El tiempo de los “Grandes Escritores y
Poetas” ya pasó. (J. M. Coetzee lo insinúa en su novela “Verano”, concretamente
en el capítulo “Sophie”). A no ser que se consideren a nuestros contemporáneos
escritores famosos grandes escritores. Si es así entonces existen cientos de
grandes escritores actuales. En el fondo gente como Thomas Mann, Borges o Juan
Ramón Jiménez y los otros escritores, les importa a nuestra sociedad una
mierda, pues tendremos que trabajar como chinos
para poder comer. Sin embargo, lo que escribieron (¿escriben?) está bien
guardado y custodiado como si de un exclusivo y preciado material de
construcción se tratara.
Durante décadas dicha custodia le fue
encomendada a la clase media. Una inmensa capa social que se empleaba a fondo
en leer con la cabeza ladeada, en sus plúteos, los lomos de los libros que
jamás explorarían. La agonía de los grandes escritores no va a derivar en una
lentísima muerte. La repentina desaparición de la clase media provocará la
muerte súbita de estos escritores y poetas. Y si damos por hecho que los
famosos escritores actuales también son grandes escritores, podemos concluir
sin ninguna duda que estos escritores y poetas están muertos en vida. No lo van
a leer ni su madre. La pérdida del poder adquisitivo de la clase media
provocará que la literatura se sustente a sí misma como una cuestión básica de
higiene. Quien escriba lo hará pensando en un mensaje exclusivo para el tiempo
y el infinito. Pero, ¿cuánto tiempo puede pasar un ser humano sin lavar su
cabellera? Tal vez toda su vida. El mensaje no podrá ser el medio en un mundo
de pobres y analfabetos. No será necesario saber leer para identificar una sopa
de bote en sus anaqueles.
He leído algunas entrevistas a políticos y
en casi todas ellas se les pregunta “qué libro está leyendo? o ¿qué libro le ha
impresionado más? Siempre contestan afirmativamente, y algunos hasta nombran un
raro ejemplar. Todos y todas (el caso de
ellas me llega al corazón porque me encantan las mujeres que se dedican a la
política, dan la primera impresión de ser una mezcla de erotismo redentor y
hermanas de la caridad) acaban con la misma coletilla: “hago un esfuerzo y
siempre saco tiempo para leer”. ¡Tiempo para leer! ¡Se necesita tiempo para
leer! Todavía para estos políticos la lectura tiene un relativo carácter de
mandamiento, algo así como una penitencia que se debe llevar en silencio para
salvarse en las moribundas democracias en las que la educación y la cultura son
aún rentables. Es decir, transfigurables en dinero.
El “Saber es poder” lyotardiano ha tomado el
camino de los ininteligibles renglones torcidos de los hombres (los que decían
de Dios tienen que ver con la penitencia, obsoleta para los políticos y hasta
para los pobres), pues ha tomado la dirección sin retorno del pensamiento
único. A la vuelta de la esquina no será necesario leer, y mucho menos tener
tiempo para hacerlo. Las urgencias no necesitarán la mayéutica ni los faros en
la niebla. Aprovechemos, los eternos, famosos actuales y malos escritores el
tiempo donde a la lectura le queda unos minutos de factor 50. Por la custodia
no tenemos por qué preocuparnos. La llevaremos con nosotros a las entrañas de
la tierra. Qué mejor vigilia para un futuro fértil.