jueves, 26 de marzo de 2020

BUENA MUERTE PARA EL CAPITALISMO








   En el orden social narrado por los medios de comunicación es una constante la compulsión hacia la vida política, hacia la observación permanente de los avatares de los partidos políticos y sus líderes. Prácticamente, a través del uso de un filtro que depura la sustancia de las cosas más importantes en el actual modo de vida,  no queda nada fuera de la arena de la representación ciudadana. Podríamos compararla con las partes de un todo. Desde el precio, aspecto y sabor de una simple pieza de pan, hasta la (naturaleza) de una OPA dirigida a un círculo selecto, todo está politizado. Biopolitizado, dirían algunos teóricos, que para desgracia de quienes más sufren las consecuencias de la realidad, catalogan y guardan conceptos con la intención de venderlos al mejor postor en el mercadillo restringido de sus currículos y tesis. No es difícil imaginar que las poderosas y experimentadas huestes que dirigen la economía mundial sean sus más rentables clientes.
  En cualquier caso, y en esto se basa la paradoja cruel de nuestras ilusiones, en la utilización de la representación ciudadana, podemos pensar que todos participamos en el gran espectáculo que vemos y oímos a diario. Incluso podríamos trascender que somos capaces de captar en su deleite el sublime mensaje de que con el ejercicio del voto cada individuo  interactúa en la narración como si de un “Deus ex machina” se tratara.
   Es una falsa realidad. Tiene el mismo efecto que acercarte a una inmensa hoguera y arrojar en ella un haz de leña y de inmediato salir huyendo. Dejamos nuestra voluntad como huella luminosa que se perderá más tarde en la incesante combustión de la materia, es decir, arderá en vano en la inflamable voluntad colectiva.  Aunque no deja de ser cierto que una parte ínfima del ejercicio está relacionado con la vida privada de los ciudadanos y su voluntad, el resultado es un vano deseo, ya que se encuentra secuestrado a causa de las preguntas capciosas y el ruido de los partidos de la oposición y sus  plataformas mediáticas adeptas. Dicho de otro modo,  se simula que el control a los gobernantes tiene efecto mediante el ejercicio de la democracia cuando la causa es la deformación de la realidad por unos intereses puramente partidistas, y por supuesto corporativistas.
  Parafraseando el termino en su ámbito jurídico  tal “compulsión” es promulgada desde la maquinaria de las instituciones del Estado y estimulada por las inversiones privadas con la intención de que nadie escape de los intereses que se generan por la participación  en dicho espectáculo.
   En las lides de este panorama social las diferentes facciones prácticamente continúan utilizando los mismos idearios centenarios y su correspondiente simbología. La narrativa de la nueva epopeya política, por decirlo con tintes que dan pistas de su perfil histriónico y espectacular, continúa haciéndose eco de las antiguas formas de organización ideológica y política. De este modo todas las partes se encuentran perfectamente identificadas y asimiladas en la atávica educación de cada uno de los votantes y consumidores. Así todo parece fenoménico y trascendente, todo parece determinante y de consecuencias inmediatas, pero es justamente lo contrario. Como una rueda que se mueve veloz sobre un eje suspendido lo único productivo es la energía generada por su movimiento por y para los inversores, puesto que la rueda no se mueve en ninguna dirección y su movimiento es centrípeto.
 La pregunta que deberíamos hacernos, en relación a aquellos votantes y no votantes que han entendido los hechos hasta aquí narrados, es cómo optimizar dicho movimiento en beneficio de quienes se supone que lo legitiman, o sea, a favor de la mayoría humilde que participa sin intereses directos o inmediatos, tal vez con el antifaz invisible de la esclavitud en el sufragio infinito con el que se construye tácito el laberinto del Bienestar. Sin embargo, a los buenos entendedores les sobran las palabras. Puesto que nada existe actualmente en el mundo que tras un breve análisis pueda considerarse legítimo ni tan siquiera justo. En la causa y el efecto de la globalización queda demostrado que la aplicación del “utilitarismo” nacido de la mano de teóricos como Stuart Mill o Bhetam agrava aún más las diferencias entre las personas como depósitos de beneficios en todos los ámbitos que las Constituciones y modelos que los gobiernos más avanzados reconocen. Los resultados jurídicos, éticos, y económicos individuales siempre han ido a remolque del bienestar de la mayoría, sin importar demasiado la discriminación inevitable, casi invisible y progresiva de las minorías, que en sus sumas representan a una parte de la población como mínimo  igual a la que representa la mayoría. La justificación en la base de tal utilitarismo era de orden político, pero una vez superados ciertos experimentos totalitaristas el mecanismo del bienestar de la mayoría está a merced del desarrollo salvaje del sistema capitalista. Con él la justificación de los derechos básicos y fundamentales en las Constituciones, Cartas Magnas y Declaraciones internacionales son inocuas propuestas y buenas intenciones que quedan en segundo plano por el bien “utilitarista” del crecimiento económico mundial. La utilización del argumento principal es unilateral, y así se defiende la motivación que excluye a los votantes menos favorecidos con la máxima “Para que el dinero y las oportunidades que este genera puedan democratizarse la capitalización debe llegar a todos los rincones del mundo”
  Un bien dirigido por una pequeña capa de la población, es decir, una élite, decide el volumen y la dirección de las inversiones económicas siempre con la garantía de que la población es la garante y  ellos los principales beneficiarios. Para que esto suceda con éxito es fundamental que la rentabilidad de fondos públicos sea menor a los privados. De este modo el Estado es siempre subsidiario a la idea capitalista. Incluso aplicando inclinaciones solidarias con los más desfavorecidos como la corriente capitalista de nuevo cuño “stakeholder capitalism” con la que los inversores y beneficiarios nunca deben desatender cuestiones básicas como la sostenibilidad del planeta o una vida digna para todos, los derechos y sobre todo la inteligencia universales siempre estarán condicionados y a merced del control de la principal fuente de recursos, la de las ineludibles élites.
  Entonces, en este panorama en el que el método de la democracia es una vil trampa entre  bastidores de la compulsión narrada, ¿qué hacer para que los menos favorecidos no caigan en el horrible error de la negación a sí mismos? ¿Qué argumentos asertivos les hace pensar a estos sujetos que el partido político por el que se decanten va a defender con firmeza sus intereses personales?
  Tal vez, al menos actualmente y como mínimo a medio plazo, el imperativo demográfico en la inevitable existencia del abanico de facciones evocadoras sea suficiente acicate para garantizar un mínimo de medidas solidarias entre los menos favorecidos. La evidencia es suficiente para comprobar que tales medidas no cubren las necesidades vitales de una cantidad vergonzosas de almas, y que ni siquiera el Estado es capaz de actuar desde la caridad y la beneficencia. Estas funcionan casi siempre desde  una motivación de individuos particulares y asociaciones y organismos privados.  Nos encontramos aún muy cerca en el tiempo de los grandes sacrificios colectivos e individuales por la justicia social, el tiempo de las huelgas y levantamientos populares y las matanzas y las represiones como respuesta del poder. Tan cerca que todavía continuamos asociando ciertos discursos y símbolos con los valores morales que condujeron a los humildes a una situación inimaginable hasta hace apenas un siglo. Gracias a esa fuerza salvaje e imparable los derechos sociales que ahora disfrutamos se hicieron realidad. Tuvieron que sufrir y morir tal vez millones de personas para que podamos, al menos en el mundo desarrollado, disfrutar de esta situación; (desde luego el apunte del “mundo desarrollado” es mucho más que una mera observación, pues lo dice todo acerca de la incapacidad de  justicia universal y  valores éticos, o al menos solidarios, de las actuales capas sociales progresistas).
  Los humildes están bien cogidos por el cuello. Tanto que han acabado acostumbrándose a no respirar. Aleccionados con las azarosas y casi siempre malas noticias mercantiles se han habituado a vivir con lo puesto y ya no ansían más galas que las que heredaron de sus abuelos. Por miedo, y muchos también por ignorancia, renuncian a llevar al testigo en la carrera revolucionaria, y la mayoría de las veces también de justicia, que distribuya la riqueza. Para ellos la revolución por el bienestar se hace en los gimnasios de sus barrios.  No necesitan aire para sentir la libertad del viaje.  Para vivir les sobra con el tiempo. Ese que las élites saben muy bien optimizar. Viven sin aire y, según sus cósmicas percepciones, con mucho tiempo para esperar el gran milagro del Hacedor que dé un vuelco a sus destinos. Es decir, representan, con una incongruencia casi imposible, a la población con mayor capacidad de resiliencia. Ejemplifican el poder de la condición humana para adaptarse a la adversidad y a la paradoja de la autoregulación por el bien del corpus político  de la civilización.
  Sin embargo, con independencia de sus niveles educativos y culturales, como dicen también esos protegidos teóricos de las élites, humildes “glocales”, nada o casi nada saben de sus cegueras y sorderas. Tal vez a causa de la apnea permanente padezcan estas incapacidades, pero de algún modo, a pesar a los condicionantes  de la docilidad y el servilismo todavía pueden escuchar un finísimo y débil hilo de voz que les dice que la compulsión narrada por los medios de comunicación tras el velo de una imaginaria y deformada legitimación del pasado no les garantiza la eficiencia del voto. No son conscientes de que lo único que conocen y sobre lo que pueden ejercer influencia es en el marco de sus “yo y circunstancias”  en sus correspondientes intrahistorias. A todo lo demás pertenecen sin posibilidad real de manipulación. De momento la voluntad de los hombres y mujeres de edad con derecho al voto solo son concernientes a la productividad que ejercen en el sistema político (económico) al que pertenecen. Sin embargo, el movimiento desde abajo si es suficientemente fuerte puede hacer vibrar allá arriba. La correspondencia es un principio demasiado arraigado y, sin embargo poco observado en la historia de la humanidad. Sin intrahistoria no hay historia oficial. En sentido inverso a la evolución en el cerebro del ser humano, sin psicomotricidad fina es imposible contemplar la psicomotricidad gruesa.
   Solo si los humildes dejasen de mirar ansiosos las alturas podrían valorar los factores condicionantes que unen íntimamente la correspondencia y la distancia entre los de arriba y los de abajo. No es cuestión de derribar las altas torres, pues como ya hemos analizado sus escombros los aplastarían. Lo natural y más inteligente es, ya que el desarrollo de la reciprocidad entre las distancias  es constante e ininterrumpido, buscar los hechos más sencillos de la intrahistoria que puedan inducir igual que en un efecto dominó vibraciones que, aunque en realidad pueden ser por causas ajenas, no las sientan allí arriba como cosa extraña. Moverse en las profundidades sin apenas aire, sin que descienda el nivel de oxígeno en las alturas. Allí no se darán cuenta que los de abajo continúan con el juego capitalista pero sin creer en las reglas del juego. Nunca imaginarán que la fuerza de un deseo, de una voluntad cuya envergadura desconocen los propios sujetos que la ejercen, pueda hacer tan posible y potente una vida casi sin aire, una fe proyectada en la nada capaz de germinar poder en la ausencia de materia.
  Esos millones de votantes que viven desprotegidos en el mundo, y sin una jurisdicción internacional que ampare sus derechos como colectivo ante la globalizada patronal, pueden cambiar la historia con la sencilla actitud de valorar por encima de todo y confiar en las personas con las que trata a diario y que siempre e inconscientemente han considerado intrascendentes y secundarias. No se trataría de la aplicación de bases de sociedades o religiones, puesto que las estrategias de estas organizaciones para proteger sus intereses son urdidas desde el oficialismo, sino de una transformación del sentimiento; primero de cansancio y luego de rechazo hacia la superproducción y el consumismo, y como consecuencia se encontrarían con el hallazgo inesperado de un ”¿sistema económico?” fundamentado en la estrecha colaboración horizontal que garantiza resultados positivos con la aplicación de un mínimo de confianza en los depositarios de sus intrahistorias, a quienes en realidad conocen y viceversa.
   Pueden pasar incluso años antes de que los principales inversores internacionales tomen iniciativas cuando comprendan las dimensiones del cambio de poder tras el desarrollo de esta fenomenología, como por ejemplo restringir los accesos a internet, o desconectar la red eléctrica, e incluso negar a la población las distintas fuentes de energía. Pero para entonces ya será tarde. El capital, omnipresente y omnipotente, mostró su identidad y verdadero rostro, y creó al menos una generación digitalizada para que diese vida a su obra cumbre, la inteligencia artificial. Esta generación mostró las bases del saber que sustentan al Capital, al menos en el grueso de la ciencia, a su descendencia, con tanta suficiencia, que será imposible impedirles el autoabastecimiento y la defensa de los elementos necesarios para vivir, incluso para, quién sabe, prosperar.