Tenía cita con la doctora Elena.
Quería que viese mi rodilla izquierda. Vería la segunda radiografía en el año
dos tras el trauma y la consiguiente postración. Elena es tan acatable y amable
que sus diagnósticos terminan siendo la interpretación de una imposición
divina. Tiene una extraña habilidad para
transformar la enfermedad en una situación ventajosa y poder enfrentarte
con el presente y ese futuro abominable a corto plazo que llamamos miedo.
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Mira,
no existen problemas graves en la radiografía. La tuberosidad externa se encuentra
desplazada y es verdad que ha perdido la alineación con la cabeza del peroné.
Pero no hay motivo para que te preocupes. El volumen del trocánter es a causa
del propio desplazamiento. La rodilla está bien situada. Todo es producto de
una degeneración que ha provocado ese aspecto anómalo de tu rodilla. Ni
siquiera hay excesos de calcificación ni debilidad de ningún tipo.
Mi temor se basaba en que mi pierna
izquierda había cobrado en los últimos meses la talla de un troco de eucaliptus
con un nudo desproporcionado a media altura. Tomé mis medidas. Ya hacía tiempo
que había abandonado el running y optado por la bicicleta y las largas caminatas.
Además llevaba varias semanas acudiendo a natación terapéutica para intentar
atenuar la tendinitis de mi hombro derecho como último recurso en la lucha
contra “Mi mal pianístico”, digamos que aquello era una actividad sinérgica que aún atenuaba más
si cabe la deformación con la potenciación de la musculatura.
Sabía que la pierna no se me iba
a partir en dos por la rodilla porque los dolores insoportables, sobre todo en
la cama, habían remitido. Sin embargo, temía que el abandono del dolor fuera
transitorio y que este pudiese reaparecer del mismo modo que las viejas
enemistades. Tenía y tengo en mi rodilla izquierda una indemnidad prominente, tan visible como una montaña en la luna tras la que pueden aparecer en cualquier
momento selenitas que tuvieron alguna
vez conmigo pleitos o disputas. Temía, ante todo, que el nudo botánico a media
altura de mi pierna izquierda desnuda, en los paseos que mi compañera y yo
acostumbramos a dar en verano a la caída del sol en la playa, me transformara
con el tiempo en la definitiva sombra humana que nunca he querido ver, un
esbatimento tarado y siniestro sobre la arena húmeda de mi grao soñado.
Durante el invierno no hay problema. La rodilla se encuentra oculta bajo
la ropa, tal vez a la espera del verano. Ni tan siquiera en el caso de las tres
veces que acudo a la semana a la piscina pública es ostensible la carne
saliente de mi rodilla izquierda. Si acaso, en este lugar de control exhaustivo
del tiempo y del cuerpo, la afectación de mi extremidad es ante los ojos de los
demás clientes del agua una peculiaridad de la enfermedad desconocida del
hombre voluntarioso que pueden llegar a ver en mí. En la playa es otra cosa.
Bajo el acoso del sol, en tal escaparate casi natural de la humanidad, el bulto que sale de mi cuerpo creo que es la desvergüenza de un individuo que a todas luces
no va a morir por una enfermedad que busca los ojos del prójimo y que, sin
embargo, transmite un inmenso dolor que nadie está dispuesto a avenir como “Yo
y mi circunstancias” sino a rechazar como “Su dolor inaceptable”.
La mirada transparente de la doctora Elena y su discurso pausado
templaron mi ánimo hasta el punto de desearle lo mejor de la vida. Pensé en un
hipotético sufrimiento en mi senectud. Lugar lógico para el mal que se fragua
en la madurez y para recordar a la doctora. Espacio en el que sentencié que
todo está bien merecido por la suma de argumentos que para entonces habrían
levantado el muro infranqueable de la vida. La doctora Elena fue capaz de
inyectarme una vez más una nueva dosis de estoicismo indoloro. Una bendición
del ateísmo para enfrentarme al miedo. ¡No todos los médicos son iguales!, me
dije.