sábado, 23 de febrero de 2013

NUESTROS MEJORES ENEMIGOS ÍNTIMOS








    Según Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos (Labor, Barcelona 1992), el “descanso semanal” es una imagen temporal del paraíso, como, en lo geográfico, las “islas bienaventuradas, los “eldorados”,etc.
 Conceptos como “paraíso perdido” o “tierra prometida” son parámetros del pensamiento que encierran pesadumbre e impotencia ante la infinita maldad del ser humano y que hacen de los lugares empíreos (ubicaciones fuera del espacio y del tiempo), prodigiosos reflejos de nuestros escasos instantes de lucidez, aquí, perdidos en esa trepidante dimensión que llamamos realidad. Existe un porcentaje infinitesimal dentro de esta dimensión en el que podemos atrapar a través de esporádicos sueños un estadio similar a lo que algunos filósofos del medievo catalogaban como el “cielo inmóvil”, tal vez una reacción de nuestra mente como negación a las escasísimas y pírricas alternativas a las que podemos optar para estructurar un mundo justo y feliz en el que nadie sea excluido, desde los más poderosos a los más débiles.
   En ese “Cielo Inmóvil” nunca ocurre nada, dentro de la imagen no pasa el tiempo ni transcurren avatares de empeoramiento del ánimo ni de optimización del mismo, cosa esta última imposible ya que la felicidad bulle a borbotones. Es la cumbre del involucionismo. Es el descanso eterno, lugar en el que convergen la anulación de la política, la seducción y el sexo, que es político también por su fuerte carga de intereses compartidos.
  Otros conceptos, alejados de la ucronía, ya laicos y de una inspiración cívica rayana  al delirio visionario y a veces iluso de fabricantes o ensayistas de organizaciones sociales, buscan un paraíso algo más dinámico, no sé si más real sería un adjetivo apropiado. En ellos el desarrollo de la inteligencia, las emociones e incluso las pasiones no son excluidas. La Utopía de Tomas Moro, La Republica de Platón, el jardín de Gilgamesh, la isla de la inscripción sagrada de Evémero o Los Mitos de Hesiodo, son idealizaciones de sociedades en las que lo más importante es el Sentido Común, el amor al género humano y a sus dioses protectores. En el Cielo Inmóvil, Dios, Hijo, Espíritu Santo, Ángeles, Santos y Santas y la gran masa de cristianos probos componen un único ente estático donde el desarrollismo se atiene a una sola actitud, el Amor. Todos se aman según el concepto tarsiano con la condición previa de cumplir un requisito, el de traspasar los umbrales de la muerte.
   La muerte, esa página de la que nadie escapa a su lectura es paradójicamente para muchas religiones la singular salida a esta fase de la existencia. Después de ésta podremos acceder a otras según nuestra fe o incredulidad. Es decir, podríamos también llamar a la otra vida la destrucción o negación de cualquier otra dimensión que no sea la que conocemos.
  Al hilo de la idea de “paraíso temporal” de Cirlot, los “descansos”, “vacaciones”, o de “paraíso geográfico”, ubicaciones que podrían ser de índole pragmático como la “Isla Libertaria” y otros muchos ensayos acaecidos en la historia contemporánea, podríamos decir que se nos aparecen como suspensiones del tiempo y el espacio dentro de este marco inevitable para quienes tienen que ganarse el pan con el sudor de su frente. Son sobreseimientos y ceses en el cumplimiento de un deber. Un deber la mayoría de la veces de un peso y sufrimiento descomunal.
  En el mismo libro de Cirlot leo que el sueño de suicidio puede simbolizar la necesidad de suprimir una zona de la propia personalidad. El suicidio es justamente lo contrario a la idea de paraíso. Cuando destruimos un objeto con el que nos hemos identificado profundamente puede ser por un anhelo latente de suicidio. Sin embargo, tal identificación no tiene por qué ser de orden higiénico ni placentero. Nuestros enemigos más íntimos continúan siendo la sumisión y el sometimiento. Destruirlos significaría suprimir una zona de nuestra personalidad. Esa que se conforma con los paraísos temporales o geográficos, o que espera estoicamente a la muerte como exclusivo camino hacia la anulación del sufrimiento.

domingo, 3 de febrero de 2013

UN CIGARRILLO PERFECTO






   Con mayor minuciosidad que de costumbre fabricaba mi cigarrillo. Me gusta fumar. También me gusta observar, independientemente de su valor arquitectónico, el exterior de las iglesias, sus fachadas principales, aunque sean de construcción reciente (fachadas funcionales con algún que otro símbolo y ornamento como señales de un cristianismo moderno e inexorablemente lastrado por el pasado). El uso de la palabra “Iglesia” siempre  ha movido mi imaginación hacia lo bueno y lo insufrible que los hombres  provocan entre sí. Iglesia es templo y congregación. Un universo encerrado en una palabra nociva. Tal vez lo nocivo sea el universo que se desata tras la inocente palabra. Si bien una de las cosas que más admiro es el hecho de que los hombres se congreguen. Ellos se congregan, y yo al final siempre estoy al margen. Créanme, no lo puedo evitar. Muchas veces me siento por esto como un hijo de puta.
    Me gusta fumar y detener el tiempo con las inhalaciones y exhalaciones de humo (eso creo). Así de simple, misterioso y absurdo. Yo esperaba a mi hija frente a la iglesia y elaboraba mi cigarrillo liado fijándome en todos los detalles de las hebras del tabaco, la textura del papel y hasta de la densidad de la goma de pegar. Ella debía salir por la puerta principal del templo en apenas unos minutos. A mi hija le gusta cantar. Sobre todo eso, cantar. Creo que también le gusta creer en Dios. Por el momento se ilusiona pensando en Dios, y a mí me consuela que ella tenga fe. Es maravilloso que ella confíe en el altísimo y obtenga su prebenda cantándole.
 En aquel día y aquella hora tocaba fumar (esperar) frente a la fachada de la parroquia. Hice un cigarrillo perfecto. Como todo lo deletéreo su perfección es rotunda. Agarré el encendedor y me preparaba para la enésima bocanada de placer, cuando un fuerte olor a gasolina irrumpió al mismo tiempo que mi paladar se contraía para recibir la primera ola de nicotina. Un hilo ágil como el de una meada rozaba las puntas de mis zapatos. Procedía de la rueda trasera izquierda de un Opel Corsa de los ochenta aparcado unos dos metros a mi izquierda. Me molestó mucho que lo estacionasen en zona amarilla. Es ilegal, deberían multarle, pensé. El líquido fluía rápido por el desnivel de los adoquines. Encendí mi cigarrillo y la primera bocanada cayó sobre la  pequeña corriente como la bruma lo hace sobre los ríos. Sólo tenía que inclinarme y prender el hilo hasta que la llama llegase al depósito de gasolina del Corsa. A su puto dueño le diría la policía: “Su choche ha volado por los aires en la zona amarilla. Si paga la multa en cuarentaiocho horas le haremos un treinta por ciento de descuento”. No habría víctimas. En aquel momento, excepto yo, no había nadie en un área de cien metros.
   La gasolina comenzó a estancarse en un repecho del piso y pude acabar mi cigarrillo tranquilamente. Durante este tiempo calmo de nicotina algunos viandantes hicieron comentarios acerca del olor a gasolina. Pero nadie reparó en el viejo Corsa. Nadie cayó en la cuenta de una posible explosión a la salida de misa. Nadie pensó que otro fumador podría pasar por allí y acabar su cigarrillo frente a la iglesia. Nadie podía imaginar en aquel lugar, en aquella hora, el olor a carne quemada. Entonces observé con placer la funcionalidad neoclásica del templo, su equilibrio, su sobriedad y decoro contra el despilfarro y falsedad del bucle barroco, contra lo innecesario. Y pensé que la nicotina también podría ser prescindible.
  Mi hija apareció al borde de la explosión. Un segundo antes de que la plaza fuera asaltada por las llamas y el humo la cogí fuertemente del brazo y salimos de allí corriendo. Tras el estruendo nada cambió. La gente paseaba por la calle peatonal y los feligreses caminaron entre cristales rotos y el aire denso de la combustión. No hubo confusión ni gritos. No aparecía por ningún lugar el sufrimiento. Mi hija me preguntó por qué corríamos. No fui capaz de darle una respuesta. Ella nunca comprendería que sienta este terror ante tanta perfección.