y él lo presentía y cuidaba como su único tesoro, en su
ilimitado talento para adaptarse a las circunstancias según el momento y así
demostrar su capacidad de compromiso con uno de los valores más apreciados y
también más subjetivos en la historia
del mundo, el de la lealtad. Concepto o idea consecuentes siempre tras la
experiencia pero que jamás resulta tan impoluta y esplendida como en su
concepción y en el sentimiento que genera. El resultado decreciente en la práctica de la aplicación
de la lealtad, siempre se ha visto de un modo ostensible como lo contrario a la
traición, y no como un atributo indisoluble del mismísimo Demiurgo. Pero, ¿Acaso
en el empeño de que funcione la implacable reivindicación de esta virtud, no
subyace siempre la sombra de la duda del sujeto que la enarbola ante la mínima
posibilidad de que el objeto o persona a quien se aplica no suponga en realidad la autenticidad de lo que se presume o quien
dice ser? ¿Y una vez que asoma tal sentimiento de tibieza o incredulidad frente
a la pureza de lo que se defiende no sentimos que nos traicionamos a nosotros
mismos si adoptamos dicha actitud sobrevalorando sus propiedades éticas e incluso
terapéuticas? Si no estás seguro de la exactitud en la naturaleza de las cosas
que no dependen de ti, estás condicionando tus criterios acerca de tu situación
en el mundo, tu capacidad para catalogarte como agente social bueno o malo, no
solo en el sentido de tomar decisiones que pueden afectar a la vida de los
demás, sino que además con todo te posicionas desde tu propia subestima como un
ser que no sabe cuidarse lo suficiente y que necesita ser leal a todo lo que le
rodea como señal de respeto y agradecimiento. Si continuamos con la secuencia
de derivaciones que provoca la duda acabaremos en el universo consectario de la
laxitud de conciencia, que puede conducirnos en primer lugar a la aceptación de
tal estado de conciencia y más tarde también a la aceptación de la mentira. Y
todo gracias a la contemplación abúlica de amor al prójimo como máxima de la
ciencia social. De este modo, según esta narración, parece que la mentira que
queremos evitar es mera consecuencia de la duda que genera el incondicional
empeño por la lealtad. Es cierto que nos horroriza pensar en el aspecto de la
bestia que se esconde tras el vaporoso muro que nos separa de ella. Sin
embargo, no es menos cierto que, como en el mito de la caverna de Platón, la
proyección de las sombras, de la bestia, nace de nuestra ignorancia y del miedo
a una realidad que por su aleatoriedad
creemos perjudicial e inasumible. Por esto el mal mayor es la traición, es
decir el instante de terror en el que se
desarrolla la duda ante la lealtad. La aceptación de la traición es la ruptura
con el deber y la fidelidad. Pero, ¿en cuanto a qué y por qué se establecen
estos dos conceptos últimos?
Obedecer en el
deber de no menoscabar el amor congénito e incluso fraternal, de no blasfemar
contra el hecho sagrado o la justicia instauradas en base a unos intereses
individuales o colectivos, desarrollados para preservar el juego pactado entre
el gobierno y la obediencia de los gobernados podría ser en definitiva sobre la
práctica la función y uso de la no-traición, de la respetable e hierática
lealtad. Para él, la ausencia de traición es imposible sentirla porque es
incapaz de acatar las reglas y las órdenes de ningún dogma ni poder
establecidos sin un atisbo de objeción. Quiere, igual que individuos como
Ludwig Wittgenstein (un santo y mártir de la épica postmoderna), que se dejó la
vida en ello, creer en Dios a toda costa sin conseguirlo ni un solo segundo de
su vida. Pero sabe, tal vez por el tiempo en el que le ha tocado vivir, gracias
a individuos como Ludwig que escudriñaron en el lenguaje y lo dejaron a la
altura de una vil y miserable artimaña de los hombres contra los hombres, que
es inútil que se resista a la desconfianza y al entredicho con Dios y toda su
creación. No obstante intuye de qué está
hecha la naturaleza del tejido social y
de las relaciones humanas y se mueve en ellas con la llave de la traición bien
guardada. Esconde la clave en el bajo vientre, siente la energía en este lugar,
y que irradia desde el mismo hacia el exterior la toxicidad de la traición para
evitar el error de la candidez, y hacia su interior, dirigida a su alma, como
bien diría un ateo que intenta distraer la atención de Dios con las mismas
cosas de Dios, concentra la no-traición en su cándido país interior. Lo que
parece un absurdo y disparatado oxímoron se produce en el país interior con la
aplicación de la lealtad para combatir los efectos de la misma lealtad, de modo
que su corazón solo viva, sienta y vele para sí mismo. La comunicación hacia la
comunidad de sus buenas emociones y sentimientos son sus mejores cualidades
para establecer buenas sintonías desde los intereses más banales hasta los de
mayor compromiso. Confidencias y delicados secretos profesionales que podrían
comprometerle mucho más allá de sus competencias periciales ha debido custodiarlos en compañía de testigos
a los que ha debido sobornar gracias a una fría empatía colectiva a la que ha
concurrido junto a una camarilla de políticos locales y miembros de
asociaciones religiosas y deportivas. El narrador la considera camarilla porque
es una evidencia que actúan directamente sobre la gestión de los fondos
públicas administrados desde el pueblo, pero para este, según consta en las
manifestaciones populares acerca de la política y la economía, se trata de una caterva temida y despreciada a la que hay
que soportar si se quiere conservar el privilegio de la pasividad; y visto
desde un punto de vista meramente analítico si el pueblo quiere limitarse a
ganarse la vida y vivirla como un derecho concedido por la misteriosa justicia
divina, este debe ser el precio que se debe pagar por optar por la mecánica
mundana en la elaboración del fruto regalado por lo divino. Con el veneno
anestésico del bajo vientre, igual que si se tratara de un semen gaseoso y
radioactivo que contamina todo, cultiva
con amabilidad y muchas veces también con diligencia, cumpliendo con el papel
de un ángel funcionario de la justicia divina, el sentimiento de igualdad y
reciprocidad con sus semejantes.