jueves, 19 de agosto de 2021

ZOTE ATARÁXICO

“Cuidar un huerto, pasear sin límite de tiempo y sin rumbo, relativizar todos los contratiempos que irrumpen ajenos a tu voluntad e inocularlos en tus deseos permanentes de ganarle el pulso a la muerte, tener solo recuerdos vagos e insensibles, tal vez jugar al ajedrez contra uno mismo”. Estas eran sus soluciones al problema planteado la semana anterior por el psicólogo y ponente del curso sobre inteligencia emocional “Qué actividades nos gustaría realizar en nuestras vidas”. Las había hallado en la última duermevela y las había escrito a mano con la determinación que otorga la sinceridad del escéptico, pero también, a pesar de su reticencia de asistir a terapias alternativas o de ayuda psicológica, al menos durante el tiempo de su redacción, sin ningún sentimiento hostil hacía esa industria de las expectativas que capta a todo individuo como consumidor potencial de novedosas estrategias para atrapar la felicidad personal. Al fin y al cabo el programa de formación de la administración central no le obligaba a participar en el curso, pero había decidido que debía intentar marcar alguna estrategia antes nunca utilizada contra el agotador aburrimiento que padecía en los últimos meses. De hecho, en la presentación que el primer día hizo cada participante de sí mismo, dijo que en su caso había decidido asistir al evento para tratar de comprender su apatía ante los métodos de trabajo y hacía sí mismo. Cuando escuchó el rumor que se generó en la sala tras sus enunciados inmediatamente comprendió que en realidad lo que deseaba era mandar a la mierda a todos los presentes, pero ya era demasiado tarde. La lista de actividades debía exponerlas ante el grupo por la tarde. Había dormido muy mal esa noche y sentía presión en el occipucio. Miró por la ventana como todas las mañanas y comprobó con indiferencia que a pesar de que el cielo estaba completamente despejado, hacía un fuerte viento. Pensó que desde su cómoda observación era lógico considerar que los efectos de este agente meteorológico eran intrascendentes para encontrar una explicación a qué debía hacer en su paso por el mundo y también se preguntó por qué el ponente del curso no había contemplado la opción de redactar una lista de soluciones que se basase justamente en todo lo contrario, en “Qué actividades no le apetecía hacer”; pero comprendió que ya no tenía mucho sentido pensar en las intenciones que motivaban la consigna del enunciado. Era muy temprano y vio al fondo del paisaje, todavía deshabitado, la agitación de las ramas de las moreras que parecían querer arañar la nueva superficie celeste sustituta de la de la oscuridad en la que había hallado las soluciones para su lista. No obstante, también pensó antes de desayunar y salir a la calle, que una vez que en su trayectoria el fuerte viento de Levante, se perdiese en su interior igual que el gas en una habitación cerrada y luego se deslizase por los contornos de su cuerpo para recordarle su condición insignificante en el universo , él, estimulado una vez más tras el incordio del deber de la lucha física entre los elementos de los mundos exterior-interior, podría cambiar, anular y hasta destruir el listado de soluciones. Recordó el icono del mito griego de Sísifo subiendo por enésima vez la gran piedra como castigo de los dioses hasta la cima como como una hipotética alegoría de su vida y le pareció un paralelismo de buen gusto y buena conducta. Quizá no tuviese nada en contra de la alienación en los modelos de conducta de la clase trabajadora a la que pertenecía. Sus actividades de ocio pertenecían sin ningún género de dudas a los modelos de conducta dados en el gremio con el que se identificaba dentro de la globalidad en líneas generales. Siempre había pensado sobre sí mismo desde el comienzo de su ya dilatada vida laboral que su actitud en la sociedad era justamente la que todo el mundo esperaba de él. En cierto modo le parecía bastante razonable que todo el mundo aceptase sus actitudes. Pero sospechaba que la gran piedra que debía conducir en su vida consistía precisamente en soportar el peso que la sociedad había puesto encima de él y que él, sin oposición alguna conscientemente aceptaba, y, quién sabe, si incluso deseaba. Todo aquél trabajo que se había tomado desde la infancia para hacerse a sí mismo no podía ser en vano. Debía, según todos los cálculos predeterminados por expertos de la sociología del ocio y del trabajo a finales de la segunda revolución industrial en los desarrollados Estados del Bienestar, llegar feliz y satisfecho cargando la gran piedra repleta de mensajes hasta el final de su vida laboral, para más tarde contemplar y dilucidar durante el tiempo que le fuere concedido por el verdadero misterio que en última instancia gobierna los términos de la existencia, el peso inmenso del significado de toda la palabrería con la que había cargado con el testigo que otros debían continuar en un relevo tácito y que intuía (tal vez por el error envenenado que le había transmitido la propia palabrería) que más pronto que tarde aniquilaría a la humanidad. Antes de salir a la calle se miró un rato en el espejo. Estuvo tan quieto como una estatua observando al milímetro su rostro inexpresivo y el cuerpo que nunca había aceptado porque sentía que había una absoluta falta de correspondencia con la mente viviente al que estaba unido. Una vez más sentía que sus pensamientos ubicuos y poderosos no tenía ninguna correspondencia con la figura que reflejaba el espejo. El cuerpo que veía no mostraba ninguna señal dinámica ni de poder omnipresente. Al contrario que esos sujetos que aparecían en los mensajes publicitarios, victoriosos en la comunicación estética y también ética por el milimétrico estudio de sus gestos equilibrados de meditación y calma, ajenos a la realidad pero contextualizados en la mensajería de la misma, y sin el menor indicio de la podredumbre de la infelicidad, su cuerpo aparecía esculpido sobre la luz que iba apoderándose poco a poco del aire del salón igual que el gesto eterno y minimalista de los personajes en un relieve medieval. Era consciente, o al menos lo intentaba, del estado de insatisfacción permanente que le provocaba su cuerpo, esa sede de infecciones y desasosiegos que siempre le había impedido acercarse a otros paisajes de la conciencia, a tener el privilegio de ser tocado por la gracia divina y disfrutar del poder exclusivo de la dimensión física. Pensó que jamás, en todos los años de su vida, tuvo la inspiración necesaria que le permitiese, aunque solo hubiese sido por un instante, deshacerse de la desagradable sensación de precipitación hacia el vacío que siempre la había transmitido su cuerpo. El color gris de la madurez en su cabello y la amplitud que había cobrado su frente insuflaban cierto jolito a su mente. De algún modo el ritmo natural e inevitable de la decrepitud que señala el camino hacia la muerte dignifica la existencia del ser humano y atenúa su pusilanimidad e incapacidad para aceptar el papel dependiente que le ha tocado en la naturaleza, se dijo. Concluyó que al fin y al cabo en las interrelaciones cívicas, el empoderamiento y el enjuiciamiento eran poco más que caprichos infantiles en la conducta de las mujeres y los hombres, y que en el instante justo que separa la vida de la muerte, el hipermercado de la comunicación es absolutamente prescindible. Sus labios hicieron una mueca de disgusto ante la impotencia y después comprobó en el espejo que todavía sus miembros podían moverse con diligencia ante la mirada pasiva e indiferente de sus coetáneos. Antes de atravesar el vano de la puerta miró de nuevo por la ventana y vio al fondo, bajo la agitación de las moreras a un grupo de escolares escoltado por sus progenitores. Sobre el paisaje de vehículos y cemento parecían moverse por una extraña voluntad en una pugna contra el viento en dirección contraria al movimiento del ramaje. Aquella mañana una vez cerrada la puerta del apartamento decidió sin saber por qué asegurarse del buen funcionamiento de la cerradura. Como siempre bajó por las escaleras las cinco plantas que le ayudarían a oxigenar la musculatura aún adormecida y por enésima vez sintió curiosidad por saber qué estarían haciendo cada uno de los habitantes que se ocultaban tras aquellas puertas. El silencio era la respuesta que obtenía. Por un momento creyó que todos los habitantes del bloque estaban atentos al ruido lejano del trasiego incipiente de la ciudad, y que el silencio podía presentarse, por muy difícil que pueda parecer, una actitud inopinada pero colectiva. Tal vez aunque fuese solo efímero la humanidad podría en algún momento escucharse a sí misma y complacerse en el aspecto inusitado de provocar un lapso en el que podría vivir su desaparición virtual. Al fin oyó una carrera de tacones y tras estos el estruendo del cierre del portón en el hall del edificio. Se preguntó por qué él jamás permitía que ese mismo ruido tan molesto se produjese tras su salida. El sol casi despuntaba al final de la avenida por encima de los bloques de viviendas. Sintió un leve placer cuando advirtió que podía haber decidido hacer el trayecto en coche y que sin embargo lo hacía a pie ante la falta de ninguna iniciativa. No debía, como había señalado en su lista, aplicar aquello que realmente más le apetecía, caminar sin límite de tiempo y sin rumbo. Tenía que cumplir con ciertas responsabilidades adquiridas en su contrato laboral, y otras de orden social no menos difíciles de eludir. Pensó que si alguien lo observase no le costaría mucho llegar a la conclusión de que era una evidencia que su perfil era el de un personaje de una historia por la que nadie pagaría nada. Vidas como la suya abundaban en la ciudad como el asfalto y el cemento. Como una respuesta desafiante ante la imposición de sus responsabilidades apretó el paso con la intención de ganarle unos pasos al sol antes de que éste se levantase libre y victorioso por encima de los edificios que todavía lo ocultaban. Bajo una pantalla digital con números enormes de color azul que marcaba las 08:00 horas y 14º grados de temperatura pudo leer una publicidad que anunciaba el valor de un periódico. “Trabajamos por su independencia”, decía. Se preguntó sin pretender elevar, si cabía, un punto más su desidia hacia la mensajería política ¿qué clase de independencia exactamente? Con una sonrisa casi imperceptible en sus labios pensó en ¿qué era aquello en las sociedades actuales que motivaba tanto la cotización al alza del concepto de “verdad”, cuando en realidad la productividad en el uso de lo “falso” era exponencialmente igual? Podía resumir que lo esencial y lo adulterado en el uso del discurso de la justicia social pertenecían a las dos caras de una misma moneda, y que con ésta, con el uso contradictorio de los dos conceptos, todos pagábamos el impuesto obligatorio para continuar participando en el goce de la civilización. Pero por qué entonces, si era consciente de la realidad, -se preguntó-, él no se sentía capaz de adaptarse al ritmo mundano y tangible de la participación democrática, qué le impedía aceptar la instauración de un método político con el que se identificaba la mayoría y que para él no era más que una broma ridícula y de muy mal gusto. Decidió entonces que aquella tarde, tras la exposición de sus soluciones y el posterior debate, intentaría a toda costa comprobar qué había bajo la piel de todos los participantes del curso “Yo elijo a mis jefes y colaboradores”.

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