sábado, 26 de noviembre de 2011

HERMANOS





Nos pasamos el día buscando novedades, alguna primicia que en la rutina de nuestras vidas, por muy privilegiada y sosegada que sea, nos eleve a una visión permanente del paraíso, a un estado espiritual que aun aceptando la inevitable muerte nos ayude a atravesar el umbral que separa nuestra vulnerabilidad de al menos una pequeña porción del poder eterno. Miramos alrededor y no hallamos en la realidad que nos envuelve ese lugar recóndito donde creemos que habita la solución, o tal vez el modo de liberarnos en ese mismo lugar de eso que pesa tan desproporcionadamente y que nos impide el establecimiento de nuestra felicidad. Buscamos sin saber qué exactamente, pero buscamos.
Somos agujeros negros que lo devoran todo. Y por devorar lo hacemos incluso entre nosotros mismos. Agujeros que se tragan unos a otros en la extensión salvaje de este hábitat heredado de nuestros antepasados en la evolución de la especie. Pues a pesar de haber transcurrido cientos de miles de años continuamos luchando por el liderazgo o cuando menos por ganarnos el favor de quien lo ostente. Todavía sentimos ese miedo a perdernos en la soledad y a merced de los depredadores. La resolución de no quedarnos solos ante la observancia de nuestros sentimientos nos empuja a ser “demasiado humanos”. Contradictorios como muchos de los aforismos de Nietzsche en el libro del mismo nombre, apostamos en la penúltima jugada por tomar asiento y apoltronarnos en el accidente. Cada cual puede “trascender” o no sobre lo que consideramos de justicia. Es una opción libre que podemos tomar apurando hasta el límite, pero que todo el mundo la considera indispensable para construir una sociedad ecuánime en la distribución de los bienes.
Existe una sensibilización centrípeta en cuestiones que hemos asumido como inalterables, pertenecientes a ese milagro extraño donde se mezclan en el dogma lo político, lo científico e incluso lo religioso, y paladeamos como un triunfo las nobles causas contra el hambre en el mundo, contra la guerra, contra la tortura y la pena de muerte, contra la violencia de género, contra las agresiones al medio ambiente y hasta contra el maltrato animal entre otras muchas más honrosas actitudes impensables hasta hace, para la historia de la infamia, unos momentos. Sin embargo, esta búsqueda de no se sabe qué o de la felicidad, ejerce una fuerza contraria y acabamos siendo centrífugos por la inercia inexplicable del viaje a nuestros ombligos.
Recuerdo la escena en la película Hermano, de Marcel Rasquin, ganadora del colón de oro del festival del cine iberoamericano en su edición de 2010, en la que el entrenador de un equipo de fútbol arenga a sus jugadores diciéndoles: “En la vida siempre nos van a caer goles. Por eso es que todos los días tenemos que levantarnos convencidos que el juego va cero a cero. Ustedes son familia, son hermanos, y en los próximos cuarenta y cinco minutos ustedes lo van a dar todo por su familia”. Recuerdo también la película de Wim Wenders “Cielo sobre Berlín”, inspirada en el libro “El peso del mundo” de Peter Handke, en la que un Ángel desea y acaba convirtiéndose en un ser humano”. Recuerdo grandes hechos y palabras del arte clavados como puñales en el cuerpo invencible e inmortal de esa perdición llamada Egoismo.


Artículo para "El periódico de Huelva".

viernes, 11 de noviembre de 2011

FUERA DE CONTROL






Fue en una edición on line de un periódico de tirada nacional donde leí que, de los cinco millones de parados que hay en España, más de cuatrocientos mil han arrojado la toalla y ya no buscan trabajo.
Siempre que leo en estos soportes, mi atención acaba sesgándose hacia la duda y el escrúpulo. Parece como si la realidad que proyectan estos periódicos fuera descomponiendo el presente en trozos que van cayendo por el precipicio de la urgencia y del apremio que no contempla el pestañeo ni la posibilidad de pensar. Desde el otro lado de la pantalla de tu PC, la emisión de las líneas de la literatura adquiere el aspecto aparentemente desordenado de la boca de un vesánico hormiguero. Y es que para mí no hay nada como el tacto y la sensación de pausa de un diario de papel, incluso si es en blanco y negro. Hecho éste nada extraño en un sujeto que mamó y se hizo adulto en el siglo XX, que sufre los reflejos y las molestias de los desajustes sociales que se dan, como apuntaba el ensayo escrito allá por los noventa por el sociólogo G. Lipovetsky , en “El Imperio de lo efímero”.
Sin embargo, esta noticia me desconectó de esa realidad y quedé inmovilizado como una estatua al borde del precipicio. Más de cuatrocientos mil parados se han quedado sin batería y fuera del control de lo efímero. Ya no luchan. Pensé en soporte-papel que, letárgicos y entumecidos, en una pesadilla y desvaríos bajo mínimos, alterarán el aspecto y el interior del orden imperante y sanarán sus heridas, tomarán aliento y como árboles arrancados que interfirieron el trazado de una carretera, renacerán agrietando el asfalto hasta hacerlo intransitable. Puede parecer que la gente esté tan cansada, tan aburrida de intentarlo todo, que la elección, si es que se le puede llamar así, sea cruzarse de brazos y a lo que Dios quiera o el río según el caudal devenga. Es el resultado de un combate donde los vencedores y los perdedores están predestinados. Demasiado fácil para unos y sangrante para otros. Pero no demasiado determinante para la historia del mundo.
Es muy posible que intenten reconducir a los exangües desempleados por esa carretera que al final convertirán en autopista. Porque al final serán seguramente muchas miles de raíces más minando el pavimento. Incluso podrán ponerlos de nuevo en manos de los servidores de lo efímero, pero no podrán prever las direcciones de esos rizomas fuera de control. Bulbos que con el tiempo incuban en el interior del hormiguero la escritura oculta del futuro.
La épica es incontrolable, y al final del camino, al que llegaremos antes o después, más de cuatrocientos mil parados desesperados y cruzados de brazos en la terminal de lo perentorio, no habrá Dios que lo soporte. Ni los de la Ilíada de Homero ni los de la plutocracia que cree en el olvido.



Artículo para "El periodico de Huelva".

sábado, 5 de noviembre de 2011

LA GRAN RED





En todos estos años, desde que la celebración de la noche de Halloween acabó instaurándose en la vida de los españoles como acto ineludible del protocolo de modernidad, no he visto un solo disfraz que me haya producido siquiera un leve estremecimiento. Quizá porque esta celebración me coja despistado en mi tozudo sentimiento de la fratría, de esa sociedad íntima y lejana a la globalización a la que pertenecíamos hace apenas unos lustros, o tal vez porque sencillamente este evento, secularizado por el cine norteamericano, consigue con una previsible noche temática el efecto contrario a sus orígenes celtas. Esta combinación entre mi indiferencia y la inocuidad de la mercadotecnia para producir un auténtico repelús son las causantes de este solemne aburrimiento mediático.
Otra cosa es ver a mis hijos felices por el rápido cambio de piel, correteando de puerta en puerta y extasiados ante la inocente y poderosa experiencia de producir miedo, de fabricarlo sin menoscabo para la proba vida que deseo en sus preciosos destinos. En un juego donde el mal y la muerte resultan tan ajenos a sus corazones, la vida, a través de esa arma de incalculable valor que es lo absurdo, es quien triunfa. Los veo y me digo que no queda mal asustar a los demás en una entretenida broma como aderezo para el espíritu.
Creo que esta sensación contradictoria la tienen muchos padres y madres que nos encontramos inmersos en la, muchas veces dudosa educación, que damos y reciben nuestros hijos. Digo reciben, y esto es otra dimensión de “lo absurdo” teniendo en cuenta la fuerza del instinto de protección y del amor congénito, por la enorme cantidad de horas que pasan fuera de nuestro presumible control en el colegio, frente a la televisión y en el uso de internet. Es decir, por desgracia la mayor parte del “tiempo educativo”. Ahora que no nos escucha nadie, y que quede entre ustedes y yo; alguna vez me he planteado no escolarizar a mis hijos y tirar a la calle todas las pantallas y consolas que compré en horas absurdas para incentivar en ellos el consumo. Lo peor es que es posible que la naturaleza de esta tentación sea también absurda. Esto me recuerda a la novela docuficción “Nocilla Dream” de Agustín Fernández Mallo en la que plantea que la Red bioesfera, la Red internet y la Red neuronal poseen todas una misma tipología, por lo que pueden ser consideradas, a ciertos efectos, isomorfas.
Si es así, la comparación nos puede dar una idea de lo atrapados que nos encontramos en este mundo y de lo libres que nos sentimos en el deseo de querer romper la inmensa Red que lo contiene todo. En realidad no es más que un inocente juego de la imaginación en la experiencia de querer vivir en libertad y en comunicación con nuestros semejantes. Pasemos página con Halloween, pues se avecinan otros menos virtuales estremecimientos. Quienes manipulan la Gran Red tienen en cuenta, como aseguraba el filósofo francés de la posmodernidad J.F. Lyotard que “Saber es poder”.



Artículo para "El periódico de Huelva".