miércoles, 28 de octubre de 2015

TRAS LOS MUROS







Veo los mismos muros de siempre. Los que impidieron alegrarle la vista a mis padres, a mis abuelos y todos mis ancestros. Las paredes son tan extensas y consistentes que es imposible derribarlas. No hay modo humano que pueda evitarlas. Lo mejor, como escribía Voltaire, sería obviarlas y no obcecarme con trabajos inútiles. Sin embargo, si tenemos en cuenta que es innegable el argumento de la sospecha que tras la descomunal muralla podríamos encontrar el secreto  que buscamos con desespero a este lado y sin el menor éxito, no creo que me ayude su máxima ni me parece que fuese de carne y hueso el resolutivo humanista con su aserto.
  Tal vez sea mejor imaginar que tras la mole se encuentra lo que deseamos y no justamente lo contrario. Es mejor para todos que todas las cosas que a este lado vemos no sea más que la imagen distorsionada de la que perseguimos, esa tan extraña y ajena a lo que conocemos. Pues si aquí hubiera algún indicio o señal del paraíso ya haría tiempo que lo hubiésemos re-construido. Ya habríamos demolido los muros opacos de la ignorancia y edificado con sus restos, piedra a piedra, los miradores de la memoria y la conciencia.
   Tras las paredes se halla para algunos la vida eterna, para otros la nada, si es que a esta podemos así nombrarla, y mucho me temo que para una minoría el enigma cuya vigencia solo puede ser resuelto aquí, en este lado de los muros. La vida eterna y la nada son la barbarie del alma humana. Componen la mejor exquisitez de la desmedida violencia del ser humano. La primera nos exime, incluso redime y santifica del propio mal que con nuestro egoísmo natural, y por tanto sincero, podemos generar. La segunda tiene las mismas consecuencias que la primera, por el carácter que aniquila toda esperanza, en cuanto a la necesidad de reafirmarnos en nosotros mismos en la envidia, en el poder con todas sus ostentaciones, en la comunicación (cosa practicada también para quienes creen en la vida eterna y otras amalgamas) en las redes sociales del saber como arma de seducción del individuo sobre sí mismo, perdidos y luchando por Babel y nuestros propios atributos.
   Para la minoría de la tercera, los muros, es decir, la muerte y su irrevocable determinación finita, fueron levantados para que nuestra corta vista pudiese advertir la frontera de nuestra impotencia. Esta nos produce tanto desconcierto por sí misma que desde siempre hemos necesitado un límite medidor de nuestros despropósitos. Tal límite es representado por la muerte como una solución a todo el conflicto entre el amor y el odio, la humildad y la soberbia o la voluntad y la ignavia. La muerte, el declive físico y neurológico, incluso el accidente fortuito de un cuerpo sano, es una realidad que se ajusta con increíble precisión para dar punto y final a nuestros afanes de mímesis dentro y fuera del orbe. Digo fuera, para aclarar que este no existe, que para la tercera postura más allá de la muerte solo existe el continente de los muros que a su vez contiene otros muros y así sucesivamente hasta el infinito, lo que somos, lo que soportamos y también nos parece insoportable, la muerte. No trata de recrear el concepto del Eterno Retorno de Nietzsche, ni fabular la repetición como una infantil recurrencia del miedo. El tratamiento consiste en que allí somos también nosotros. Nada nuevo, nada revelador. Si acaso algo todavía más angustioso, ya que todo lo que aquí sucede se reproduce fielmente en el enigma del espejo.
  ¿Qué importa tanto tras los muros si en el interior circundado tienen lugar el cielo, el infierno, y la nada (impotencia ante el sometimiento)?          
    

martes, 6 de octubre de 2015

MIEDO O SILENCIO









 El cineasta Fernando Trueba declaró en la entrega del último premio nacional de cinematografía que nunca se ha sentido español durante cinco minutos seguidos. El revuelo que se armó en los medios fue una vez  más variopinto y desproporcionado. Sobre todo si se tiene en cuenta la innegable falta de ingenio de la frasecita en tan importante acto y protocolo. Varios días después leí en Facebook un post del novelista y atinado observador Paco Bescós en el que dice que lo que le ocurre al director de cine es algo muy común en España. Se refería al caso extraordinario en el mundo de que en este país ningún ciudadano siente ni entiende la nacionalidad como suya.
  Dos asuntos. El primero es que para sentirte español no es necesario que transcurra la eternidad de los cinco minutos. Con un segundo identificándote ante la roja y gualda es suficiente. Claro que supongo que don Fernando se refería a un sentimiento racional y sopesado, y para esto es necesario más tiempo. Pero ¿qué ciudadano del mundo sentiría la patria, la que fuere, durante diez segundos en el sanísimo acto de pensar? Por supuesto que quien escribe se ciñe a la actividad de pensar por uno mismo y no a la ordinaria función de almacenar todo lo que vemos, escuchamos y leemos en el disco duro. Lo de la lectura es otro caso extraordinario para analizar en otro momento, en otro que no pertenezca a la de la generación más preparada de la historia de la hipotética España y al mismo tiempo la más analfabeta en las cuestiones más esenciales de La Polis. El segundo asunto se infiere del primero. No es cierto que en España, al menos entre quienes se atreven a hablar de ella, nadie se identifique con la patriotería, con la nacionalidad, con el terruño, con la cuna, con la raza, con el suelo, con la bandera, con el paisano, con el arraigo, con…., con todos estos nombres que por lo general constantemente debemos cubrir de significado. En España hay muchos españoles y españolas capaces de hallar las mejores palabras para sosegar la pulsión enervante de su monótono himno. Pero sucede que mi apreciado y virtual amigo Paco Bescós pretende aliviar el dolor de las ampollas que incluso a alguien como don Fernando Trueba, con tantos dolosos quilómetros de celuloide a sus espaldas en los que aborrece a la typical spanish, puede padecer por no calzar el zapato adecuado en un momento tan delicado y traumático a veces para la identidad del individuo como es la recepción de un premio.
 Ya no hay fachas. Si acaso algunos y algunas que pretenden que sus deeneís puedan mostrar sus pedigrís deteriorados y manchados por los quehaceres de los nuevos ideólogos neoliberales del conservadurismo de la península de las Españas. Por cierto, estos burócratas que ahora buscan enriquecer el currículo de la alcurnia en la carlomagna Europa, no son menos que algunos soñadores de la nueva izquierda a los que no les importaría que ese trozo de tierra rodeada por amenazadores  mares  se convirtiese de la noche a la mañana en una federación de pueblos hermanos que incluyese al pródigo y noble portugués. Para todo da la candidez del hombre por el hombre.
 No hay fachas, que a estos se les agradecía la impronta de la bravura en el catálogo de las tribus extintas,  pero sí mucho inmovilismo, mucho postureo de clase media para dar la sensación de credibilidad y estabilidad que España necesita en estos tiempos del retorno a la estéril pero añorada prosperidad. Muchos selfies con uniformes de marca Espagnolo, Polo y Lacoste. Mucha necesidad de llamar a cada cosa con un nombre o sustancia que dé lustre a las colecciones del Museo de la Obsolescencia. Muy buena diligencia para que las marcas registradas no pierdan el beneficio de la patente.
  Quien pestañee pierde. Por esto casi nadie se atreve a perder su tiempo en contemplar cómo y cuando cae el fruto del árbol de la  nueva ciencia. Esa que marca el ritmo de la globalización económica y del nuevo esclavismo, la que dicta con páginas en blanco la falta de rentabilidad de la pureza del alma o del pensamiento. Prohibido ser español y nacionalista al mismo tiempo y viceversa es una orden  de dichas páginas que contravienen constantemente tanto los patriotas al nuevo uso como los no patriotas al uso de siempre. Unos y otros comen de la carroña consecuente de lo particular y de lo general. La cuestión política se nos escapa del plano de inmanencia, quiero decir, de nuestra potencia de ciudadanos, pues aquella solo atañe, si tenemos en cuenta nuestra capacidad en el marco jurídico, a los que viven de la política. Vivir de la política como el más tonto de los tantos sabe, consiste en buscar votos hasta donde no los haya. Lo peor de todo es que política es todo. Pues hasta a los intersticios más inaccesibles del tejido social ha llegado la función del dinero. Peor aún, la política se ha perfilado desde hace décadas solo y exclusivamente para quienes comen de ella.

   Nadie quiere un fruto podrido. Casi todo el mundo prefiere uno inmaduro a la pestilencia de las verdades, y estas siempre son poco productivas para las pretensiones del buscador de votos. El fruto recio que se come con los ojos se vende mucho mejor, es más caro y resulta un atractivo para la exposición del género. Nadie quiere esperar. Todos tienen prisas. Quien da primero da dos veces y las oportunidades se presentan pocas. Si España te da un premio y tú lo aceptas sabes que te vas a subir al cadalso de la cultura, que te van a ejecutar y que sus motivos de sospecha tendrán. Te quedas con los treinta mil euros y en el cuarto a oscuras de la transparente realidad. Oxímoron de la envidia y la admiración que despiertas en la turba ignorante. El dinero circula como reconocimiento para ir de lo particular a lo general y viceversa. Quieres ser y no ser y por eso es mejor callar. Pero callar hoy es morir en vida.  El silencio duele tanto, tanto hiere hacerse del silencio como los dolores de entuerto tras el parto de una descendencia inútil, de una prole atontada por una democracia que esteriliza y neutraliza.