Durante más de veinte
mil palabras que intentan investigar los principios actitudinales en los
orígenes de una vida que siempre será insignificante a los ojos de las clases
más poderosas (ante todo a causa de su incompetencia para pensar en el poder y
ocuparse de las cosas ordinarias de la vida como son, entre otras, la captación
del voto y la posterior traición), y
unos cuantos poemas descriptivos de la mística de un individuo enemigo a muerte
de los diletantes de fondo, han acaecido ciertos hechos que han transformado
definitivamente su visión del mundo en un equilibrio de fuerzas por la preeminencia
de unos individuos sobre otros sin suficientes razones ni méritos especiales.
Antes del inicio de su
única novela, o bien cajón-novela, como a él le gusta pensarla (está convencido
que no va a malgastar energía alguna en otra cosa que no sea ese texto extenso
y comprimido a la misma vez), veía a los seres humanos como a millones de
coches locos de feria que intentan inútilmente evitar choques y atascos en el
cuadrilátero de la civilización. Sus observaciones le habían llevado a una
explicación más o menos razonable acerca de los fracasos de la colectividad y
de la infelicidad de sus miembros. Pensaba que la torpeza en los procedimientos
era una y otra vez el motivo por el que ocurrían los desastres de convivencia y
habitabilidad. Creía que sólo con grandes dosis de paciencia y de continuo
estudio se sortearían los graves problemas que durante siglos había venido
sufriendo la humanidad. Con dicha perseverancia y una mezcla de fe y honestidad
frente a un mínimo de empatía hacia “el otro”, se podría en un punto
indeterminado del pedregal hegeliano de la historia, del paraíso perdido,
subsanar las imperfecciones del entramado social.
Pero ahora, tras esas
miles de palabras, piensa que el hombre es una máquina aniquiladora de vida. Es
un animal capaz de auto convencerse de que puede escapar de sí mismo y de la devastación
que crea a su alrededor con el elástico sentido del amor. La sofisticación es
su arma principal y su empleo lo justifica para hallar el bien común, cuando en
realidad busca los límites del Hacedor para intentar poner un pie más allá de
donde se ha visto que lo ha puesto éste.
Tras un primer
reconocimiento en su nueva perspectiva de la obra intuye que sus padres son los
principales responsables de la farsa que ha vivido. Le amaron tanto (aún lo hacen,
pero desde el interior de una cueva de
desconfianza y decepción, desde
la angostura anímica de la senectud) que casi lo dejan ciego y sordo. Obsesionados
con la penuria que habían conocido en la posguerra civil española, en aquel
periodo de amor y protección contra la ácida realidad social innombrable que le
haría perder atónito la ingenuidad, la inocencia y hasta la esperanza, deberían
haberle insuflado de algún modo para contrarrestar los altísimos niveles de
empatía y positivas emociones, ciertas dosis
más o menos racionales de obligado antagonismo hacia “el otro”, ya que
“éste” va a resultar ser tu oponente lo quieras o no. Una toná de las malas
artes ha motivado al menos a generación tras generación para salir desde las
cavernas de la prehistoria a búsqueda de Dios. La motivación de que en el
contacto permanente con muchos “otros” se encuentra la mitigación de nuestros
miedos es la mayor atrocidad que se haya podido cometer la humanidad a sí misma.
En un increíble
equilibrio de fuerzas medidas por el odio, la envidia y la conciliación, se han
ido fraguando las civilizaciones gracias al laboratorio de la reproducción
humana, la adaptación de sus individuos a las sociedades, y el negocio con toda
clase de mercancías, tanto emocionales como materiales (incluyéndose la propia
carne), para paliar el instinto de destrucción total hacia “el otro” con el
objetivo de jugar a ser Dios. Los humanos son incapaces de amar sin destruir y
viceversa. Amar es matar; y todo comienza negando al “otro”.
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