Según Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario
de Símbolos (Labor, Barcelona 1992), el
“descanso semanal” es una imagen temporal del paraíso, como, en lo geográfico,
las “islas bienaventuradas, los “eldorados”,etc.
Conceptos
como “paraíso perdido” o “tierra prometida” son parámetros del pensamiento que
encierran pesadumbre e impotencia ante la infinita maldad del ser humano y que
hacen de los lugares empíreos (ubicaciones fuera del espacio y del tiempo), prodigiosos
reflejos de nuestros escasos instantes de lucidez, aquí, perdidos en esa
trepidante dimensión que llamamos realidad. Existe un porcentaje infinitesimal
dentro de esta dimensión en el que podemos atrapar a través de esporádicos
sueños un estadio similar a lo que algunos filósofos del medievo catalogaban
como el “cielo inmóvil”, tal vez una reacción de nuestra mente como negación a
las escasísimas y pírricas alternativas a las que podemos optar para
estructurar un mundo justo y feliz en el que nadie sea excluido, desde los más
poderosos a los más débiles.
En ese “Cielo Inmóvil” nunca ocurre nada,
dentro de la imagen no pasa el tiempo ni transcurren avatares de empeoramiento
del ánimo ni de optimización del mismo, cosa esta última imposible ya que la
felicidad bulle a borbotones. Es la cumbre del involucionismo. Es el descanso
eterno, lugar en el que convergen la anulación de la política, la seducción y
el sexo, que es político también por su fuerte carga de intereses compartidos.
Otros conceptos, alejados de la ucronía, ya
laicos y de una inspiración cívica rayana
al delirio visionario y a veces iluso de fabricantes o ensayistas de organizaciones
sociales, buscan un paraíso algo más dinámico, no sé si más real sería un adjetivo apropiado. En
ellos el desarrollo de la inteligencia, las emociones e incluso las pasiones no
son excluidas. La Utopía de Tomas Moro, La Republica de Platón, el jardín de
Gilgamesh, la isla de la inscripción sagrada de Evémero o Los Mitos de Hesiodo,
son idealizaciones de sociedades en las que lo más importante es el Sentido
Común, el amor al género humano y a sus dioses protectores. En el Cielo Inmóvil,
Dios, Hijo, Espíritu Santo, Ángeles, Santos y Santas y la gran masa de
cristianos probos componen un único ente estático donde el desarrollismo se
atiene a una sola actitud, el Amor. Todos se aman según el concepto tarsiano
con la condición previa de cumplir un requisito, el de traspasar los umbrales
de la muerte.
La muerte, esa página de la que nadie escapa
a su lectura es paradójicamente para muchas religiones la singular salida a
esta fase de la existencia. Después de ésta podremos acceder a otras según
nuestra fe o incredulidad. Es decir, podríamos también llamar a la otra vida la
destrucción o negación de cualquier otra dimensión que no sea la que conocemos.
Al hilo de la idea de “paraíso temporal” de
Cirlot, los “descansos”, “vacaciones”, o de “paraíso geográfico”, ubicaciones
que podrían ser de índole pragmático como la “Isla Libertaria” y otros muchos
ensayos acaecidos en la historia contemporánea, podríamos decir que se nos
aparecen como suspensiones del tiempo y el espacio dentro de este marco
inevitable para quienes tienen que ganarse el pan con el sudor de su frente. Son
sobreseimientos y ceses en el cumplimiento de un deber. Un deber la mayoría de
la veces de un peso y sufrimiento descomunal.
En el mismo libro de Cirlot leo que el sueño
de suicidio puede simbolizar la necesidad de suprimir una zona de la propia
personalidad. El suicidio es justamente lo contrario a la idea de paraíso.
Cuando destruimos un objeto con el que nos hemos identificado profundamente
puede ser por un anhelo latente de suicidio. Sin embargo, tal identificación no
tiene por qué ser de orden higiénico ni placentero. Nuestros enemigos más
íntimos continúan siendo la sumisión y el sometimiento. Destruirlos
significaría suprimir una zona de nuestra personalidad. Esa que se conforma con
los paraísos temporales o geográficos, o que espera estoicamente a la muerte
como exclusivo camino hacia la anulación del sufrimiento.