martes, 14 de enero de 2020

SACIEDAD (ZOOS XVII)






Una de las hipótesis que podría explicar la aparición del brote la encontraríamos en la constante que ha acompañado al ser-humano en casi todas las evagaciones anteriores, en su innata capacidad para vivir cabalgando sobre el miedo. En cualesquiera de las decisiones y ejercicios que conlleva sus ejecuciones, antes, mientras o a posteriori de la transformación del deseo o incluso de la necesidad que los motivaba en una meta inevitable, hubo siempre una contraindicación, o al menos una leve variable emocional que le hacía dudar al individuo, ya fuese por empatía con los sentimientos y emociones “del otro” o por la menesterosa medición de las propias posibilidades de éxito. Esta cuestión condicionante era simplemente la incertidumbre de no saber nunca cuándo y cuántos daños o perjuicios indirectos podían presentarse tras la transformación o la inalterabilidad  de la ejecución de sus deseos.  Podríamos decir sin equivocarnos que la gran tradición de ir hacia la apropiación de los objetivos materiales e inmateriales que se consideraban de derecho para el desarrollo de la autoestima personal como una ejemplificación pedagógica del bien común, estaba falsamente fundamentada. No es posible realizar el bien para la comunidad partiendo de traumas como el empeño de alcanzar el objetivo del liderazgo, aunque fuese con tintes filantrópicos, a pesar de los daños colaterales que se ejercen sobre “el otro”; así como tampoco la aceptación de doctrinas, ideas o tecnologías desconocidas por la comunidad. La fractura que se origina sobre el espacio en el que tiene lugar estos fenómenos da lugar al paroxismo de sufrir al mismo tiempo el nacimiento y la muerte, la mutación de un semoviente sagrado y productivo en un símbolo obsoleto y el miedo y la desconfianza ante la cosificación inédita como artificio al que se le debe obediencia si quieres adaptarte al medio.
  Los humanos, en una actitud erosiva y de agotamiento ante el miedo, que le abocaba a la atonía mental, no supieron o no pudieron hallar otra salida a miles de años de continuos enfrentamientos. Con ello, el sufrimiento de la comunidad ante la impotencia de no poder proteger a ninguno de sus miembros, incluidos sus líderes más poderosos (especímenes por otra parte, que, a pesar de la seducción que han ejercido sobre individuos incapaces no ya de encontrar sino de buscar caminos en la dirección de sus vidas,  jamás pudieron demostrar que sus virtudes perdurarían traspasando los filtros de las generaciones de individuos desconfiados ante la legitimidad del poder), debilitó tanto al vigor de las masas que estas acabaron mimetizando los procedimientos adoptados por el individuo depresivo, en apariencia abatido, desanimado, enervante y melancólico, pero en realidad cimentado sobre la ascendencia de sus antepasados y el inapelable veredicto de la naturaleza. Tal como apuntaba Cirlot en su entrada del diccionario de símbolos sobre la carta sin número del Tarot, el loco es representado con su pierna izquierda (el inconsciente para el autor) mordida por un lince blanco; esta mordedura es un residuo de lucidez (remordimiento). Esto no le detiene, antes le empuja hacia adelante, hacia el fondo, donde aparece un obelisco derribado (símbolo solar, logos) y un cocodrilo dispuesto a devorar lo que debe retornar al caos. Todo se corresponde con una ciega impulsividad y con la inconsciencia. Para otro autor, Schneider, al Loco se le relaciona con el bufón. Para él en las ceremonias y ritos medicinales médico y enfermo intercambian el rol de “loco” y reaccionan por el delirio, el baile y las “extravagancias” para invertir el orden maligno reinante. Este personaje está demasiado alejado del Loco, de la locura que se apodera del mundo en la IX evagación. Las víctimas de la pandemia no son dinámicas y mucho menos creativas. La locura, la privación del juicio, la aparición de lo anómalo y de la sorpresa no sopesó nunca otra solución de continuidad que no fuese el suicidio. De lo que se infiere que no se trataba de una continuidad precisamente de la especie humana. Tal vez en la inconsciencia de los individuos de esta fase se encontrase una algoritmia tácita que los condujo como única salida a la pasividad más extrema. A una calma exclusiva que solo la locura puede ayudar a comprender. Pero no debemos equivocarnos con esta sustantivación. La calma referida es el nombre que mejor se aproxima a una inactividad jamás conocida en las relaciones grupales. Cualquier ser humano capaz de retirarse del mundanal ruido no mucho más de cien años antes de la pandemia, y regresar aún con mínimo de lucidez, nunca habría dado crédito a lo visto. Presumiría que la humanidad habría sufrido un envenenamiento irreversible de orden neuronal o una hipnosis como arma de guerra inducida por seres de otros mundos. Nunca pensaría que la droga maldita la lleva consigo él también y se halla diluida en su sangre desde un inopinado e hipotético pecado original. Algunas voces analistas dijeron tras esta fase que tal vez ningún ser humano contemplase en su conciencia la posibilidad de culminar en suicidio todo el proceso. Quien o quienes narran, o el procesador y acumulador de textos competente para darle forma a estas miles de palabras con una voluntad o al menos una volición crítica perdida dentro de la nube, salieron indemnes para satisfacción tal vez de algún lector, o quién sabe si ya ninguno, que quisiera o pudiera jactarse de ser fiel seguidor de la supremacía de todos los aspectos culturales que  fueron y continúan siendo contagiados por la dilatada tradición judeo-cristiana.  Pues tras la IX evagación, la política y el pensamiento, si es que se le puede adjetivar de este modo a las prácticas que se aplicaron, entraron en una dinámica retroactiva en la que los conceptos de la justicia y lo divino importaron para el fuero interno colectivo  tanto como el reglamento futbolístico. Podríamos inferir de esto que lo trascendental siempre fue, no un objetivo de búsqueda, sino un juego de actitudes para evitar precisamente el fatal aburrimiento de  la depresión hipocondriaca, para mantener alejada la impertinencia subversiva del suicidio entendido como un derecho sencillo y natural que todos los seres humanos tienen por oficio, por el aporte genético que él mismo ostenta y declara sin la más mínima voluntad de poder. Nada podría entonces en esta dimensión conocida o desconocida del universo, vivir por y para sí mismo. Nada en el juego de actitudes podría ser creado sin interferir en su realidad circundante. Y por supuesto se produjeron muchos suicidios, millones de suicidios, ante todo sin violencia, sin precipitación ni ansiedad. Muertes indolentes, en una desidia general en la que ni el pudor que siempre había sentido los individuos hacia la carne podrida, los excrementos y los cadáveres, aparecía como señal de rechazo a la autoaniquilación.
  La gente se dejaba morir como vegetales faltos de agua, de oxígeno o minerales, con tal de omitir la más leve pugna contra sus congéneres por el alimento. Morían en los espacios públicos, en sus hogares, en los vuelos intercontinentales y hasta en los desplazamientos en autobús o en sus propios vehículos por breves que aquellos fueran. La aceptación de la culpa a causa de la provocación de accidentes formaba parte en la asunción de la pandemia. Todos (o nadie) suponían que por el bien común el ritmo de las actividades y los trabajos debían continuar a pesar de las contraindicaciones de la enfermedad. El personal sanitario, a pesar de la depauperación en la que se hallaba se enfrentaba a situaciones mortales en  arriesgadas operaciones de cirugía. Prescribían incluso medicamentos incompatibles si los enfermos lo solicitaban. Los peatones eran atropellados en un paso de cebra si un segundo conductor sentía un mínimo de empatía por aquellos. El criterio principal era evitar cualquier atisbo de competencia. Miles de ascensores cayeron al vacío por culpa del exceso de pasajeros. Un día, sin explicaciones, ni acuerdos, ni notas oficiales de prensa, la gente dejó de acudir a los estadios deportivos y canchas cubiertos. Los árbitros eran incapaces de poner orden en los juegos de equipos. Ambas combinaciones decidían en plena competición  que lo mejor era hacer el juego ofensivo todos contra la misma portería o la misma canasta. La hinchada se alegraba por los mismos goles o puntos y se abrazaban en una comunión fácil e intrascendente, según se mire. Algunos, extenuados y debilitados por la desnutrición, continuaban practicando deporte, porque así lo llevaban registrado en sus manuales de costumbres para una vida más sana. Otros, quizá también por las mismas razones de manual, no interrumpían sus rezos y plegarias a sus dioses. Con esto último podríamos hacer un análisis exhaustivo del porqué el más allá y la salvación es más inalcanzable que nunca cuando sus acólitos y lazarillos no se hallan en el aquí y ahora. Las sesiones parlamentarias en las cámaras y plenos fueron poco a poco sintetizándose hasta acabar siendo efímeras comparecencias de las grupos gobernantes ante el vacío de ninguna oposición. Claro que ésta resultaba intrascendente que asistiese o no, ya que las propuestas y órdenes se aprobaban en la línea de intereses de ambas partes. Es decir, con los argumentos y bajo la interpretación parcial,  exclusiva y personal del primer parlamentario al que se le ocurriera hacer cualquier propuesta. Las leyes y enmiendas eran ajenas siempre a los intereses del pueblo. A ningún ciudadano se le ocurrió a partir de un momento determinado importunar, y mucho menos presionar a ningún agente político, con alguna demanda. Cuando ya no hubo ningún gobierno, representante de los mismos o señales de su omnipresencia,  que tuviesen que realizar ante nadie la interpretación del ejercicio del poder, la humanidad fue como un inmenso almacén de frutos en el que la putrefacción se extendía en todas las direcciones. Todos eran portadores del virus de la locura y al mismo tiempo todos estaban expuestos a un contagio más severo. Un proceso de autoaniquilación irreversible, una determinación colectiva que abocaba a todos a convertirse en cuerpos estáticos e inermes en el museo más inmenso jamás pensado. Todo estaba dispuesto para que miles de millones de piezas catalogadas alcanzaran la muerte y después la descomposición orgánica, pasando por alto el significado de dignidad que siempre habían tenido las incineraciones y las inhumaciones, con una finalidad estética sólo soportable por seres enfermos de locura contra la propia locura. Todo por una medida desproporcionada del suicidio contra el egoísmo y la maldad ingénita del ser humano. Todo como si se tratara de exposición final y definitiva en el laboratorio universal de las formas de vida sobre la impotencia de la especie humana ante la evidente realidad de odiarse a sí misma.  La coartación del instinto de supervivencia y del auxilio al prójimo tenía una intensidad tan fuerte en la enfermedad que ni el amor congénito lograba insuflar el más mínimo estímulo contra el inmovilismo. Padres e hijos se reconocían y se amaban durante las primeras etapas del contagio, pero a pesar de sentir todos ellos los sentimientos instintivos de identidad tribal y de protección, y de,  en un primer momento actuar ante el peligro, parecían paralizarse ante la imposibilidad de romper un muro invisible que los persuadía de demandar comida o medicinas, y hasta de lamentarse ante el desastre inminente. Tampoco el amor pasional, y fraternal eran fuertes como antídoto. En estos dos tipos de amor, uno por los poderes irrenunciables al deseo y el placer, y el otro por la hegemonía del liderazgo, hay excesivos lances para hacerse con el papel dominante, roles intercambiables bien definidos que  conducen inexorablemente a la práctica de la competitividad por la hegemonía.
  Muy al contrario de lo que ocurrió en los procesos de infección de otras pandemias anteriores, en la de la fase IX no hubo carencias en los almacenes de alimentos, ni tampoco se colapsaron los suministros de energía. Las actitudes de antaño ante el miedo no se produjeron y, como consecuencia, todos se dejaban estar sin cubrir las necesidades más básicas ante el despropósito de interferir en los sentimientos y las emociones del prójimo. El decálogo de los mandatos de las iglesia cristianas a sus fieles se encerraba a su vez de repente no en dos sino en tres. A los archiconocidos “Amarás a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” se le sumó “No perturbarás ni siquiera en los más superfluos e ínfimos detalles las zonas de confort de los otros”.