Había tenido un día normal. Uno cualquiera, si acaso más tranquilo de
costumbre. Una siesta premeditada de más de una hora podría ser el único
detalle digno de mención de un día sin pena ni gloria. Sin embargo, ahora está
pensando en la posibilidad de tomar una píldora de Lorazepam Normon. Tiene
miedo a no conciliar el sueño. Esto hace unos años no le importaba tanto. “Si
no puedes dormir te jodes y punto”, decía entoces.
Se ha autoimpuesto leer de nuevo una historia de la filosofía. No porque
prefiera este tipo de lecturas, sino
porque se siente perdido en la dirección en la que va el mundo. Desde hace un
tiempo hasta este día cualquiera es como si se hubiese parado el reloj de su
pensamiento y no para de preguntarse insistentemente por qué la gente se empeña
tanto en hacer cosas. Se pregunta entre otras muchas incógnitas por qué quienes
escriben están tan obsesionados en publicar, por qué escritores y escritoras
casi inútiles gastan enormes energías en la publicación.
Este año su cumpleaños cae en martes. El peor día de la semana, piensa.
Sin motivo ninguno, él nunca ha planeado jamás nada para esta efemérides,
siente deseos de hacer algo distinto, algo nuevo, algo que nunca ha probado,
desconocido, situado más allá de lo orgásmico. Siente que hay demasiado aire en
el interior de su estómago. Sus músculos gemelos comienzan a temblar. Una
sensación que últimamente empieza a resultarle familiar. Sus pies hacen
movimientos extraños a su voluntad. Su cuerpo pesa toneladas, y no comprende
cómo la butaca sobre la está sentado es capaz de resistir todo ese peso.
Mira la tableta de Lorazepam Normon. Podría tomársela entera y así
segregarse del mismísimo anarquismo. Por un momento cree que el suicidio
derrotaría a la poesía. No así a los poetas antisistema, para los que el vulgo,
las víctimas, son el alimento de sus egos.