lunes, 7 de diciembre de 2020

FINAL DE PARTIDA

 





    L se preguntó qué era lo que más le gustaba en la vida. Sabía que necesitaba la escritura igual que el aire que respiraba, pero no le fue difícil preceptuar que el acto de escribir era una cuestión contradictoria como respuesta a la pregunta, pues al mismo tiempo sentía que lo que menos toleraba era precisamente el hecho de someterse a ninguna necesidad. Sin embargo, entendió que era hora de utilizar las palabras justo en ese sentido, en el de encontrar la forma de que lo escrito alimentase y diese fuerzas a la pregunta que había nacido con vocación para destruir el menor atisbo de apremio y deber.

    La pregunta adquirió un carácter esencial. A su edad entendió que sus principales preocupaciones hasta entonces no eran en realidad un asunto tan peliagudo como para que le absorbiese hasta el último de sus pensamientos. Ocurrió de un modo inopinado, no como cuentan en esas historias de retiro y meditación, o en esas otras tras años de abusos del alcohol, drogas y sexo en las que los protagonistas tienen revelaciones y obtienen respuestas en el tránsito de un viaje decisivo ante el misterio de la muerte.

   Una día cualquiera, tras un descanso más reparador y duradero de lo habitual, sintió que la luz del alba que traspasaba los cristales de la ventana de su habitación procedía, igual que todos los días que había conocido, de la misma fuente, del mismo punto de la existencia que siempre ha impelido a los vivos a moverse por una fuerza inexplicable, por una luz que la ciencia descubrió que nace de una destrucción inimaginable para la capacidad y voluntad del ser humano. Una luz que nació tras un colapso gravitacional de la materia y que parece que su fusión nuclear es tan grande que terminará comiéndose el mundo que conocemos; aunque para entonces es posible que su fuerza ya no impela a nada ni a nadie, cuando acabe la destrucción y se detenga la vida.

   Aquella luz inconfundible para su memoria había alcanzado lentamente todos los rincones de la habitación, sin avidez contra la oscuridad pero con la firme determinación de no dar jamás tregua a la erosión producida en la combinación con el tiempo. Nada que exista, ni siquiera el ajuar y el mobiliario en la plácida atmósfera de una habitación, escapa al desgaste y la oculta fricción del polvo, los ácaros e infrarrojos.  Los materiales nacidos de la sofisticada intervención del hombre en la tierra y los vegetales también son destruidos por estos elementos en la lentitud flemática y exasperante de la creación perpetua. L pensó que la luz que ilumina el mundo era imposible apagarla. Sin embargo, no sucedía lo mismo con el tiempo. Éste había dejado de acosarle, como si de repente hubiese quedado suspendido o inerme contra los pensamientos a los que le había arrastrado la pregunta. Tenía la sensación de que el tiempo podía esperar mientras él daba prioridad a las exigencias de la cuestión que, por otra parte, incluso le excluía a sí mismo en un presente que desdeñaba todas sus anteriores preocupaciones. Sentía que tenía ante sí la facultad de crear un mundo nuevo. Tal vez el calmo desorden aparecido tras el silencioso e invisible torbellino que se había llevado por delante sus inquietudes más cotidianas y las angustias sufridas durante años para ganarse la vida, no fuese otra cosa que la ausencia del tiempo, la falta de percepción del parásito que a todos nos come por dentro y nos infecta con el miedo inútil de la ignorancia.

 No recordaba cuando el inevitable sexo había salido de entre las sabanas para no introducirse nunca más. Le pareció que las voces de sus padres y los pasos apresurados de sus hermanos provenían tras la cortina por la que chorreaba la luz que amenazaba con inundarlo todo.

  Un instante antes de volver a quedarse dormido comprobó que todo estaba exactamente igual que cuando le ganó la partida al tiempo.

 

   


lunes, 23 de noviembre de 2020

EL PLAN

 





 

  Con una simple ojeada desde la ventana de mi aula tan solo se aprecia un pequeño trozo de cielo -o de oscuridad si ha caído la noche-, y el cierre funcional de uno de los balcones del edificio de enfrente. El hueco de aquél es un rectángulo que se encuentra a la misma altura que el cuadrado perfecto por el que miro y que dista a unos cuatro metros al otro lado de la estrecha calle. Si te detienes un poco en ese primer vistazo, puedes observar tras los delgados barrotes plegables dos puertas de aluminio blanco con una celosía de cristales de colores que impiden ver el interior.  

  Hay tardes en las que tengo la sensación de que la angostura y el secreto casi se pueden tocar. Sobre todo si la clase transcurre aciaga y tus deseos se ejercitan contra tu profesión y han viajado fugazmente a lugares espaciosos con bellos paisajes y te encuentras disfrutando de un aperitivo o de una conversación con tertulianos afables. De tantas veces como se ha tropezado mi mirada con los colores azul, rojo y verde del balcón, sin pensarlo he terminado convenciéndome sin ningún argumento de base que ocultan una amplia habitación en la que se almacenan muebles viejos y objetos en desuso de toda índole. No me cuesta ningún esfuerzo imaginar cómo una capa de polvo ha cubierto desde hace años las superficies de mesas, de estantes, de torres de ordenadores obsoletos, de carpetas, de alguna prenda de vestir, de lapiceros y posits con anotaciones que todavía se mantienen adheridos y hasta de algún juguete olvidado o quién sabe si hasta desdeñado. Tampoco me supone ningún trabajo dar por sentado que en esta estancia no entra ningún ser humano desde hace dicho tiempo.

 Si tuviese que hablar ante una concurrida audiencia sobre la veracidad de esta cuestión me vería en una controvertida situación a causa de mi dudosa identidad.  ¿En qué se fundamentaría mi “Yo” y mi “Consciencia” para señalar los límites de mi realidad? Creo que el mundo entero y sus casi ocho mil millones de seres humanos son extrínsecos a esta existencia. Me turba pensar que si yo soy uno más entre esos millones ¿cómo puede suceder que mi mente posea una cosa ajena a ella misma? Más aún, es vertiginoso colegir que cada uno de mis coetáneos puedan ser productores de existencias ajenas a este mundo. Habría entonces, aunque esto no me incumbe y tampoco afecta al, digamos que, normal desarrollo de esta narración, dimensiones o realidades desconocidas por doquier pululando alrededor del orbe y sus criaturas. A pesar de todo y dicho esto, deduzco que nadie pondrá en tela de juicio la veracidad de mis pensamientos, o al menos mi firme convicción de lo que doy por hecho, y por supuesto tampoco nada de lo que aquí hablo.

  En alguna ocasión, cuando he preferido encontrar una explicación racional o convincente para pasar al otro lado del balcón, he divagado sobre el efecto que me provocan los tres colores que intentan opacar esta realidad ya incuestionable. Esto no es precisamente placentero. He investigado un poco acerca de la crematología, la semiótica y la teoría de los colores con las emociones relacionadas de la especie humana. Parece que el lenguaje del color puede provocar sin que seamos conscientes una interrupción en la aliteración de palabras sugestivas o en la secuencia de imágenes que puedas desarrollar con una determinación de distintas índoles y circunstancias. Del rojo, el color de la sangre palpitante y del fuego, se dice que es el color de los sentidos vivos y ardientes, de la sublimación y la agonía. El verde es el color de la vegetación, pero también de la muerte, de la lividez extrema. El azul oscuro es el color del cielo en la noche y del mar tempestuoso. Algunos semióticos cuentan que los tránsitos entre estos colores representan la vida, la descomposición y la muerte; aunque contemplan que el sentido también puede darse a la inversa. En dichas ocasiones en las que he antepuesto la razón al peso de mi imaginación el mundo siempre se vuelve alígero y adverso. Entonces me vienen sentimientos inquietantes. No sé si la hostilidad que siento nace fuera o dentro. Algo me dice que me estoy oponiendo deliberadamente a leyes demiúrgicas o a la inercia natural de mis actitudes con las que fui concebido para la vida y tengo el pálpito de que los fenómenos se invierten y alguien o algo me observa desde el otro lado del balcón. Siento que tal vez yo sea el paradigma pero desde su propia concepción. Es decir, existo porque soy capaz imaginarme a mí mismo. Ahora creo que todo se ha ido conformando minuciosamente según un plan urdido por “otro yo imaginador” que convive conmigo en mi interior.  No he podido desvelar su propósito pero tras los sucesos que acaecieron la noche de ayer doy por concluido dicho plan. 

           Cuando terminé mi jornada y me disponía a salir del edificio, comprobé que las gotas que salpicaban el cristal de la ventana desde la que miro, representaban mucho más que un esporádico chaparrón. Había llovido toda la tarde y continuaba haciéndolo de modo torrencial. Me dirigí a los aparcamientos sorteando grandes charcos y luchando a duras penas contra las rachas de agua y viento. Tal vez a causa de la humedad acumulada en mis lentes me costó identificar mi coche en una atmósfera que me pareció más densa que en otros momentos meteorológicos parecidos ya vividos.   Una vez que me introduje en él llamé a Z para comunicarle que no se preocupara si me retrasaba unos minutos, que prefería esperar a que amainara un poco el temporal antes de confiarme a la autopista. Nada más descolgar el teléfono Z, antes de oír su voz, sentí tensión y nervio, un alboroto extraño, algo así como el clamor de cosas que casi siempre están en silencio. Después, cuando habló Z, con su voz de mezzo soprano y ritmo pausado, se oía en un plano por encima del ruido del viento y del fuego, de los caóticos sonidos del bosque y sus criaturas y del estrépito de la tempestad en alta mar. A pesar del desastre que anunciaba se autocomplacía con la dicción exacta de cada sílaba pronunciada.

  _ Tengo mucho miedo. ¡No vuelvas! Creo que está pasando algo horrible. Oigo crujidos en el estruendo y sirenas en todas direcciones. Hay gente gritando muy cerca. ¡No vuelvas! No te preocupes por mí. Me voy a dar una ducha mientras haya luz. ¡Quédate donde estés! Cuando todo pase seguiremos amándonos en esos lugares que sólo tú conoces. Una vez más debo darte la razón. ¡Este mundo es un infierno!

 Tras un fuerte golpe oí cristales rotos y después se cortó la comunicación.

    No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces. Tampoco sé para qué ni para quién estoy grabando este audio. La autopista está desierta y no encuentro ninguna salida. He llamado varias veces a Z y solo obtengo por respuesta a la operadora informándome que es imposible establecer la llamada porque el número marcado no existe. Supongo que muy pronto me quedaré sin combustible. Sin embargo, el marcador del depósito de combustible no baja del máximo. No sé adónde me dirijo pero tengo la sensación de que el lugar no está muy cerca. No sé si está amaneciendo o anocheciendo. Me busco en el espejo retrovisor y solo veo el balcón con la celosía de colores.   


martes, 20 de octubre de 2020

GRADIENTES DE DOMINIO (ZOOS XXI)

 






    Dicho de otro modo, si las tierras son generosas en el número de lagomorfos, podemos pensar que los Linces machos adultos pueden conformar en un equilibrio instintivo una federación de repúblicas soberanas y aisladas, la mayoría de las veces alteradas por el tráfico excesivo existente en las carreteras aledañas a las áreas, o por los cazadores furtivos o circunstanciales que no respetan la ley de protección de la especie. El resto de las veces que se rompe el equilibrio de dominio pueden ser a causa de la necesidad de invadir el terreno ajeno a causa de la escasez de puntos húmedos, o como consecuencia del rastreo o persecución de presas.

   El riesgo para estos seres es permanente. Deben salir a beber como mínimo tres veces al día y evitar el encuentro con otro ejemplar macho adulto. ¿Cómo una forma de vida de reproducción mamífera, con un nivel de actividad constante de las crías el primer mes de vida durante las veinticuatro horas del día, en un hábitat  precario y amenazado, puede ocultarse en ocasiones hasta del propio programa científico que los protege? A pesar de que los cachorros ya en el segundo mes de vida empiezan a tener un ritmo circadiano crepuscular bimodal es casi un milagro que la especie haya supervivido en un área en el que desarrollismo fue tan agudo que su voracidad todavía puede observarse en las sonrisas salivadas de políticos cuatro generaciones después. Sólo se puede comprender y valorar la existencia de estos animales cuando conoces, incluso retrocediendo esas mismas generaciones en el tiempo, el frágil eslabón del ecosistema al que pertenecen. En la optimización del hábitat y su cuerpo está implícita la condición de depredador furtivo. En los últimos años esto es una evidencia si se tiene en cuenta las continuas quejas de la población colindante al parque  demandando terrenos para la explotación de ganado y del cultivo, e incluso de ciertas administraciones públicas y corporaciones internacionales con proyectos de infraestructuras como autopistas y gaseoductos. La imagen en segundo plano del Linux mirando al vacío ilustra en todo momento el malestar y las controversias mediáticas que se producen en la conciencia colectiva al mismo tiempo. Podemos imaginarnos con facilidad a cualesquiera de dichos agentes sociales desplegando sus poderes económicos y de seducción, pero ¿Quiénes pueden imaginar al felino ampliando más quilómetros cuadrados de hegemonía previendo escrupulosamente etapas de escasez de alimentos gracias a lo que los científicos suponen como instinto de supervivencia? Como dirían ciertos especialistas fenomenológicos, en la deconstrucción de este discurso no encontraríamos intereses comunes entre estos animales y el pensamiento conservacionista, pues no existe relación íntima en la problemática de que el depredador  cace logomorfos dentro de un invernadero o el cambio rasante de una carretera. La cuestión es la abundancia de sus presas. Así que el compromiso ecológico o incluso la empatía hacia estos seres se fragua como consecuencia de la aleación entre la fuerza de las emociones que toda narración de oficio puede despertar en los receptores mediante la significación de una víctima, y los intereses económicos que se generan a partir del momento en que un amplio espectro de agentes sociales están dispuestos a pagar por tener acceso a su conocimiento. El resultado es un metal muy preciado y no es necesario nombrarlo.  Nadie mejor que la comunidad científica sabe que “Saber es poder”, y ellos, sobre todo quienes trabajan este proyecto “Life”, saben muy bien que al Linux lo que más le importa es encontrar alimento. No le incumbe si en el salto o la carrera por atraparlo interfieren solo variables paisajísticas. Si éstas están dispuestas y repercuten negativamente en las necesidades fundamentales para la “vida buena” de este animal (cosa que toda la ciencia apunta como más que probable), entonces ni habrá salto ni carrera. Pero si es lo contrario, en el páramo de plásticos,  por entre las curvas y rectas del gélido y ardiente asfalto y en los puntos de conexiones tubulares, podrían disfrutar todos los consumidores, activos y pasivos, tal vez con unos costes más democratizados, de los avatares del depredador eterno en la finita historia de las sociedades.

 El lince parece adoptar una estrategia de territorialismo basado en la defensa exclusiva de áreas con un amplio rango de disponibilidad de presas que permitan la supervivencia y la reproducción eventual incluso durante periodos de escasez de alimento [sic] www.vertebradosibericos.org, Alejandro Rodríguez, Estación biológica de Doñana (CSIC), 15/07/2004.

    Recordó el ejemplar que debió embalsamar Antonio. Ahora, en esta multiplicidad de caras del poliedro rodante que representa su vida, que rueda y rueda constante tras él, a veces con estruendo, provocando una insoportable crispación en su interior y un escándalo que puede alarmar a “los otros”, sus coetáneos en otro mundo,  y otras veces en el más absoluto silencio en solaz y compañía, se da cuenta de que no vio el cadáver, ni antes ni después de embalsamarlo. Ahora le habría gustado retroceder en el tiempo, ver cómo Antonio desollaba la carne para hacerla desaparecer y transformarla en el milagro de la vida eterna y del instante cinético pagado por el cliente. En el sentido estricto de los prejuicios infundados podía considerarse un individuo afortunado tras haber superado sin saber por qué ni para qué el miedo a la carne lacerada y a la sangre derramada.

   El solapamiento del dominio vital de hembras adultas residentes de Doñana fue muy bajo (solapamiento medio= 0,08; rango= 0-0,57) y el uso del área corazón fue casi exclusivo (solapamiento medio= 0; rango= 0-0,22) a lo largo de todo el gradiente de disponibilidad de presas (conejos) (López-Bao et al., 2014)3 [sic]. 

  La etapa de las salidas en ruta todos los fines de semana fue breve, pero podía decir sin ninguna duda que fue tan intensa en peleas y borracheras que se archivó en su memoria como un cortometraje sin principio ni fin y que se repitió durante mucho tiempo en su memoria. Consistían en vivencias efímeras y adocenadas, algunas demasiado frecuentes en el paso de unas generaciones a otras, sin embargo, no por esto menos decisivas para la experiencia vital de sus protagonistas. Habría que reconocer que las distancias del gradiente de nocturnidad de locales abiertos en las mismas horas eran muy extensas si tenemos en cuenta que el área corazón era muy restringida. Había que viajar rápido y beber también rápido para adquirir un conocimiento exhaustivo de los niveles de satisfacción y las propiedades de adaptación ante una más que probable permanencia indefinida dentro del área corazón. Peleas, borracheras y tías, excepto una, Gloria, lo cual corrobora el éxito de la aplicación de la ruta se alinearon en sus recuerdos en una secuencia infinita de los mismos fotogramas brutales, el mismo vaso con las misma sustancias y el rostro de la misma tía como prototipo de la estadística de todas las posibles que aparecían en el corto, y que se repite como en una pesadilla.

  El territorialismo estuvo influido por la densidad de linces. Los mayores niveles de solapamiento espacial tuvieron lugar a densidades intermedias de linces mientras que el territorialismo tendió a incrementarse a ambos extremos del gradiente de densidad, especialmente a bajos niveles. Las hembras adultas evitaron coincidir, siendo 0.0047 la probabilidad de asociación espacial a una distancia de 200 metros o menos (López-Bao et al., 2014). [sic]

   En realidad no debía echar de menos a Antonio, no había ningún motivo para que esto sucediese, pero le pareció que habría merecida la pena tomarse con él alguna vez que otra unas cervezas a lo largo de todos aquellos años que habían pasado con bastantes menos ejemplares de lince cazados o atropellados. Quizá si lo llamase podrían celebrarlo. No sabría decir exactamente si Antonio se alegraría igual que él por el bajo índice de muertes. Aunque pensándolo bien le apetecía darle un abrazo y preguntarle si todavía practicaba la taxidermia. Pensó que teniendo en cuenta su falta de actitud hacía las relaciones sociales no podía  tener ningún derecho a la amistad, y si lo tenía de nada serviría ejercer un derecho hacia las emociones. Nunca se sabe. Nada es imposible. Tal vez Antonio le sorprendiese con un fuerte abrazo y una sonrisa sincera. No tiene ningún sentido hablar del derecho de la amistad igual que hablamos del derecho romano o el derecho laboral. Tampoco tendría sentido hablar sobre qué es la amistad o en qué consiste, dado que existen tantos modos de ella que a menudo se pregunta si es mejor tener amigos en el infierno que en el cielo y viceversa. No dejaba de ser un poco misterioso que sin tener ninguna afinidad en común se llevaran bien. Se sentía bien a su lado. Le inspiraba confianza a pesar de que solo se veían en la ruta y de madrugada los fines de semana. El resto de los días eran demasiado parcelarios  como para que naciese una buena amistad. Aunque tal vez a aquello podría llamarle una “una buena amistad”. La prueba la tenía en el recuerdo. Del resto de participantes no tenía ni zorra idea. Los habría triturado el tiempo como otras tantas cosas. Antonio siempre se llevaba las mejores tías pero esto a él no le importaba. Las imágenes de las tías confundiéndose o mezclándose en un mismo rostro y cuerpo eran efectos de las leyes de la madre naturaleza.

 



miércoles, 16 de septiembre de 2020

MUÑECOS (ZOOS XX)

 





  En el pequeño guardapolvo de la puerta falsa, la pared contraria a la ventana del salón principal tenía un color distinto. Parecía que María Luisa, la asistenta, la había limpiado o le había pasado una leve capa de pintura. Sabe que en aquella hora del día los colores pasteles o suaves son difíciles de captar por los fotorreceptores de sus retinas. La horas doradas pueden ser mágicas para los fotógrafos pero nunca serían positivas en la observación detallada de todo lo que te rodea, sobre todo si llevas un cadáver en el maletero de tu vehículo. Cualquier detalle por pequeño que sea puede desatar los nervios de un individuo monomaníaco, obsesivo a veces hasta el delirio por la idea de que algo o alguien lo vigila y persigue permanentemente desde hace décadas. Tras cinco pasos un tanto vacilantes hacia la pared sospechosa su desconfianza se hace efecto una vez más en el fundamento más tétrico de su intuición. Casi nunca sucede nada en las cosas que él teme, pero cuando es lo  contrario  la anomalía le pesa como prueba repetida y adocenada de su escasa suerte. Le resulta deprimente encontrar la luz de la lámpara del salón encendida. Es triste no poder evaluar el alcance de sus despistes o del allanamiento o intrusismo en su vivienda. La vivencia es tan fuerte que podría permitirse agacharse y agitar con sus brazos el aire del vacío que siente bajo sus pies. Intenta al menos no hacerse duros reproches que puedan afectar su ego profesional o la falta de actitudes que garanticen continuar disfrutando de la mente privilegiada que cree poseer. Pero es una evidencia que la pequeña bombilla está encendida y que un leve escalofrío recorre la extensión de su espalda. La puerta está entornada -esto era lo último que podía esperar de unas circunstancias en las que el cálculo de probabilidad de que esto mismo se produjera a causa de su negligencia eran prácticamente nulas-.  La situación va adquiriendo en su imaginación tintes de comicidad cuando piensa que existe una remota posibilidad de encontrarse tumbado en la chaise longue del salón a su propio yo en una realidad paralela en la que la que fastidiosa y soporífera muerte de Mor nunca tuvo lugar. Le dan ganas de ir al Land Rover y arrastrar la bolsa mortuoria hasta el centro del salón y organizar allí mismo una tertulia con los máximos expertos mundiales en materia de ciencias sociales en primer término sobre el impacto cultural y antropológico que tienen las migraciones. Se acuerda por intuición –o por instinto, esto es imposible saberlo- de los flamencos que bajan del cielo para hacer un receso tras las suaves peñuelas del infinito secano, meteorizadas, y algunas con ralas sementeras de trigo, a su paso por la comarca antes del definitivo vuelo al otro continente. Quién sabe si al paraíso, como a él le gusta imaginarlo, o como es posible que lo sientan estos phoenicopterus sin conocimiento de la experiencia de cientos de generaciones anteriores, como tierra fértil. El 31 de mayo de 2008, a las 09:41 horas, el día del cumpleaños de Atilano, un individuo con el que fraguó una efímera pero estrecha amistad a juzgar por lo mucho que se ha acordado siempre desde que se separaron tras dejar la universidad,  con el que compartió piso y del que aprendió (si tenemos en cuenta las razones concluyentes a las que ha llegado con el paso del tiempo) que es importantísimo fomentar un fuerte ego para ahuyentar tus fantasmas internos, leyó en la web de  TVE que el Sahara seis mil años atrás fue un Vergel. Alguna vez ha pensado que si lo fue existe una remota posibilidad de que se regenere para solaz de una hipotética descendencia de Mor. Bueno es pensar, aunque sea en modo reactivo, en la probabilidad de que Mor engendrase en un vientre ideal antes de salir de Senegal una vida capaz de dar fe de su energía espiritual mediante argumentos tangibles ajenos a la originalidad de la obra de arte o la trascendencia económica en el entramado social de un gran capital, patrimonial o en efectivo. Se le suben los jugos gástricos hasta la garganta. Puede que el sabor a ajos y comino sea de las aceitunas que comió la tarde anterior, las que cosecha gracias al olivo que le envió Atilano con motivo de su propio cumpleaños, y que el mismo día, el 9 de mayo de 2008 a las 10:41 plantó diligentemente. Tal vez con la intención de no oír sus quejas en una hipotética visita más que por verdadero respeto al amigo. Esa obsesión de querer seducir a todo el mundo con la ubicuidad de un dios le molestaba sobremanera. Tendría que haber roto los lazos con Atilano casi desde el principio pero ahora era demasiado tarde. Las excusas para evitar a alguien son tan fastidiosas como los motivos que las argumentan. Se dan situaciones tediosas que podríamos evitar si no nos dejáramos arrastrar por la viciada inercia de la injustamente entronizada vida social.

  La gran envergadura de la figura de Atilano, a escasos centímetros del dintel de la puerta del pasillo que conduce a las habitaciones, es la evidencia de que no hay en el salón ningún yo-paralelo perdido en el pasado. Siente un dedo presionándole en la base de su columna vertebral. Solo es una sensación. Porque tras él no hay nadie. Pero la experimentación del tacto le estimula tanto que su hipotálamo transforma en su socio sistema límbico al instante hormonas que en un principio insuflaban cólera en otras que transmiten tristeza. Un posible deja vu que le conduce a la conclusión de la primera impresión que tuvo cuando conoció a Atilano. Algo le dijo que no se dejara rendir ante la evidente apariencia de probidad. Allí, en aquel momento, el deseo de tirarse encima de él y estrangularlo con sus propias manos es tan efímero como un pestañeo. Tal vez porque en ese estanco minúsculo de su hipotálamo otra hormona filtro intermedia segrega la visión de una figura de Atilano no humano. Aún así, presintiendo su inmediata y ridícula actitud, se dirige al imponente cuerpo inerte con la velocidad que le permite su tristeza y le suelta un golpe haito de karate en la garganta. La figura inexpresiva de Atilano sufre en el gesto de sorpresa que a veces los individuos componen ante el trauma o el pánico. Es decir, la ausencia de todo neuma ante la estupefacción. El muñeco Atilano se tambalea de espaldas a una de las paredes del pasillo.  Es lógico que no haya contemplado que tiene unos cuantos kilos de hierro en cada bota forrada de cartón. Por un instante está convencido que el Atilano muñeco o el verdadero no puede respirar y que siente un fuerte dolor en el pecho y que pronto tendrá en su saldo de homicidios involuntarios y otros antónimos, por denominarlos con un mínimo de delicadeza ante el despliegue de emociones que el narrador, teniendo en cuenta su lado más empático, está revelando del personaje. Observa por automática intuición que otra muerte en este momento de su vida sería poco recomendable para su aburrida existencia, o cuando menos, absurda para el juicio de la comunidad a la que pertenece, aunque ésta ni se entere ni fuera a echar de menos ni a la víctima ni a la reputación del verdugo. Siente en sus labios una sonrisa tímida de quien pronto va a poder corroborar un antiguo presentimiento. Su orgullo personal de ser capaz de someterse a la crítica permanente de sus sentimientos le permite felicitarse a sí mismo por reconocer la primera sensación que obtuvo la primera vez que vio a Atilano. Su probidad le resultó entonces y ahora insultante. El golpe haito era inevitable antes o después en su subconsciente, y también, por qué no decirlo, en su conciencia.   

 Según sus informaciones Atilano debía encontrarse a miles de quilómetros de distancia al otro lado del océano, pero está seguro que la presión en la base de su columna ha sido una sensación verdadera. “Algo o alguien de la manera que sea le ha impelido a defenderse sin dudarlo del hijo de puta este de Atilano”, se dijo. Este o aquello en lo que se haya transformado este sujeto desde el lugar que se encuentre en el mundo lo ha sugestionado hasta el punto de desencadenar un ataque violento. ¿Para qué quiero un amigo o enemigo que le va a ir bien y lo hace todo bien si de él no tengo noticias desde hace décadas?

  Tiene la mirada perdida en el fondo del pasillo. En la cocina un fino rayo de sol logra abrirse paso a través de las abigarradas superficies de objetos desordenados hasta acertar contra la superficie convexa de una cucharilla tirada en el suelo. De no ser por las miles de hormigas que se han apoderado de ella tal vez el metal brillaría para él como un señuelo en la bruma en la que se acaba de perder su dolor. Pero una vez más, siempre según qué combinación de elementos en su obstinada interpretación del efecto del mundo externo en el interno y viceversa, repercute en su conducta. Solo es consciente de que está viendo y sintiendo dos hormigueros cuando tiene la necesidad del desayuno. Uno sobre la cucharilla impregnada de Nutella de la última merienda, y otro en el fondo de su estómago. Necesita comer para comprender o al menos asumir los factores  que le han conducido hasta  situación en la que se halla.

 ¿Es posible que Atilano sepa que él ha matado a Mor?¿A un negro que nunca debió cruzarse en el camino o a un desgraciado inmigrante que tuvo la mala suerte de que un necio paseara con aires de gallo manso con su todoterreno vintage por un solitario paraje? ¿Qué pretende este desgraciado enviándole una réplica en cartón con el aspecto de cuando eran veinteañeros? ¿No es una puta casualidad que su casa se la encuentre abierta y con un tentetieso esperándole a mitad del pasillo el día que se le ocurre regresar eventualmente con los restos escondidos de un africano? Presiente que Atilano no debe andar muy lejos. Quizá esté oculto en algún lugar de la casa esperando el momento para irrumpir cuando él menos se lo espera. Sintió un leve escalofrío en la nunca y se acordó de repente del maniquí que Atilano tenía en la habitación del piso que compartían hacía ya más de veinte años.

  Vestía al muñeco con la ropa que desechaba. Alguna vez incluso compró algún complemento barato en los mercadillos de la ciudad para que, según sus palabras, “su yo” se sintiera equilibrado. Contaba que había gente que tenía perros o gatos en casa con la intención de sentirse acompañados y que para él esto no era más que una actitud hipócrita. La gente en realidad no necesita tanto la compañía como asegurarse de cuántas cosas pueden hacer para satisfacer ciertas necesidades raras como medidas compensatorias a sus egos y al menoscabo que estos producen en el ritmo biológico del planeta. Mucha gente prefiere aplicar este terapéutico altruismo en la causa desinteresada de cuidar animales antes que enfrentarse a sí mismo con la tediosa tarea diaria de aceptar sus constantes despropósitos. Decía que todos esos individuos con perros y gatos eran una legión que no sabe que en realidad, muchas veces en la vergüenza e incluso para la ignominia de sus congéneres que son conscientes de ello, están poniendo de manifiesto la enfermedad que todos llevamos dentro, tal vez eso tan malicioso y sofisticado que occidente ha llamado como “pecado original”. Decía que él aceptaba con humildad que era un necio por su condición humana pero no estaba dispuesto a asumir ciertos roles inducidos por las autoridades éticas y morales de la inevitable sociedad hipócrita a la que pertenecemos, que su ejercicio de observación con el maniquí lo mantenía la mayor parte del tiempo a salvo de las miserables prácticas de redención o liberación de sus semejantes, decía que hablaba mucho con él y le servía para aliviar el peso de sus preocupaciones, tanto mundanas como divinas. Alguna vez, a través del hueco de la puerta entornada de su habitación, pudo ver a Atilano arreglando la ropa o la peluca de la esbelta figura. Nunca lo pilló en uno de sus presumibles soliloquios, pero lo prefería. Probablemente si le hubiera oído hablar a través de las paredes se habría cambiado de piso inmediatamente. No habría podido soportar la complicidad, el fastidio de tener que fingir la normalidad en una convivencia con un tipo inteligente y que comportara a la vez las manías estúpidas de una especie de visionario o iluminado.

   Cuando fue a por otro tarro de Nutella se dio cuenta que era un perfecto imbécil. Había omitido no solo las normas básicas de cualquier policía, sino que además el más grande de los chapuceros, el más inepto de los homicidas dejando los restos de un cadáver abandonados y a merced de las actitudes impredecibles de los vecinos o del olfato de cualquier chucho. 




miércoles, 27 de mayo de 2020

CRISTALES DE TARTRATO (ZOOS XIX)









Esa, por decirlo de un modo eufemístico, actividad endogámica de los galgueros, le había entorpecido tanto sus planes sobre el cadáver hasta el punto de tener que optar por una eventual ocultación hasta pasada al menos unas horas. Pensó que  el cuerpo de Mor, o quién sabe si el rédito de lo que de él quedaba en su alma, ocuparía un lugar, aunque fuese en el tránsito para eludir un peligro ajeno a su descanso eterno,  una situación envidiable de paraíso doméstico, de una soñada vida plena en su migración infratercermundista en la inmanencia patente de una sociedad de bienestar hecha jirones, de sonidos íntimos amortiguados y a la misma vez articulados por los iconos de la postmodernidad que parecen por su uso y la interiorización de la lucha cotidiana entre picnolepsia más elemental y la actividad mental más tumultuosa del deseo de saciar la sed de seguridad y comodidades de un dios  en el hogar capitalista. Tuvo que rodear casi todo el perímetro del casco urbano para evitar cualquier encuentro indeseable,  con conocidos y por supuesto con desconocidos. Estos últimos son quienes pueden ocasionarte algún problema, se dijo, con el semblante hostil  de metal líquido del T-1000, cómo no, su alterego hollywoodiense asimilado  para cuestiones por resolver de frustraciones de su pasado en la infancia. En la desvinculación, la imaginación y la frialdad de la falta de emociones son los peores enemigos contra las causas de un hipócrita y mentiroso como él. Lo que para él viene a significar que aquellos individuos con los que no se mantiene ningún vínculo emocional están hechos de un metal líquido más inteligente de lo que todo el mundo imagina. Ellos se fijan en los detalles menos importantes. Aquellos que te pueden hacer diferente ante los demás. Cualquier sujeto, quien menos puedas esperar, puede vigilarte con sigilo veinticuatro horas sin que puedas hacer nada contra la efectividad de sus hallazgos. Sabe que subestimar las actitudes ajenas por muy mediocres que sean o despreciables que parezcan supone muchas veces la pérdida del control. El efecto que prevalece de una persona que no has considerado es igual de proporcionado que la virulencia de tu secreta astucia ante la candidez de los demás. Sientes como si esos seres (imaginas a todos en un grupo compacto en complot, como el de una centuria romana antes del combate) que hasta ese momento absurdo hubieran estado toda la vida esperando una oportunidad para tu afrenta pública. Las consecuencias siempre son las mismas. Obtienes de quien menos esperas un odio que se ha ido alimentando minuto a minuto a causa de tu ignorancia hacia el mismo que te observa.

     Atravesó uno de los posibles itinerarios menos transitados hasta llegar a la puerta trasera de su domicilio. Estuvo como siempre hábil con el portón de tablones del corral (término en desuso para denominar unos lugares en constante desorden y movimiento, tanto de índole mental como física, ya que animales, aperos y herramientas, labradores o herederos con trabajos ajenos a estos, y niños en el trasiego de actividades pueriles y algún que otro tocamiento en los trascendentales instantes de una incipiente vida sexual) y con las siempre difíciles maniobras sobre el Land Rover. Lo de la subasta de “detodounpoco” de la Guardia Civil fue una feliz casualidad. Siempre había deseado tener uno de aquellos todoterrenos. Cuando era niño había observado cómo un par de vecinos a pesar de poseer sendos flamantes Land Rover Santana 1300 debían hacer visibles esfuerzos al volante para girar las pesadas ruedas en sus cortísimos recorridos. Ver aquellos inexpertos y casi analfabetos conductores haciendo gestos hercúleos para mover a los únicos 4x4 del Régimen a causa de la pesada dirección con sus minúsculos movimientos en las ruedas era solo comparable, como pudo enterarse cuando ya pudo adquirir algo parecido a lo que podríamos denominar una conciencia política, a la movilización de motu propio hacia la democracia como la única vía oscura de oscura subsistencia, camino insoslayable para muchos al ostracismo pero de supervivencia burocrática, de las élites de la administración franquista. En la planta de Santana Motor de Linares le pusieron a los británicos todas las facilidades que pudieron, en unas condiciones envidiables para muchos empresarios españoles para construir  cientos de miles de unidades para colonizar,  en la estética rural de la tecnología, como un siglo antes ya hicieron con el paisaje de la industria minera, la península, el Magreb y parte de Hispanoamérica. Sin embargo, él siempre asumió que la presencia de aquellos vehículos respondía al pago de una deuda histórica que el mundo entero había adquirido con la comarca.  Un lugar con ese brillo tan intenso y particular de la luz, solo comparable a la del pop más libertario, anterior a la vida alógena. Una deuda que por otra parte tenía que ver con un argumento divino. Pues era la tierra prometida y subdesarrollada para las corporaciones que querrían hacer negocios siempre con la condición del silencio por respuesta ante el imperativo deseo de progreso y bienestar en la mirada de aquellos padres y madres dirigían a sus hijos e hijas elegidos. Todo tenía que ver con las condiciones exclusivas dadas en el tiempo de una generación estigmatizada por el odio centrifugado en el parqué internacional tras las grandes guerras. Ellos y ellas, erguidos y con el pelo chorreando de sudor la mayor parte del año, bajo el implacable castigo del astro amarillo, deseaban en el borde del precipicio de sus recuerdos, vengarse del pánico de sus padres a una guerra inconclusa, así parece que son todas las guerras civiles, mediante el cobro de un bienestar de otro mundo para sus hijos.

  En realidad le habría encantado obtener uno de la serie II-a del año 62, pero era poco menos que imposible ante la fuerte demanda entre los acaudalados coleccionistas.  

 En el horizonte, a escasos milímetros a la derecha de la recién estrenada y aún inofensiva esfera solar para las fatigadas corneas, aunque inquietas, de quien intenta vigilar todo a su alrededor descansando el peso de su cuerpo gracias a sus marciales antebrazos sobre el murillo de levante, aparece de repente una nube con forma de duela. Es un estrato que se ha escapado en una huida imposible de la gran nube ensanchada. Pero allí está, como una banana kilométrica que se esfumará en la atmósfera en una inevitable imitación efímera de la lenta putrefacción y en consecuencia en el polvo de la fruta contra la presión de la gravedad del planeta. Tras el fenómeno, asomándose desde el horizonte se ve la testa o los pies, según se mire, de un descomunal bocoy. Sonríe con un triste tic ante los caprichos meteorológicos mientras recuerda el olor del roble hinchado y rosado por el alcohol durante cientos de años, en algunos casos, en ciertas bodegas de larga tradición.  Piensa que si los profanos conociesen el estado interior de las duelas dejarían de beber vino inmediatamente. En esa intrahistoria se dan auténticos estados de comunión entre la tecnología y la forma de vida de los individuos que les ha tocado vivirla en una infancia y adolescencia en la que casi todo era praxis. Las duelas, y a veces vestigios de éstas, se las acercaban a las narices y esnifaban el micropolvo, es decir, los cristales de tartrato, el crémor tártaro o la sal de bitartrato de potasio. Dicen que no es nociva, pero  estos individuos, al menos la primera vez que la consumieron, estuvieron muy cerca de colocarse junto al ilusorio túmulo de la feliz inocencia, a drogarse con gestos  asilvestrados ante  ofrecimientos sofisticados en momentos ordinarios de la vida. No se sabrá nunca con qué intención, si lo hacían para ahuyentar el temible tedio o por curiosidad de encontrar soluciones a sus miedos ante los olores y sabores acres. Estos cristales continúan trayendo de cabeza a los bodegueros pero tras esos primeros hieráticos intentos con los estupefacientes casuales estos casi siempre núbiles  voluntarios desistían ante la desazón que producía la ineficaz droga. Conque la investigación prácticamente es válida para hallar la solución definitiva al deterioro de la madera de roble y su repercusión en las propiedades del vino. Quién sabe si con el tiempo los enólogos lograrán sobrepasar el umbral de permanencia de los 365 días de los caldos jóvenes en los bocoyes.

   Ser descendiente de toneleros tiene sus consecuencias sobre vivencias ordinarias de la vida. A veces en su también inevitable intrahistoria él asume actitudes frente a hechos de candente actualidad. Cree que el mortificante momento enológico de la historia que le ha tocado vivir le otorga una posición nada ventajosa ante los hipster o snobs de la ya ridícula y dilatada moda por los vinos. ¡Esta gente no sabe qué es estar en  un lagar plagado de moscas, tratando de introducirse por todas las cavidades de tu cuerpo. No tienen ni idea de lo que supone la opresión del trabajo que se cernía sobre una pequeña familia cuando una cosecha sobrepasaba la producción estimada. No saben nada del aroma de la bella fruta transformada en la pestilencia del orujo, nada de la primera y fluida licuación con la adherencia insoportable del azúcar solidificado en la piel igual que capas de cebolla hasta las orejas, ni la descomunal fuerza que sus progenitores exigían a los niños en la prensa, esa máquina en la que pensaba que si se hubiera podido introducir el mundo, de allí saldría a duras penas, salpicada por algunas gotas de sudor, entre lamentos, quejas y palabras entrecortadas, la sustancia utópica para la creación de un lugar en el que pudiese hacer y deshacer todo a su antojo. Pensó que la mayoría de la gente es prescindible para casi todo menos para la industria del sexo; y para esto en los tiempos actuales existe una ley tácita, un establecimiento económico que la protege, una realidad que condiciona obsesivamente la presumible existencia del narrador de todo esto . El de la publicidad. Sobre todo la que explota las grandes corporaciones, capaces de comunicar desde la pornografía más salvaje hasta el celibato más ridículo.

La masa de carne sin formas en la que se ha convertido miles de millones de individuos  se interpuso como un imaginario volumen imposible por sus proporciones entre el cadáver de Mor y él, entre el día que comenzaba irremediable y la impotencia que aparecía con mayor fuerza que de costumbre con la amenazante sensación de que algo no iba bien.

domingo, 12 de abril de 2020

ANUBIS Y CENTAUROS (ZOOS XVIII)








  ¿De quién sería aquella tierra? Espero no tener la mala suerte de que sea propiedad pública, se dijo mirando con meticulosidad y sigilo el enterramiento por el que ya empezaba a asomar las primeras hojillas verdes. Sus cálculos le decían que debía esperar al menos dos años antes de desenterrar los restos para tener la total certeza de que el cadáver no olería. Debía hacer un trabajo casi profesional hasta deshacerse por completo del cuerpo. Sabía que lo lograría pero no sin desvelos y con excesos de energía. Era necesario controlar el número de visitas al enterramiento. En ningún momento debía mostrar el celo enfermizo del autor por su obra, así como tampoco confiar demasiado en la infalibilidad de sus procedimientos. Tenía la sensación de que últimamente había caminado hacia la puesta de sol más de lo recomendable.  Recuperó al respecto una frase perdida en su mente desde hacía bastante tiempo. “El verdadero artista debe ocultar sus obras avergonzado igual que un dios que juega a ser hombre”. Quizá sus lecturas juveniles y atropelladas sobre Nietzsche fueran la fuente de esta información. En tal sentido estricto él había tenido que matar a Mor. La idea de dejarlo en el lugar como un animal moribundo le pareció de muy mal gusto, y auxiliarlo en aquel estado, con más de medio cerebro salpicado entre las manzanillas bastardas, suponía una inutilidad tan grande como que él descartara su condición de autoridad de agente de la justicia en aquellas circunstancias a orillas entre la piedad divina y el irracional e incuestionable “sentido común”. Más tarde, a los tres años, la exhumación le pareció bastante más comprometida de lo que creyó en un principio. Pero ya el mismo momento de la inhumación,  por culpa de una inoportuna batida de galgeros que pasó al amanecer a menos de cien metros del berrueco en dirección sureste,  tuvo que  ocultar el cadáver en el maletero del Land Rover y atravesar el pueblo hasta llegar a los corrales de su casa. En cuanto desapareció la extraña procesión de Anubis y Centauros (parecían al alba seres enviados para testificar ante una autoridad periodística, o cuando menos amanuense) tras la prominencia de una parcela en barbecho, montaron el puesto para batir, como es costumbre hasta el mediodía, varios kilómetros cuadrados. Tenía conocimiento por algunas denuncias en el cuartelillo de la policía de que estas prácticas no respetaban parcelas abonadas e incluso sembradas. Siempre lo ha pensado, lo ha intentado digerir como tóxico alimento mental en su aparato digestivo, para nutrirse de las sustancias culturales más importantes para comprender y respetar esas costumbres que lleva a la población a dividirse y comportarse como grupos gremiales y en algunos casos tribales, a llevar a cabo actividades que suponen un esfuerzo de voluntad física, y a veces también económica, en la proyección de una vocación en la fe más extremista en los significados de iconos atávicos. De partida toda la población comprendida aproximadamente entre los 12 y 80 años viven bajo el mismo sol informativo. El subconsciente de estos individuos está iluminado por las mismas intensidades variables de sublimidad publicitaria. Lo que pinchan en Google, ven en los principales canales abiertos de televisión u oyen en las emisoras de música industrial, se fundamenta en el argumento oficial y no menos imaginario de la gran computadora de la evidencia liberal. La carga moral de una noticia va dirigida en la misma proporción emocional tanto a un indigente como a un acaudalado ciudadano que invierte grandes fortunas en bolsa. Productos de consumo como Coca Cola o desodorantes inspirados en sutiles aromas que rememoran en el subconsciente colectivo situaciones netamente sexuales están diseñados para estimular el deseo de todos los bolsillos. Incluso chucherías como una visita a la Nasa o al peor de los planetarios o telescopios se vende con el mismo presumible resultado de satisfacción para todos los cerebros, más o menos curtidos. La alineación en los gustos y preferencias consiste en un fenómeno que concluye en un epílogo caótico e incomprensible, pero de origen antidiluviano. Nadie, ni siquiera ese escaso centenar de pueblos aborígenes que se halla prácticamente sin contacto con la civilización, debe quedarse en tierra de nadie. Todo debe tener un nombre y por virtud la titularidad o, en el caso imposible, la participación bajo el dominio de una propiedad. Si alguna cosa no pudiese viajar en este Arca de la que sus ocupantes tuviesen conocimiento, tendrían que asumir el riesgo ante la duda de que un olvido fuera del tiempo podría sobredimensionarse y repercutir más tarde en la dificultad de resolución de algún misterio. Un diluvio que deberíamos llamar justamente todo lo contrario, un descampado en el que todo debe ser identificado, algo así como una tabula rasa apocalíptica en la que todo sería triturado por una batidora capaz de hacernos sustancia. Jugo de masas cerebrales para fertilizar la materia más oscura y convertirla en terreno expropiable.
   Este deseo irrefrenable de alimentar el propio deseo como un fin único e ineludible es común, pero parece que compatible con conductas contrarias a las del movimiento (el narrador por un instante ha cedido a la tentación de creer que todo lo que se ha escrito hasta este punto está solo en el interior de su cabeza, pero es evidente que se equivoca, recordemos las referencias en este texto sobre la realidad del camino de Santiago). Esto es, la cinética basada en las peregrinaciones de fe o en las versiones de vida que asimilan el deporte. Es un lastre de la artesanía en la empatía hacia  la sangre y al sufrimiento de nuestros ancestros ante el miedo a Dios y al diablo. Es una necesidad inexplicable de reconocer la heroicidad en los espantosos partos, las enfermedades y las cacerías contra las bestias para garantizar a duras penas la supervivencia. Ese viaje por tierras yermas portando la carne podrida en las extremidades. La imaginaria tumefacción que se produce  en todo el cuerpo poco antes de saber que el lugar que buscas no existe, y el inminente reventón de la carne que decorará  todo el inútil paisaje como único alimento para tu descendencia. Esa que viaja contigo porque hasta hace unos instantes continuabas creyendo que tú eras El Salvador. Tus hijos comerán tu carne impregnada  de pus, mezclada con la tierra estéril y los excrementos y pelos de las alimañas ocultas en el fin de tu trayecto.  La alegoría de Chronos devorando a sus hijos es en realidad para el autor de este texto una propuesta vanguardista del pintor Goya contra el muro de la intrahistoria, más tarde descubierta y denunciada por Miguel de Unamuno o por la americanista María D. Pérez Murillo. Pensamos que el tiempo lo devora todo a su paso. Creemos que miles de generaciones ya ilocalizables en esa historia del no lugar y del no tiempo, con sus tradiciones y costumbres, han sido aniquiladas por la toxicidad de las Historias oficiales. No es cierto del todo. Con estas actividades gremiales y tribales descritas, los hijos, del mismo modo que las partículas elementales reaccionan con sus antipartículas y ambas desaparecen. Se convierten en una radiación que vigoriza el instinto de la reproducción. Chronos se come a sus hijos como medida preventiva para preservar las claves del misterio de su existencia y estos lo condenan al miedo eterno. Así todo, lo orgánico e inorgánico, se neutraliza. La carne y la tierra reaccionan en el encuentro y se buscan en la trayectoria copulativa de la física, igual que la realidad al mismo tiempo estática y veloz de la paradoja de la flecha lanzada, narrada por el filósofo de la antigüedad griega, Zenón de Elea. Claro que la intención didáctica en este nivel elocubrativo (palabra no reconocida por la fértil vaca de la RAE que ha alimentado, y que continua haciéndolo, a una ingente lista de académicos y desde hace un revelador tiempo aquí, académicas también, pero que el narrador, encantado por otra parte por la invención de palabras que nadie entiende, ha decidido utilizar, además de la indiferencia y a veces por el desprecio que siente hacia las clases cómodamente establecidas en los foros y plataformas patrocinados por el régimen constitucional del 78, como no por la falta de sentido desde su fonética hasta su conceptualismo) es vana para la intervención de los protagonistas. Los galgueros son individuos que, según las conversaciones que ha mantenido con ellos, solo buscan la repetición infinita de la belleza subliminal de los galgos en la carrera tras las liebres. Sin embargo, él sabe que no pueden negar que existen otras razones para ellos casi iguales de importantes para que esta actividad se desarrolle. Abandonan muy temprano a sus cónyuges-mujeres y los más jóvenes, a sus progenitores, en el profundo sueño de la noche cerrada, con la certeza de que son felizmente ajenos a los atractivos avatares que se sucederán en la rica intrahistoria sin posibilidad de registrarlos en ningún lugar y poder corroborar que gracias al mantenimiento de estas habituales y obtusas prácticas tribales, la Historia Oficial podrá ser narrada por historiadores contratados y por lectores y oyentes versados en lo que ellos piensan que es sin más la Transversal Inopia. Tal intrahistoria se la pierden estos cónyuges-mujeres y estos progenitores perdidos en otro lugar, para que el lector de este texto pueda entenderlo, en una de las miles de realidades paralelas que tienen efecto en dicha Inopia. Sus emociones y sentimientos escapan del control de la publicación de la “la opinión pública”. A estos sujetos les resulta indiferente calzar zapatos,  vestir ropas pasados de moda o ajenas a cánones estéticos reconocidos, leer textos dirigidos a grandes masas de millones de posibles lectores, ver películas concebidas para dejar al espectador estupefacto, con cara de un chihuahua en un primer plano de un GIF gracias a las últimas tecnologías en efectos especiales, comprender, a pesar de la participación en distintas redes sociales, que las noticias de los telediarios y la prensa digital, se enuncian según los intereses económicos de los emisores. Hasta les resulta indiferente, desde un punto de vista funcional, si sus modos de vida pueden verse afectados por el efecto de ese término de la “globalización” que ya han oído hasta la saciedad y que para ellos no es mayor enemigo que el concepto genérico de la muerte. A fin de cuentas piensan que a pesar de la globalización o la muerte como metas inevitables, deben vivir intensamente sus experiencias intrahistóricas. Están obligados como por una orden atávica a vivir ignorados con el consuelo de saber que una vez muertos, nada de lo que suceda en este mundo podrá perturbarles. Él conoce muy bien cómo piensan y qué desean. Él cree saber demasiadas cosas que en el fondo no le interesan. Pero tan solo es eso, que cree saberlas. Porque lo que de verdad le interesa le está vedado conocer. Estos detalles sobre el comportamiento humano inmanentes a la postmodernidad de manual son la molesta cacharrería que uno debe soportar en un ámbito doméstico para compartir con los demás y que él debe disimular si quiere continuar controlando las emociones y los sentimientos de este colectivo al que nunca ha mencionado públicamente como lo que siente, como una  turba llena de privilegios.

jueves, 26 de marzo de 2020

BUENA MUERTE PARA EL CAPITALISMO








   En el orden social narrado por los medios de comunicación es una constante la compulsión hacia la vida política, hacia la observación permanente de los avatares de los partidos políticos y sus líderes. Prácticamente, a través del uso de un filtro que depura la sustancia de las cosas más importantes en el actual modo de vida,  no queda nada fuera de la arena de la representación ciudadana. Podríamos compararla con las partes de un todo. Desde el precio, aspecto y sabor de una simple pieza de pan, hasta la (naturaleza) de una OPA dirigida a un círculo selecto, todo está politizado. Biopolitizado, dirían algunos teóricos, que para desgracia de quienes más sufren las consecuencias de la realidad, catalogan y guardan conceptos con la intención de venderlos al mejor postor en el mercadillo restringido de sus currículos y tesis. No es difícil imaginar que las poderosas y experimentadas huestes que dirigen la economía mundial sean sus más rentables clientes.
  En cualquier caso, y en esto se basa la paradoja cruel de nuestras ilusiones, en la utilización de la representación ciudadana, podemos pensar que todos participamos en el gran espectáculo que vemos y oímos a diario. Incluso podríamos trascender que somos capaces de captar en su deleite el sublime mensaje de que con el ejercicio del voto cada individuo  interactúa en la narración como si de un “Deus ex machina” se tratara.
   Es una falsa realidad. Tiene el mismo efecto que acercarte a una inmensa hoguera y arrojar en ella un haz de leña y de inmediato salir huyendo. Dejamos nuestra voluntad como huella luminosa que se perderá más tarde en la incesante combustión de la materia, es decir, arderá en vano en la inflamable voluntad colectiva.  Aunque no deja de ser cierto que una parte ínfima del ejercicio está relacionado con la vida privada de los ciudadanos y su voluntad, el resultado es un vano deseo, ya que se encuentra secuestrado a causa de las preguntas capciosas y el ruido de los partidos de la oposición y sus  plataformas mediáticas adeptas. Dicho de otro modo,  se simula que el control a los gobernantes tiene efecto mediante el ejercicio de la democracia cuando la causa es la deformación de la realidad por unos intereses puramente partidistas, y por supuesto corporativistas.
  Parafraseando el termino en su ámbito jurídico  tal “compulsión” es promulgada desde la maquinaria de las instituciones del Estado y estimulada por las inversiones privadas con la intención de que nadie escape de los intereses que se generan por la participación  en dicho espectáculo.
   En las lides de este panorama social las diferentes facciones prácticamente continúan utilizando los mismos idearios centenarios y su correspondiente simbología. La narrativa de la nueva epopeya política, por decirlo con tintes que dan pistas de su perfil histriónico y espectacular, continúa haciéndose eco de las antiguas formas de organización ideológica y política. De este modo todas las partes se encuentran perfectamente identificadas y asimiladas en la atávica educación de cada uno de los votantes y consumidores. Así todo parece fenoménico y trascendente, todo parece determinante y de consecuencias inmediatas, pero es justamente lo contrario. Como una rueda que se mueve veloz sobre un eje suspendido lo único productivo es la energía generada por su movimiento por y para los inversores, puesto que la rueda no se mueve en ninguna dirección y su movimiento es centrípeto.
 La pregunta que deberíamos hacernos, en relación a aquellos votantes y no votantes que han entendido los hechos hasta aquí narrados, es cómo optimizar dicho movimiento en beneficio de quienes se supone que lo legitiman, o sea, a favor de la mayoría humilde que participa sin intereses directos o inmediatos, tal vez con el antifaz invisible de la esclavitud en el sufragio infinito con el que se construye tácito el laberinto del Bienestar. Sin embargo, a los buenos entendedores les sobran las palabras. Puesto que nada existe actualmente en el mundo que tras un breve análisis pueda considerarse legítimo ni tan siquiera justo. En la causa y el efecto de la globalización queda demostrado que la aplicación del “utilitarismo” nacido de la mano de teóricos como Stuart Mill o Bhetam agrava aún más las diferencias entre las personas como depósitos de beneficios en todos los ámbitos que las Constituciones y modelos que los gobiernos más avanzados reconocen. Los resultados jurídicos, éticos, y económicos individuales siempre han ido a remolque del bienestar de la mayoría, sin importar demasiado la discriminación inevitable, casi invisible y progresiva de las minorías, que en sus sumas representan a una parte de la población como mínimo  igual a la que representa la mayoría. La justificación en la base de tal utilitarismo era de orden político, pero una vez superados ciertos experimentos totalitaristas el mecanismo del bienestar de la mayoría está a merced del desarrollo salvaje del sistema capitalista. Con él la justificación de los derechos básicos y fundamentales en las Constituciones, Cartas Magnas y Declaraciones internacionales son inocuas propuestas y buenas intenciones que quedan en segundo plano por el bien “utilitarista” del crecimiento económico mundial. La utilización del argumento principal es unilateral, y así se defiende la motivación que excluye a los votantes menos favorecidos con la máxima “Para que el dinero y las oportunidades que este genera puedan democratizarse la capitalización debe llegar a todos los rincones del mundo”
  Un bien dirigido por una pequeña capa de la población, es decir, una élite, decide el volumen y la dirección de las inversiones económicas siempre con la garantía de que la población es la garante y  ellos los principales beneficiarios. Para que esto suceda con éxito es fundamental que la rentabilidad de fondos públicos sea menor a los privados. De este modo el Estado es siempre subsidiario a la idea capitalista. Incluso aplicando inclinaciones solidarias con los más desfavorecidos como la corriente capitalista de nuevo cuño “stakeholder capitalism” con la que los inversores y beneficiarios nunca deben desatender cuestiones básicas como la sostenibilidad del planeta o una vida digna para todos, los derechos y sobre todo la inteligencia universales siempre estarán condicionados y a merced del control de la principal fuente de recursos, la de las ineludibles élites.
  Entonces, en este panorama en el que el método de la democracia es una vil trampa entre  bastidores de la compulsión narrada, ¿qué hacer para que los menos favorecidos no caigan en el horrible error de la negación a sí mismos? ¿Qué argumentos asertivos les hace pensar a estos sujetos que el partido político por el que se decanten va a defender con firmeza sus intereses personales?
  Tal vez, al menos actualmente y como mínimo a medio plazo, el imperativo demográfico en la inevitable existencia del abanico de facciones evocadoras sea suficiente acicate para garantizar un mínimo de medidas solidarias entre los menos favorecidos. La evidencia es suficiente para comprobar que tales medidas no cubren las necesidades vitales de una cantidad vergonzosas de almas, y que ni siquiera el Estado es capaz de actuar desde la caridad y la beneficencia. Estas funcionan casi siempre desde  una motivación de individuos particulares y asociaciones y organismos privados.  Nos encontramos aún muy cerca en el tiempo de los grandes sacrificios colectivos e individuales por la justicia social, el tiempo de las huelgas y levantamientos populares y las matanzas y las represiones como respuesta del poder. Tan cerca que todavía continuamos asociando ciertos discursos y símbolos con los valores morales que condujeron a los humildes a una situación inimaginable hasta hace apenas un siglo. Gracias a esa fuerza salvaje e imparable los derechos sociales que ahora disfrutamos se hicieron realidad. Tuvieron que sufrir y morir tal vez millones de personas para que podamos, al menos en el mundo desarrollado, disfrutar de esta situación; (desde luego el apunte del “mundo desarrollado” es mucho más que una mera observación, pues lo dice todo acerca de la incapacidad de  justicia universal y  valores éticos, o al menos solidarios, de las actuales capas sociales progresistas).
  Los humildes están bien cogidos por el cuello. Tanto que han acabado acostumbrándose a no respirar. Aleccionados con las azarosas y casi siempre malas noticias mercantiles se han habituado a vivir con lo puesto y ya no ansían más galas que las que heredaron de sus abuelos. Por miedo, y muchos también por ignorancia, renuncian a llevar al testigo en la carrera revolucionaria, y la mayoría de las veces también de justicia, que distribuya la riqueza. Para ellos la revolución por el bienestar se hace en los gimnasios de sus barrios.  No necesitan aire para sentir la libertad del viaje.  Para vivir les sobra con el tiempo. Ese que las élites saben muy bien optimizar. Viven sin aire y, según sus cósmicas percepciones, con mucho tiempo para esperar el gran milagro del Hacedor que dé un vuelco a sus destinos. Es decir, representan, con una incongruencia casi imposible, a la población con mayor capacidad de resiliencia. Ejemplifican el poder de la condición humana para adaptarse a la adversidad y a la paradoja de la autoregulación por el bien del corpus político  de la civilización.
  Sin embargo, con independencia de sus niveles educativos y culturales, como dicen también esos protegidos teóricos de las élites, humildes “glocales”, nada o casi nada saben de sus cegueras y sorderas. Tal vez a causa de la apnea permanente padezcan estas incapacidades, pero de algún modo, a pesar a los condicionantes  de la docilidad y el servilismo todavía pueden escuchar un finísimo y débil hilo de voz que les dice que la compulsión narrada por los medios de comunicación tras el velo de una imaginaria y deformada legitimación del pasado no les garantiza la eficiencia del voto. No son conscientes de que lo único que conocen y sobre lo que pueden ejercer influencia es en el marco de sus “yo y circunstancias”  en sus correspondientes intrahistorias. A todo lo demás pertenecen sin posibilidad real de manipulación. De momento la voluntad de los hombres y mujeres de edad con derecho al voto solo son concernientes a la productividad que ejercen en el sistema político (económico) al que pertenecen. Sin embargo, el movimiento desde abajo si es suficientemente fuerte puede hacer vibrar allá arriba. La correspondencia es un principio demasiado arraigado y, sin embargo poco observado en la historia de la humanidad. Sin intrahistoria no hay historia oficial. En sentido inverso a la evolución en el cerebro del ser humano, sin psicomotricidad fina es imposible contemplar la psicomotricidad gruesa.
   Solo si los humildes dejasen de mirar ansiosos las alturas podrían valorar los factores condicionantes que unen íntimamente la correspondencia y la distancia entre los de arriba y los de abajo. No es cuestión de derribar las altas torres, pues como ya hemos analizado sus escombros los aplastarían. Lo natural y más inteligente es, ya que el desarrollo de la reciprocidad entre las distancias  es constante e ininterrumpido, buscar los hechos más sencillos de la intrahistoria que puedan inducir igual que en un efecto dominó vibraciones que, aunque en realidad pueden ser por causas ajenas, no las sientan allí arriba como cosa extraña. Moverse en las profundidades sin apenas aire, sin que descienda el nivel de oxígeno en las alturas. Allí no se darán cuenta que los de abajo continúan con el juego capitalista pero sin creer en las reglas del juego. Nunca imaginarán que la fuerza de un deseo, de una voluntad cuya envergadura desconocen los propios sujetos que la ejercen, pueda hacer tan posible y potente una vida casi sin aire, una fe proyectada en la nada capaz de germinar poder en la ausencia de materia.
  Esos millones de votantes que viven desprotegidos en el mundo, y sin una jurisdicción internacional que ampare sus derechos como colectivo ante la globalizada patronal, pueden cambiar la historia con la sencilla actitud de valorar por encima de todo y confiar en las personas con las que trata a diario y que siempre e inconscientemente han considerado intrascendentes y secundarias. No se trataría de la aplicación de bases de sociedades o religiones, puesto que las estrategias de estas organizaciones para proteger sus intereses son urdidas desde el oficialismo, sino de una transformación del sentimiento; primero de cansancio y luego de rechazo hacia la superproducción y el consumismo, y como consecuencia se encontrarían con el hallazgo inesperado de un ”¿sistema económico?” fundamentado en la estrecha colaboración horizontal que garantiza resultados positivos con la aplicación de un mínimo de confianza en los depositarios de sus intrahistorias, a quienes en realidad conocen y viceversa.
   Pueden pasar incluso años antes de que los principales inversores internacionales tomen iniciativas cuando comprendan las dimensiones del cambio de poder tras el desarrollo de esta fenomenología, como por ejemplo restringir los accesos a internet, o desconectar la red eléctrica, e incluso negar a la población las distintas fuentes de energía. Pero para entonces ya será tarde. El capital, omnipresente y omnipotente, mostró su identidad y verdadero rostro, y creó al menos una generación digitalizada para que diese vida a su obra cumbre, la inteligencia artificial. Esta generación mostró las bases del saber que sustentan al Capital, al menos en el grueso de la ciencia, a su descendencia, con tanta suficiencia, que será imposible impedirles el autoabastecimiento y la defensa de los elementos necesarios para vivir, incluso para, quién sabe, prosperar.           


  

martes, 14 de enero de 2020

SACIEDAD (ZOOS XVII)






Una de las hipótesis que podría explicar la aparición del brote la encontraríamos en la constante que ha acompañado al ser-humano en casi todas las evagaciones anteriores, en su innata capacidad para vivir cabalgando sobre el miedo. En cualesquiera de las decisiones y ejercicios que conlleva sus ejecuciones, antes, mientras o a posteriori de la transformación del deseo o incluso de la necesidad que los motivaba en una meta inevitable, hubo siempre una contraindicación, o al menos una leve variable emocional que le hacía dudar al individuo, ya fuese por empatía con los sentimientos y emociones “del otro” o por la menesterosa medición de las propias posibilidades de éxito. Esta cuestión condicionante era simplemente la incertidumbre de no saber nunca cuándo y cuántos daños o perjuicios indirectos podían presentarse tras la transformación o la inalterabilidad  de la ejecución de sus deseos.  Podríamos decir sin equivocarnos que la gran tradición de ir hacia la apropiación de los objetivos materiales e inmateriales que se consideraban de derecho para el desarrollo de la autoestima personal como una ejemplificación pedagógica del bien común, estaba falsamente fundamentada. No es posible realizar el bien para la comunidad partiendo de traumas como el empeño de alcanzar el objetivo del liderazgo, aunque fuese con tintes filantrópicos, a pesar de los daños colaterales que se ejercen sobre “el otro”; así como tampoco la aceptación de doctrinas, ideas o tecnologías desconocidas por la comunidad. La fractura que se origina sobre el espacio en el que tiene lugar estos fenómenos da lugar al paroxismo de sufrir al mismo tiempo el nacimiento y la muerte, la mutación de un semoviente sagrado y productivo en un símbolo obsoleto y el miedo y la desconfianza ante la cosificación inédita como artificio al que se le debe obediencia si quieres adaptarte al medio.
  Los humanos, en una actitud erosiva y de agotamiento ante el miedo, que le abocaba a la atonía mental, no supieron o no pudieron hallar otra salida a miles de años de continuos enfrentamientos. Con ello, el sufrimiento de la comunidad ante la impotencia de no poder proteger a ninguno de sus miembros, incluidos sus líderes más poderosos (especímenes por otra parte, que, a pesar de la seducción que han ejercido sobre individuos incapaces no ya de encontrar sino de buscar caminos en la dirección de sus vidas,  jamás pudieron demostrar que sus virtudes perdurarían traspasando los filtros de las generaciones de individuos desconfiados ante la legitimidad del poder), debilitó tanto al vigor de las masas que estas acabaron mimetizando los procedimientos adoptados por el individuo depresivo, en apariencia abatido, desanimado, enervante y melancólico, pero en realidad cimentado sobre la ascendencia de sus antepasados y el inapelable veredicto de la naturaleza. Tal como apuntaba Cirlot en su entrada del diccionario de símbolos sobre la carta sin número del Tarot, el loco es representado con su pierna izquierda (el inconsciente para el autor) mordida por un lince blanco; esta mordedura es un residuo de lucidez (remordimiento). Esto no le detiene, antes le empuja hacia adelante, hacia el fondo, donde aparece un obelisco derribado (símbolo solar, logos) y un cocodrilo dispuesto a devorar lo que debe retornar al caos. Todo se corresponde con una ciega impulsividad y con la inconsciencia. Para otro autor, Schneider, al Loco se le relaciona con el bufón. Para él en las ceremonias y ritos medicinales médico y enfermo intercambian el rol de “loco” y reaccionan por el delirio, el baile y las “extravagancias” para invertir el orden maligno reinante. Este personaje está demasiado alejado del Loco, de la locura que se apodera del mundo en la IX evagación. Las víctimas de la pandemia no son dinámicas y mucho menos creativas. La locura, la privación del juicio, la aparición de lo anómalo y de la sorpresa no sopesó nunca otra solución de continuidad que no fuese el suicidio. De lo que se infiere que no se trataba de una continuidad precisamente de la especie humana. Tal vez en la inconsciencia de los individuos de esta fase se encontrase una algoritmia tácita que los condujo como única salida a la pasividad más extrema. A una calma exclusiva que solo la locura puede ayudar a comprender. Pero no debemos equivocarnos con esta sustantivación. La calma referida es el nombre que mejor se aproxima a una inactividad jamás conocida en las relaciones grupales. Cualquier ser humano capaz de retirarse del mundanal ruido no mucho más de cien años antes de la pandemia, y regresar aún con mínimo de lucidez, nunca habría dado crédito a lo visto. Presumiría que la humanidad habría sufrido un envenenamiento irreversible de orden neuronal o una hipnosis como arma de guerra inducida por seres de otros mundos. Nunca pensaría que la droga maldita la lleva consigo él también y se halla diluida en su sangre desde un inopinado e hipotético pecado original. Algunas voces analistas dijeron tras esta fase que tal vez ningún ser humano contemplase en su conciencia la posibilidad de culminar en suicidio todo el proceso. Quien o quienes narran, o el procesador y acumulador de textos competente para darle forma a estas miles de palabras con una voluntad o al menos una volición crítica perdida dentro de la nube, salieron indemnes para satisfacción tal vez de algún lector, o quién sabe si ya ninguno, que quisiera o pudiera jactarse de ser fiel seguidor de la supremacía de todos los aspectos culturales que  fueron y continúan siendo contagiados por la dilatada tradición judeo-cristiana.  Pues tras la IX evagación, la política y el pensamiento, si es que se le puede adjetivar de este modo a las prácticas que se aplicaron, entraron en una dinámica retroactiva en la que los conceptos de la justicia y lo divino importaron para el fuero interno colectivo  tanto como el reglamento futbolístico. Podríamos inferir de esto que lo trascendental siempre fue, no un objetivo de búsqueda, sino un juego de actitudes para evitar precisamente el fatal aburrimiento de  la depresión hipocondriaca, para mantener alejada la impertinencia subversiva del suicidio entendido como un derecho sencillo y natural que todos los seres humanos tienen por oficio, por el aporte genético que él mismo ostenta y declara sin la más mínima voluntad de poder. Nada podría entonces en esta dimensión conocida o desconocida del universo, vivir por y para sí mismo. Nada en el juego de actitudes podría ser creado sin interferir en su realidad circundante. Y por supuesto se produjeron muchos suicidios, millones de suicidios, ante todo sin violencia, sin precipitación ni ansiedad. Muertes indolentes, en una desidia general en la que ni el pudor que siempre había sentido los individuos hacia la carne podrida, los excrementos y los cadáveres, aparecía como señal de rechazo a la autoaniquilación.
  La gente se dejaba morir como vegetales faltos de agua, de oxígeno o minerales, con tal de omitir la más leve pugna contra sus congéneres por el alimento. Morían en los espacios públicos, en sus hogares, en los vuelos intercontinentales y hasta en los desplazamientos en autobús o en sus propios vehículos por breves que aquellos fueran. La aceptación de la culpa a causa de la provocación de accidentes formaba parte en la asunción de la pandemia. Todos (o nadie) suponían que por el bien común el ritmo de las actividades y los trabajos debían continuar a pesar de las contraindicaciones de la enfermedad. El personal sanitario, a pesar de la depauperación en la que se hallaba se enfrentaba a situaciones mortales en  arriesgadas operaciones de cirugía. Prescribían incluso medicamentos incompatibles si los enfermos lo solicitaban. Los peatones eran atropellados en un paso de cebra si un segundo conductor sentía un mínimo de empatía por aquellos. El criterio principal era evitar cualquier atisbo de competencia. Miles de ascensores cayeron al vacío por culpa del exceso de pasajeros. Un día, sin explicaciones, ni acuerdos, ni notas oficiales de prensa, la gente dejó de acudir a los estadios deportivos y canchas cubiertos. Los árbitros eran incapaces de poner orden en los juegos de equipos. Ambas combinaciones decidían en plena competición  que lo mejor era hacer el juego ofensivo todos contra la misma portería o la misma canasta. La hinchada se alegraba por los mismos goles o puntos y se abrazaban en una comunión fácil e intrascendente, según se mire. Algunos, extenuados y debilitados por la desnutrición, continuaban practicando deporte, porque así lo llevaban registrado en sus manuales de costumbres para una vida más sana. Otros, quizá también por las mismas razones de manual, no interrumpían sus rezos y plegarias a sus dioses. Con esto último podríamos hacer un análisis exhaustivo del porqué el más allá y la salvación es más inalcanzable que nunca cuando sus acólitos y lazarillos no se hallan en el aquí y ahora. Las sesiones parlamentarias en las cámaras y plenos fueron poco a poco sintetizándose hasta acabar siendo efímeras comparecencias de las grupos gobernantes ante el vacío de ninguna oposición. Claro que ésta resultaba intrascendente que asistiese o no, ya que las propuestas y órdenes se aprobaban en la línea de intereses de ambas partes. Es decir, con los argumentos y bajo la interpretación parcial,  exclusiva y personal del primer parlamentario al que se le ocurriera hacer cualquier propuesta. Las leyes y enmiendas eran ajenas siempre a los intereses del pueblo. A ningún ciudadano se le ocurrió a partir de un momento determinado importunar, y mucho menos presionar a ningún agente político, con alguna demanda. Cuando ya no hubo ningún gobierno, representante de los mismos o señales de su omnipresencia,  que tuviesen que realizar ante nadie la interpretación del ejercicio del poder, la humanidad fue como un inmenso almacén de frutos en el que la putrefacción se extendía en todas las direcciones. Todos eran portadores del virus de la locura y al mismo tiempo todos estaban expuestos a un contagio más severo. Un proceso de autoaniquilación irreversible, una determinación colectiva que abocaba a todos a convertirse en cuerpos estáticos e inermes en el museo más inmenso jamás pensado. Todo estaba dispuesto para que miles de millones de piezas catalogadas alcanzaran la muerte y después la descomposición orgánica, pasando por alto el significado de dignidad que siempre habían tenido las incineraciones y las inhumaciones, con una finalidad estética sólo soportable por seres enfermos de locura contra la propia locura. Todo por una medida desproporcionada del suicidio contra el egoísmo y la maldad ingénita del ser humano. Todo como si se tratara de exposición final y definitiva en el laboratorio universal de las formas de vida sobre la impotencia de la especie humana ante la evidente realidad de odiarse a sí misma.  La coartación del instinto de supervivencia y del auxilio al prójimo tenía una intensidad tan fuerte en la enfermedad que ni el amor congénito lograba insuflar el más mínimo estímulo contra el inmovilismo. Padres e hijos se reconocían y se amaban durante las primeras etapas del contagio, pero a pesar de sentir todos ellos los sentimientos instintivos de identidad tribal y de protección, y de,  en un primer momento actuar ante el peligro, parecían paralizarse ante la imposibilidad de romper un muro invisible que los persuadía de demandar comida o medicinas, y hasta de lamentarse ante el desastre inminente. Tampoco el amor pasional, y fraternal eran fuertes como antídoto. En estos dos tipos de amor, uno por los poderes irrenunciables al deseo y el placer, y el otro por la hegemonía del liderazgo, hay excesivos lances para hacerse con el papel dominante, roles intercambiables bien definidos que  conducen inexorablemente a la práctica de la competitividad por la hegemonía.
  Muy al contrario de lo que ocurrió en los procesos de infección de otras pandemias anteriores, en la de la fase IX no hubo carencias en los almacenes de alimentos, ni tampoco se colapsaron los suministros de energía. Las actitudes de antaño ante el miedo no se produjeron y, como consecuencia, todos se dejaban estar sin cubrir las necesidades más básicas ante el despropósito de interferir en los sentimientos y las emociones del prójimo. El decálogo de los mandatos de las iglesia cristianas a sus fieles se encerraba a su vez de repente no en dos sino en tres. A los archiconocidos “Amarás a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” se le sumó “No perturbarás ni siquiera en los más superfluos e ínfimos detalles las zonas de confort de los otros”.