En el orden social
narrado por los medios de comunicación es una constante la compulsión hacia la
vida política, hacia la observación permanente de los avatares de los partidos
políticos y sus líderes. Prácticamente, a través del uso de un filtro que
depura la sustancia de las cosas más importantes en el actual modo de vida, no queda nada fuera de la arena de la
representación ciudadana. Podríamos compararla con las partes de un todo. Desde
el precio, aspecto y sabor de una simple pieza de pan, hasta la (naturaleza) de
una OPA dirigida a un círculo selecto, todo está politizado. Biopolitizado,
dirían algunos teóricos, que para desgracia de quienes más sufren las
consecuencias de la realidad, catalogan y guardan conceptos con la intención de
venderlos al mejor postor en el mercadillo restringido de sus currículos y
tesis. No es difícil imaginar que las poderosas y experimentadas huestes que dirigen
la economía mundial sean sus más rentables clientes.
En cualquier caso, y en esto se basa la
paradoja cruel de nuestras ilusiones, en la utilización de la representación
ciudadana, podemos pensar que todos participamos en el gran espectáculo que
vemos y oímos a diario. Incluso podríamos trascender que somos capaces de
captar en su deleite el sublime mensaje de que con el ejercicio del voto cada individuo interactúa en la narración como si de un “Deus
ex machina” se tratara.
Es una falsa realidad. Tiene el mismo efecto
que acercarte a una inmensa hoguera y arrojar en ella un haz de leña y de
inmediato salir huyendo. Dejamos nuestra voluntad como huella luminosa que se
perderá más tarde en la incesante combustión de la materia, es decir, arderá en
vano en la inflamable voluntad colectiva. Aunque no deja de ser cierto que una parte
ínfima del ejercicio está relacionado con la vida privada de los ciudadanos y
su voluntad, el resultado es un vano deseo, ya que se encuentra secuestrado a
causa de las preguntas capciosas y el ruido de los partidos de la oposición y
sus plataformas mediáticas adeptas. Dicho
de otro modo, se simula que el control a
los gobernantes tiene efecto mediante el ejercicio de la democracia cuando la
causa es la deformación de la realidad por unos intereses puramente
partidistas, y por supuesto corporativistas.
Parafraseando el
termino en su ámbito jurídico tal “compulsión”
es promulgada desde la maquinaria de las instituciones del Estado y estimulada
por las inversiones privadas con la intención de que nadie escape de los
intereses que se generan por la participación en dicho espectáculo.
En las lides de este
panorama social las diferentes facciones prácticamente continúan utilizando los
mismos idearios centenarios y su correspondiente simbología. La narrativa de la
nueva epopeya política, por decirlo con tintes que dan pistas de su perfil
histriónico y espectacular, continúa haciéndose eco de las antiguas formas de
organización ideológica y política. De este modo todas las partes se encuentran
perfectamente identificadas y asimiladas en la atávica educación de cada uno de
los votantes y consumidores. Así todo parece fenoménico y trascendente, todo
parece determinante y de consecuencias inmediatas, pero es justamente lo
contrario. Como una rueda que se mueve veloz sobre un eje suspendido lo único
productivo es la energía generada por su movimiento por y para los inversores,
puesto que la rueda no se mueve en ninguna dirección y su movimiento es
centrípeto.
La pregunta que deberíamos
hacernos, en relación a aquellos votantes y no votantes que han entendido los
hechos hasta aquí narrados, es cómo optimizar dicho movimiento en beneficio de
quienes se supone que lo legitiman, o sea, a favor de la mayoría humilde que
participa sin intereses directos o inmediatos, tal vez con el antifaz invisible
de la esclavitud en el sufragio infinito con el que se construye tácito el
laberinto del Bienestar. Sin embargo, a los buenos entendedores les sobran las
palabras. Puesto que nada existe actualmente en el mundo que tras un breve
análisis pueda considerarse legítimo ni tan siquiera justo. En la causa y el
efecto de la globalización queda demostrado que la aplicación del
“utilitarismo” nacido de la mano de teóricos como Stuart Mill o Bhetam agrava aún
más las diferencias entre las personas como depósitos de beneficios en todos
los ámbitos que las Constituciones y modelos que los gobiernos más avanzados
reconocen. Los resultados jurídicos, éticos, y económicos individuales siempre
han ido a remolque del bienestar de la mayoría, sin importar demasiado la
discriminación inevitable, casi invisible y progresiva de las minorías, que en
sus sumas representan a una parte de la población como mínimo igual a la que representa la mayoría. La
justificación en la base de tal utilitarismo era de orden político, pero una
vez superados ciertos experimentos totalitaristas el mecanismo del bienestar de
la mayoría está a merced del desarrollo salvaje del sistema capitalista. Con él
la justificación de los derechos básicos y fundamentales en las Constituciones,
Cartas Magnas y Declaraciones internacionales son inocuas propuestas y buenas
intenciones que quedan en segundo plano por el bien “utilitarista” del
crecimiento económico mundial. La utilización del argumento principal es
unilateral, y así se defiende la motivación que excluye a los votantes menos
favorecidos con la máxima “Para que el dinero y las oportunidades que este
genera puedan democratizarse la capitalización debe llegar a todos los rincones
del mundo”
Un bien dirigido por una pequeña capa de la
población, es decir, una élite, decide el volumen y la dirección de las
inversiones económicas siempre con la garantía de que la población es la
garante y ellos los principales
beneficiarios. Para que esto suceda con éxito es fundamental que la
rentabilidad de fondos públicos sea menor a los privados. De este modo el
Estado es siempre subsidiario a la idea capitalista. Incluso aplicando
inclinaciones solidarias con los más desfavorecidos como la corriente
capitalista de nuevo cuño “stakeholder capitalism” con la que los inversores y
beneficiarios nunca deben desatender cuestiones básicas como la sostenibilidad
del planeta o una vida digna para todos, los derechos y sobre todo la
inteligencia universales siempre estarán condicionados y a merced del control
de la principal fuente de recursos, la de las ineludibles élites.
Entonces, en este
panorama en el que el método de la democracia es una vil trampa entre bastidores de la compulsión narrada, ¿qué
hacer para que los menos favorecidos no caigan en el horrible error de la
negación a sí mismos? ¿Qué argumentos asertivos les hace pensar a estos sujetos
que el partido político por el que se decanten va a defender con firmeza sus intereses
personales?
Tal vez, al menos
actualmente y como mínimo a medio plazo, el imperativo demográfico en la
inevitable existencia del abanico de facciones evocadoras sea suficiente
acicate para garantizar un mínimo de medidas solidarias entre los menos
favorecidos. La evidencia es suficiente para comprobar que tales medidas no
cubren las necesidades vitales de una cantidad vergonzosas de almas, y que ni
siquiera el Estado es capaz de actuar desde la caridad y la beneficencia. Estas
funcionan casi siempre desde una
motivación de individuos particulares y asociaciones y organismos privados. Nos encontramos aún muy cerca en el tiempo de
los grandes sacrificios colectivos e individuales por la justicia social, el
tiempo de las huelgas y levantamientos populares y las matanzas y las
represiones como respuesta del poder. Tan cerca que todavía continuamos
asociando ciertos discursos y símbolos con los valores morales que condujeron a
los humildes a una situación inimaginable hasta hace apenas un siglo. Gracias a
esa fuerza salvaje e imparable los derechos sociales que ahora disfrutamos se
hicieron realidad. Tuvieron que sufrir y morir tal vez millones de personas
para que podamos, al menos en el mundo desarrollado, disfrutar de esta
situación; (desde luego el apunte del “mundo desarrollado” es mucho más que una
mera observación, pues lo dice todo acerca de la incapacidad de justicia universal y valores éticos, o al menos solidarios, de las
actuales capas sociales progresistas).
Los humildes están
bien cogidos por el cuello. Tanto que han acabado acostumbrándose a no
respirar. Aleccionados con las azarosas y casi siempre malas noticias
mercantiles se han habituado a vivir con lo puesto y ya no ansían más galas que
las que heredaron de sus abuelos. Por miedo, y muchos también por ignorancia,
renuncian a llevar al testigo en la carrera revolucionaria, y la mayoría de las
veces también de justicia, que distribuya la riqueza. Para ellos la revolución
por el bienestar se hace en los gimnasios de sus barrios. No necesitan aire para sentir la libertad del
viaje. Para vivir les sobra con el
tiempo. Ese que las élites saben muy bien optimizar. Viven sin aire y, según
sus cósmicas percepciones, con mucho tiempo para esperar el gran milagro del Hacedor
que dé un vuelco a sus destinos. Es decir, representan, con una incongruencia
casi imposible, a la población con mayor capacidad de resiliencia. Ejemplifican
el poder de la condición humana para adaptarse a la adversidad y a la paradoja
de la autoregulación por el bien del corpus político de la civilización.
Sin embargo, con
independencia de sus niveles educativos y culturales, como dicen también esos
protegidos teóricos de las élites, humildes “glocales”, nada o casi nada saben
de sus cegueras y sorderas. Tal vez a causa de la apnea permanente padezcan
estas incapacidades, pero de algún modo, a pesar a los condicionantes de la docilidad y el servilismo todavía pueden
escuchar un finísimo y débil hilo de voz que les dice que la compulsión narrada
por los medios de comunicación tras el velo de una imaginaria y deformada
legitimación del pasado no les garantiza la eficiencia del voto. No son
conscientes de que lo único que conocen y sobre lo que pueden ejercer
influencia es en el marco de sus “yo y circunstancias” en sus correspondientes intrahistorias. A todo
lo demás pertenecen sin posibilidad real de manipulación. De momento la
voluntad de los hombres y mujeres de edad con derecho al voto solo son
concernientes a la productividad que ejercen en el sistema político (económico)
al que pertenecen. Sin embargo, el movimiento desde abajo si es suficientemente
fuerte puede hacer vibrar allá arriba. La correspondencia es un principio
demasiado arraigado y, sin embargo poco observado en la historia de la
humanidad. Sin intrahistoria no hay historia oficial. En sentido inverso a la
evolución en el cerebro del ser humano, sin psicomotricidad fina es imposible
contemplar la psicomotricidad gruesa.
Solo si los humildes
dejasen de mirar ansiosos las alturas podrían valorar los factores
condicionantes que unen íntimamente la correspondencia y la distancia entre los
de arriba y los de abajo. No es cuestión de derribar las altas torres, pues
como ya hemos analizado sus escombros los aplastarían. Lo natural y más
inteligente es, ya que el desarrollo de la reciprocidad entre las
distancias es constante e
ininterrumpido, buscar los hechos más sencillos de la intrahistoria que puedan
inducir igual que en un efecto dominó vibraciones que, aunque en realidad
pueden ser por causas ajenas, no las sientan allí arriba como cosa extraña.
Moverse en las profundidades sin apenas aire, sin que descienda el nivel de
oxígeno en las alturas. Allí no se darán cuenta que los de abajo continúan con
el juego capitalista pero sin creer en las reglas del juego. Nunca imaginarán
que la fuerza de un deseo, de una voluntad cuya envergadura desconocen los
propios sujetos que la ejercen, pueda hacer tan posible y potente una vida casi
sin aire, una fe proyectada en la nada capaz de germinar poder en la ausencia
de materia.
Esos millones de
votantes que viven desprotegidos en el mundo, y sin una jurisdicción
internacional que ampare sus derechos como colectivo ante la globalizada
patronal, pueden cambiar la historia con la sencilla actitud de valorar por encima
de todo y confiar en las personas con las que trata a diario y que siempre e
inconscientemente han considerado intrascendentes y secundarias. No se trataría
de la aplicación de bases de sociedades o religiones, puesto que las
estrategias de estas organizaciones para proteger sus intereses son urdidas desde
el oficialismo, sino de una transformación del sentimiento; primero de
cansancio y luego de rechazo hacia la superproducción y el consumismo, y como
consecuencia se encontrarían con el hallazgo inesperado de un ”¿sistema
económico?” fundamentado en la estrecha colaboración horizontal que garantiza
resultados positivos con la aplicación de un mínimo de confianza en los
depositarios de sus intrahistorias, a quienes en realidad conocen y viceversa.
Pueden pasar incluso
años antes de que los principales inversores internacionales tomen iniciativas
cuando comprendan las dimensiones del cambio de poder tras el desarrollo de
esta fenomenología, como por ejemplo restringir los accesos a internet, o desconectar
la red eléctrica, e incluso negar a la población las distintas fuentes de
energía. Pero para entonces ya será tarde. El capital, omnipresente y
omnipotente, mostró su identidad y verdadero rostro, y creó al menos una
generación digitalizada para que diese vida a su obra cumbre, la inteligencia
artificial. Esta generación mostró las bases del saber que sustentan al
Capital, al menos en el grueso de la ciencia, a su descendencia, con tanta
suficiencia, que será imposible impedirles el autoabastecimiento y la defensa
de los elementos necesarios para vivir, incluso para, quién sabe,
prosperar.