Había vehículos aparcados como mucho a cien metros de distancia unos de otros.
Todoterrenos con carros enganchados para los perros, pickups y hasta turismos apostados
en los márgenes del camino entre
Trigueros y Huelva daban al monótono paisaje un inusual contraste de colores y
movimiento. Vistas que por más que intento asumir como propias en sus
características y particulares como cualesquiera
otras de las que hay en el mundo, no consigo pensarlas sin el desdén por los
árboles y sin la terquedad en mostrar las suaves líneas de sus lomas, ya sean
desnudas en la piel marrón de la tierra arada o vestidas por las espigas de
trigo y los girasoles; frutos estos, nacidos gracias a las subvenciones de la
Unión Europea para la supervivencia de los propietarios de los latifundios o para
la de la población mundial.
Me preguntaba por enésima vez, de tantas veces
que he atravesado ya esta tierra en medida deportiva, una vez sufrido este
sentimiento de rechazo por tanta desolación por dicha causalidad, qué sería de este
desierto sin la vigilancia aérea de las tierras cultivadas y a qué la
dedicarían sus propietarios sin las ayudas de la PAC.
Supongo que por la necesidad o el ingenio, que
la mayoría de las veces está muy por encima
de los miedos que atan a las personas, que los titulados de las inmensas
parcelas las malvenderían o las transformarían en explotaciones de última
generación, impelidos por la obligación de sumarse así a la participación en
los mercados misteriosos de productos específicos para necesidades aleatorias
del desarrollo consumista. Podrían producir algún fruto fantástico sin piel de
injertos insospechados o biomasa no contaminante para alguna República
Independiente gobernada por consejeros y ejecutivos de las grandes empresas
eléctricas, escindida de los tratados internacionales con ánimo de demostrar la
inviabilidad y la poca rentabilidad de las energías renovables.
Me digo entonces que de momento la historia de la tierra está en buena
parte escrita por los hombres, otra cosa es por qué o quién será narrada. Así
que en la intrascendencia de la mano del homo sapiens sapiens para la magnitud
del tiempo cósmico siempre acabo imaginando que este terreno ahora meteorizado,
por el que se camuflan liebres y conejos, y se perfilan flemáticos, a causa de
la escasas piezas de caza, cazadores y perros, como las verdaderas presas en el sueño en el
interior de un desierto, volverá, como el hombre a sus orígenes, a no ser nada,
puesto que en el abandono del tiempo la eternidad es un concepto sin
consecuencias siquiera para el propio tiempo. No existirá nadie para decir “así
es esta tierra” o “la tierra es mía”. No habrá historia y por tanto tampoco
habrá tenido lugar un Apocalipsis de ningún tipo, y mucho menos traumático.
Quizá existe la posibilidad de que quede
escrito o pensado fuera del tiempo, pero para ese momento, si se me permite la
expresión, no habrá boca que lo cante ni cerebro que lo piense. Todo habrá
quedado, nunca mejor dicho, en nada.
Mientras concluía con dichos
razonamientos acerca del final de los tiempos, procuraba compensar en las
pedaladas la asimetría de mi rodilla izquierda con un mayor esfuerzo de la
derecha. La cabeza del peroné izquierdo se ha desplazado en los últimos otoños
hasta el punto de hacerse visible en el también deteriorado paisaje de mi
cuerpo. En él, un mal uso a causa de mi adicción al running y el implacable
tiempo dentro de la eternidad, han tenido consecuencias irreparables para esta historia,
en él tienen lugar, como se podrá comprobar más adelante en el texto, las
claves de esta historia.
Tendría que ser verdad aquello del “eterno retorno” que algunas escuelas
filosóficas proclaman, y además que mi espíritu acertara a memorizar el
instante a la edad de veinte años en el que en un partidillo de basket,
apoyando la rodilla izquierda, en un desafortunado giro de ciento ochenta
grados sobre mí mismo, se rompiera el menisco para sortear como en una de esas
imbéciles películas de Hollywood el instante de la eternidad que me permitiese,
no sin cierto orgullo en o sobre la naturaleza, pensar mi cuerpo igual que el
de un ciclista perfecto, sin la menor de las taras físicas, que rueda sobre estas
pistas satisfecho en la potencia propia del acto a favor o en contra de los
vientos.
Durante demasiados años mi rodilla izquierda se sometió al gobierno de
mi mente sobre mi cuerpo. En este tránsito nunca pensé que la famosa frase del escritor romano Décimo
Junio Juvenal “Mens sana in corpore sano” pudiese trascender más allá de su
aséptico mensaje, es decir, del consejo que conlleva una orden de sobriedad y
disciplina sin que nadie sepa exactamente para qué sirve el exceso de la
felicidad servida. Nunca imaginé que en el deporte, yo, que he atendido antes
que nada con gusto y preferencia las exigencias del pensamiento, pudiera hallar
tantas desembocaduras para el estancamiento de este. En el deportismo, la
segregación de las endorfinas, me han proporcionado habilidades que antes
desconocía, inopinados estados mentales a los que he llegado por obra y gracia
del simple movimiento. En el fondo no estoy enganchado a la idea de un deporte
que me proporciona salud, sino a la adquisición de unos estadios, a veces
segundos de duración, otras de casi una sesión completa, de delirio.
Incoherencias y despropósitos se mezclan con dilucidaciones sobre cuestiones no
resueltas del pasado y con actitudes muy lúcidas sobre el futuro. Por tanto no
es este una dependencia en el que encuentro siempre placer. Muchas ocasiones me
produce un extremo cansancio físico y mental. Hasta el punto de tener que
sofocar onomatopeyas más propias de animales que viven en mi interior que de la
persona que a diario ven mis familiares y paisanos. Es un secreto, un poder
oculto a mi disposición con el que puedo hacer nuevas reglas o deshacer las ya
existentes de la familia, la naturaleza, del Estado y del yo.
Quizá pueda decirse que todos y todas las deportistas solitarias son,
como yo, anarquistas en potencia. Sujetos que han saboreado peligrosamente
durante el acto la bilis del vientre hambriento de maldades, de los alimentos nocivos
que han hecho de los hombres los que son, carroñeros insaciables a campo
abierto que comen todo lo que el Estado desecha por encontrarse fuera de fecha
de caducidad. Esa bilis que en el
deporte nos corroe por un tiempo limitado despierta el apetito de la bestia que
llevamos dentro. Pero los efectos de la sustancia son tan efímeros que no suponen
ninguna amenaza para nada ni nadie, ni siquiera son tenidos en cuenta por el
Estado como efectos contraproducentes para su seguridad. Según el minutaje del
“fondo en solitario” y los años de veteranía en la práctica de esta actividad
puedes experimentar mayor o menor grado de desprecio a las reglas del juego prescritas
por los jueces y gobiernos. En este caso el desprecio propiamente dicho es un
regalo de la lucidez. Sí, en la carrera de fondo alcanzo la clarividencia, la
recompensa que siempre nos ocultará este mundo si no decidimos cobrarla. Esta
es lo mínimo que se nos debe por llegar aquí y abrir los ojos. Suponer que
debemos ser ante todo agradecidos por el simple hecho de recibir la vida tiene
las consecuencias del conformismo más obtuso y a la vez menos responsable. La
recompensa por tomar lo que se nos debe no tiene ninguna gracia, ni laica ni
divina. Es como el juego del ratón y el gato en el que la única verdad es el
miedo. Una vez logrado el método aquel se disipa y entonces comienzas a correr
dentro de ti. En la carrera sientes lo que eres. Movimiento. Una especie de
fantasma que se ha pasado toda la vida traicionando a la familia y los amigos.
Un individuo egoísta, político las veinticuatro horas del día, hasta en el
sueño, en el uso de “su razón” para someter a su antojo y voluntad los
intereses de los demás. Los negocios se anteponen, se presuponen para tener un
buen concepto de sí mismo dentro del clan. Tiene efecto hasta en la globalidad.
En la carrera tienes la sensación de que pronto explotarás o implosionarás como
lo hacen las estrellas en el cosmos. Tu existencia no es un regalo. Es
indispensable para que la vida y la muerte se fundan en un abrazo, para que no
hagas lo que no quieres, para que no permitas que te esclavicen bajo ninguna
forma de gratitud.
La prescripción
es una acepción ambigua que hemos desarrollado hasta alcanzar
la alta sofisticación en la que nos hallamos para que podamos soportarnos los unos a los
otros. Quien gobierna prescribe. Quienes sostienen el poder del gobernante
conquistan derechos por el simple hecho de someterse a las leyes del gobierno,
de la prescripción. Después todos prescriben paso a paso el castigo de que los
sujetos y sus atribuciones sean expulsados del grupo, de la comunidad, de la
nación, es decir, derogan la posibilidad real de la repudia. Dicho de un modo
mucho más objetivo, con la evolución de la prescripción a la que hemos llegado
con miedo y flema, nos prescribimos los unos a los otros antes que amarnos u
odiarnos en el mismo orden. Gobernante y gobernados se necesitan hasta el
extremo de convertir sus conveniencias en una sola y poderosa idea. Ir juntos,
prescritos, para que nadie se quede fuera.
Estos no son más que retazos interpretativos obtenidos en la
experimentación cada vez más adictiva y vinculante a la carrera de fondo. Sin
embargo, durante aquella sesión no pude obtener ni el más mínimo sentimiento o
señal de liberación contra el sistema establecido, como ya ha quedado patente
en mis explicaciones. Apenas llevaba recorrido dos quilómetros de distancia por
la pista descrita que me llevaría hasta los tanatorios de Huelva cuando, a
mitad del cordón de vehículos, a causa de mi falta de atención sobre el piso,
centrada en aquellos momentos en la observación de los grupos de perros y
cazadores, tuve una caída. Mi primer trompazo contra el suelo en años de
bicicleta.
Tras una gran piedra en medio del
camino, fácil de sortear, se encontraba agazapado, supongo que oculto por culpa
del miedo, un conejo. La imagen fugaz de
su precipitada carrera para evitar mis ruedas me indujo instintivamente a
frenar en seco. Salí disparado por encima del manillar y el azar quiso que la
línea zigzagueante que en la huida trazó el animal coincidiese con el punto
exacto de choque de mi abdomen contra el suelo. Quedó por unos instantes
atrapado bajo mi cuerpo. Tiempo suficiente para que apareciesen varios perros
jadeantes y amenazadores en busca de una presa quizá ya grabada en sus memorias
olfativas. Sentí mucho calor en las palmas de las manos y en el codo derecho. Pensé
que simplemente se trataba de un pequeño accidente que no me supondría graves
daños físicos. El animal vibró bajo mi cuerpo y se escurrió fácil para meterse
en las bocas de los canes. A escasos centímetros pude observar cómo una de las
afiladas dentaduras apresaba a la víctima por el cuello y la zarandeaba de
arriba abajo con oficio y diligencia. Tras varios segundos la lanzó al aire con
la fuerza necesaria para que otras fauces impidiesen que cayese al suelo y
repitiese con la misma destreza la misma técnica. Me resulta difícil saber con
exactitud cuánto tiempo duró el episodio violento que fue desde la frenada
hasta que uno de los perros desapareció en la panorámica a ras del suelo
llevándose la presa hacia los terrones de la tierra arada. Puede que tan solo
transcurriera segundos pero me parecieron años. Tal vez la sensación
inconsciente de dolor paralice el tiempo y lo comprima hasta hacerlo estallar,
y con su desaparición la vida en este caso sea únicamente dolor a secas. Es
posible que las características del tiempo cuando vivimos conscientes de él no
sean más que la inevitable certeza de que el mundo se mueve incesantemente a
nuestro alrededor. Quizá por esta razón solo aplicándote a él puedas intuir
cosas que con el sedentarismo nos son negadas. En primera instancia el dolor me
condujo a la perplejidad pero cuando fui consciente de lo que ocurría con mi
rodilla izquierda la confusión me llevó al miedo o viceversa y, como siempre
sucede ya sea por razones fundadas o no, sus circunstancias tan determinantes
acaban perfilando el no tiempo en lo exclusivo de tu impotencia.
Cuando intenté incorporarme sentí que mi pierna izquierda pesaba toneladas.
Un dolor inmenso como el mundo y a la vez reducido en la emisión y recepción dentro
de mi cerebro, me sumió bajo el cielo, contra la tierra, como si esta me rechazara
o no me aceptara a causa de sobredimensionado miedo que generaba mi cuerpo. Por
más que lo intentaba no lograba activar ninguno los elementos inferiores de mi
pierna izquierda. Desde la rodilla hasta las puntas de los dedos de mi pie nada
me pertenecía. Creí que todo el conjunto se desprendería de mi cuerpo y
quedaría a un margen del camino del mismo modo que cualquier despojo del tiempo
vencedor. Una piltrafa igual que una cubierta gastada y abandonada o un
tapacubos de los muchos que salen
despedidos de las ruedas de los vehículos que por allí transitan. Desde
mi posición podía ver a ambos lados de
la pista a los grupos de perros y cazadores como si se encontraran atrapados
dentro de las gigantescas parcelas. Sus figuras se movían con una lentitud
rayana a la meditación del paseo. Solo los perros parecían alguna vez
dispuestos a romper el ensimismamiento de una actividad casi obsoleta si no
fuese porque intuyen que las presas despiertan por unos instantes en el sueño
del paisaje igual que fetos dentro de un vientre casi muerto, en el intervalo
de una gestación eterna.
El cirujano que intervino en la operación de mi rodilla es un tipo
arrogante. Demasiado joven tal vez para comprender las prestaciones de la
carrera de fondo. No descarta que a medio plazo pueda volver a subirme
en la bicicleta. No obstante me ha recomendado que la opción de practicar la
natación debo asumirla como la mejor de todas las posibles si valoro lo
suficiente mi cuerpo y me hago cargo de las circunstancias. La rehabilitación
en la piscina debe ser ineludible, después ya veremos, dijo, dirigiendo su mirada a través de la ventana desde
la que pueden verse las miles de hectáreas rotuladas entre Huelva y Trigueros.
No sé si en una rodilla operativa o inútil pero el peroné tras la intervención
ha vuelto a la posición correcta, de salida, para una hipotética carrera. Esta
vez, mucho me temo, compartiendo meta con cabezas decapitadas. Con brazos,
troncos y piernas felices que sueñan en carreras explosivas planificadas por un
deportismo en el que el sudor debe ser ante todo colectivo.