sábado, 20 de septiembre de 2014

LA UNIVERSIDAD DEL SÍNDROME








    Hace unos días leyó en un diario un artículo acerca del asunto llamado “Síndrome de Solomon”. La cuestión se basaba en el desgaste que produce en los individuos la siempre a bien tenida virtud de la sinceridad. El affaire era como para enmarcarlo en un curso intensivo planificado en las tórridas tardes de verano de algún concejal o concejala vanguardista para las tristes y aburridas tardes de invierno.
 Él sostenía que mantener el pulso y la cordura en pro de la verdad es a veces difícil o cuando menos perturbador. Pensaba que para interiorizar este complicado ejercicio lo mejor era, como mínimo, dar unos paseíllos plantando bien las pisadas como semillas hacia la ermita de Nuestra Mancillada Soledad. Según entendió, lo de Solomon era el epítome de la monumental obra escrita conjuntamente por los mejores estetas del alma y aún en ciernes “Miedo del hombre al hombre” (se incluye también a la mujer. ¡Por todas las santas!).
  Dicha cuestión resumida del síndrome se basa en la incapacidad de la inmensa mayoría de los individuos de mantener la opinión, a pesar de que ésta pueda ser incontestable, contra la establecida, y mucho menos si ya está institucionalizada. El pánico deductivo, la oscuridad después de haber visto la luz en el eclipse de la opinión mayoritaria hace de lo particular, de la opinión propia,  el principal objeto de la envidia.  Aquí es donde reside el mal según los estudiosos del síndrome. En el resentimiento colectivo hacia los personajes que, sin pretenderlo, por el uso de la sinceridad,  transforman la realidad inabordable, la del instante presente de nuestros instintos, en un cómic de  superhéroes.
Mal de muchos consuelo de envidiosos, así podría resumirse la incapacidad  general de defender a toda costa la evidencia y la justicia. Claro que en este sentido la justicia podría también catalogarse como consecuencia de la misma incapacidad general. Los abusos y oprobios cometidos por los poderosos sobre los débiles son tan contundentes como disolutos y secretos por su procedencia e incluso su legitimidad. Él dedujo entonces que el miedo a llevar la contraria no era solo una cuestión atávica en la que las que las figuras humanas se funden en un abrazo pusilánime de timidez o falta de ánimo.

 Salió victorioso del entuerto. No se puede decir que se tratara de un sofisma dirigido a los más sabios. Reflexionó unos minutos y decidió dar un paseo. Cuando regresó vio que sobre el diario había una pistola. Miró en la recámara y comprobó que eran balas de fogueo. Empuñó el arma y salió a dar otro paseo.