miércoles, 13 de junio de 2018

DEPH












Fragmento de mi novela postuma ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península ibérica en septiembre de 2966.











Herman Melville en el catálogo de cetáceos en su libro Moby Dick cuando hace referencia al Cachalote lo hace como Infolio, como el libro antiguo más grande, de treinta y tres centímetros de alto o más. El resto de cetáceos son inferiores en tamaño y la comparativa se reduce a libros más pequeños. Para este autor cada especie es un tipo de libro. Tal vez si hubiera sido inmortal habría concebido a cada ejemplar como un capítulo de libro de la especie. Melville y otros como Cervantes o Tucídides habrían escrito tanto en tal caso que hoy no sería imprescindible la tecnología digital. Tal vez no existiría la informática si fuésemos inmortales. Aunque es cierto que ya ha habido autores como José Saramago que se han parado en medio del tiempo, ese que resulta a la vez tumultuoso y aciago ante la vertiginosa muerte, para intentar demostrar que la inmortalidad nos traería demasiados problemas de orden práctico que paralizarían cualquier progreso en la ciencia y hasta en el orden espiritual de la humanidad. Cabe la posibilidad de que la muerte nos sea inevitable además de imprescindible. Pero Moby Dick si es inmortal, y el lince embalsamado por Antonio también lo es, se dijo. Lo único que ha logrado la cultura de occidente con la extrema atención a la singularidad del individuo es la muerte de este. Claro que en realidad esa reivindicación de la exclusividad se ha dado sobre todo en la literatura y no como principal objetivo de deber inexcusable como por ejemplo documentos fundamentales firmados y aceptados por casi todas las naciones. Con la literatura ya se sabe, no es más ni menos que un libro en blanco. Es un espacio virtual de lo imposible que mientras permaneces en él convierte lo ajeno en permeable. Allí todo es posible durante el discurso. En cuanto este se paraliza el espacio es el de un laboratorio fuera de servicio. La singularidad del individuo se ha llevado hasta cotas de prodigio. Con el carácter narrativo que lucha contra la inercia colectiva de la sociedad que aniquila al individuo en su inocente y vano intento de salvaguardar sus sentimientos y emociones, únicamente se pone en relieve la intrascendencia e inoperancia de estos para la envergadura de los intereses comunes. El principal efecto en Facebook o Twiter de cualquier reivindicación de intereses individuales e incluso grupales es el de indiferencia, y en muchos casos  hasta el rechazo frontal de las demandas. Nadie se salva de ser sospechoso de ser un usurero o malversador. Las demandas en las redes son como la carroña. A poco que se huela con los primeros comentarios aparecen los primeros oportunistas como forenses con sus bisturíes para mostrar las sustancias  contagiosas que el inofensivo cadáver ocultaba. Quienes demandan hacen saltar las alarmas del sistema como ocurriría ante las peticiones de ayuda de un enfermo o de alguien que corre peligro. Pero el misterioso efecto que causa es la de estimular sentimientos de angustia y miedo en una realidad extraña que debe ser muy parecida a un subconsciente colectivo. Puede tratarse de algo peor, porque todo el mundo le ve como un impostor que antepone la ciega desesperación a la justicia sin importarle en absoluto los posibles daños colaterales, como a un hijo bastardo de la Hibris, como a un autócrata que utiliza la farsa más vulgar para convencer a los navegantes menos inteligentes.  Las postulaciones y reclamaciones acaban denotando siempre sospechas de desmesura. Una desproporción en una dimensión en la que se valora demasiado el decoro de la alienación. Una actitud insolente y egoísta que pone en peligro los intereses ajenos. Porque en la práctica la naturaleza de las intervenciones en las redes sociales no persigue otra cosa que salvaguardar e incluso rentabilizar los propios intereses imponiéndote con ardides y malas tretas, y no esa gran mentira que todo el mundo pregona  de compartir el ocio y la información. En el fondo ni siquiera en ese activismo de empresas colaboracionistas como por ejemplo Blablacar, Airbnb o Uber  que nos ha dado la horizontalidad en la red en la batalla contra las zonas de concentración del capitalismo, con el carsharing y el futuro blockchain será capaz de hacer las veces que lo ha hecho la literatura por la singularidad del individuo. En realidad la literatura es el único punto de apoyo que tiene la humanidad para imaginar que mueve el mundo como si este fuese leve y mutable. La visión que nos ofrece la dimensión  de la producción y la economía en general es tan atroz que si no fuera por la alotropía que se presenta en los momentos y lugares más insospechados, por esa materia ambigua de la pus que aparece en los tejidos inflamados e infectados de la misma dimensión todos moriríamos  la certeza de comprenderlo todo. Al principio vendieron las redes sociales con la aureola de los campeones modernos de la comunicación, de un nuevo altruismo para mitigar los males endogámicos que sufríamos antes de que inventaran la red. Ahora se vende como el pan, igual que un producto de primera necesidad. Si no apareces nunca en las redes sociales en apariencia eres un ciudadano respetable como cualquier otro, pero obsoleto e inútil para futuros planes. Esto incluye desde los planes de defunción hasta los de amores por llegar. En la nueva era de la transmodernidad es vital para tu suerte,  que aportes la energía de tu singularidad, esa tan desarrollada gracias a la literatura, para molerla, exprimirla y convertirla en comida para el rebaño, en pienso hipersaturado de nutrientes para que los ejemplares de las nuevas generaciones aporten sus singulares  actos y pensamientos por el bien supremo de las economías de nuestras repúblicas y monarquías altamente inmunizadas. Los brazos TH1 y TH2 de sus sistemas están tan desarrollados y equilibrados que resulta imposible la aparición de cualquier enfermedad por leve que sea. No se contempla, al menos a medio plazo, la irrupción de brazos TH2 como tumores o alergias de la virulencia de salvadores como Mahoma o Jesucristo. Dichos brazos son contraproducentes para la existencia serena que requiere la gestación de mejores inversores. Hablar de literatura, palabra que procede del latín literatura, es hacer referencia al litterator. Un maestro de escuela que enseña la lectoescritura y las normas de expresión correctas del latino, que a su vez proviene del  término littera. Cuando evoluciona se le aplica al letrado y al escritor, es decir al sabio, docto e instruido, aunque tal vez por defecto de fe en un momento de la historia en los escasos seres que sabían leer y escribir se aplicó con veneración y también por pura necesidad a los que estampaban las leyes con letras en papel. El escritor no tiene que ser precisamente un sabio, docto e instruido. Se le otorga el título de autor de literatura, aunque no sea ni maestro  ni letrado. Quizá en esta diferencia podamos hallar los defectos que muchas veces  hacen la mayoría de los escritores de la literatura un despropósito. Las editoriales, vendedoras del humo de la susodicha singularidad y enriquecidas hasta niveles que ni ellas mismas podían imaginar, han perpetrado, y continúan haciéndolo, crímenes contra la educación,  la inteligencia y la dignidad más elemental. Mediante sus sofisticadas estrategias de ventas para alcanzar al mayor número posible de  analfabetos funcionales han conseguido la increíble proeza de que estos se sientan singulares. Tanto que los mismos terminan asumiendo que aunque sean incapaces de comprender el orden jerárquico de instrucción en el que se encuentran tienen legitimidad para participar en el negocio de vender su ignorancia en realidad como las inquietudes e imaginación de quienes deberían ostentar el derecho de que “Los humildes son los herederos del cielo y la tierra”. Por otra parte no deberíamos olvidar que el vocablo latino littera se vincula a la raíz indoeuropea deph, que significa estampar y grabar golpeando. Parece que hasta los más ignorantes y los más humildes están llamados a registrar su paso por el planeta. ¡Qué mejor modo que iniciar esta costumbre que dejando constancia en el suelo y el horizonte, en la piedra y la descomposición de esta como si el mundo fuese una inmensa página por escribir!