Al final de la
VI fase de evagación, en el periodo del máximo bloqueo creativo de la
humanidad, tras las anteriores, todas ellas condicionadas por las
circunstancias contrarias e incompatibles de la organización y la
supervivencia, la violencia alcanzó su máximo apogeo. Todas las fases
primitivas y convulsivas, incluida esta última, fueron necesarias para alcanzar la IX, la
definitiva del estado de gracia llamada por la plebe Fase de la locura, y por
la comunidad científica Fase Génesis. Las fases del paleolítico, neolítico,
antigua, medievo, moderna y postmoderna resultaron evagaciones tormentosas en
cuanto a la elección ineludible de la violencia y la justificación ante el
concepto de Dios y los propios hombres para la convivencia entre los individuos
y los pueblos. En la IX fase dicha violencia quedó superada y obsoleta ante el
uso de una especie de indiferencia. Las actitudes egoístas comenzaron a
neutralizarse con lasitud y apatía a causa tal vez del cansancio acumulado y de
algún modo codificado en el adn de las mujeres y hombres. Se alcanzó la más
absoluta parálisis en todos los casos de desacuerdo que pudiesen desembocar en
la más nimia disputa. En cuanto comenzaban las manifestaciones de competencia,
las partes enfrentadas buscaban dentro de sí mismas los motivos que les
empujaban al litigio, e inmediatamente afluía un sentimiento de animadversión
hacia el ser interior o la identidad del que emanaba el veneno. Era como si la
humanidad como un todo viviese de repente dentro de una gran estructura
hermética en la que era imposible que nadie causara el mal a nadie. El menor
resentimiento o rechazo se quedaba dentro haciendo todo el daño posible y
dirigiéndolo al lugar más recóndito. Se
llegó a un estado general de inocuidad y de meditación encubierta. Pero en
realidad se había llegado al momento en el que la humanidad perdía su relación
umbilical con la idea del Yo. Se puede decir que estaba teniendo lugar una
regresión de la idea de Personificación. El diálogo del que había nacido
primero la Filosofía y después todas las disciplinas del conocimiento llegó en
la VIII fase a su máximo desarrollo. La personificación del individuo con las
metamorfosis de la naturaleza, con el politeísmo, el monoteísmo y el ateísmo se
enmarañó hasta colapsar la identidad como método único de presentación de unos
ante todos y todos ante uno. ¿Y la ciencia? Esta no ayudaba ni aportaba ningún
bien a la vida en común. Había tomado un camino hacia no se sabe dónde. Había
abandonado a la humanidad para dedicarse exclusivamente a explorar nuevos
mundos y aprender de qué estaban hechos. Pero en cuanto a las, por decirlo en
el mismo contexto epistemológico, ciencias sociales, los conocimientos más
avanzados y sofisticados las habían abandonado a su suerte. La gente debía
seguir luchando afanosamente por la supervivencia, y el hambre por el poder y
las influencias continuaban siendo iguales que desde los inicios de la primera
fase. Una decisión tácita, prescrita desde un punto de vista nihilista pero no
por ello menos pragmático ante la realidad, condujo a la desintegración del Yo.
Dentro de esa inmensa nave que era el capitalismo no cabía nada que no fuese
productivo. Pequeños grupos liderados siempre por carismáticos personajes
hiperbólicos, algunos santos y santas en el sentido de la abnegación y por la
intensidad del altruismo, intentaron durante más de seis siglos escapar de las
reglas del sistema económico y político. Fueron tantas las nomenclaturas de
denominación como novedosos los modelos de reciclaje de sus programas éticos e
incluso religiosos. Pero nada de lo que hicieron pudo cambiar la velocidad de
la nave que, para todos los pensadores siempre fue excesiva y al final se comprobó
que era propia, de crucero, irrefrenable. Fue una trampa que se tendió sin
pretenderlo el sistema a sí mismo. Jamás pudo ser considerado que el
sufrimiento y la impotencia podrían desembocar en una radical parálisis en el
modus operandi de la conducta humana. La experiencia en la psicología de masas
arrojaba resultados en los que el fenómeno de la ignorancia podía llegar a
cotas insospechadas de aturdimiento y autoengaño en amplias zonas de la
población mundial. Sin embargo, nadie sospechó que la manipulación de la
información y en concreto, la inventiva de aseveraciones perfecta y vilmente
argumentadas, que producían pánico como
consecuencia de futuras amenazas entre naciones e incluso entre continentes
enteros, o que embargaban temporalmente a grandes masas ante el anuncio del
agotamiento inminente de alguna materia prima u otra de la que dependían
millones de clientes y consumidores, con el
consectario engaño de los inversores era el de presentar una sustitución
del producto por otro más rentable para los poderes establecidos. Nada nuevo,
por cierto, en la historia, pero sí en
su perpetuidad sin el menor efecto subversivo como si había acontecido en otras
fases con caídas de imperios ante culturas distintas, o con revoluciones
sociales y políticas. Cuentan que el nacimiento de la geoingeniería nació como
una ficción de serie b en los inicios de la VI fase. En todas las fases la
propagación de la desinformación y el bulo se ha practicado desde ambos flancos
de actuación del buen habitante. Desde el flanco protector o amigo y también
desde del enemigo. Las falsas noticias son tal vez las mejores armas de
destrucción a largo plazo. Tanto se practicó la mentira que la verdad, entendida
como el producto más deseado para poder encontrar la paz y la prosperidad, fue
rechazada con la misma convicción y desconfianza. Donde aparecía algún atisbo
de verdad todo el mundo se aprestaba a sembrar la mentira, del mismo modo que
la muerte siempre hace acto de presencia allí donde llegó antes la vida. Para
mayor agravio, la significación de vivir a la velocidad de las verdades y las
mentiras produjo una desvinculación
total con la naturaleza, o con lo
poco que quedaba de ella. Tanto se falseó sobre la verdad y la mentira que los
recuerdos más profundos sobre la llamada intrahistoria, sobre las cosas que se
hacen y se nombran sin mediar ningún cuestionamiento, cosas tan importantes y
elementales como el intercambio de opiniones, o los inevitables actos de
tolerancia ordinarios en la vida diaria entre individuos competidores con los
mismos intereses y del mismo gremio, cosas tácitas y virtuales como las
herencias y hasta las daciones de enseres y minucias entre padres e hijos,
desaparecieron y la convivencia tradicional cobró las características del
enfrentamiento sin ambages. Esta guerra de todos contra todos, en lucha hasta
por los reductos menos sustanciales para la vida e intrascendentes para los
principios fundamentales de la tolerancia y la concordia, condujo a una
pasividad colectiva total, a un bloqueo pandémico de tales dimensiones que las
personas prefirieron morir antes de inanición que supervivir con el argumento
del super yo contra el prójimo como principal móvil de la existencia. Aquello
que durante miles de años se proclamó como egoísmo sano, como una bendición
divina y hasta humana, se repudió como causa indudable que empujaba a la
humanidad a su autodestrucción. Tal concepto de egoísmo constructivo se
interpretó paradójicamente como el motor
que condujo a la nave de la historia hasta despojarla de virtudes y
atributos hasta reducirla a una inmensa balsa gobernada por verdugos y
antropófagos. Ni Géricault cuando imaginó las desventuras y atrocidades en su
pintura pudo sentir tal escenificación de la desesperación humana. La IX fase,
la de la locura, la de un renovado Génesis para la ciencia que pudiese soportar argumentalmente
el pasado de nueve fases destructivas de evagación, podía resultar perfectible.
Según la comunidad en cuestión podía superarse el apocalipsis y evitar la
designación oscurantista de Babel Celestial. La pérdida del control con la
autodestrucción total suponía un precio demasiado alto para dejarlo en manos de
la fe, objeto a fin de cuentas siempre analizado y cuestionado como herramienta
útil para hallar el sentido de la condición humana. El loco y la loca, como bien señala Cirlot en
la entrada de Loco, El, en su diccionario de símbolos, son ambos sustitutos de
las victimas del sacrificio. Esa inmensa parte de la humanidad, la que no ha
tenido más remedio que hallar soluciones como las de los osarios y crematorios
para localizar la veracidad de su descanso eterno, el código del paso por este
mundo que conocemos, enloqueció y según se cree la determinación se encuentra
en una negación radical como exclusivo método para seleccionar a una minoría
selecta de individuos que sean capaces de vivir sin preguntas que pueden
comprometer la estabilidad del tiempo presente. La contemplación del tradicional
y angustioso futuro era una maldición con la que principalmente se visionaba la
muerte del individuo como medida de recompensa de una vida eterna. Es el último
arcano del Tarot y no dispone de numeración. Es una Carta exclusiva, como no
podía ser de otro modo. La figura aparece con un Lynx Pardinus pero con la
rareza de ser albino mordiendo su pierna izquierda. Según Cirlot esto podría
significar que aún conserva un resto de lucidez, pero que lejos de devolverle a la luz le empuja hacia
adelante, si cabe con más lucidez hacia
la locura. Durante todas las fases de evagación la locura molestaba para un
normal funcionamiento del poder. Solo cuando el propio poder se percató que sus
propios métodos y maneras sofisticadas conducían sin remedio a la hecatombe se
adoptó una inclinación hacia las posibles virtudes de la locura. Hasta entonces
el poder siempre había negado la locura porque la asumía como un estadio mental
asociado a la muerte. Pero con una exposición muy próxima al ahorcamiento
suicida de toda la estructura social. Es decir, la locura aprehendida por los
individuos como una vía no solo cívica, sino incluso religiosa o filosófica,
era vista como una actitud pedagógica sinónima de delito contra la salud
pública. Como en una fiel
representación miope de la realidad en
la que la fuerza de la intensidad de la luz diluye el cromatismo de los
colores, el poder había mostrado su incapacidad para percatarse de que el miedo
utilizado como medida correctiva y las noticias falsas, conducen, en un Estado
de creciente e incesante concentración ideológica y económica, igual que si se
tratara de una transmisión genética de padres a hijos, a una suerte de
inmunidad frente a la manipulación y el control ejercido por los poderes
políticos y económicos transmodernos. De modo que los herederos de las fases de
evagaciones racionales, por decirlo con un eufemismo que sea respetuoso con la
memoria de millones de héroes y heroínas asesinadas y ninguneadas por culpa de
sus ideales sedientos de justicia trasversal ante el inevitable natural egoísmo
practicado en la condición humana, mostraron una inaudita anorexia mental, un
empacho y estragamiento a causa de un colapso en el instintivo sistema de insaciabilidad y
desmesura de aprovisionamientos y atributos facultativos psicológicos y
semióticos para someter al prójimo. En el Tarot, El Loco carece de cifra y
orden. Tal vez deba ser así porque la locura podría ser tomada como un recurso
in extremis pero nunca igual que todas las metodologías aplicadas hasta
entonces, como una realidad crítica. Con esto es clara la lógica del proceso. Cuando el sistema
social está enfermo para alcanzar la meta del bien común, habrá que usar lo
peligroso, inconsciente y fuera de lo normal, al menos por una vez en la
historia, para neutralizar las posibles causas que dificultan la proyección. Lo
único extraño del fenómeno social e histórico es que por una misteriosa razón
se extrapola la actitud, voluntaria e involuntaria, de la locura del sujeto
como ente independiente según la combinatoria de sus conocimientos y emociones,
a la aplicación colectiva, a la extraordinaria transformación de una enfermedad no contagiosa en una
pandemia de consecuencias inopinadas y paradójicamente mesiánicas. Claro que se
trataba de un mesianismo decapitado, sin ambición para tomar la superficie de
las sociedades como todo dogma conocido hasta entonces. Es decir, un mesianismo
sin cabeza, que viene a ser como una tutela sin normas. Su escusada y soterrada
naturaleza fue igual al nacimiento de un
cañaveral. Nadie podía imaginar que bajo sus pies, en aquella tierra
prometida de la inteligencia artificial, casi siempre seca y abundante en
cantos rodados a causa de las repentinas avenidas provocadas por las lluvias artificiales
en las tierras altas ocupadas por las
corporaciones y multinacionales, pudiera
ser el seno del inmenso laberinto de raíces que buscaban la profundidad y la
horizontalidad del subsuelo estatutario casi desde la primera evagación. Dicha
búsqueda proporciona la necesaria cimentación y el suficiente asimiento para
que los vientos y crecidas más violentas no puedan jamás arrancar las
triunfales y elegantes cañas que retroalimentarán por fotosíntesis al caos
enterrado igual que un tesoro. La masa fue como una mujer loca que opta a
voluntad por la inanición y las enfermedades infecciosas antes que asumir
cualquier actitud competitiva contra el prójimo en la lucha por la
supervivencia. Podríamos decir que el concepto de la Nadificación contra la
violencia fue enraizándose en el subsuelo social quién sabe desde cuándo, tal
vez desde la primera evagación. La posibilidad de ser algo parecido a un no-ser
humano fue una historia callada y tomada como fundamento principal para
combatir contra la perdición demostrada en la didáctica para ser el ser-humano
conocido hasta entonces. Se trataba, en base a los síntomas generales, de
trastornos mentales muy relacionados con la depresión clínica. La pérdida de
interés por todo y la disminución de las funciones psíquicas llevaron a
millones de personas a la inapetencia sexual y hasta el inmovilismo insufrible
para así no invadir la zona de confort del otro y no despertar suspicacias. Una
depresión de la masa puede llevarla objetivamente al abandono hasta la
autodestrucción perfecta, ya que no existen sujetos que reclamen ayuda, y mucho
menos derechos para segregarse del enjambre estéril e inútil.
lunes, 28 de octubre de 2019
martes, 1 de octubre de 2019
20.000 palabras
Durante más de veinte
mil palabras que intentan investigar los principios actitudinales en los
orígenes de una vida que siempre será insignificante a los ojos de las clases
más poderosas (ante todo a causa de su incompetencia para pensar en el poder y
ocuparse de las cosas ordinarias de la vida como son, entre otras, la captación
del voto y la posterior traición), y
unos cuantos poemas descriptivos de la mística de un individuo enemigo a muerte
de los diletantes de fondo, han acaecido ciertos hechos que han transformado
definitivamente su visión del mundo en un equilibrio de fuerzas por la preeminencia
de unos individuos sobre otros sin suficientes razones ni méritos especiales.
Antes del inicio de su
única novela, o bien cajón-novela, como a él le gusta pensarla (está convencido
que no va a malgastar energía alguna en otra cosa que no sea ese texto extenso
y comprimido a la misma vez), veía a los seres humanos como a millones de
coches locos de feria que intentan inútilmente evitar choques y atascos en el
cuadrilátero de la civilización. Sus observaciones le habían llevado a una
explicación más o menos razonable acerca de los fracasos de la colectividad y
de la infelicidad de sus miembros. Pensaba que la torpeza en los procedimientos
era una y otra vez el motivo por el que ocurrían los desastres de convivencia y
habitabilidad. Creía que sólo con grandes dosis de paciencia y de continuo
estudio se sortearían los graves problemas que durante siglos había venido
sufriendo la humanidad. Con dicha perseverancia y una mezcla de fe y honestidad
frente a un mínimo de empatía hacia “el otro”, se podría en un punto
indeterminado del pedregal hegeliano de la historia, del paraíso perdido,
subsanar las imperfecciones del entramado social.
Pero ahora, tras esas
miles de palabras, piensa que el hombre es una máquina aniquiladora de vida. Es
un animal capaz de auto convencerse de que puede escapar de sí mismo y de la devastación
que crea a su alrededor con el elástico sentido del amor. La sofisticación es
su arma principal y su empleo lo justifica para hallar el bien común, cuando en
realidad busca los límites del Hacedor para intentar poner un pie más allá de
donde se ha visto que lo ha puesto éste.
Tras un primer
reconocimiento en su nueva perspectiva de la obra intuye que sus padres son los
principales responsables de la farsa que ha vivido. Le amaron tanto (aún lo hacen,
pero desde el interior de una cueva de
desconfianza y decepción, desde
la angostura anímica de la senectud) que casi lo dejan ciego y sordo. Obsesionados
con la penuria que habían conocido en la posguerra civil española, en aquel
periodo de amor y protección contra la ácida realidad social innombrable que le
haría perder atónito la ingenuidad, la inocencia y hasta la esperanza, deberían
haberle insuflado de algún modo para contrarrestar los altísimos niveles de
empatía y positivas emociones, ciertas dosis
más o menos racionales de obligado antagonismo hacia “el otro”, ya que
“éste” va a resultar ser tu oponente lo quieras o no. Una toná de las malas
artes ha motivado al menos a generación tras generación para salir desde las
cavernas de la prehistoria a búsqueda de Dios. La motivación de que en el
contacto permanente con muchos “otros” se encuentra la mitigación de nuestros
miedos es la mayor atrocidad que se haya podido cometer la humanidad a sí misma.
En un increíble
equilibrio de fuerzas medidas por el odio, la envidia y la conciliación, se han
ido fraguando las civilizaciones gracias al laboratorio de la reproducción
humana, la adaptación de sus individuos a las sociedades, y el negocio con toda
clase de mercancías, tanto emocionales como materiales (incluyéndose la propia
carne), para paliar el instinto de destrucción total hacia “el otro” con el
objetivo de jugar a ser Dios. Los humanos son incapaces de amar sin destruir y
viceversa. Amar es matar; y todo comienza negando al “otro”.
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