Con mayor minuciosidad que
de costumbre fabricaba mi cigarrillo. Me gusta fumar. También me gusta
observar, independientemente de su valor arquitectónico, el exterior de las
iglesias, sus fachadas principales, aunque sean de construcción reciente (fachadas
funcionales con algún que otro símbolo y ornamento como señales de un
cristianismo moderno e inexorablemente lastrado por el pasado). El uso de la
palabra “Iglesia” siempre ha movido mi
imaginación hacia lo bueno y lo insufrible que los hombres provocan entre sí. Iglesia es templo y
congregación. Un universo encerrado en una palabra nociva. Tal vez lo nocivo
sea el universo que se desata tras la inocente palabra. Si bien una de las
cosas que más admiro es el hecho de que los hombres se congreguen. Ellos se
congregan, y yo al final siempre estoy al margen. Créanme, no lo puedo evitar.
Muchas veces me siento por esto como un hijo de puta.
Me gusta fumar y detener el tiempo con las
inhalaciones y exhalaciones de humo (eso creo). Así de simple, misterioso y
absurdo. Yo esperaba a mi hija frente a la iglesia y elaboraba mi cigarrillo
liado fijándome en todos los detalles de las hebras del tabaco, la textura del
papel y hasta de la densidad de la goma de pegar. Ella debía salir por la
puerta principal del templo en apenas unos minutos. A mi hija le gusta cantar.
Sobre todo eso, cantar. Creo que también le gusta creer en Dios. Por el momento
se ilusiona pensando en Dios, y a mí me consuela que ella tenga fe. Es
maravilloso que ella confíe en el altísimo y obtenga su prebenda cantándole.
En aquel día y aquella hora tocaba fumar
(esperar) frente a la fachada de la parroquia. Hice un cigarrillo perfecto.
Como todo lo deletéreo su perfección es rotunda. Agarré el encendedor y me
preparaba para la enésima bocanada de placer, cuando un fuerte olor a gasolina
irrumpió al mismo tiempo que mi paladar se contraía para recibir la primera ola
de nicotina. Un hilo ágil como el de una meada rozaba las puntas de mis
zapatos. Procedía de la rueda trasera izquierda de un Opel Corsa de los ochenta
aparcado unos dos metros a mi izquierda. Me molestó mucho que lo estacionasen
en zona amarilla. Es ilegal, deberían multarle, pensé. El líquido fluía rápido
por el desnivel de los adoquines. Encendí mi cigarrillo y la primera bocanada
cayó sobre la pequeña corriente como la
bruma lo hace sobre los ríos. Sólo tenía que inclinarme y prender el hilo hasta
que la llama llegase al depósito de gasolina del Corsa. A su puto dueño le diría
la policía: “Su choche ha volado por los aires en la zona amarilla. Si paga la
multa en cuarentaiocho horas le haremos un treinta por ciento de descuento”. No
habría víctimas. En aquel momento, excepto yo, no había nadie en un área de
cien metros.
La gasolina comenzó a estancarse en un
repecho del piso y pude acabar mi cigarrillo tranquilamente. Durante este
tiempo calmo de nicotina algunos viandantes hicieron comentarios acerca del
olor a gasolina. Pero nadie reparó en el viejo Corsa. Nadie cayó en la cuenta
de una posible explosión a la salida de misa. Nadie pensó que otro fumador
podría pasar por allí y acabar su cigarrillo frente a la iglesia. Nadie podía
imaginar en aquel lugar, en aquella hora, el olor a carne quemada. Entonces observé
con placer la funcionalidad neoclásica del templo, su equilibrio, su sobriedad
y decoro contra el despilfarro y falsedad del bucle barroco, contra lo
innecesario. Y pensé que la nicotina también podría ser prescindible.
Mi hija apareció al borde de la explosión. Un
segundo antes de que la plaza fuera asaltada por las llamas y el humo la cogí
fuertemente del brazo y salimos de allí corriendo. Tras el estruendo nada
cambió. La gente paseaba por la calle peatonal y los feligreses caminaron entre
cristales rotos y el aire denso de la combustión. No hubo confusión ni gritos.
No aparecía por ningún lugar el sufrimiento. Mi hija me preguntó por qué
corríamos. No fui capaz de darle una respuesta. Ella nunca comprendería que
sienta este terror ante tanta perfección.
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