lunes, 28 de octubre de 2019

IX EVAGACIÓN (ZOOS XVI)







 Al final de la VI fase de evagación, en el periodo del máximo bloqueo creativo de la humanidad, tras las anteriores, todas ellas condicionadas por las circunstancias contrarias e incompatibles de la organización y la supervivencia, la violencia alcanzó su máximo apogeo. Todas las fases primitivas y convulsivas, incluida esta última,  fueron necesarias para alcanzar la IX, la definitiva del estado de gracia llamada por la plebe Fase de la locura, y por la comunidad científica Fase Génesis. Las fases del paleolítico, neolítico, antigua, medievo, moderna y postmoderna resultaron evagaciones tormentosas en cuanto a la elección ineludible de la violencia y la justificación ante el concepto de Dios y los propios hombres para la convivencia entre los individuos y los pueblos. En la IX fase dicha violencia quedó superada y obsoleta ante el uso de una especie de indiferencia. Las actitudes egoístas comenzaron a neutralizarse con lasitud y apatía a causa tal vez del cansancio acumulado y de algún modo codificado en el adn de las mujeres y hombres. Se alcanzó la más absoluta parálisis en todos los casos de desacuerdo que pudiesen desembocar en la más nimia disputa. En cuanto comenzaban las manifestaciones de competencia, las partes enfrentadas buscaban dentro de sí mismas los motivos que les empujaban al litigio, e inmediatamente afluía un sentimiento de animadversión hacia el ser interior o la identidad del que emanaba el veneno. Era como si la humanidad como un todo viviese de repente dentro de una gran estructura hermética en la que era imposible que nadie causara el mal a nadie. El menor resentimiento o rechazo se quedaba dentro haciendo todo el daño posible y dirigiéndolo al lugar más recóndito.  Se llegó a un estado general de inocuidad y de meditación encubierta. Pero en realidad se había llegado al momento en el que la humanidad perdía su relación umbilical con la idea del Yo. Se puede decir que estaba teniendo lugar una regresión de la idea de Personificación. El diálogo del que había nacido primero la Filosofía y después todas las disciplinas del conocimiento llegó en la VIII fase a su máximo desarrollo. La personificación del individuo con las metamorfosis de la naturaleza, con el politeísmo, el monoteísmo y el ateísmo se enmarañó hasta colapsar la identidad como método único de presentación de unos ante todos y todos ante uno. ¿Y la ciencia? Esta no ayudaba ni aportaba ningún bien a la vida en común. Había tomado un camino hacia no se sabe dónde. Había abandonado a la humanidad para dedicarse exclusivamente a explorar nuevos mundos y aprender de qué estaban hechos. Pero en cuanto a las, por decirlo en el mismo contexto epistemológico, ciencias sociales, los conocimientos más avanzados y sofisticados las habían abandonado a su suerte. La gente debía seguir luchando afanosamente por la supervivencia, y el hambre por el poder y las influencias continuaban siendo iguales que desde los inicios de la primera fase. Una decisión tácita, prescrita desde un punto de vista nihilista pero no por ello menos pragmático ante la realidad, condujo a la desintegración del Yo. Dentro de esa inmensa nave que era el capitalismo no cabía nada que no fuese productivo. Pequeños grupos liderados siempre por carismáticos personajes hiperbólicos, algunos santos y santas en el sentido de la abnegación y por la intensidad del altruismo, intentaron durante más de seis siglos escapar de las reglas del sistema económico y político. Fueron tantas las nomenclaturas de denominación como novedosos los modelos de reciclaje de sus programas éticos e incluso religiosos. Pero nada de lo que hicieron pudo cambiar la velocidad de la nave que, para todos los pensadores siempre fue excesiva y al final se comprobó que era propia, de crucero, irrefrenable. Fue una trampa que se tendió sin pretenderlo el sistema a sí mismo. Jamás pudo ser considerado que el sufrimiento y la impotencia podrían desembocar en una radical parálisis en el modus operandi de la conducta humana. La experiencia en la psicología de masas arrojaba resultados en los que el fenómeno de la ignorancia podía llegar a cotas insospechadas de aturdimiento y autoengaño en amplias zonas de la población mundial. Sin embargo, nadie sospechó que la manipulación de la información y en concreto, la inventiva de aseveraciones perfecta y vilmente argumentadas,  que producían pánico como consecuencia de futuras amenazas entre naciones e incluso entre continentes enteros, o que embargaban temporalmente a grandes masas ante el anuncio del agotamiento inminente de alguna materia prima u otra de la que dependían millones de clientes y consumidores, con el  consectario engaño de los inversores era el de presentar una sustitución del producto por otro más rentable para los poderes establecidos. Nada nuevo, por cierto,  en la historia, pero sí en su perpetuidad sin el menor efecto subversivo como si había acontecido en otras fases con caídas de imperios ante culturas distintas, o con revoluciones sociales y políticas. Cuentan que el nacimiento de la geoingeniería nació como una ficción de serie b en los inicios de la VI fase. En todas las fases la propagación de la desinformación y el bulo se ha practicado desde ambos flancos de actuación del buen habitante. Desde el flanco protector o amigo y también desde del enemigo. Las falsas noticias son tal vez las mejores armas de destrucción a largo plazo. Tanto se practicó la mentira que la verdad, entendida como el producto más deseado para poder encontrar la paz y la prosperidad, fue rechazada con la misma convicción y desconfianza. Donde aparecía algún atisbo de verdad todo el mundo se aprestaba a sembrar la mentira, del mismo modo que la muerte siempre hace acto de presencia allí donde llegó antes la vida. Para mayor agravio, la significación de vivir a la velocidad de las verdades y las mentiras produjo una desvinculación  total  con la naturaleza, o con lo poco que quedaba de ella. Tanto se falseó sobre la verdad y la mentira que los recuerdos más profundos sobre la llamada intrahistoria, sobre las cosas que se hacen y se nombran sin mediar ningún cuestionamiento, cosas tan importantes y elementales como el intercambio de opiniones, o los inevitables actos de tolerancia ordinarios en la vida diaria entre individuos competidores con los mismos intereses y del mismo gremio, cosas tácitas y virtuales como las herencias y hasta las daciones de enseres y minucias entre padres e hijos, desaparecieron y la convivencia tradicional cobró las características del enfrentamiento sin ambages. Esta guerra de todos contra todos, en lucha hasta por los reductos menos sustanciales para la vida e intrascendentes para los principios fundamentales de la tolerancia y la concordia, condujo a una pasividad colectiva total, a un bloqueo pandémico de tales dimensiones que las personas prefirieron morir antes de inanición que supervivir con el argumento del super yo contra el prójimo como principal móvil de la existencia. Aquello que durante miles de años se proclamó como egoísmo sano, como una bendición divina y hasta humana, se repudió como causa indudable que empujaba a la humanidad a su autodestrucción. Tal concepto de egoísmo constructivo se interpretó paradójicamente como el motor  que condujo a la nave de la historia hasta despojarla de virtudes y atributos hasta reducirla a una inmensa balsa gobernada por verdugos y antropófagos. Ni Géricault cuando imaginó las desventuras y atrocidades en su pintura pudo sentir tal escenificación de la desesperación humana. La IX fase, la de la locura, la de un renovado Génesis para la  ciencia que pudiese soportar argumentalmente el pasado de nueve fases destructivas de evagación, podía resultar perfectible. Según la comunidad en cuestión podía superarse el apocalipsis y evitar la designación oscurantista de Babel Celestial. La pérdida del control con la autodestrucción total suponía un precio demasiado alto para dejarlo en manos de la fe, objeto a fin de cuentas siempre analizado y cuestionado como herramienta útil para hallar el sentido de la condición humana.  El loco y la loca, como bien señala Cirlot en la entrada de Loco, El, en su diccionario de símbolos, son ambos sustitutos de las victimas del sacrificio. Esa inmensa parte de la humanidad, la que no ha tenido más remedio que hallar soluciones como las de los osarios y crematorios para localizar la veracidad de su descanso eterno, el código del paso por este mundo que conocemos, enloqueció y según se cree la determinación se encuentra en una negación radical como exclusivo método para seleccionar a una minoría selecta de individuos que sean capaces de vivir sin preguntas que pueden comprometer la estabilidad del tiempo presente. La contemplación del tradicional y angustioso futuro era una maldición con la que principalmente se visionaba la muerte del individuo como medida de recompensa de una vida eterna. Es el último arcano del Tarot y no dispone de numeración. Es una Carta exclusiva, como no podía ser de otro modo. La figura aparece con un Lynx Pardinus pero con la rareza de ser albino mordiendo su pierna izquierda. Según Cirlot esto podría significar que aún conserva un resto de lucidez, pero que lejos  de devolverle a la luz le empuja hacia adelante,  si cabe con más lucidez hacia la locura. Durante todas las fases de evagación la locura molestaba para un normal funcionamiento del poder. Solo cuando el propio poder se percató que sus propios métodos y maneras sofisticadas conducían sin remedio a la hecatombe se adoptó una inclinación hacia las posibles virtudes de la locura. Hasta entonces el poder siempre había negado la locura porque la asumía como un estadio mental asociado a la muerte. Pero con una exposición muy próxima al ahorcamiento suicida de toda la estructura social. Es decir, la locura aprehendida por los individuos como una vía no solo cívica, sino incluso religiosa o filosófica, era vista como una actitud pedagógica sinónima de delito contra la salud pública.  Como en una fiel representación  miope de la realidad en la que la fuerza de la intensidad de la luz diluye el cromatismo de los colores, el poder había mostrado su incapacidad para percatarse de que el miedo utilizado como medida correctiva y las noticias falsas, conducen, en un Estado de creciente e incesante concentración ideológica y económica, igual que si se tratara de una transmisión genética de padres a hijos, a una suerte de inmunidad frente a la manipulación y el control ejercido por los poderes políticos y económicos transmodernos. De modo que los herederos de las fases de evagaciones racionales, por decirlo con un eufemismo que sea respetuoso con la memoria de millones de héroes y heroínas asesinadas y ninguneadas por culpa de sus ideales sedientos de justicia trasversal ante el inevitable natural egoísmo practicado en la condición humana,  mostraron una inaudita anorexia mental, un empacho y estragamiento a causa de un colapso en el  instintivo sistema de insaciabilidad y desmesura de aprovisionamientos y atributos facultativos psicológicos y semióticos para someter al prójimo. En el Tarot, El Loco carece de cifra y orden. Tal vez deba ser así porque la locura podría ser tomada como un recurso in extremis pero nunca igual que todas las metodologías aplicadas hasta entonces, como una realidad crítica. Con esto es clara  la lógica del proceso. Cuando el sistema social está enfermo para alcanzar la meta del bien común, habrá que usar lo peligroso, inconsciente y fuera de lo normal, al menos por una vez en la historia, para neutralizar las posibles causas que dificultan la proyección. Lo único extraño del fenómeno social e histórico es que por una misteriosa razón se extrapola la actitud, voluntaria e involuntaria, de la locura del sujeto como ente independiente según la combinatoria de sus conocimientos y emociones, a la aplicación colectiva, a la extraordinaria transformación  de una enfermedad no contagiosa en una pandemia de consecuencias inopinadas y paradójicamente mesiánicas. Claro que se trataba de un mesianismo decapitado, sin ambición para tomar la superficie de las sociedades como todo dogma conocido hasta entonces. Es decir, un mesianismo sin cabeza, que viene a ser como una tutela sin normas. Su escusada y soterrada naturaleza fue igual al nacimiento de un  cañaveral. Nadie podía imaginar que bajo sus pies, en aquella tierra prometida de la inteligencia artificial, casi siempre seca y abundante en cantos rodados a causa de las repentinas avenidas provocadas por las lluvias artificiales en las tierras altas ocupadas  por las corporaciones y multinacionales,  pudiera ser el seno del inmenso laberinto de raíces que buscaban la profundidad y la horizontalidad del subsuelo estatutario casi desde la primera evagación. Dicha búsqueda proporciona la necesaria cimentación y el suficiente asimiento para que los vientos y crecidas más violentas no puedan jamás arrancar las triunfales y elegantes cañas que retroalimentarán por fotosíntesis al caos enterrado igual que un tesoro. La masa fue como una mujer loca que opta a voluntad por la inanición y las enfermedades infecciosas antes que asumir cualquier actitud competitiva contra el prójimo en la lucha por la supervivencia. Podríamos decir que el concepto de la Nadificación contra la violencia fue enraizándose en el subsuelo social quién sabe desde cuándo, tal vez desde la primera evagación. La posibilidad de ser algo parecido a un no-ser humano fue una historia callada y tomada como fundamento principal para combatir contra la perdición demostrada en la didáctica para ser el ser-humano conocido hasta entonces. Se trataba, en base a los síntomas generales, de trastornos mentales muy relacionados con la depresión clínica. La pérdida de interés por todo y la disminución de las funciones psíquicas llevaron a millones de personas a la inapetencia sexual y hasta el inmovilismo insufrible para así no invadir la zona de confort del otro y no despertar suspicacias. Una depresión de la masa puede llevarla objetivamente al abandono hasta la autodestrucción perfecta, ya que no existen sujetos que reclamen ayuda, y mucho menos derechos para segregarse del enjambre estéril e inútil.

martes, 1 de octubre de 2019

20.000 palabras









    Durante más de veinte mil palabras que intentan investigar los principios actitudinales en los orígenes de una vida que siempre será insignificante a los ojos de las clases más poderosas (ante todo a causa de su incompetencia para pensar en el poder y ocuparse de las cosas ordinarias de la vida como son, entre otras, la captación del voto y la posterior traición),  y unos cuantos poemas descriptivos de la mística de un individuo enemigo a muerte de los diletantes de fondo, han acaecido ciertos hechos que han transformado definitivamente su visión del mundo en un equilibrio de fuerzas por la preeminencia de unos individuos sobre otros sin suficientes razones ni méritos especiales.
 Antes del inicio de su única novela, o bien cajón-novela, como a él le gusta pensarla (está convencido que no va a malgastar energía alguna en otra cosa que no sea ese texto extenso y comprimido a la misma vez), veía a los seres humanos como a millones de coches locos de feria que intentan inútilmente evitar choques y atascos en el cuadrilátero de la civilización. Sus observaciones le habían llevado a una explicación más o menos razonable acerca de los fracasos de la colectividad y de la infelicidad de sus miembros. Pensaba que la torpeza en los procedimientos era una y otra vez el motivo por el que ocurrían los desastres de convivencia y habitabilidad. Creía que sólo con grandes dosis de paciencia y de continuo estudio se sortearían los graves problemas que durante siglos había venido sufriendo la humanidad. Con dicha perseverancia y una mezcla de fe y honestidad frente a un mínimo de empatía hacia “el otro”, se podría en un punto indeterminado del pedregal hegeliano de la historia, del paraíso perdido, subsanar las imperfecciones del entramado social.
  Pero ahora, tras esas miles de palabras, piensa que el hombre es una máquina aniquiladora de vida. Es un animal capaz de auto convencerse de que puede escapar de sí mismo y de la devastación que crea a su alrededor con el elástico sentido del amor. La sofisticación es su arma principal y su empleo lo justifica para hallar el bien común, cuando en realidad busca los límites del Hacedor para intentar poner un pie más allá de donde se ha visto que lo ha puesto éste.  
  Tras un primer reconocimiento en su nueva perspectiva de la obra intuye que sus padres son los principales responsables de la farsa que ha vivido. Le amaron tanto (aún lo hacen, pero desde el interior de una cueva de  desconfianza y  decepción, desde la angostura anímica de la senectud) que casi lo dejan ciego y sordo. Obsesionados con la penuria que habían conocido en la posguerra civil española, en aquel periodo de amor y protección contra la ácida realidad social innombrable que le haría perder atónito la ingenuidad, la inocencia y hasta la esperanza, deberían haberle insuflado de algún modo para contrarrestar los altísimos niveles de empatía y positivas emociones, ciertas dosis  más o menos racionales de obligado antagonismo hacia “el otro”, ya que “éste” va a resultar ser tu oponente lo quieras o no. Una toná de las malas artes ha motivado al menos a generación tras generación para salir desde las cavernas de la prehistoria a búsqueda de Dios. La motivación de que en el contacto permanente con muchos “otros” se encuentra la mitigación de nuestros miedos es la mayor atrocidad que se haya podido cometer la  humanidad a sí misma.
 En un increíble equilibrio de fuerzas medidas por el odio, la envidia y la conciliación, se han ido fraguando las civilizaciones gracias al laboratorio de la reproducción humana, la adaptación de sus individuos a las sociedades, y el negocio con toda clase de mercancías, tanto emocionales como materiales (incluyéndose la propia carne), para paliar el instinto de destrucción total hacia “el otro” con el objetivo de jugar a ser Dios. Los humanos son incapaces de amar sin destruir y viceversa. Amar es matar; y todo comienza negando al “otro”.