martes, 1 de octubre de 2019

20.000 palabras









    Durante más de veinte mil palabras que intentan investigar los principios actitudinales en los orígenes de una vida que siempre será insignificante a los ojos de las clases más poderosas (ante todo a causa de su incompetencia para pensar en el poder y ocuparse de las cosas ordinarias de la vida como son, entre otras, la captación del voto y la posterior traición),  y unos cuantos poemas descriptivos de la mística de un individuo enemigo a muerte de los diletantes de fondo, han acaecido ciertos hechos que han transformado definitivamente su visión del mundo en un equilibrio de fuerzas por la preeminencia de unos individuos sobre otros sin suficientes razones ni méritos especiales.
 Antes del inicio de su única novela, o bien cajón-novela, como a él le gusta pensarla (está convencido que no va a malgastar energía alguna en otra cosa que no sea ese texto extenso y comprimido a la misma vez), veía a los seres humanos como a millones de coches locos de feria que intentan inútilmente evitar choques y atascos en el cuadrilátero de la civilización. Sus observaciones le habían llevado a una explicación más o menos razonable acerca de los fracasos de la colectividad y de la infelicidad de sus miembros. Pensaba que la torpeza en los procedimientos era una y otra vez el motivo por el que ocurrían los desastres de convivencia y habitabilidad. Creía que sólo con grandes dosis de paciencia y de continuo estudio se sortearían los graves problemas que durante siglos había venido sufriendo la humanidad. Con dicha perseverancia y una mezcla de fe y honestidad frente a un mínimo de empatía hacia “el otro”, se podría en un punto indeterminado del pedregal hegeliano de la historia, del paraíso perdido, subsanar las imperfecciones del entramado social.
  Pero ahora, tras esas miles de palabras, piensa que el hombre es una máquina aniquiladora de vida. Es un animal capaz de auto convencerse de que puede escapar de sí mismo y de la devastación que crea a su alrededor con el elástico sentido del amor. La sofisticación es su arma principal y su empleo lo justifica para hallar el bien común, cuando en realidad busca los límites del Hacedor para intentar poner un pie más allá de donde se ha visto que lo ha puesto éste.  
  Tras un primer reconocimiento en su nueva perspectiva de la obra intuye que sus padres son los principales responsables de la farsa que ha vivido. Le amaron tanto (aún lo hacen, pero desde el interior de una cueva de  desconfianza y  decepción, desde la angostura anímica de la senectud) que casi lo dejan ciego y sordo. Obsesionados con la penuria que habían conocido en la posguerra civil española, en aquel periodo de amor y protección contra la ácida realidad social innombrable que le haría perder atónito la ingenuidad, la inocencia y hasta la esperanza, deberían haberle insuflado de algún modo para contrarrestar los altísimos niveles de empatía y positivas emociones, ciertas dosis  más o menos racionales de obligado antagonismo hacia “el otro”, ya que “éste” va a resultar ser tu oponente lo quieras o no. Una toná de las malas artes ha motivado al menos a generación tras generación para salir desde las cavernas de la prehistoria a búsqueda de Dios. La motivación de que en el contacto permanente con muchos “otros” se encuentra la mitigación de nuestros miedos es la mayor atrocidad que se haya podido cometer la  humanidad a sí misma.
 En un increíble equilibrio de fuerzas medidas por el odio, la envidia y la conciliación, se han ido fraguando las civilizaciones gracias al laboratorio de la reproducción humana, la adaptación de sus individuos a las sociedades, y el negocio con toda clase de mercancías, tanto emocionales como materiales (incluyéndose la propia carne), para paliar el instinto de destrucción total hacia “el otro” con el objetivo de jugar a ser Dios. Los humanos son incapaces de amar sin destruir y viceversa. Amar es matar; y todo comienza negando al “otro”.      

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