A-000 ZOOS (XIII)
Pensó
que el funeral del padre de Gloria sería en un día de la lluvia y apuró el
líquido de un trago. Pagó su consumición, no sin antes preguntar al camarero de
la ropa de camuflaje si sabía de algún vehículo que viajara a la ciudad. Este le
contestó que como él muy bien sabía en aquellas horas del día apenas había
tráfico. Se sentía observado por todos los concurrentes en aquella especie de establecimiento
global. Podía estar seguro que a partir de aquellos momentos toda la localidad
sabría qué motivos le llevaban a visitar el lugar.
Una vez en el
exterior todavía había suficiente luz para ver que la calle enlazaba en una
suave curva hacia la derecha con la A-000, y cómo esta se perdía entre los
higuerales. Al menos lo intentaría. En aquella hora la mayoría de los vehículos
circulaban en sentido contrario al que a él le interesaba. Eran gentes que
volvían sobre todo de realizar alguna labor menor del campo. Caminó lo suficiente buscando el
inicio de la carretera para que interpretasen bien sus intenciones de hacer
autostop. Apenas un par de bombillas desnudas,
que colgaban de unos puntales oxidados de no más de un metro a modo
de farolas sujetos a las últimas tapias de la población, iluminaban la línea
entre el asfalto roto y la tierra batida por las ruedas de camiones y pequeña
maquinaria agrícola que hacía las veces de acerado y de parquin. La noche se le
había echado encima por sorpresa, como a
un estúpido. Pensó que a pesar de que creía que todo lo tenía previsto y
calculado, una vez más le encanó la irrupción del acontecimiento. Sabía
perfectamente que no le resultaría fácil encontrar un viaje para la vuelta
pero, igual que en otro momentos más o menos reseñables de su corta vida, no
contó con otras cuestiones en apariencia de nula importancia o cuando menos
secundaria. Una vez más lo atrapó como en un cepo un sentimiento de tristeza, o
según él prefería pensar algún desajuste en el ciclo de sus ondas cerebrales, o
tal vez hasta un milimétrico desplazamiento desde hacía cuestión de minutos e
incluso segundos, como en un mini- seísmo, de alguna capa de su definida
personalidad a causa de un más que justificado movimiento por la fuerza
ineludible de la inercia hacia la adaptación al medio y sus circunstancias.
Imaginó que sus padres callaban apesadumbrados una vez más cuando él aparecía
de repente en el salón o la cocina. Parecía que había explotado el microondas
con algo dentro. La cuestión es que por entonces todavía no existían los
microondas, al menos en la vida civil; esto de la comercialización de la alta
tecnología se ha convertido en una obsesión, hasta el punto de que hay personas
a día de hoy que piensan que los militares y la industria aeroespacial ya lo
han inventado todo, hasta los viajes interestelares. El caso es que aunque allí
no había microondas ni nada que pudiese haber reventado por una mala absorción
de microondas de radio de alta frecuencia, el veía todas las paredes y muebles
de la cocina y de parte del comedor manchados de una gotas de una pasta marrón
chocolate del tamaño de monedas de veinte duros. Por un instante pensó que sus
padres se habían arrancado el uno al otro sus hígados y los habían introducido
allí como una medida de protesta hacía su miserable y asquerosa actitud. Nadie
sabía aún que todos los microondas del mundo occidental podían llegar a emitir
más de veinte millones de toneladas de dióxido de carbono, lo que equivale a la
contaminación que producen millones de coches. Todavía no tenía ni idea de que
pertenecía, en esa manía de los medios y las universidades con sus alusiones al
triunfo de la identidad, a la generación X, o generación MTV o JONES. Dicho de
otro modo según esos canales, que era miembro de una extraña e inmensa tribu que buscaba ante todo ser alguien en la vida,
es decir “ser” en una apuesta inopinada una oposición dura contra la
representación de los padres. “Padres y Madres” póstumos, por la actitud de
querer tomar el relevo de la lucha contra la imagen que se fabrica uno de sí
mismo, contra la impronta del gesto de perplejidad permanente ante la
ignorancia, que repetirían y que continúan haciéndolo y lo harán hasta el final de sus vidas en un zumbido
parecido al de las abejas en un panal como medida exclusiva para alcanzar la
igualdad de género, en el panal suculento del dinero y la política. Quien narra
supone por una razón tal vez bastante convencional y según el axioma que se
infiere del síndrome del nido bienhallado, que los hijos que no necesitan
adaptaciones curriculares, que cumplen y se definen con los tiempos pedagógicos
entre el núcleo familiar y la calle, viven en una tortura marcada por la
elipsis que provoca el desconocimiento de datos entre ambas partes. Viven
durante un tiempo infernal en el odio y el amor hacia sus progenitores. Pero
aceptar que se pertenece a una generación con una nomenclatura como si se tratara
de una forma y tipo de jaula creada en una zona de la nube en la que viven los
ornitólogos criadores de híbridos en serie, es cosa de individuos babiecas y
pasmados.
Quien narra
confluye en estos momentos en los pensamientos del personaje que avanza hacía
la puesta de sol, por un sendero que muy pocos conocen, un hueco entre las
zarzas y las palmas de palmito que consiguió abrir gracias al Land Rover que
consiguió por un precio ridículo en una subasta de vehículos usados de la
Guardia Civil, por unanimidad y determinación creemos los dos que es menos
traumático para el sujeto saber que perteneces a un predicado. Si te dicen
quién eres y por qué lo eres te ahorras bastante trabajo y además así
obstaculizas menos el camino hacia tu rendición. Esto último resulta bastante
enojoso y fastidioso cuando hay resistencia, ya que la labor de tener que
indicarle al sujeto díscolo la dirección adecuada conlleva una acusación
dilatoria de grado 1 que no beneficia a nadie. La obstinación permanente
requiere, salvo en individuos sobredotados, que son capaces de hacer bascular
al menos durante unos instantes el eje central de la nube obligando a las
agencias de noticias señalar con imperceptibles cambios de discurso cabezas de
turco, una cansina adopción de conductas que solo conducen en una flemática
secuencia de ilusiones y desengaños a un zoo sin animales y en el que siempre
es otoño. Muy poca gente sabe en este país de observadores de la fortuna ajena
que abanderan y aman el fracaso más rotundo y logran hacer de él su modo de
vida. Esta minoría consciente y ocupada a modo de Sísifos actualizados en la
resiliencia como si se trataran de nigromantes que han perdido la fe un su
arte, ya no piensa en cosas como retirarse a un rincón agreste perdido en medio
de la nada, en viajar a una isla desierta o marchar a trabajar a una base polar
o en un petrolero transoceánico, tan solo se contenta con identificar al enemigo
inminente. Este no es otro que el que se esconde tras la letra pequeña, el que
te trata con los honores de un rey o un héroe pero que te va a dejar sin tu
ración diaria de autocomplacientes sustancias digitales y gregarias en cuanto
dejes de ser rentable a los intereses de tus protectores inversores. Piensa que
los abuelos siempre dan los mejores consejos. Sin embargo, los de su generación
no llegaron a tiempo para contarles a sus nietos que no debes criticar a nada
ni a nadie dentro de la nube. No hay chivatos. Estos son piltrafas de las
pingües carnes que alimentaban a los reyes y dictadores del pasado, una
caricatura con muy mal gusto de sí mismos. Si exceptuamos a los hackers
freelance que recuerdan y hacen honores a los antiguos y audaces héroes que
osaban retar a los poderosos, basta un segundo para que cualquier actividad que
señales en la nube te delate. Eres cautivo de tus propias palabras y de tus
actos. Ya sabes que fuera de la nube solo eres una sombra, y tal vez aunque los
efectos de luz pueden tener más importancia que en apariencias, si no promiscuyes
tus energías con las de tus semejantes es imposible tener vida y participar en
la existencia de la historia que comenzaron precisamente con cosas y sombras de
mujeres y hombres. Nuestros abuelos no nos advirtieron que ahora sólo debes
pensar y pensar. Los abusos y las injusticias actuales no son como siempre lo
han sido, con descarada autoría del egoísmo y la maldad humana. La gente nunca
ha esperado nada bueno del más allá y sus espíritus lo relacionaban con el sufrimiento, pero los
médiums han proliferado como si viviésemos en una eterna primavera
apocalíptica. Estos chupaeuros, estos intermediarios a sueldo vomitan a miles
sus ectoplasmas para que los veamos y nos enfrentemos a ellos. Estas figuras
vaporosas se transforman al instante nada más verlas en una secuencia de
imágenes de tu propio cuerpo. Las
siguientes son las veinte más representativas:
1. Estás tumbado en el sofá del salón de tu casa
mirando el televisor y bebiendo litros de cerveza. 2. Se te ve encendiendo un
cigarrillo y estás completamente solo en medio de un bosque de altísimos
árboles. 3. Estás dentro de una cabina rodeado de papeletas de votos, coges una
del partido que gobierna y escribes en ella una frase ininteligible, después la
metes en un sobre, abres la cortina y sales encabronado mirando a todo el mundo
para depositar el voto en una urna casi llena. 4. Sales de tu casa de madrugada
y tiras en el contenedor de basura orgánica grandes bolsas de vidrio y
plástico. 5. Estás a punto de tomarte una ingesta de pastillas de la paz porque
quieres suicidarte y crees que hay millones de personas observándote que creen
que te vas aplicar uno de los mejores tipos de eutanasia. 6. Estás en plena vía
pública y sientes la necesidad imperiosa de orinar como un animal, y vas y lo
haces delante de todo el mundo porque sabes que no te da tiempo a llegar a los
lavabos más cercanos. 7. Hablas mal de tu familia a pesar de que quienes te
oyen saben que tienes razón. 8. No ayudas a un individuo de la tercera edad a
subir al metro porque unos momentos antes ha empujado a otro igual para
quitarle el lugar en la cola. 9. Pasas demasiado tiempo en la nube y también
fuera de ella criticando públicamente a los poderes establecidos. 10. Pegas sin miramientos tu cartelería encima de
otra para vender mejor tu producto. 11. Pretendes que tu actividad nicho
trascienda incluso en el interior de la nube con la misma intensidad que unos
juegos olímpicos. 12. Robas flores en un jardín para trasplantarlas a otro. 13.
Te enfrentas en dirección contraria a la avalancha de una turbamulta porque te
has perdido en esta a tus amigos. 14. Tienes un cólico nefrítico en un centro
comercial, vomitas hasta la bilis, gritas y haces gestos hiperbólicos de
auxilio. 15. Argumentas en una tertulia que los niños son crueles por
naturaleza. 16. En otra tertulia mantienes con rotundidad y con pruebas basadas
solo en tus convicciones personales que más allá de la muerte no hay vida ni
existe nada en absoluto. 17. Dices abiertamente que la solución para la
hambruna en el mundo no pasa por enseñar a quienes la padecen a construir cañas
de pescar sino en mostrarles el camino por el que se va a ejercer este arte.
18. Auguras como un castigo por tanta ignorancia fomentada en el mundo que en
un futuro próximo las personas buenas les quitarán los bienes a las malas y
viceversa; entonces ya podremos pensar indistintamente desde el bien o el mal.
19. En todas las discusiones políticas siempre hablas de que tanto
derramamiento de sangre en las luchas sociales deberían servir para algo. 20.
Te cagas en Dios y dices que es como terapia contra la estulticia.
Hasta
que se ha sabido que ya no existen sitios vírgenes en el mundo no hemos dejado
de huir con los mismos vicios adquiridos por quienes huyeron con o sin equipaje.
Hay gente a la que le hubiera bastado con un fin de semana en el lugar más
recóndito del planeta para destrozarlo todo. Pero también para su propia
desgracia existen personas que oyen desquiciadas en lo más hondo de sus almas
un sonido de baja frecuencia, la entonación parecida a una letanía de la
impotencia, de un mea culpa de todo lo inútil que puedes hacer en la vida para
intentar cambiar el mundo.
Allí estaba,
en la A-000, a un kilómetro de la localidad del lince. Ahora, en el presente,
durante la marcha por el laberinto de caminos que rodean al pueblo, después de
atravesar el macizo de zarzas y palmitos en el sendero oculto que conduce al
insospechado berrueco (al menos eso él cree), se le ocurre que en aquel momento
de estupidez máxima, tal vez poco antes de que apareciera el Seat Panda
celeste, como un carrito con un bebé varón extraviado por razones imposibles, y
se escondiese entre las dos altas paredes de un estrecho camino que buscaba un
enorme higueral a muy pocos metros de donde él hizo la señal de auto stop,
podría haberle cambiado el nombre al topónimo para el resto de su vida. Justo
en aquel instante no estaba para una tarea propia del mejor Calvino de
literatura fantástica, pero ahora piensa
que no habría sido mala idea llamar a aquel lugar que tanta fobia le produjo
con una palabra que le hubiese ayudado a espantar desagradables recuerdos, al
menos aquellos que se quedaron en los reflejos de su conciencia. Decide que
aunque ya tarde denominará con el nombre de Lincoito a la población en la que
si se pudiese pesar la ansiedad como el cemento habría obtenido kilos
suficientes para construir un monolito que podría verse desde el espacio
exterior, un falo de unas proporciones capaces de definir la libido
experimentada en el lugar y sus consecuentes dolores testiculares.
El motor y las
luces del Panda dejaron de funcionar nada más tomar el camino. No necesitó
muchos pasos para llegar a la pequeña
intersección en la que el utilitario despareció y que separaba el pésimo
asfalto de la tierra. La A-000 ofrecía desde tal punto la perspectiva en la que
solo se veía la luna trasera del Seat bajo una oscuridad que le ganaba espacio sin
piedad a los restos de piel purpura que el sol había dejado tras sí como señal
de su aparente y sufriente existencia
intermitente. El carril que se hundía
buscando esos árboles del látex tan sobrevalorado en la antigüedad por sus
virtudes medicinales, y tan despreciado
ahora en la ignorancia de nuestro rechazo por las irritaciones que
producen en la piel. “Ven, quiero enseñarte algo”, se oyó en un eco ahogado
detrás del Panda. Hay que decir que a pesar de que la invitación parecía que
tenía lugar en un paraje desierto, tuvo la sensación de que no iba dirigida a
él y se paró en seco entre las paredes. “Avanza un poco más. Después te llevaré
a donde quieras”. Dio unos pasos más, hasta el punto del declive y fin del
camino. A modo de entrada en un gran estadio la angostura y las altas paredes
del carril conducían a unas impresionantes vistas de al menos tres comarcas. A
pesar de que se encontraban en la fase de crepúsculo astronómico, es decir, a
casi -18º respecto a la línea del horizonte, podían distinguirse con facilidad
los contornos de las primeras montañas de la sierra y hasta algunos dintornos de la cordillera.
Las vías del ferrocarril y su interminable secuencia de postes de hormigón
aparecían al final de la primera depresión del terreno. En paralelo, en la
misma línea de gravedad, porque este es el mejor modo que tienen los ingenieros
de sortear los accidentes geográficos,
se podía ver el cauce de un río seco a trozos hasta un punto en el que el
océano se adentraba tan ofensivo por su avance como inocuo por su calma. Por
entonces ya habían construido grandes torres metálicas para llevar electricidad
a los lugares más recónditos de la provincia. Desde aquella distancia era
imposible ver los cables que llevaban la energía pero la sensación era la misma
de siempre, la de no saber si las torres sujetaban los hilos o viceversa. Aún
no habían comenzado las obras de la autopista, pero la inexistencia de esta
hacía que cobrara vida en la panorámica el laberinto de carreteras secundarías
por las que se movían luces que parecían buscar algún objetivo además de su destino. Los cúmulos de luz de
las distintas poblaciones estaban diseminados al azar. El tiempo y la historia
podrían dar una explicación convincente, pero lo cierto era que algunos podían
verse desde el centro a la periferia y otros eran unos débiles resplandores a
causa de la elección de su ubicación. La llanura se extendía de este a oeste en
una magnitud de decenas de kilómetros, pero desde allí cobraba un aspecto
ilustrativo y ejemplarizante en el que se mostraban la orografía y el
desarrollo tecnológico y económico. Era irreal, como una maqueta gigantesca en
la que se podía observar con todos los detalles físicos el asentamiento de
cientos de miles de vidas humanas que a diario nacían, morían y se enterraban
sin apenas salir fuera de unos márgenes bien definidos.
Sintió un
fortísimo dolor en la base de la espalda y cayó desplomado como una estatua de
hierro. En la caída pudo ver que todo se daba la vuelta y tuvo la sensación de
que se había precipitado sobre las tres comarcas que componían el paisaje. El
dolor era tan grande que todo aquel espacio no era suficiente para mitigarlo. Oyó
un torrente de voz muy agudo, una acumulación de sonidos que se superponían
unos encima de otros dentro de su cabeza. Unos segundos después sintió que dos
latigazos recorrieron su cuerpo desde los lumbares en direcciones opuestas.
Después se dio cuenta de que alguien le gritaba en el oído. “¡¿Qué quieres,
acostarte con mi hermana?!” Abrió los ojos y, a pesar de la mortecina penumbra,
pudo reconocer a Freddy Krueger a pocos centímetros de su cara.
Era incapaz de emitir ningún sonido, se retorcía de dolor y sin embargo, se
ahogaba por todo el aire que aspiraba sin poder expulsarlo porque no podía
hacer otra cosa que no fuese intentar asirse al mundo circundante. Freddy le
metió dos ostias, una en cada mejilla. En aquel suplicio las sintió como dos
caricias y le sonaron a mucha altura, en la atmósfera entre gaseosa y sólida
bajo la que la agresión premeditada y meticulosa podría haber sido menos
efectiva si él hubiese modificado el nivel de intensidad de sus ondas
cerebrales en el instante exacto en que tuvo la visión crepuscular de las tres
comarcas. En el momento de la agresión,
pensó cuando se estaba recuperando de las heridas de la paliza días más tarde, sus ondas cerebrales
no eran precisamente del tipo gamma. Su actividad eléctrica cerebral se había limitado en los instantes
más críticos antes del ataque a una banal contemplación del abrumador paisaje bajo
la radiación de ondas de tipo alpha o beta. Es decir, en un el estado cotidiano
de vigilia permanente en el que se producen y suceden los acontecimientos más
ordinarios y condicionantes para nuestras vidas. Se lamentó que en unas circunstancias más o menos alejadas a su zona
de confort no se percatara de que el comportamiento humano se manifiesta a
través de actitudes de absoluta vigencia y al mismo tiempo ancestrales del
mismo modo que tragar saliva con sabor a metal u oler sangre cuando ni el uno
ni la otra tienen efecto como elemento presencial en tus sentidos. Piensa
ahora, cuando estos sucesos se agarran en el recuerdo casi exclusivamente a las
asociaciones de dolor, que es una realidad incuestionable que determinadas
actuaciones y manifestaciones de violencia humana no estén relacionadas
directamente con el placer, la ambición o la codicia. Le costó bastante asumir
que para Freddy (su nombre verdadero era Manuel pero en Lincoito casi todo el
mundo le llamaba Freddy a causa de su manifiesta y pública desaforada afición a
la saga de películas que siguió a Pesadilla en Elm Street) era fundamental
darle una paliza al desgraciado que intentara desvirgar a su hermana. No había dicho esta boca es mía
en el bar y se lo agradecía de aquel modo tan violento y pendenciero. Gloría
había salido corriendo como si hubiese visto al diablo pero la mala noticia la
había dado Freddy, no él, que solo había ido a aquel lugar con la intención de
oír la voz de su hermana y como mucho intentar rozar su mejilla. Desvirgar a la
hermana entraba en sus planes pero aún era demasiado precipitado para evaluar
esta posibilidad en el plano laberíntico de sus emociones, sobre todo si
consideraba por un momento la duda ante su virginidad; por aquellos años la
pérdida de la virginidad rondaba una media de edad mayor que en la actualidad,
esto es conveniente asumirlo para la determinación a-histórica que presume este
texto. Sus sentimientos hacia Gloria no contemplaban libidinosidad, y mucho
menos la desfloración de un ser por el que sentía una extrañeza sin
precedentes. La presumible virginidad resultó ser al final un fiasco. La
tradición oral unida a los avances de la tecnología anticonceptiva convertían
las experiencias sexuales de la adolescencia en un mito con personajes y
situaciones muy extrañas. Las píldoras y los profilácticos en las zonas rurales
casi eran una mercancía clandestina para los iniciáticos en la era de la
democratización de casi todo. Poco
después cuando hablaron de este asunto ella entró en una especie de estado de
shock que se tradujeron en varios hematomas y arañazos en su cuerpo. Sin embargo,
a la media hora, con el escozor de las heridas y el postrauma de una crisis
nerviosa en apariencia inexplicable, estaban copulando en la noche abandonada
de un día cualquiera en un parque público. Gloria era tan impredecible en su
comportamiento que él intentó acomodarse de la mejor manera que pudo en un
estado de permanente alerta. A veces
situaciones delirantes las aceptaba como
completamente ordinarias. Se hizo un experto circunstancial del autocontrol en
situaciones en las que Gloria parecía volverse loca. En una ocasión fue capaz
de prever con horas de antelación que intentaría clavarle unas tijeras en el
cuello a una de sus cuñadas por el simple motivo de que iba contando por ahí
que a Gloria le gustaban las faldas demasiado cortas. En Lincoito solo estaba
bien visto que llevasen minifaldas las mujeres sin pareja. Él callaba, oía y
observaba y no le fue muy difícil llegar a esta conclusión, pero no podía
evitarlo y le pedía a Gloria con insistencia que se vistiese con falda corta.
Cuando se dio cuenta de que Freddy hablaba y
no movía sus labios temió por su vida. Con el pánico se redujo a sí mismo a una
madeja de carne entre los terrones de tierra. Consiguió gritar y lo hizo con la negación “no”. Con
cada grito la pronunciación alveolar de la “n” sonaba como un disparo seco al
aire y la interminable vocal se extinguía seca e insignificante, como la estela
de humo de un cigarro a la vista de las tres comarcas. Podía gritar todo lo
fuerte que pudiera y cuanto quisiera pero nadie excepto Freddy lo oiría. Los
gritos tan solo tuvieron efecto sobre el
descanso de un bando de gorriones apostados para pasar la noche en unos grandes
acebuches cercanos en la linde, que levantaron el vuelo con un zumbido que
pareció una protesta ante el inútil vocerío. Freddy, o quien se ocultaba tras su máscara, podía hacer con él lo que deseara, incluso
dejarlo con vida, pensó. En Lincoito todo el mundo sabía quién se ocultaba tras
aquella careta. Si un Lincoiteño se hubiese encontrado en su situación habría
tenido muy claro que moriría a manos de aquel individuo en un contexto muy
distinto. Habría llegado a la conclusión de que el homicidio tendría un sentido
fenomenológico o histórico. La vida en un pueblo de tres mil habitantes se
desarrolla de un modo en el que todos los personajes de una historia se miran y
se conocen, al menos en los detalles más gruesos de una interactividad en la
que todavía no había aparecido internet, ni tan siquiera los videojuegos.
Aquellas gentes a lo sumo si se colocaban ante una pantalla era para ver todos
juntos la misma emisión de una película o programa y la mayoría de las veces en
grupo. Freddy lo agarró por los tobillos y lo arrastró un par de metros hasta
el Seat Panda. Pensó que era el final, que lo golpearía con la barra metálica
en la cabeza y que se lo llevaría a
enterrar a cualquier lugar escondido de aquel infierno. Freddy le apretó tan
fuerte el cuello que sus gritos se cortaron como un amplificador de sonido al
que de repente le han dejado sin fluido
eléctrico. “Dime dónde vives para llevarte y para que no vuelvas más a
Lincoito. Si se te ocurre volver te mato”.