domingo, 21 de octubre de 2012

SIN PLÚTEOS






    El tiempo de los “Grandes Escritores y Poetas” ya pasó. (J. M. Coetzee lo insinúa en su novela “Verano”, concretamente en el capítulo “Sophie”). A no ser que se consideren a nuestros contemporáneos escritores famosos grandes escritores. Si es así entonces existen cientos de grandes escritores actuales. En el fondo gente como Thomas Mann, Borges o Juan Ramón Jiménez y los otros escritores, les importa a nuestra sociedad una mierda, pues tendremos que trabajar como chinos  para poder comer. Sin embargo, lo que escribieron (¿escriben?) está bien guardado y custodiado como si de un exclusivo y preciado material de construcción se tratara.
   Durante décadas dicha custodia le fue encomendada a la clase media. Una inmensa capa social que se empleaba a fondo en leer con la cabeza ladeada, en sus plúteos, los lomos de los libros que jamás explorarían. La agonía de los grandes escritores no va a derivar en una lentísima muerte. La repentina desaparición de la clase media provocará la muerte súbita de estos escritores y poetas. Y si damos por hecho que los famosos escritores actuales también son grandes escritores, podemos concluir sin ninguna duda que estos escritores y poetas están muertos en vida. No lo van a leer ni su madre. La pérdida del poder adquisitivo de la clase media provocará que la literatura se sustente a sí misma como una cuestión básica de higiene. Quien escriba lo hará pensando en un mensaje exclusivo para el tiempo y el infinito. Pero, ¿cuánto tiempo puede pasar un ser humano sin lavar su cabellera? Tal vez toda su vida. El mensaje no podrá ser el medio en un mundo de pobres y analfabetos. No será necesario saber leer para identificar una sopa de bote en sus anaqueles.
   He leído algunas entrevistas a políticos y en casi todas ellas se les pregunta “qué libro está leyendo? o ¿qué libro le ha impresionado más? Siempre contestan afirmativamente, y algunos hasta nombran un raro ejemplar.  Todos y todas (el caso de ellas me llega al corazón porque me encantan las mujeres que se dedican a la política, dan la primera impresión de ser una mezcla de erotismo redentor y hermanas de la caridad) acaban con la misma coletilla: “hago un esfuerzo y siempre saco tiempo para leer”. ¡Tiempo para leer! ¡Se necesita tiempo para leer! Todavía para estos políticos la lectura tiene un relativo carácter de mandamiento, algo así como una penitencia que se debe llevar en silencio para salvarse en las moribundas democracias en las que la educación y la cultura son aún rentables. Es decir, transfigurables en dinero.
   El “Saber es poder” lyotardiano ha tomado el camino de los ininteligibles renglones torcidos de los hombres (los que decían de Dios tienen que ver con la penitencia, obsoleta para los políticos y hasta para los pobres), pues ha tomado la dirección sin retorno del pensamiento único. A la vuelta de la esquina no será necesario leer, y mucho menos tener tiempo para hacerlo. Las urgencias no necesitarán la mayéutica ni los faros en la niebla. Aprovechemos, los eternos, famosos actuales y malos escritores el tiempo donde a la lectura le queda unos minutos de factor 50. Por la custodia no tenemos por qué preocuparnos. La llevaremos con nosotros a las entrañas de la tierra. Qué mejor vigilia para un futuro fértil.
   

domingo, 7 de octubre de 2012

HISTORIA DE MI RODILLA IZQUIERDA








      Me habían dado cita para el traumatólogo para el miércoles 3 de octubre a las 09:20 horas. Un mes más tarde llegó por correo una contracita que me emplazaba para el mismo día a las 15:50. Pensé entonces que ese tiempo habría sido suficiente para que hubieran tenido lugar miles de milagros en mi vida, y también en la inconveniencia de una exploración de rodilla con la comida aún en el esófago. Sin embargo el único milagro que recuerdo consistió en un simple cambio de horario de la cita. ¿Por qué me iban a pronosticar el futuro de mi pierna izquierda en plena sobremesa? Justo en el momento más ingrávido del día. El mismo traumatólogo me explicó que esto se debía a causa del aumento de las horas de trabajo para el funcionariado en la última reforma laboral.
  Entrar en el área de traumatología de un hospital siempre me ha parecido una imposición terrible. Pero ver al traumatólogo para que me diagnosticara el origen del mal era como elevarme por encima de la lógica de las enfermedades, dar un salto y habitar más allá de las desgracias ajenas. Mi desventura y las primeras pistas sobre el ocaso de mi vida inocularon el mundo a mí alrededor y a todos los traumas de la humanidad. Soy entonces el enfermo más grave del universo. Más aún, soy el ojo de la existencia. Todo existe porque yo existo y represento a todas las enfermedades.
   Llegamos al ambulatorio a las 15:OO. M.F. conducía. Ella se empeñó en acompañarme. Detalle con el que no contaba y que todavía me produjo mayor sensación de puerilidad, como un extraño feblaje en una moneda a la que le falta el relieve en una de las caras. En el momento del diagnóstico habría un testigo. El peso de la realidad sería por tanto compartido y mi futuro (el de mi rodilla izquierda dislocada en el mundo) tendría el aspecto de un libro abierto.
   En la sala de espera había aproximadamente unas cincuenta personas. Tuvimos que esperar el turno hasta las 16:30. Un retraso no exento de demanda por parte de M.F y que a mí me pareció de lo más natural. Quiero decir, ambas cosas, la demora y la previsible reclamación de M.F.  Estuve la mayor parte de este tiempo intentando averiguar quiénes eran los pacientes y quiénes sus acompañantes. En muchos casos resultó imposible averiguarlo. La enfermera se asomaba a la puerta con su uniforme verde y nombraba hombre o mujer. En varias ocasiones entraban en la consulta hasta tres personas. Justamente cuando la enfermera-satélite pronunció mi nombre M.F. y yo acabábamos de emprender un hipotético crucero por el Mediterráneo. Ella se zambullía en la piscina del barco y yo hablaba  mi espantoso inglés con un pequeño grupo de escoceses que mostraban los primeros síntomas de una terrible insolación. Los dos a nuestro aire y seleccionando o incurriendo en los momentos para los que cada uno ha venido al mundo.
    Me dije (a M.F. no le hice ningún comentario al respecto), que todos estábamos allí a salvo. Los aledaños del ambulatorio Virgen de la Cinta de Huelva parecían abandonados a la suerte del tiempo. Tan solo los coches aparcados y algún semáforo en rojo que no daba prioridad a nadie en un desierto, daban señales de una civilización decadente, cansada de luchar por los intereses particulares. En la sala de espera no podía o no debía ocurrir nada. La espera era intrascendente. Tampoco allí habría ningún milagro.
    Una vez dentro de la consulta M.F. preguntó al traumatólogo si tenían hilo musical. El especialista y yo contestamos al mismo tiempo que no, que lo que se oía provenía del exterior, que alguien cantaba una melodía junto a las cristaleras que daban a los aparcamientos. Después el médico tras una actuación serena y contemplativa ordenó que subiese a la tercera planta para que me hiciesen una radiografía. Los pormenores antes y durante los ataques de los rayos x transcurrieron incomprensiblemente con la misma intensidad  y monotonía que cualquier actividad de mi vida diaria.
   Cuando regresamos a la consulta para oír el diagnóstico la mujer que cantaba junto a la cristalera ya no estaba. Yo seguía oyendo aquella melodía pero estaba seguro de su desaparición (¿era una mujer?). Después el traumatólogo puso el ejemplo de una casa vieja a la que se le cambian las puertas para que yo entendiese la ineficacia de una hipotética operación de menisco en mi rodilla izquierda. Con 46 años yo era una casa vieja con puertas desvencijadas y chirriantes. Si me extraían el menisco el método de desgaste de la artrosis continuaría arruinando mi rodilla, por tanto, ¿qué sentido tenía una visita al quirófano?
   Estuve unos segundos en silencio intentando recuperar la melodía. Tendría que abandonar el atletismo de fondo. Sólo bicicleta y con la condición de una rodillera ortopédica. M.F. preguntó si ésta era gratuita y el médico contestó que sí. Esa noche me dormí pensando que sí, que aquel artilugio ortopédico era gratuito, pero que la vida en la casa vieja me supondría unos costes enormes para que los techos no se me cayeran encima. Esa noche soñé que todos los hombres y mujeres, niños y ancianos, abandonábamos nuestras casas y salíamos al campo abierto.