Hace unos días leyó en un diario un artículo acerca del asunto llamado “Síndrome
de Solomon”. La cuestión se basaba en el desgaste que produce en los individuos
la siempre a bien tenida virtud de la sinceridad. El affaire era como para
enmarcarlo en un curso intensivo planificado en las tórridas tardes de verano
de algún concejal o concejala vanguardista para las tristes y aburridas tardes
de invierno.
Él sostenía que mantener el pulso y la cordura
en pro de la verdad es a veces difícil o cuando menos perturbador. Pensaba que
para interiorizar este complicado ejercicio lo mejor era, como mínimo, dar unos
paseíllos plantando bien las pisadas como semillas hacia la ermita de Nuestra Mancillada
Soledad. Según entendió, lo de Solomon era el epítome de la monumental obra
escrita conjuntamente por los mejores estetas del alma y aún en ciernes “Miedo
del hombre al hombre” (se incluye también a la mujer. ¡Por todas las santas!).
Dicha cuestión resumida del síndrome se basa en la incapacidad de la
inmensa mayoría de los individuos de mantener la opinión, a pesar de que ésta
pueda ser incontestable, contra la establecida, y mucho menos si ya está
institucionalizada. El pánico deductivo, la oscuridad después de haber visto la
luz en el eclipse de la opinión mayoritaria hace de lo particular, de la
opinión propia, el principal objeto de
la envidia. Aquí es donde reside el mal
según los estudiosos del síndrome. En el resentimiento colectivo hacia los
personajes que, sin pretenderlo, por el uso de la sinceridad, transforman la realidad inabordable, la del
instante presente de nuestros instintos, en un cómic de superhéroes.
Mal de muchos consuelo de envidiosos,
así podría resumirse la incapacidad
general de defender a toda costa la evidencia y la justicia. Claro que
en este sentido la justicia podría también catalogarse como consecuencia de la
misma incapacidad general. Los abusos y oprobios cometidos por los poderosos
sobre los débiles son tan contundentes como disolutos y secretos por su
procedencia e incluso su legitimidad. Él dedujo entonces que el miedo a llevar
la contraria no era solo una cuestión atávica en la que las que las figuras
humanas se funden en un abrazo pusilánime de timidez o falta de ánimo.
Salió victorioso del entuerto. No se puede
decir que se tratara de un sofisma dirigido a los más sabios. Reflexionó unos
minutos y decidió dar un paseo. Cuando regresó vio que sobre el diario había
una pistola. Miró en la recámara y comprobó que eran balas de fogueo. Empuñó el
arma y salió a dar otro paseo.