En el kilómetro 3 de la Vía verde Los Molinos
de Agua, que discurre por el itinerario
de la extinta vía ferroviaria que conducía desde San Juan del Puerto hasta El
Buitrón, provincia de Huelva, apareció
el pasado lunes 4 de noviembre el galgo muerto. Tal vez fuese atropellado por
algún furtivo conductor de los muchos que no atienden a la prohibición de
transitar con vehículos motorizados, caso difícil, dicho sea de paso, por el mal estado del piso y la estrechez del
asfalto que impiden que estos puedan imprimir la suficiente velocidad para
matar, o quizás fuera asesinado, ya sea por envenenamiento o por golpe mortal,
pues desde su hocico puntiagudo y rictus sarcástico, posiblemente a causa del
rígor mortis de toda una noche, se abría paso una gran mancha de sangre seca de al menos dos
palmos
El cadáver se situaba extendido, vertical a un
margen de la vía y no entorpecía el ejercicio del ciclismo, la marcha o el
atletismo de fondo de sus habituales usuarios. Digo habituales porque rara vez,
y para esto no sería mala idea habilitar un libro de firmas en honor de quienes
tras un número determinado se sesiones, pongámosle 9 por aquello del número
perfecto, adquieren el predicamento de usufructuarios por haber insistido en el
tiempo y con el esfuerzo, se incorporen nuevos beneficiarios de la cotidianidad
de lo que quedó de la estrecha línea férrea. La víctima parecía haber elegido
esa posición para despedirse de este mundo dando fe de su más que probable
servilismo de perro fiel a la causa para la que fue pensado. Canino tímido y
eficaz para el hombre hasta el punto de no molestarle ni siquiera tras su
muerte. Aunque irremediable es pasar junto a su estampa luctuosa y no contener
la respiración para eludir la presumible pestilencia de su ignominiosa y
prosaica descomposición orgánica.
En el fugaz soliloquio del corredor de fondo, no
hace falta que explique el porqué de su brevedad, y para esta narración quien
aparecía por allí gracias a la
recuperación de mi rodilla izquierda, era yo midiendo la distancia y el crono,
apenas nacen y mueren unas cuantas palabras, y para tal visión podrán
comprender que eligiera de súbito “Quién”, “Habrá”, “Sido”, “El”, “Hijo”, “De”,
“Puta”. Debo admitir que culpabilicé irresponsablemente a algún sujeto anónimo
sin pensar que el animal podría haber alcanzado este final por enfermedad
degenerativa o por un accidente provocado por él mismo o por muerte provocada
por otro semejante o jauría de estos. Pero las estadísticas nos dicen que la
inmensa mayoría de canes que aparecen muertos en las vías públicas, y en las
privadas también, son desgracias causadas por las intervenciones humanas. Así
que una vez que me alejé lo suficiente del radio de acción del supuesto hedor
miré en mi reloj los segundos que me quedaban para llegar al mojón del
kilómetro 2, y en un alarde de poder contuve unos instantes más la respiración
para demostrarme a mí mismo que en casos excepcionales de necesidad es posible
correr sin respirar. ¿Cuánto tiempo? Para esta ocasión el que me llevó
configurar el rostro del “Hijo de puta”, esta vez todas las palabras juntas en
mi pensamiento, sin necesidad de articular todos los instrumentos de mi boca. Las
facciones fueron juntándose hasta formar el semblante de mi jefa. ¿La hija de
puta de mi jefa había matado al galgo? Tal vez sean malas pasadas o guiños de
las cogitaciones precipitadas, o de pensar corriendo que, de algún modo u otro
supone adquirir un estado próximo a tener “La mente en blanco”. Debo considerar
seriamente por qué ahora, con el teclado de mi portátil bajo mis dedos, no me
desagradó la elección de mi jefa como presunta asesina del galgo a pesar de que
la hipótesis resulta harto difícil, ya que presiento que es prácticamente
imposible que ella ponga un pie en una vía verde. Es delgada y esbelta como una
Barbie pero yo la veo gorda como un sollo.
Una vez
recuperada mi respiración tras alejarme de la peste recordé la charla que mi
jefa nos dio tras su viaje a Estados Unidos para realizar allí, en una Universidad
exclusiva para mentes brillantes, un master de optimización del tiempo laboral.
Nos habló de los peligros que suponen la desconcentración, el estrés y la
desgana en el trabajo. Calificó a las amistades que tenemos que atender durante
nuestra labor productiva como de “ladrones de tiempo”, y a su vez nos puso en alerta contra los tres agujeros negros que
se tragan nuestros minutos si no hemos planificado con antelación la
efectividad de nuestras actividades. Estos son: el correo electrónico, las
reuniones y las interrupciones. También nos recomendó que para un rendimiento
óptimo en el trabajo nuestro tiempo de ocio no debe sufrir injerencias de
ningún tipo. Al final del discurso nos contó con todo lujo de detalles que
muchas mentes brillantes de Estados Unidos comienzan a catalogar el Tiempo como
un derecho de la ciudadanía.
“El”, “Tiempo”,
“Es”, “Otro”, “Hijo”, “De”, “Puta”, exclamé en las inmediaciones del kilómetro
0. Desde ese momento y hasta la ducha no recuerdo nada más. Sólo, bajo el agua
caliente, me pareció haber sentido un dulce olor a geriátrico.