. No se amplificaron las noticias de hechos
acaecidos por razones de seguridad y de Estado, pero hubo extorsiones, amenazas
de muerte y hasta secuestros exprés de familiares de políticos y policías.
En el centro de la tormenta social y
mediática él y su familia se mantuvieron imperturbables hasta el final de la
epidemia o del mismo punto de la versión oficial que dio el gobierno de la
misma. Asistieron sin importarles el estatus ni la reputación social de cada
uno de los funerales hasta que las autoridades impidieron que todas las
peticiones de resurrección, directas e indirectas, llegasen a sus
destinatarios. Tras la publicación por los medios de comunicación de las
fotografías de todos los miembros de su familia, no tuvieron más remedio que
aceptar, sobre todo su padre, por aquella voluntad de hierro en todo lo que
hacía, tener que ocultarse ante las amenazas, de las autoridades por una parte
y de la turba aparentemente controlada que fue llenándose de odio y hacía
manifestaciones de ira hacia una especie de familia de demonios curanderos a
causa de la versión oficial y autorizada. Gracias a la influencia de la Hermana
San Juan pudieron esconderse tras el rito de resurrección con éxito del padre
de Gloria, en un antiguo cortijo ubicado en el término municipal de Lincoito,
apartado de las vías de comunicación más transitadas. Allí permanecieron casi
un año a pesar de la opinión poco recomendable de las autoridades diocesanas.
La religiosa los visitaba al menos una vez en semana y les daba ánimos para que
se mantuviesen fuertes y unidos hasta que pasara el primer envite de la
tormenta mediática. Les pedía encarecidamente que no saliesen nunca fuera del
recinto y así ella podría cumplir con las exigencias de sus superiores. Estos
aceptaban a regañadientes la actitud caritativa, pero advertían que si se filtraba a la prensa que la iglesia cristiana protegía al grupo del estigma de la vida y la
muerte no les quedaría otro remedio que ponerse del lado de la ley.
La Hermana San Juan determinó que era
fundamental que todos los días rezasen por el alma de todos los anónimos
catalépticos fallecidos a quienes no podían resucitar. A finales del siglo XX
era ya casi imposible aislar a nadie sin televisión ni radio. Así que no podía
evitar que el padre se mantuviese informado minuto a minuto de todo acerca de
la búsqueda y captura de su familia y del pulso de la opinión pública como
consecuencia del sesgo informático de los distintos medios. Hasta el más afín a
los intereses económicos del episcopado se insinuaba a favor de enjuiciar los
actos por los que se culpaba a aquella familia como a unos timadores
sacadineros. La intención de la Hermana, por el amor que sentía por todos
ellos, era que durante la reclusión centrasen su atención en el don divino que
se les había otorgado y al que se habían entregado sin que nada ni nada les
obligara por “fe a la vida y a Dios”. Debían sentirse en paz con ellos mismos
por el inmenso bien de impedir la muerte horrible de decenas de almas
catalépticas. Solo de este modo podrían soportar, sobre todo él y su hermana
que ya habían alcanzado la mayoría de edad, lo que durante excesivo tiempo
pareció una reclusión indefinida.
Las tres estaciones que transcurrieron en el
cortijo fueron un tormento. No podía eliminar a Gloria ni siquiera un minuto de
sus pensamientos. Después de la resurrección de su padre tuvieron que salir
corriendo de Lincoito igual que convictos. No solo tuvo que digerir con náuseas
y con la entereza que exigía el ritual que el tal Fredy, su martirizador,
resultase ser su hermano, sino que además no tuvo más remedio que aceptar que
lo ayudase a él y su familia en la huida. Cuando una patrulla de la Guardia
Civil se presentó en el lugar del rito ya se encontraba el resucitado retomando
el pulso a la vida y él y sus hermanos en el Seat Panda de Fredy a toda
velocidad entre explotaciones de higueras y olivos. No sabía exactamente por
qué pero necesitaba tener la voluntad de poder obviar a Gloría. Deseaba que en
aquella situación ella fuese una cuestión circunstancial. Una relevancia más en
su vida, pero no una obsesión de una intensidad que lo enervaba hasta el punto
de no poder mantener la concentración en nada. Ni siquiera en la naturaleza de
los verdaderos sentimientos hacia ella. Le habría gustado saber si detrás del
sexo de Gloria existía la misma Gloria, y si así resultaba le era imposible
concentrarse en el mismo ser o tal vez en el reflejo de una tercera persona. La
posibilidad de que esta última fuese él mismo lo precipitaba inevitable hacia
la tormenta de placer del sexo de Gloria. ¿Quién era ella? La sentía en un lugar perdido de su mente. En
sus pensamientos sentía que casi podía tocarla, pero al mismo tiempo sentía que
en su interior nacía una reacción que impedía el gesto. Había algo que le
insinuaba que si tan solo la rozaba le transmitiría tal helor que le calaría
hasta los huesos. No entendía que estaba sucediendo pero tenía la pésima
sospecha de que Gloria pertenecía a un mundo vetado para él. Quizá no fuese una
idea tan descabellada que el cuerpo de Gloria fuese una grieta abierta en el
espacio y el tiempo por la que podía pasar, al menos de momento, para poder
consumar la comunión imposible de dos realidades paralelas. La frialdad que
irradiaba su imagen contrastaba con el calor de su cuerpo. Gloria era un deseo
inasumible.