La felicidad se ha sobrevalorado tanto
que ya nadie sabe para qué sirve exactamente. La felicidad es un paraíso
ubicuo, animado o de naturalezas muertas, según dirimamos la idea de eternidad.
Esta está con nosotros o junto a nosotros, pero inevitable como el aire que
respiramos. A partir de ahora debería ser un concepto innombrable. Incluso se
deberían dictar leyes, una para cada tipo de felicidad, que prohibiesen no solo
alcanzar dicho estado sino cualquier intento de ejecución para desarrollarla.
La felicidad entendida como el camino para hallar la satisfacción sin límites,
debería estar penalizada. Es nuestro verdadero mal. Es el nacimiento del rio
que anega y lo emponzoña todo. Todo
individuo que ose rebasar el límite debería ser encarcelado o como mínimo
puesto en cuarentena.
Allí donde un individuo halla lo justo para poder vivir, en el tajo que
da solo para una vida frugal, muchas veces hasta en el ámbito de los sentidos,
con el sudor de su frente por tener que enfrentarse a las adversidades propias
de la naturaleza o de la vida en sociedad, aparece inexorable el político
“prius inter pares” y le suelta un sintético discurso sobre la felicidad. Tal
individuo, moderno por el tiempo que le ha tocado vivir, es en consecuencia
descastado (no siente que pertenezca a una comunidad como los hombres y mujeres
anteriores a la Revolución francesa) no encuentra ningún compromiso ni vínculo
tácito con ningún modelo de comportamiento. Es hijo del siglo XX. No tiene ni
un pelo de tonto pero por encima de todo acepta y asume el tajo. Para él solo
existe una tentación en este mundo liberado de dogmas y dioses : la pretensión
del bien ajeno. O dicho de otro modo, la felicidad del otro.
El individuo no se plantea que grado de satisfacción obtiene de sus
circunstancias, pues se encuentra demasiado ocupado en mantener su línea de
flotación. No importa las riquezas materiales que acumule, sino el número de
golpes que es capaz de asestar en el combate por la felicidad. Cuando la
propuesta política se basa en la moneda de la felicidad en el mercado de la
verdad y la mentira, en un juego en las que ambas son irrefutables, porque la
realidad se fundamenta en la aporía “lo que es bueno para ti es malo para mí y
viceversa”, nos establecemos en un escenario en el que las crisis son variables
y aleatorias como las inclemencias de una climatología enloquecida.
Esta
historia se está narrando ahora. En el momento del inventario de las cochambres
de la praxis política.
La única pedagogía positiva y aceptada por todos es la que proporciona
el máximo nivel de productividad. Se han detectado nuevos comportamientos de
los seres humanos una vez que se ha superado el miedo a la negación de la
promesa de lograr la Pax Postmoderna. Dichas actitudes se basan en la
construcción de largos y monolíticos discursos pero exentos de argumentos que
apuntalen las utopías. Cosas parecidas al ruido que no supera los niveles
mínimos de decibelios que impiden conciliar el sueño. Un ruido muy bien
sonorizado y profesionalizado para los intereses de los almacenistas de la
felicidad. Los ideales de los proyectos políticos colectivos desaparecieron no
hace mucho a causa de la intrascendencia de sus propuestas. Sus violines
callaron cansados de la melodía infinita. Producían en los oyentes la
insatisfacción de Cosa inalcanzable.