Veo los mismos muros de siempre. Los
que impidieron alegrarle la vista a mis padres, a mis abuelos y todos mis
ancestros. Las paredes son tan extensas y consistentes que es imposible
derribarlas. No hay modo humano que pueda evitarlas. Lo mejor, como escribía
Voltaire, sería obviarlas y no obcecarme con trabajos inútiles. Sin embargo, si
tenemos en cuenta que es innegable el argumento de la sospecha que tras la
descomunal muralla podríamos encontrar el secreto que buscamos con desespero a este lado y sin
el menor éxito, no creo que me ayude su máxima ni me parece que fuese de carne
y hueso el resolutivo humanista con su aserto.
Tal vez sea mejor imaginar que tras la mole se encuentra lo que deseamos
y no justamente lo contrario. Es mejor para todos que todas las cosas que a
este lado vemos no sea más que la imagen distorsionada de la que perseguimos,
esa tan extraña y ajena a lo que conocemos. Pues si aquí hubiera algún indicio
o señal del paraíso ya haría tiempo que lo hubiésemos re-construido. Ya habríamos
demolido los muros opacos de la ignorancia y edificado con sus restos, piedra a
piedra, los miradores de la memoria y la conciencia.
Tras las paredes se halla para algunos la vida eterna, para otros la
nada, si es que a esta podemos así nombrarla, y mucho me temo que para una
minoría el enigma cuya vigencia solo puede ser resuelto aquí, en este lado de
los muros. La vida eterna y la nada son la barbarie del alma humana. Componen
la mejor exquisitez de la desmedida violencia del ser humano. La primera nos
exime, incluso redime y santifica del propio mal que con nuestro egoísmo natural,
y por tanto sincero, podemos generar. La segunda tiene las mismas consecuencias
que la primera, por el carácter que aniquila toda esperanza, en cuanto a la
necesidad de reafirmarnos en nosotros mismos en la envidia, en el poder con
todas sus ostentaciones, en la comunicación (cosa practicada también para
quienes creen en la vida eterna y otras amalgamas) en las redes sociales del
saber como arma de seducción del individuo sobre sí mismo, perdidos y luchando
por Babel y nuestros propios atributos.
Para la minoría de la tercera, los muros, es decir, la muerte y su
irrevocable determinación finita, fueron levantados para que nuestra corta
vista pudiese advertir la frontera de nuestra impotencia. Esta nos produce
tanto desconcierto por sí misma que desde siempre hemos necesitado un límite
medidor de nuestros despropósitos. Tal límite es representado por la muerte
como una solución a todo el conflicto entre el amor y el odio, la humildad y la
soberbia o la voluntad y la ignavia. La muerte, el declive físico y
neurológico, incluso el accidente fortuito de un cuerpo sano, es una realidad
que se ajusta con increíble precisión para dar punto y final a nuestros afanes
de mímesis dentro y fuera del orbe. Digo fuera, para aclarar que este no existe,
que para la tercera postura más allá de la muerte solo existe el continente de
los muros que a su vez contiene otros muros y así sucesivamente hasta el
infinito, lo que somos, lo que soportamos y también nos parece insoportable, la
muerte. No trata de recrear el concepto del Eterno Retorno de Nietzsche, ni
fabular la repetición como una infantil recurrencia del miedo. El tratamiento
consiste en que allí somos también nosotros. Nada nuevo, nada revelador. Si
acaso algo todavía más angustioso, ya que todo lo que aquí sucede se reproduce
fielmente en el enigma del espejo.
¿Qué importa tanto tras los muros si en el interior circundado tienen
lugar el cielo, el infierno, y la nada (impotencia ante el sometimiento)?