jueves, 19 de agosto de 2021

ZOTE ATARÁXICO

“Cuidar un huerto, pasear sin límite de tiempo y sin rumbo, relativizar todos los contratiempos que irrumpen ajenos a tu voluntad e inocularlos en tus deseos permanentes de ganarle el pulso a la muerte, tener solo recuerdos vagos e insensibles, tal vez jugar al ajedrez contra uno mismo”. Estas eran sus soluciones al problema planteado la semana anterior por el psicólogo y ponente del curso sobre inteligencia emocional “Qué actividades nos gustaría realizar en nuestras vidas”. Las había hallado en la última duermevela y las había escrito a mano con la determinación que otorga la sinceridad del escéptico, pero también, a pesar de su reticencia de asistir a terapias alternativas o de ayuda psicológica, al menos durante el tiempo de su redacción, sin ningún sentimiento hostil hacía esa industria de las expectativas que capta a todo individuo como consumidor potencial de novedosas estrategias para atrapar la felicidad personal. Al fin y al cabo el programa de formación de la administración central no le obligaba a participar en el curso, pero había decidido que debía intentar marcar alguna estrategia antes nunca utilizada contra el agotador aburrimiento que padecía en los últimos meses. De hecho, en la presentación que el primer día hizo cada participante de sí mismo, dijo que en su caso había decidido asistir al evento para tratar de comprender su apatía ante los métodos de trabajo y hacía sí mismo. Cuando escuchó el rumor que se generó en la sala tras sus enunciados inmediatamente comprendió que en realidad lo que deseaba era mandar a la mierda a todos los presentes, pero ya era demasiado tarde. La lista de actividades debía exponerlas ante el grupo por la tarde. Había dormido muy mal esa noche y sentía presión en el occipucio. Miró por la ventana como todas las mañanas y comprobó con indiferencia que a pesar de que el cielo estaba completamente despejado, hacía un fuerte viento. Pensó que desde su cómoda observación era lógico considerar que los efectos de este agente meteorológico eran intrascendentes para encontrar una explicación a qué debía hacer en su paso por el mundo y también se preguntó por qué el ponente del curso no había contemplado la opción de redactar una lista de soluciones que se basase justamente en todo lo contrario, en “Qué actividades no le apetecía hacer”; pero comprendió que ya no tenía mucho sentido pensar en las intenciones que motivaban la consigna del enunciado. Era muy temprano y vio al fondo del paisaje, todavía deshabitado, la agitación de las ramas de las moreras que parecían querer arañar la nueva superficie celeste sustituta de la de la oscuridad en la que había hallado las soluciones para su lista. No obstante, también pensó antes de desayunar y salir a la calle, que una vez que en su trayectoria el fuerte viento de Levante, se perdiese en su interior igual que el gas en una habitación cerrada y luego se deslizase por los contornos de su cuerpo para recordarle su condición insignificante en el universo , él, estimulado una vez más tras el incordio del deber de la lucha física entre los elementos de los mundos exterior-interior, podría cambiar, anular y hasta destruir el listado de soluciones. Recordó el icono del mito griego de Sísifo subiendo por enésima vez la gran piedra como castigo de los dioses hasta la cima como como una hipotética alegoría de su vida y le pareció un paralelismo de buen gusto y buena conducta. Quizá no tuviese nada en contra de la alienación en los modelos de conducta de la clase trabajadora a la que pertenecía. Sus actividades de ocio pertenecían sin ningún género de dudas a los modelos de conducta dados en el gremio con el que se identificaba dentro de la globalidad en líneas generales. Siempre había pensado sobre sí mismo desde el comienzo de su ya dilatada vida laboral que su actitud en la sociedad era justamente la que todo el mundo esperaba de él. En cierto modo le parecía bastante razonable que todo el mundo aceptase sus actitudes. Pero sospechaba que la gran piedra que debía conducir en su vida consistía precisamente en soportar el peso que la sociedad había puesto encima de él y que él, sin oposición alguna conscientemente aceptaba, y, quién sabe, si incluso deseaba. Todo aquél trabajo que se había tomado desde la infancia para hacerse a sí mismo no podía ser en vano. Debía, según todos los cálculos predeterminados por expertos de la sociología del ocio y del trabajo a finales de la segunda revolución industrial en los desarrollados Estados del Bienestar, llegar feliz y satisfecho cargando la gran piedra repleta de mensajes hasta el final de su vida laboral, para más tarde contemplar y dilucidar durante el tiempo que le fuere concedido por el verdadero misterio que en última instancia gobierna los términos de la existencia, el peso inmenso del significado de toda la palabrería con la que había cargado con el testigo que otros debían continuar en un relevo tácito y que intuía (tal vez por el error envenenado que le había transmitido la propia palabrería) que más pronto que tarde aniquilaría a la humanidad. Antes de salir a la calle se miró un rato en el espejo. Estuvo tan quieto como una estatua observando al milímetro su rostro inexpresivo y el cuerpo que nunca había aceptado porque sentía que había una absoluta falta de correspondencia con la mente viviente al que estaba unido. Una vez más sentía que sus pensamientos ubicuos y poderosos no tenía ninguna correspondencia con la figura que reflejaba el espejo. El cuerpo que veía no mostraba ninguna señal dinámica ni de poder omnipresente. Al contrario que esos sujetos que aparecían en los mensajes publicitarios, victoriosos en la comunicación estética y también ética por el milimétrico estudio de sus gestos equilibrados de meditación y calma, ajenos a la realidad pero contextualizados en la mensajería de la misma, y sin el menor indicio de la podredumbre de la infelicidad, su cuerpo aparecía esculpido sobre la luz que iba apoderándose poco a poco del aire del salón igual que el gesto eterno y minimalista de los personajes en un relieve medieval. Era consciente, o al menos lo intentaba, del estado de insatisfacción permanente que le provocaba su cuerpo, esa sede de infecciones y desasosiegos que siempre le había impedido acercarse a otros paisajes de la conciencia, a tener el privilegio de ser tocado por la gracia divina y disfrutar del poder exclusivo de la dimensión física. Pensó que jamás, en todos los años de su vida, tuvo la inspiración necesaria que le permitiese, aunque solo hubiese sido por un instante, deshacerse de la desagradable sensación de precipitación hacia el vacío que siempre la había transmitido su cuerpo. El color gris de la madurez en su cabello y la amplitud que había cobrado su frente insuflaban cierto jolito a su mente. De algún modo el ritmo natural e inevitable de la decrepitud que señala el camino hacia la muerte dignifica la existencia del ser humano y atenúa su pusilanimidad e incapacidad para aceptar el papel dependiente que le ha tocado en la naturaleza, se dijo. Concluyó que al fin y al cabo en las interrelaciones cívicas, el empoderamiento y el enjuiciamiento eran poco más que caprichos infantiles en la conducta de las mujeres y los hombres, y que en el instante justo que separa la vida de la muerte, el hipermercado de la comunicación es absolutamente prescindible. Sus labios hicieron una mueca de disgusto ante la impotencia y después comprobó en el espejo que todavía sus miembros podían moverse con diligencia ante la mirada pasiva e indiferente de sus coetáneos. Antes de atravesar el vano de la puerta miró de nuevo por la ventana y vio al fondo, bajo la agitación de las moreras a un grupo de escolares escoltado por sus progenitores. Sobre el paisaje de vehículos y cemento parecían moverse por una extraña voluntad en una pugna contra el viento en dirección contraria al movimiento del ramaje. Aquella mañana una vez cerrada la puerta del apartamento decidió sin saber por qué asegurarse del buen funcionamiento de la cerradura. Como siempre bajó por las escaleras las cinco plantas que le ayudarían a oxigenar la musculatura aún adormecida y por enésima vez sintió curiosidad por saber qué estarían haciendo cada uno de los habitantes que se ocultaban tras aquellas puertas. El silencio era la respuesta que obtenía. Por un momento creyó que todos los habitantes del bloque estaban atentos al ruido lejano del trasiego incipiente de la ciudad, y que el silencio podía presentarse, por muy difícil que pueda parecer, una actitud inopinada pero colectiva. Tal vez aunque fuese solo efímero la humanidad podría en algún momento escucharse a sí misma y complacerse en el aspecto inusitado de provocar un lapso en el que podría vivir su desaparición virtual. Al fin oyó una carrera de tacones y tras estos el estruendo del cierre del portón en el hall del edificio. Se preguntó por qué él jamás permitía que ese mismo ruido tan molesto se produjese tras su salida. El sol casi despuntaba al final de la avenida por encima de los bloques de viviendas. Sintió un leve placer cuando advirtió que podía haber decidido hacer el trayecto en coche y que sin embargo lo hacía a pie ante la falta de ninguna iniciativa. No debía, como había señalado en su lista, aplicar aquello que realmente más le apetecía, caminar sin límite de tiempo y sin rumbo. Tenía que cumplir con ciertas responsabilidades adquiridas en su contrato laboral, y otras de orden social no menos difíciles de eludir. Pensó que si alguien lo observase no le costaría mucho llegar a la conclusión de que era una evidencia que su perfil era el de un personaje de una historia por la que nadie pagaría nada. Vidas como la suya abundaban en la ciudad como el asfalto y el cemento. Como una respuesta desafiante ante la imposición de sus responsabilidades apretó el paso con la intención de ganarle unos pasos al sol antes de que éste se levantase libre y victorioso por encima de los edificios que todavía lo ocultaban. Bajo una pantalla digital con números enormes de color azul que marcaba las 08:00 horas y 14º grados de temperatura pudo leer una publicidad que anunciaba el valor de un periódico. “Trabajamos por su independencia”, decía. Se preguntó sin pretender elevar, si cabía, un punto más su desidia hacia la mensajería política ¿qué clase de independencia exactamente? Con una sonrisa casi imperceptible en sus labios pensó en ¿qué era aquello en las sociedades actuales que motivaba tanto la cotización al alza del concepto de “verdad”, cuando en realidad la productividad en el uso de lo “falso” era exponencialmente igual? Podía resumir que lo esencial y lo adulterado en el uso del discurso de la justicia social pertenecían a las dos caras de una misma moneda, y que con ésta, con el uso contradictorio de los dos conceptos, todos pagábamos el impuesto obligatorio para continuar participando en el goce de la civilización. Pero por qué entonces, si era consciente de la realidad, -se preguntó-, él no se sentía capaz de adaptarse al ritmo mundano y tangible de la participación democrática, qué le impedía aceptar la instauración de un método político con el que se identificaba la mayoría y que para él no era más que una broma ridícula y de muy mal gusto. Decidió entonces que aquella tarde, tras la exposición de sus soluciones y el posterior debate, intentaría a toda costa comprobar qué había bajo la piel de todos los participantes del curso “Yo elijo a mis jefes y colaboradores”.

lunes, 19 de abril de 2021

EL VUELO DEL STEINWAY

A 120 k/h por una autopista con esporádicos picos de tráfico intenso todo parece bajo control. En esta en cuestión, en la A-49, hasta los conductores más experimentados sienten una inevitable confianza. Algunos se aletargan complacientes con el paisaje de la monótona secuencia interminable de adelfas en la que todo parece predecible, y con las manchas verde carruaje de aromos que todos los años en el mes de marzo parecen querer atenuar el abatimiento del horizonte con sus explosiones amarillas. Los especialistas aseguran que en este escenario dicha velocidad es la máxima aconsejada para garantizarnos un dominio real ante imprevistos propios de la conducción. Es muy posible que tengan razón y que gracias al buen grado de cumplimiento que hemos alcanzado en las normas de conducción podemos evitar muchas desgracias. Sin embargo, si contemplamos factores como los que a continuación expondré hasta para los más expertos dicha velocidad raya la temeridad y el suicidio. Si bien podría considerarse que mi relato se basa en hechos puramente casuales y no en la realidad aplicada por los actuales códigos de circulación ¿qué técnico podría asegurarme que los elementos dados en mi casuística nunca volverán a producirse en el tiempo? Según ellos a 120 km/h las fatalidades del azar pueden remediarse si además estamos atentos a lo que nos rodea con la mirada lejos y con los oídos enviscados a la máquina como hunos a sus caballos. Solo así podremos eludir la trampa de la confianza que con el mismo efecto de una droga nos profesamos sí mismos. Un animal que se atravesara de repente, un frenazo o accidente de los vehículos que nos preceden, aceites u otros líquidos vertidos en el piso o cualquier obstáculo de carga desprendida pueden provocar desgracias irreparables a una velocidad mayor. Pero me temo que el incidente del que quiero dar constancia, a pesar de que podría determinarse con un cálculo de probabilidades según una estadística de casos raros registrados en las actas oficiales de atestados, tal vez secundado por antecedentes similares en la historia mundial de accidentes de tráfico, o aplicándosele un algoritmo para hallar sus posibilidades de repetición en las mismas circunstancias, pertenece a una fenomenología con un número ingente de variables imposibles de metodizar. Algunas incluso podrían catalogarse como producto de la imaginación de mentes en exceso fantasiosas. No creo que en el conjunto de causas potenciales contempladas por la Dirección General de Tráfico que pueden provocar un accidente en una autopista, se halle la posibilidad de que se dé una perturbación mental del principal conductor implicado en el siniestro por motivos netamente emocionales, con el agravante de un impacto de un volumen de 650 kilos contra el asfalto a 20 metros aproximadamente de distancia interceptando la dirección del vehículo y que procedía desde el más allá en las alturas. Creo que es difícil prever en ningún código de circulación unas circunstancias de estas características. Sin embargo, considero que tras las consecuencias irreversibles del suceso, debo dejar constancia por escrito a quien quiera y pueda ser lo suficientemente crédulo para admitir que las hipotéticas y extraordinarias coincidencias que en el tiempo y el espacio allí se dieron en realidad no lo son tanto si buscamos el coeficiente de repercusión que la vida privada de los conductores ejerce en la metodización de todas las variables posibles derivadas. Dicho de otro modo, como aviso para navegantes que quieran saber más allá de las palabras que utiliza la Dirección General de Tráfico para los atestados e informes de más de un siniestro: todo conductor que desee un mínimo de seguridad en la carretera debería saber cuáles y cómo son sus cuentas pendientes con el pasado. El siniestro tuvo en el último tramo de la A-49 dirección sur, en el km 79,9 de la H-31, justo en el punto en el que se encuentra un control de velocidad. Uno de los radares, dicen, que más multas pone en todo el país. En dicho paso la máxima velocidad permitida es de 100 km/h. Según parece, el criterio para la ubicación del dispositivo es un declive pronunciado del asfalto en el que se incrementa la velocidad por efectos naturales, y que en el punto exacto de escape coincide con un carril de incorporación. El límite rebajado en 20km/h debería haber sido un condicionante importante para haber evitado lo predestinado. No lo fue. Es posible que la necesidad de focalizar la atención en el velocímetro al paso del control mermara mi capacidad de reflejos. Por estas latitudes a las 16:45 aproximadamente en el mes de diciembre si el cielo está despejado es imprescindible el uso de los parasoles para no deslumbrarte ante la oblicuidad lacerante del sol. Siempre he tomado esta precaución cuando el astro se ha interpuesto amenazante. Pero afortunadamente, de un tiempo aquí, desde que me hice de unas gafas supletorias de sol y las adhiero a mis lentes progresivas, unos plásticos capaces de filtrar y anular la hiriente luz para gente con presbicia como yo, para quienes unas gafas del sol progresivas son un auténtico lujo, este artilugio poco celebrado por ciertos estilistas y estetas que intentan influir en el consumo de modas y complementos y que consideran el invento cosa prescindible por sus connotaciones evocadoras de la España de la precariedad, ya no necesito de esa barrera imaginaria del parasol que te atrinchera contra el horizonte y la luz enemiga. Tal vez esta baratija tan eficaz por su aplicación y portabilidad me haya salvado la vida. A mi edad ya no me importan en absoluto ciertos cánones y prejuicios estéticos. En realidad no me han importado nunca. Siempre me he sentido mucho más identificado y cómodo con el sentido común aunque se encuentre disfrazado por evidentes razones de producción industrial, y con la mesura y el decoro estético e indeterminado en el que se mueven las masas. Me irritan sobremanera esas orillas de la moda que se identifican con colectivos marginados o inspirados en actividades gremiales que para nada tienen que ver con las necesidades básicas de la clase trabajadora, que diseñan prendas y complementos de colores chillones con las que se atreven a imitar al oro, la plata o las piedras preciosas. Telas con las que por sus composiciones fieles podríamos pasar como animales camuflados en selvas tropicales, desiertos y hasta en los casquetes polares. De igual modo me parecen inmorales esos acuerdos comerciales entre empresas de la moda mundial para que cada temporada determinadas prendas que quedaron obsoletas (quizá para no asumir riesgos pocas o casi ninguna son de nueva invención) en los armarios de los humildes y fuera de juego en la publicidad de repente resulten imprescindibles para capas determinadas de la población por su vulnerabilidad; ya sean por ignorancia de la historia de la moda o por la inevitable afiliación natural hacia el grupo. Comprendo que los intercambios de energías entre los seres humanos y sus hábitats no solo se desarrollan mediante los trabajos físicos. También pueden darse en un lugar a la vez tan prosaico y divino como nuestra mente. Somos capaces de sacar posibles bajo las piedras sin necesidad de que nuestros esfuerzos conduzcan a un bien común. Últimamente la humanidad emplea muchas herramientas para que sus miembros escapen de todo proyecto común. Con un poco de suerte cualquier diseñador o modista mediocre no necesita más que ponerse de acuerdo con los vendedores de sucedáneos de elixires o de vapores para el mal aliento llamados en la actualidad influencers o youtubers para que vistan su prenda y se adornen con su complemento y en apenas unos minutos logran que sus subproductos, que de otro modo quedarían olvidados para siempre en los sus talleres, o vertidos en los basureros de sus desiderátums, alcancen una popularidad y una demanda que ni ellos mismos hubieran podido nunca imaginar. Siempre he sentido una inclinación natural hacia la discreción en el gusto y la funcionalidad. Ni siquiera en cuestiones culinarias he sentido nunca ningún deseo especial en paladear esos platos que presentan a todas horas como exquisiteces únicas para gustos elevados y exclusivos. Supongo que, como todo o casi todo en este mundo que tenga que ver con nuestra imaginación, la base del deseo también se fundamenta en nuestra experiencia y nuestra educación. Tal vez la mía se construyó siempre sobre monolíticos preceptos y nunca sobre el cimiento flexible de la libertad. En mi primer periodo inmaculado de instrucción nunca me dijo nadie que la pereza y la pérdida soberana del tiempo en cuestiones licenciosas o delictivas son caminos insolidarios y tortuosos que, sin embargo, pueden conducirnos a la sabiduría. Tampoco nadie me enseñó que el poder y la abundancia son situaciones tan legítimas y dignas como la obediencia, la pobreza y la humildad. Con la aprobación de mis padres, el Servicio de Optimización de Recursos, decidió que mi educación tenía como principal objetivo la autosuficiencia para alcanzar la emancipación y labrarme un porvenir en el que enarbolar las banderas de la disciplina y el trabajo como principales valores otorgados por dicha autoridad. Todo esto debe ser muy cierto porque si pienso en las cosas que han quedado atrás en el tiempo veo ante todo imágenes en las que me observo levantándome antes del amanecer, cargado de libros entre estaciones de tren y autobuses, y en interminables sesiones de estudio. Si la intensidad retrospectiva es mayor, recuerdo imágenes de mi niñez trabajando con mi padre en la obra y escuchando sus historias acerca del dinero que debía ganar para darnos a todos de comer, de la ingente cantidad de horas de trabajo que llevaba en su cuerpo también desde su infancia, y de todo lo que había logrado gracias al trabajo. No es extraño que mis actuaciones en todos los ámbitos de la vida sean pragmáticas, aunque soy consciente de que existen muchos sujetos que a pesar de que recibieron la misma educación han transformado sus existencias, quizás como consecuencia de la apropiación de ilusorias libertades, en un renuente mosaico de conductas dispares. Las vidas de demasiadas personas tienen más parecido con una taracea de materias tan incompatibles como el agua y el aceite que con la esencia de sus orígenes. Me pregunto por qué las autoridades pertinentes no han permitido jamás que, a pesar de los años de funcionamiento, un proyecto como el que represento pudiese en algún momento fragilizarse y sucumbir como muchos de mis iguales coetáneos de condición y procedencia, ante tentaciones tan humanas como la presunción a través de las apariencias, o mediante la aceptación y el uso de los mecanismos burocráticos que faculta a cualquier ciudadano para acceder a la maquinaria del poder. Mis preguntas son tantas que me impiden conocer mi auténtica naturaleza. Me gustaría saber por qué me irritan tanto los poderosos, sobre todo cuando hablan dirigiéndose a sus tributarios. A veces pienso al respecto que mis sentimientos funcionan según el grado de intensidad en el que me encuentre entre los extremos opuestos del amor y el odio. En esos momentos pienso que si yo fuese poderoso utilizaría exactamente el mismo lenguaje que ellos. Creo que es por esto que siento odio hacia los poderosos. Porque en el fondo no se trata nada más que de una inversión de polaridades y mi esencia es la misma que la de ellos. En ciertos momentos para calmar este odio lo redirijo contra mí mismo como súbdito para entender el mismo odio que ellos sienten hacia mí. Solo entonces comprendo que el odio sea cual sea su procedencia y dirección siempre está ahí y no desaparece nunca y que todo responde a una insoslayable ley de compensación por la que gobernantes y gobernados se aman y se odian en un equilibrio difícil y permanente. Parece que el amor y el odio son tan infinitos como el tiempo y el espacio. ¡Podría ser que la causa fundamental de sus existencias sea la salvaguarda de la Gobernanza! Podría ser que sin ésta nunca nos reconoceríamos y entonces perderíamos el principal estímulo que nos hace distintos a las demás especies. Puede que en definitiva me esté refiriendo a las razones de la creación de los campamentos base, de los inicios de las tribus y civilizaciones y del espejismo de las soluciones libertarias, de utopías y distopías, de la cadena perpetua de la humanidad entre los extremos del amor y el odio y los niveles de gradación política que oscilan entre ellos. Puede que esté hablando ni más ni menos que del precio que debemos pagar por vivir junto a “El Otro”. Siempre he tenido muy presente que en mi caso el Servicio de Optimización de Recursos decidió que mis sentimientos siempre se encontrarían en la gradación de mayor intensidad de odio hacia los gobernantes y que jamás caería ante la tentación de las falsas representaciones del espíritu. Estos preceptos, con todas sus vertientes posibles, desde las decisiones más extraordinarias a las más ordinarias en la vida cotidiana, los he acatado siempre con escrupulosidad menos por un pequeño detalle, por una arbitraria excepción que sospecho podría ser resultado de un fallo del sistema. Debo ser sincero y reconozco sin pesar ni remordimiento que no soporto los pianos malos. Es la única salvedad y para algunos hasta un dislate, aunque es cierto que hasta ahora nunca lo han hecho, podrían censurarme desde el Servicio de Optimización de Recursos. Supongo que, a pesar de mis claras pautas de comportamiento al respecto, no represento ningún peligro para el normal funcionamiento de los mecanismos que puedan depender de mis procedimientos y decisiones. Admito a veces que mi nivel de exigencia sobre la calidad de los pianos es demasiado alto. Tanto que si miro atrás en el tiempo veo con claridad que en la elección de ciertas opciones tuve que asumir más de un sacrificio tras tomar las decisiones que más me satisfacían. Debo decir en este contexto que, a pesar de mis exigencias sobre las calidades de los instrumentos, realicé todos mis estudios de piano en un piano nefasto, en una caja de resonancia cuyas vibraciones parecían provenir más del fondo de una bañera que de la peor de las tablas armónicas. Tuve que tocar durante un montón de años en un piano de pared Otto Bach. Un instrumento con número de añada de la década de los ochenta, poco antes de que sus fabricantes vendiesen la fábrica a una familia estadounidense y se llevasen todo a Asia y allí se difuminara sin pena ni gloria en la cegadora superproductividad postcomunista. Era ya un instrumento low cost cuando todavía casi nadie tenía conocimiento de ciertas prácticas fabriles entre segundos y terceros países con productos de patente extranjera. Mi Otto fue enviado pieza a pieza desde Alemania a Sudáfrica y montado allí hasta darle su forma por la firma Dietman. Cuando pensé que quizá el nombre de Otto Bach como identificación del fabricante fue producto de una inspiración netamente mercantil casi me dieron náuseas. Pero era el piano que yo podía permitirme. Era el piano para aprender e irremediablemente sufrir. No obstante tengo que decir que a pesar de todo su maquinaría aguantó lo justo y que tuvo la muerte digna de un elefante de la sabana. Todavía hoy voy a visitarlo al cementerio sagrado de mis recuerdos en casa de mis octogenarios padres. Quizá por todo esto el Servicio de Optimización de Recursos pueda contemplar que mi obsesión por los pianos de calidad sea consecuencia implícita de la configuración de mi programa. Para conseguir el piano que deseaba, y otros que resultaron imprescindibles más tarde, tuve que renunciar a muchas comodidades e incluso con ello condicioné mi vida social, y hasta y arrastré en la negación el futuro de fértiles sentimientos; y aquí, en la ruptura de una historia de amor que tuvo lugar treinta años atrás se encuentran los mecanismos que motivaron el siniestro en cuestión. Desde el momento que las heridas de la ruptura con Lou (así me gustaba llamarla) cicatrizaron, hasta el suceso, mis Steinway, Bösendorfer, Bechstein y alguna que otra necesidad inspirada por sonidos muy definidos de otros ejemplares vivientes que cubriesen todo el espectro sonoro que exigen según mis criterios determinadas obras pianísticas, incluidos por supuesto ciertos pianos de segunda mano y de pared, nuestra historia se había esfumado como el humo en los cielos. Ella, a pesar de sus constantes apariciones en los medios como importante cargo político de la nación, y su despliegue de belleza y poder, desapareció de mis emociones y a mí me llegó ese momento en el que el pasado ya no te pertenece, en el que es sólo es asunto de los otros personajes implicados, una dimensión perdida que tienes la sensación que la has transitado pero ante la que te sientes indiferente y ajeno en la elaboración de sus formas. El recuerdo más claro de Lou que subyació durante todo aquel tiempo fue su sentencia por el juicio de mis actitudes. Dijo “los pianos te matarán”. Cuando me adelantó aquél todoterreno percibí en el perfil de una mujer que creo que llegó a odiarme, el desaliento por ruido de los años y la mirada perdida en sus pensamientos y en el asfalto. En los medios nunca sentí al personaje público de este modo. Sin embargo, aquél instante fue un destello en la oscuridad. Reconocí la impronta de Lou igual que habría reconocido en un sueño el brillo del teclado de mi Bechstein provocado por el roce de mis dedos durante décadas. No sabría decir por qué, pero pisé el acelerador para no perderla de vista hasta alcanzar los 120km/h. Incluso en aquel momento mi persistencia en la búsqueda pianística superaba, como siempre, las exigencias de cualquier circunstancia. Sentí calor en las yemas de mis dedos antes de presionar con ellas la superficie del volante para intentar encontrar por enésima vez el sonido imaginado. Entonces rememoré el susurro casi imperceptible, el sotto voce de la voz de Lou para despertarme tras las siestas que dormimos juntos. Presioné la palma de mi mano izquierda sobre el cuero para buscar la base de bajos y tenores de melodías perladas y perdidas en el tiempo, y escuché las caricias de sus manos sobre mi cabello. Sólo fue durante un instante pero tuve un terrible presentimiento. Cien metros antes de pasar por el control de velocidad sentí escalofríos en la nuca. Quizá el exceso de electricidad cerebral a causa de un nuevo sentimiento, que traía de la mano a una verdad vestida de sospecha, al mismo tiempo que desde un punto indeterminado del cielo amarillo un objeto en movimiento distinto a cualquier vuelo conocido, perturbara mi atención hasta el punto de tener que frenar de repente para poder respetar los límites impuestos. Supongo que por puro instinto de anticipación giré el volante lo suficiente para poder evitar la colisión con la masa volante que impactó a escasos metros contra la línea continua prohibitiva del asfalto. Durante un segundo, antes del extravío de golpes y estridencias, sentí, en una lejanía que parecía provenir del fondo de la tierra, el restallido de un látigo y de inmediato el espectro sonoro de la humanidad en su superficie. Con los parasoles bajados no habría vislumbrado el bólido que se me venía encima. Gracias a la baratija, a la que muchos estilistas llaman “de mal gusto”, adherida a mis lentes, pude evitar que el Steinway & Sons tras su vuelo acertara en la diana. Es muy posible que a pesar del conocimiento y sesudez del Servicio de Optimización no exista nada en el mundo que sea perfecto. Parece que ciertas cosas se pierden por derroteros que nadie conoce. Ahora, tras el accidente, tengo la sospecha de que todo ha cambiado. El Steinway abandonado que Lou y yo encontramos en nuestro último viaje en un viejo hotel de Valparaíso, que tanto he deseado por su extraordinario registro medio y que ella prometió regalármelo, no acabó con mi vida como vaticinó, pero ha despertado a un extraño de un sueño abismal. Hace ya mucho que cayó el sol y oigo voces que discuten sobre la necesidad de lograr aleaciones especiales para futuros bastidores y nuevas gradaciones de tapas armónicas de pianos capaces de satisfacer las mayores exigencias tímbricas.

lunes, 22 de febrero de 2021

ENCIERRO EN EL CORTIJO (ZOOS XXIII)

 






.  No se amplificaron las noticias de hechos acaecidos por razones de seguridad y de Estado, pero hubo extorsiones, amenazas de muerte y hasta secuestros exprés de familiares de políticos y policías.

   En el centro de la tormenta social y mediática él y su familia se mantuvieron imperturbables hasta el final de la epidemia o del mismo punto de la versión oficial que dio el gobierno de la misma. Asistieron sin importarles el estatus ni la reputación social de cada uno de los funerales hasta que las autoridades impidieron que todas las peticiones de resurrección, directas e indirectas, llegasen a sus destinatarios. Tras la publicación por los medios de comunicación de las fotografías de todos los miembros de su familia, no tuvieron más remedio que aceptar, sobre todo su padre, por aquella voluntad de hierro en todo lo que hacía, tener que ocultarse ante las amenazas, de las autoridades por una parte y de la turba aparentemente controlada que fue llenándose de odio y hacía manifestaciones de ira hacia una especie de familia de demonios curanderos a causa de la versión oficial y autorizada. Gracias a la influencia de la Hermana San Juan pudieron esconderse tras el rito de resurrección con éxito del padre de Gloria, en un antiguo cortijo ubicado en el término municipal de Lincoito, apartado de las vías de comunicación más transitadas. Allí permanecieron casi un año a pesar de la opinión poco recomendable de las autoridades diocesanas. La religiosa los visitaba al menos una vez en semana y les daba ánimos para que se mantuviesen fuertes y unidos hasta que pasara el primer envite de la tormenta mediática. Les pedía encarecidamente que no saliesen nunca fuera del recinto y así ella podría cumplir con las exigencias de sus superiores. Estos aceptaban a regañadientes la actitud caritativa, pero advertían que si se filtraba a la prensa que la iglesia cristiana protegía al grupo del estigma de la vida y la muerte no les quedaría otro remedio que ponerse del lado de la ley.

 La Hermana San Juan determinó que era fundamental que todos los días rezasen por el alma de todos los anónimos catalépticos fallecidos a quienes no podían resucitar. A finales del siglo XX era ya casi imposible aislar a nadie sin televisión ni radio. Así que no podía evitar que el padre se mantuviese informado minuto a minuto de todo acerca de la búsqueda y captura de su familia y del pulso de la opinión pública como consecuencia del sesgo informático de los distintos medios. Hasta el más afín a los intereses económicos del episcopado se insinuaba a favor de enjuiciar los actos por los que se culpaba a aquella familia como a unos timadores sacadineros. La intención de la Hermana, por el amor que sentía por todos ellos, era que durante la reclusión centrasen su atención en el don divino que se les había otorgado y al que se habían entregado sin que nada ni nada les obligara por “fe a la vida y a Dios”. Debían sentirse en paz con ellos mismos por el inmenso bien de impedir la muerte horrible de decenas de almas catalépticas. Solo de este modo podrían soportar, sobre todo él y su hermana que ya habían alcanzado la mayoría de edad, lo que durante excesivo tiempo pareció una reclusión indefinida.

   Las tres estaciones que transcurrieron en el cortijo fueron un tormento. No podía eliminar a Gloria ni siquiera un minuto de sus pensamientos. Después de la resurrección de su padre tuvieron que salir corriendo de Lincoito igual que convictos. No solo tuvo que digerir con náuseas y con la entereza que exigía el ritual que el tal Fredy, su martirizador, resultase ser su hermano, sino que además no tuvo más remedio que aceptar que lo ayudase a él y su familia en la huida. Cuando una patrulla de la Guardia Civil se presentó en el lugar del rito ya se encontraba el resucitado retomando el pulso a la vida y él y sus hermanos en el Seat Panda de Fredy a toda velocidad entre explotaciones de higueras y olivos. No sabía exactamente por qué pero necesitaba tener la voluntad de poder obviar a Gloría. Deseaba que en aquella situación ella fuese una cuestión circunstancial. Una relevancia más en su vida, pero no una obsesión de una intensidad que lo enervaba hasta el punto de no poder mantener la concentración en nada. Ni siquiera en la naturaleza de los verdaderos sentimientos hacia ella. Le habría gustado saber si detrás del sexo de Gloria existía la misma Gloria, y si así resultaba le era imposible concentrarse en el mismo ser o tal vez en el reflejo de una tercera persona. La posibilidad de que esta última fuese él mismo lo precipitaba inevitable hacia la tormenta de placer del sexo de Gloria. ¿Quién era ella?  La sentía en un lugar perdido de su mente. En sus pensamientos sentía que casi podía tocarla, pero al mismo tiempo sentía que en su interior nacía una reacción que impedía el gesto. Había algo que le insinuaba que si tan solo la rozaba le transmitiría tal helor que le calaría hasta los huesos. No entendía que estaba sucediendo pero tenía la pésima sospecha de que Gloria pertenecía a un mundo vetado para él. Quizá no fuese una idea tan descabellada que el cuerpo de Gloria fuese una grieta abierta en el espacio y el tiempo por la que podía pasar, al menos de momento, para poder consumar la comunión imposible de dos realidades paralelas. La frialdad que irradiaba su imagen contrastaba con el calor de su cuerpo. Gloria era un deseo inasumible.           

            


jueves, 28 de enero de 2021

LA SALIDA

 




   El parque comercial dispone para sus clientes de un aparcamiento con más de un millar de plazas. El horario para depositar y recoger los vehículos está comprendido de lunes a domingo entre las 9:00 y las 23:00 horas. Antes o después de dicho periodo es imposible que puedas entrar o salir del recinto sobre tus cuatro ruedas sin el consentimiento del personal encargado de acotar los accesos con pilonas automáticas retráctiles especialmente diseñadas. Durante el tiempo permitido puedes gestionar tu plaza de aparcamiento como quieras y completamente gratis. No existen limitaciones en el tiempo comprendido ni tampoco sanciones por inmovilidad. La gentileza de la empresa propietaria es de tal grado con su clientela que a pesar de su inversión económica en la construcción del aparcamiento y la gestión de su mantenimiento le es indistinto si aparcas tu coche para hacer compras en el parque o para cualquier otro asunto que te ocupe por los alrededores.

  El emplazamiento del lugar se halla en la periferia de la ciudad, en su costado suroeste por el que se va y viene a un pulmón verde y a uno de los núcleos turísticos más importantes de la provincia,  muy cerca del puerto y los astilleros, en el corazón de la llanura de lo que hasta hace bien poco era un archipiélago de arrabales, confiere a la invención del proyecto comercial la atracción de encontrarte en el umbral de nuestra contemporaneidad; en el vado idealizado de nuestra inteligencia de sujetos civilizados capaces de vivir en el difícil equilibrio entre el pasado y el futuro de sus orígenes y en la penitente y perpetua adaptación al medio.

    Innumerables ciclistas estacionan allí  sus vehículos y descargan sus bicicletas para iniciar sus rutas desde este punto. La razón principal es que a muchos y muchas cycling por causas de disponibilidad y por sus condiciones físicas les resultaría imposible acabar estos itinerarios desde sus domicilios. También si observas el lugar en horas vespertinas o, sobre todo, los fines de semana puedes ver practicantes de trekking por el mismo motivo. Así que, visto desde un punto sociológico, la prestación que ofrece el complejo comercial es bastante significativa para democratizar, como se suele decir en estos casos, ciertas actividades para una amplia capa de la población en un abanico mayor de diferentes edades a las que les estaría vedada la red pública de vías diseñadas para potenciar la práctica de buenos hábitos para la salud y el ocio, si sus hogares no se encuentran lo suficientemente cerca de éstas.

   Por supuesto, como he dicho antes, también puede observarse a gente que aprovecha la ubicación para ir a su trabajo o para compras y otros menesteres en lugares cercanos. Yo pertenezco a los usuarios del primer grupo. La ubicación del complejo es inmejorable para satisfacer mis necesidades. Se encuentra en el punto perfecto de mi itinerario para entrar y salir de la ciudad desde mi lugar de procedencia. Mi horario de tarde es ideal para circular por un tráfico adormecido y sin el tono belicoso de las prisas y sus accidentes.  Sus accesos son muy cómodos, salvo momentos puntuales en los que por desgracia coincide mi salida con una mayor intensidad comercial de otros establecimientos aledaños.  No obstante, necesito el servicio de acceso cuando justamente menos actividad comercial hay y la salida tiene lugar cuando mis necesidades son solo las propias de la vida doméstica, el ocio y el descanso. De modo que estos pequeños contratiempos se producen cuando nada me urge. Para mí es como un pequeño sacrificio, como mi simbólica e insignificante contribución a las prestaciones que me ofrecen el paraíso de la urbe y el progreso.

   Desde el parque mi trabajo dista a menos de trescientos metros. Solo tengo que atravesar dos pasos de cebra con semáforos poco transitados y que la mayoría de las veces los hago sin apuros indistintamente en rojo o verde. Considero que en este sentido mis circunstancias son una ganga para la vida de un simple asalariado si tengo en cuenta a los millones de trabajadores que existen en el mundo que deben atravesar tempestades de tráfico denso y desiertos kilométricos para poder llegar a sus destinos. Es más, creo que por la inercia que me causa todas estas comodidades aquí narradas, mi subconsciente contempla como una condición importante la elección que tomo todos los años para decidir mi destino de trabajo. Además, todo hay que decirlo, disfruto de un servicio casi integral, ya que alguna vez que otra aprovecho mi situación ventajosa para hacer compras en el parque antes o después de mi jornada laboral.

   Sin embargo, de un tiempo aquí, experimento a mi pesar algo así como una sensación de desconfianza hacia este lugar.  De repente tengo la impresión de que aparco mi coche en un espacio distinto al que he visto y concebido hasta ahora. En más de una ocasión, cuando más atareado estoy durante mi jornada laboral, se me viene a la cabeza la imagen del parque. Visualizo el aparcamiento lleno en pleno apogeo comercial. Su ruidoso y a veces también chocarrero trasiego me importuna en ese momento y me somete hasta el punto de abrumarme por mi innegable contribución.  A esto se le suma que no puedo evitar el sentimiento de abandono cuando dejo mi vehículo en el aparcamiento. No vale casi nada. Es viejo y sin atractivo alguno para el mercado de segunda mano, pero tengo la sensación de que mi Peugeot es la prenda de mi humilde patrimonio con la que pago un engaño. No pienso que me lo puedan robar o que le puedan hacer algún destrozo. Se trata de un sentimiento relacionado con la ausencia. Siento que mientras trabajo el coche desaparece sin más de la plaza de aparcamiento. No tiene sentido, pero en más de una ocasión en mi camino de vuelta hasta el parque, tengo la impresión de que el Peugeot hace lo mismo y se dirige al mismo lugar desde no sé dónde ni por qué. He llegado a pensar que quizá se trate de una burla de los gestores del parque por los servicios prestados o de una jugada fingida en el uso gratuito del aparcamiento con otras intenciones ocultas, como por ejemplo, un usufructo parcial de mi vehículo y, de algún modo extraño, pero productivo para aquéllos. Siento como si en mi ausencia el parque desapareciera y se apoderara del lugar un vacío inaccesible o tal vez una especie de nube transparente que no impide la visión del lugar y que, sin embargo, gracias a un misterioso efecto oculta lo que allí ocurre. Un espacio con clima y paisaje aparentemente normales pero en el que intervienen desde otros ámbitos, por no decir desde otras dimensiones u otras realidades, voluntades que manipulan nuestras psiques mediante la seducción y el ofrecimiento de todo tipo de productos. En el parque se ofrecen desde viajes por todo el mundo hasta servicios veterinarios, y por supuesto, el de aparcamiento, con atenciones de mecánica rápida y mantenimiento para tu coche.

  Es posible que durante mi ausencia, en ese lugar extraño, abducido o transformado por causas desconocidas, alguien descodifica la cerradura de mi Peugeot y se introduce en su interior con el propósito de contaminarlo con alguna sustancia que me provoca este estado mental por el que atravieso. Tal vez en esta artimaña se fundamente el lucro de la gestión comercial. No encuentro motivo alguno para vivir de repente en esta desconfianza. Ahora, en mi vida cotidiana, me llegan olores desconocidos y saboreo mis alimentos de siempre con extrañeza. Parecen que contienen aditivos o ingrediente añadidos. Tengo la inquietante sospecha de que está cambiando mi percepción del mundo. Parece que todo lo que me rodea, los cuatro elementos principales de la vida, incluido mis semejantes, son ahora más densos y tienen más peso. Por el contrario, mi cuerpo y mis pensamientos han adquirido una calidad más liviana. Siento que estoy más cerca ahora de las sombras que de la materia que las producen y tengo tendencias hacia los reflejos, y una curiosidad irresistible hacia los espejos. Si dispongo de tiempo procuro observar largamente todo lo que contienen. Supongo que esas sustancias contaminantes que dejan en el interior de mi coche tienen que ver con todo esto. En este estado en el que me encuentro me he dado cuenta de cosas que antes eran impensables. De alguna manera antes de todo esto vivía feliz, con una preocupación sucinta a cuestiones mundanas como el dinero y el dolor ante la muerte. Echo de menos esta actitud pasiva y tengo que reconocer que en el fondo me gustaría volver a ser el mismo.  Trato de encontrar explicaciones para comprender esta situación en otros ámbitos de mi vida. En el día a día con mi familia, en mis circunstancias y relaciones laborales, en el ambiente más o menos sano y productivo de mis amistades y relaciones sociales, y hasta en mi pasado y mi presente con auto psicoanálisis sui géneris que pueda prevenir algún trastorno de mi salud mental. Sin embargo, no encuentro el menor indicio por el que mis investigaciones puedan hacerme sospechar de ninguna causa que me provoque esta inestabilidad e inquietud. En algún momento, eso sí, mi intuición me lleva a pensar que mi fijación por el parque comercial podría ser más consecuencia de una actitud obsesiva hacia cuestiones totalmente ficticias que por factores veraces que puedan señalarlo como un lugar extraordinario en el que ocurren cosas nunca vistas.

   Hace un par de días un compañero del trabajo que también utiliza el aparcamiento del parque, me aconsejó cuando nos dirigíamos a recoger nuestros vehículos tras nuestra jornada, que a pesar de que el horario permitido para aparcar esté comprendido entre las 9:00 y las 23:00, debía cuidarme de no dejar mi coche mucho más allá de las 22:00 horas. Contó que una noche poco después de esa hora se encontró el aparcamiento con todos sus accesos cerrados. Tranquilo, pero con una entonación clara de censura y enojo en sus palabras reconoció que tuvo que tomarse la justicia por su mano y salir por encima del acerado, por un espacio muerto que al parecer los constructores han pasado por alto, entre una pilona retráctil y la carretera adyacente. Mi horario laboral no se extiende hasta tan tarde pero por precaución me he tomado la molestia de comprobar el vacío descrito tras esa última pilona para poder salir del aparcamiento. Tengo que reconocer que en cierto modo a pesar de mi desconfianza y mis temores el conocimiento de tener una salida para poder huir del lugar, por poco ortodoxa que sea, me tranquiliza y hasta me transmite mejores auspicios acerca de mis sospechas. No me importaría nada tener que infringir las normas de circulación si con ello consigo eludir los arbitrarios criterios de la empresa gestora del parque y poder eludir el engaño.  

  Los olores y sabores continúan en la misma progresión de extrañeza para mis sentidos. Tengo miedo a que la comida me mate. Las visiones se han dispersado en temáticas y aparecen en cualquier momento y circunstancia. Experimento el mismo sentimiento de abandono tras el final de una conversación afable aunque sea en la calle con un desconocido, o cuando de repente me acuerdo de alguien que murió y con quien tanto tuve trato como si no, que cuando me encuentro ante una cámara de vigilancia. Esa sustancia que introducen en mi coche debe ser muy tóxica. A veces me sorprendo delante de la televisión cuando intento ir varios segundos por delante de la programación en directo. Me cuesta aceptar la falta de comunicación entre quienes hablan y yo. Sin embargo, esa salida es real, no es producto de mi imaginación.  Puedo escapar tras el cierre del parque cuando quiera.

                                        


miércoles, 6 de enero de 2021

FE Y ÉTICA (ZOOS XXII)

 













Nunca lo ha comprendido. En una situación como aquella todo el mundo habría nombrado al menos el topónimo del lugar de procedencia, pero él, tal vez por la asfixia y por el dolor tan intenso, dijo que vivía en “cualquier sitio”. Es evidente que Freddy, o el sentimiento de terror del sexo, como así lo padeció y recordó toda su vida, no pudo hacer otro comentario que el de “Era de suponer de un mierda como tú”, sin poder imaginar en la más remota de las fantasías que el presunto follador de su hermana pertenecía a una familia respetable y que poco tiempo después sus miembros se convertirían en iconos mundiales en la lucha contra la epidemia de catalepsia que azotó a la comarca durante varios meses. El lincoiteño Freddy tendría que soportar horas más tarde la ignominia más gravosa ante la fratría integrista y despavorida a la que pertenecía por su cobarde y desproporcionada metodología de conducta moral. Un poco antes del momento de la intervención al fallecido toda la familia se presentó ante los “resucitadores” -tal fue el sobrenombre que se ganaron a pulso él, sus padres y hermanos por sus pías e irreverentes resurrecciones anabióticas, palingenesicas al uso, que permiteron a los revividos durante un tiempo más o menos breve pero satisfactorio para sus parientes, hacer exclusivamente aquello que en vida les había proporcionado la mayor felicidad. Cuando Gloria presentó a su hermano Luis como primogénito del muerto se produjo un incómodo y extraño silencio, entonces alguien (luego se supo que fue un sobrino con el que tenía algunas diferencias y que sufrió unas semanas después una soberana paliza cuando dormía en su cuarto) desde el último portal de la casa del difunto dijo que Freddy era su verdadero nombre. La “comitiva de la resurrección” era imperturbable y aunque el que pretendía copular con Gloría no se inmutó al conocer a su agresor, resultó imposible que todo Lincoito no supiese quien era la víctima que había recibido, según palabras de Freddy, “la lección de su vida”. Esta presentaba varios hematomas en el rostro además de moverse con dificultad. Fueron suficientes los pocos minutos del día anterior en el bar para que se hiciera oficial en la localidad que Gloria tenía un novio forastero. Si además de las habladurías añadimos las consecuencias de la cualidad de bocazas propia de Freddy obtenemos sin ayuda de ninguna elucidación pericial la explicación de las complejas emociones que empujaron a la agresión física y las conclusiones acerca de la inconveniencia de la misma.

  A pesar del insoportable dolor de espalda se mantenía tan enhiesto como la ocasión requería. La incertidumbre ante los resultados de la acción obligaba a adoptar una teatralidad solemne, a una actitud hierática y hasta histriónica que atenuara la vulgaridad del fracaso desde la orilla de los vivos, ya que el porcentaje de incidencia de la epidemia fue tan solo del 36,5% de los óbitos producidos por muerte natural. La flema en el ritual era tan acusada que la atención de los presentes terminaba desviándose hacia los gestos de estupefacción y nerviosismo que entre ellos se producían. Si en aquel momento Enrique Cornelio Agripa de Netessheim y sus adeptos de la nueva Cábala cristiana hubiesen aparecido en la escena habrían adoptado el mismo gesto y porte que aquella comitiva, con la diferencia de que los creyentes cristianos del Renacimiento habrían fusilado con la mirada a aquella caterva venal e infiel. No era un caso concluyente para la famosa Filosofía Oculta del pensador teutón, pero tampoco era menos comparable con situaciones dadas entre la gnosis y la fe en lo divino del tiempo humano. ¿Quién podría pensar que la opinión pública alcanzaría el mismo razonamiento tácito que acordaron en la antigüedad los dioses del Olimpo ante el peligro que supuso para la teogonía el semidios y médico Asclepio? Zeus prohibió la ciencia de la resurrección ante el temor de que uno de los mayores dones divinos pudiese caer en manos de un mortal curandero (también contaba con la ayuda de su familia, igual que nuestro personaje contemporáneo) Del mismo modo que el padre de los dioses tras las quejas de Hades utilizó un rayo para matar al mago, la opinión pública fue manipulada en un país demasiado identificado con sus costumbres místicas por unos poderes constituidos en el intercambio de intereses arraigados casi en la noche de los tiempos. Estas energías generadas mediante un miedo ancestral del hombre hacia el propio hombre impidieron que una familia proveniente, según muchos politólogos del tercio poblacional que jamás se compromete con ninguna identidad política, poseyera el valor incalculable de la voluntad de resucitar. Unos personajes cándidos y bondadosos como él y su familia habían logrado en menos de dos semanas ser la noticia principal de todos los medios de comunicación del país. Él nunca se negó a aquella solicitud de sus padres. No poseía el equipaje de la fe, pero como aseguraba su amiga la “Hermana San Juan”, contaba con unos valores éticos muy sólidos. En su inconsciente sabía que traicionaba a la religiosa y a veces, en los momentos más contritos se reía con sorna de ella en el intento de atenuar el impacto de sus deseos. Aquella sensación tenía un sabor insoportable y una digestión que le perturbaba el ánimo hasta casi la esquizofrenia. ¡Cuántas veces había sucumbido como un miserable ante la fascinación por la carne! ¡Cuántas veces no había adoptado la actitud injustificada de la embriaguez para después hacer el ridículo más espantoso ante el arbitrio de esos despiadados valores sólidos! No solo era una cuestión mundana y baladí como causa del instinto sexual. Lo que peor llevaba eran los momentos de debilidad consecuentes de su egocentrismo. Intuía que la empatía era una virtud que exigía una dedicación permanente, un faro en medio del océano de “sus” valores sólidos, sin embargo, el nivel de motivación de su super-yo era tan elevado que la asunción de “los ellos” como referencia fundamental para “ser” devoraba igual que una bestia insaciable a toda criatura que se interpusiera en su paso. Ingenuas o incrédulas, sus víctimas eran aniquiladas por la fuerza incontrolable de su instintivo desprecio por el mundo de las apariencias. Vivía en la desconfianza como si esta fuese el único paisaje permanente de todos los posibles. No podía evitar tener que, a pesar de mirar el reverso de todas las cosas, atender a los supuestos de que cualquier actitud en el carácter del ser humano era inevitablemente la prueba evidente de que tras ella había una aptitud natural y dirigida hacia la consecución de objetivos e intereses solo personales. Podía sentir sin esfuerzo amor fraternal hacia cualquier individuo que se atravesara en su camino. Sin embargo, la curiosidad que sentía ante el infinito catálogo de actitudes humanas acababa siempre imponiéndose a pesar del alto valor moral que tenía para él dicho sentimiento de bien para el prójimo. El instinto de poder que todos poseemos se encuentra a veces tan oculto que no nos damos cuenta hasta después de abandonar la línea del frente y recuperarnos en la retaguardia, hayamos logrado o no nuestros objetivos, que no sabemos exactamente qué pretendemos, qué deseamos, ni tan siquiera comprendemos para qué nos sirve el descanso. Actos como lecturas sintéticas de un trabajo en casa de un colega asiduo a las rutas nocturnas de los fines de semana, cuyo hermano había realizado para sus estudios de secundaria sobre un filósofo totalmente desconocido para él y que pudo leer casi de soslayo, calaron a cierta profundidad su percepción del mundo.  Podría ser que tras la idea de la noción de voluntad de poder de Schopenhauer se encuentre ante todo la auto castración del Ser y su destrucción vehicular para impedir nuestra definición fuera del Corpus de la condición humana. El mundo no existe sino que lo representamos nosotros. Cada individuo en el fondo de su alma ni puede ni quiere abandonar el rebaño en el que alimenta y sacia sus adicciones. En cierto modo le gustaba regodearse con el gusto de considerarse por encima de los vicios y certificar la inferioridad de casi todos, y al mismo tiempo compartirlos con sus congéneres. Cuantos más miserables fuesen sus deseos de hegemonía y seducción más estímulos sentía para continuar el camino por el campo pedregoso en el que se invierten y confunden el amor y el placer.

   Para él, sólo para él, porque desde su perspectiva el mundo era ante todo exclusivo y a los demás les estaba vedado tal entendimiento, la Hermana San Juan tenía el don particular de ser el único ente capaz de trascender en la vida de toda su familia, incluido él mismo. No le resultó ajeno participar en los rituales de resurrección y, dicho sea de paso, dejarse llevar en su profundo respeto por el lenguaje no verbal y de signos de los “ritos de paso”. Sabía perfectamente, a pesar de que no tenía información ni instrucciones directas, que detrás de aquellos actos en los que intervenían se encontraba la encomienda bendecida por la Hermana San Juan. Todo comenzó de modo fortuito cuando su padre pocos meses antes asistió al velatorio de un vecino al que tenía especial aprecio y en un gesto no premeditado no pudo evitar tocar su mano derecha. Nadie le dio importancia al acto reflejo en la habitación desde la sala asfixiante y abarrotada del salón principal de la casa del muerto. Su padre contaba días después que nunca antes se le había ocurrido tocar un cadáver, ni siquiera el de su padre. Nadie, ni siquiera el mismo hacedor de milagros, podía imaginar en aquellos momentos que por la más extraña de las razones su padre tenía el poder de resucitar a los muertos; o mejor escrito, poseía la virtud de reanimar a quienes aparentemente lo estaban. Las circunstancias en las que se sumió en menos de una semana toda la comarca señalaron a toda su familia fuera del mundo de la vida, como diría Husserl, o fuera de la intrahistoria, como lo haría Unamuno, como a protagonistas del peor y menos creíble de los films de serie B. La epidemia de catalepsia que azotó a toda la zona con un sufrimiento de intensidad bíblica, fue vista por la mayoría de los medios de comunicación con tintes de incredulidad y hasta con visos de denuncia. En cierto modo casi todos los medios de comunicación  transmitían a la sociedad cierto tono jocoso ante la perplejidad de lo que podría describirse indistintamente como “puertas falsas” y “puertas principales” hacia o desde el más allá. Por supuesto que en el contexto descrito las actuaciones de la familia resucitadora fueron como la punta del iceberg de una gran trama sectaria. Algunos medios apuntaron a la posibilidad de una estafa de proporciones corporativas y conspiradoras en las que habría ocultos todo tipo intereses, económicos y también políticos. El foco mediático de la epidemia alcanzó su punto culminante cuando el índice porcentual de muertes y resurrecciones subió entre franjas poblacionales inusuales. Cuando la familia asistió a decesos de jóvenes y niños y obtuvo éxito (por supuesto en los casos catalépticos) la repercusión social fue tan grande que ciertos estamentos institucionales pidieron una investigación y una respuesta urgente para mitigar el miedo de la población y atenuar la peligrosa popularidad que había adquirido la familia. La evidencia de la efectividad de la castración en el arte de la publicidad es demoledora. Ésta se aplicó desde la administración provincial sin piedad. En un principio se desaconsejó, con el pretexto del desconocimiento ante la transmisión del contagio, la asistencia a los funerales a toda persona que no fuese doliente directo. Más tarde se permitió exclusivamente la presencia de estos últimos pero con una estrecha vigilancia policial. Dicha evidencia condujo a la siguiente como consecuencia de la aplicación de la anterior y a la que casi todos siempre esperan y reciben con perplejidad. Es decir, en este caso a la erradicación mediática de la enfermedad. Estas evidencias podemos encerrarlas en otra innombrable, siempre presente y ahistórica, finita por ser netamente humana pero infinita si pudiésemos pensar con nuestros corazones; inmoral y desenfrenada para todo juicio paralelo pero tan real como inevitable. La evidencia de lo que hemos intentado denominar con “el mundo de la vida” o la “intrahistoria”, o tal vez la aceptación del peso del mundo a cambio de la irrenunciable vida comunitaria. Sólo los habitantes de la comarca comprendieron que muchas muertes se produjeron en las cremaciones y inhumaciones. Esta represión de las autoridades produjo una conmoción tan grande en la población de la comarca que de la noche a la mañana, la que había sido una sociedad por su estructura económica y productiva tradicionalmente humilde y mansa, se convirtió en un prodigio de la extorsión y el chantaje. En los cementerios aparecieron tumbas abiertas y profanadas. Se saqueaban los huesos de los difuntos y los distribuían estratégicamente por lugares públicos. Se enviaban mensajes anónimos a los mandos policiales con la amenaza de que si no permitían la intervención de la familia resucitadora en los funerales ocurriría lo  mismo con los restos de sus antepasados.