miércoles, 12 de noviembre de 2014

HISTORIA DE MI RODILLA IZQUIERDA (IV)







Tenía cita con la doctora Elena. Quería que viese mi rodilla izquierda. Vería la segunda radiografía en el año dos tras el trauma y la consiguiente postración. Elena es tan acatable y amable que sus diagnósticos terminan siendo la interpretación de una imposición divina. Tiene una extraña habilidad para  transformar la enfermedad en una situación ventajosa y poder enfrentarte con el presente y ese futuro abominable a corto plazo que llamamos miedo.
-          Mira, no existen problemas graves en la radiografía. La tuberosidad externa se encuentra desplazada y es verdad que ha perdido la alineación con la cabeza del peroné. Pero no hay motivo para que te preocupes. El volumen del trocánter es a causa del propio desplazamiento. La rodilla está bien situada. Todo es producto de una degeneración que ha provocado ese aspecto anómalo de tu rodilla. Ni siquiera hay excesos de calcificación ni debilidad de ningún tipo.
Mi temor se basaba en que mi pierna izquierda había cobrado en los últimos meses la talla de un troco de eucaliptus con un nudo desproporcionado a media altura. Tomé mis medidas. Ya hacía tiempo que había abandonado el running y optado por la bicicleta y las largas caminatas. Además llevaba varias semanas acudiendo a natación terapéutica para intentar atenuar la tendinitis de mi hombro derecho como último recurso en la lucha contra “Mi mal pianístico”, digamos que aquello era  una actividad sinérgica que aún atenuaba más si cabe la deformación con la potenciación de la musculatura.
   Sabía que la pierna no se me iba a partir en dos por la rodilla porque los dolores insoportables, sobre todo en la cama, habían remitido. Sin embargo, temía que el abandono del dolor fuera transitorio y que este pudiese reaparecer del mismo modo que las viejas enemistades. Tenía y tengo en mi rodilla izquierda una indemnidad prominente,  tan visible como una montaña en la luna tras  la que pueden aparecer en cualquier momento  selenitas que tuvieron alguna vez conmigo pleitos o disputas. Temía, ante todo, que el nudo botánico a media altura de mi pierna izquierda desnuda, en los paseos que mi compañera y yo acostumbramos a dar en verano a la caída del sol en la playa, me transformara con el tiempo en la definitiva sombra humana que nunca he querido ver, un esbatimento tarado y siniestro sobre la arena húmeda de mi grao soñado.
  Durante el invierno no hay problema. La rodilla se encuentra oculta bajo la ropa, tal vez a la espera del verano. Ni tan siquiera en el caso de las tres veces que acudo a la semana a la piscina pública es ostensible la carne saliente de mi rodilla izquierda. Si acaso, en este lugar de control exhaustivo del tiempo y del cuerpo, la afectación de mi extremidad es ante los ojos de los demás clientes del agua una peculiaridad de la enfermedad desconocida del hombre voluntarioso que pueden llegar a ver en mí. En la playa es otra cosa. Bajo el acoso del sol, en tal escaparate casi natural de la humanidad,  el bulto que sale de mi cuerpo creo que es la  desvergüenza de un individuo que a todas luces no va a morir por una enfermedad que busca los ojos del prójimo y que, sin embargo, transmite un inmenso dolor que nadie está dispuesto a avenir como “Yo y mi circunstancias” sino a rechazar como “Su dolor inaceptable”.
   La mirada transparente de la doctora Elena y su discurso pausado templaron mi ánimo hasta el punto de desearle lo mejor de la vida. Pensé en un hipotético sufrimiento en mi senectud. Lugar lógico para el mal que se fragua en la madurez y para recordar a la doctora. Espacio en el que sentencié que todo está bien merecido por la suma de argumentos que para entonces habrían levantado el muro infranqueable de la vida. La doctora Elena fue capaz de inyectarme una vez más una nueva dosis de estoicismo indoloro. Una bendición del ateísmo para enfrentarme al miedo. ¡No todos los médicos son iguales!, me dije.