domingo, 25 de noviembre de 2018

ANTIGUOS FUNERALES










                                                                                                  Nueva entrega de la novela Zoos.





Beltrán y Delibes, 1994, aseguraban en el estudio que el lince ibérico es eminentemente crepuscular y nocturno.  Para el animal la luz del día  en invierno y la de una noche de luna llena en verano son especulativas, pero ante todo absolutas. Ambas son templadas y suficientemente luminosas. Es decir, lo más parecido que puede ofrecernos la madre naturaleza a una luz artificial. Quienquiera que se adentre en el parque y su entorno para ver al felino debe hacerlo en esas condiciones atmosféricas. Claro que quien quiera encontrar conejos debe hacerlo en las mismas circunstancias. Un día lluvioso, una noche de luna nueva o un mediodía de verano son el peor marco para que el Lynux pardinus salga a buscar Oryctolagus cuniculus, su principal sustento. Los conejos son muy sensibles a la presencia de los hombres. Él suele verlos como cyclist  a lo largo de la vía recreativa, a lo sumo a media distancia, nunca más cerca, cuando los tiene demasiado cerca es o bien porque el animal cree que se ha camuflado lo suficientemente bien entre la jara y el cantueso, porque se trata de un ejemplar enfermo, o porque es un desternillante gazapo capaz de subirse al manillar de su bicicleta. Las condiciones en las que  encuentra  al lagomorfo son las mismas que para el lince. Luz que apenas calienta y que la mayor parte del tiempo la acompaña los molestísimos vientos de levante o poniente pero que ilumina  con la suficiente intensidad para un animal vea y cace al otro en un sueño, con el menor sufrimiento y empleo de energías. Con esta fuerza ultravioleta les gusta caminar a los cazadores por los terrones de las tierras de secano recién labradas. Buscan conejos en lugares en los que hace décadas se movían a sus anchas miles de ejemplares de Lynux pardinus. Cuando acechaban incluso en la estrecha línea recreativa en la que él se encuentra  con las presas, y que ahora valora como reliquias de un pasado que vomita a duras penas en una tierra anacrónica cazadores condenados a hallar estas mismas. Puede que algún cazador piense que en el caso de recuperar el índice demográfico de lagomorfos se regenere la especie de felinos. En la dispersión del lince adulto perecen la mitad de los ejemplares (Ferreras et al., 2004). Los datos hacen referencia al parque y su entorno, pero las áreas de asentamiento son como mínimo de entre diez y veintiún kilómetros, dependiendo por supuesto de la abundancia del sustento principal. En los casos que la dispersión ofrece tierras ricas en alimento más de un adulto pueden compartir dichas áreas. Se trata de situaciones excepcionales dadas las condiciones, si no tenemos en cuenta las fases de apareamiento, de inaccesibilidad que muestran estos animales. En alguna ocasión un ejemplar ha recorrido miles de kilómetros en círculos, atravesando autopistas y amplísimas zonas urbanas tratando de encontrar su área de asentamiento. Este último lugar también pueden ser heredados por los ejemplares hembras de sus madres. El macho tras la dispersión, según los estudios realizados en el Parque (Ferreras et al., 1997 y Palomares et al., 2001) defienden un territorio exclusivo de entre tres y cuatro kilómetros cuadrados,  se sitúan en el centro del área de campeo y lo defiende intensamente de otros machos.

   Si quería ver a Gloria no le quedaba otra opción que ir hasta el pueblo que tenía en su escudo la cabeza de lince. Muchas veces fue hasta allí en vano. Hacía autoestop o cogía buses que le ocupaban entre la ida y la vuelta más de media jornada, y cuando llegaba y la llamaba desde una de las tres cabinas de teléfono que había en la localidad era ya tan tarde que alguna vez al otro lado del hilo solo se oían tonos de voz masculinos.  Por entonces ya tenía el carnet de conducir pero se hacía de vehículos que apenas le aguantaban una semana sin que se averiaran. Los padres de Gloria eran mayores y estaban enfermos. No querían problemas con la menor de sus hijas. Se sentían débiles y también ignorantes para mantener una educación estrecha y constructiva con una hija adolescente. Mantenían con ella un horario y costumbres inflexibles. Sus cinco hermanos, algunos ya casados y con hijos, colaboraban en la vigilancia de sus movimientos. Cuando murió el padre uno de ellos fue a buscarla al local en el que habitualmente se citaban. “¿Este sabe que tu padre está muy enfermo?”, le preguntó a Gloria tras sorprenderla de espaldas a la puerta del local. “Nos tenemos que ir. Tu madre te espera”. Ella giró bruscamente sobre sí mismo, tomó carrera y tropezó contra un taburete junto a las mesas de la terraza desplazándolo hasta el adoquinado de la calle. Sabía por qué motivo habían ido a buscarla y se asustó mucho, y además no soportaba que le vieran con él y tener que dar explicaciones. Gloria no entendía que su familia no aceptara que se citara con un chaval completamente desconocido. Era demasiado joven para entender que el alimento favorito de los prejuicios es la incómoda ignorancia. El hermano de Gloria contestó con monosílabos a preguntas que le hicieron desde todos los puntos del bar. El local era de forma rectangular.  Tenía una distribución y una decoración completamente funcionales. La construcción era nueva,  de poco más de un par de años. Los dos hermanos que lo regentaban conseguían congregar a clientes de varias generaciones. Uno de ellos siempre llevaba en invierno, incluso detrás de la barra, una chupa de cuero, y el otro un jersey con colores de camuflaje para la cacería. Lograban, por decirlo de algún modo, y tal vez sin predeterminación, la difícil encomienda de poner a todo el mundo de acuerdo para tomar café, licores y refrescos. Al fondo del local en la penumbra se encontraban un juke box casi siempre en funcionamiento y una cabeza embalsamada de jabalí justo encima del frontal de luces de colores de la máquina.  La luz entraba a duras penas por una cristalera dirigida al Este. Se podía ver desde allí, en lo alto de un cabezo,  un pequeño bosque de olivos con las ramas más altas encendidas por la luz del sol que le llegaba desde el lado opuesto del mundo.   El tiempo que le tomó al hijo del difunto buscar y encender un cigarrillo estuvo mirando con detenimiento en la pantalla del televisor al hombre del tiempo y su mapa con las previsiones meteorológicas. Él le preguntó, tal vez sin saber qué decía, si sabía por qué razón había grabada en el escudo de la localidad la cabeza de un lince ibérico. El hermano no contestó a la pregunta, se dio media vuelta y salió a la calle hablando entre dientes. Entonces todos  le dirigieron la mirada como si tuviese algo que decir. Reaccionó del modo más racional o si se quiere más intuitivo en las circunstancias descritas, pero en lugar de preguntar por la casa del muerto permaneció unos minutos observando las pocas burbujas que lograban subir hasta la superficie del vaso de agua de tónica.

    Por aquellos años velar a los muertos consistía en una cuestión doméstica. Los tanatorios no existían, y además eran lugares impensables para aquellas muertes todavía ajenas al actual hipermercado de las funerarias. Aunque tampoco tenía demasiado sentido que, como en el caso del difunto de su abuelo, velaran cien personas a un muerto en un piso de sesenta metros cuadrados. En aquellos años las familias se limitaban a pagar el ataúd, las coronas de flores, el servicio del coche fúnebre y las diligencias de la parroquia católica. Los vecinos de las familias afectadas ofrecían sillas, a veces comida, e incluso ventiladores para combatir el calor en verano o braseros de cisco en el invierno. En algunas ocasiones se cubría hasta la necesidad de servirse de una guardería en los corrales de animales domésticos y de carga de casas colindantes a la del óbito. No era extraño oír al mismo tiempo las risas y las riñas de los niños mezclarse con los llantos al muerto. El lugar de la muerte pertenecía al muerto mientras estuviese su cuerpo presente. Ahora, como muy bien nos indica la etimología este paradójico umbral definitivo, el interregno eterno, parece que pertenece al sueño. Los tanatorios se han prodigado por supuesto como negocios redondos, pero sobre todo porque el síntoma principal de nuestro tiempo es el rechazo a la muerte con la tibieza de la verdad a medias de la vida. Es decir, con una aversión endémica a la sangre y la finitud. Como en el mito de Tánatos, personificación de la muerte sin violencia, hijo de Nix, la noche y hermano gemelo de Hipnos, personificación del sueño, las funerarias se han institucionalizado gracias a la herramienta del tanatorio. A pesar de que se cercenen con violencia millones de vidas humanas, preferimos pensar más en la existencia de un no-lugar como es el sueño que en el significado de la destrucción o la desaparición, conceptos propios del deseo y que arrojan todo desarrollo de violencia. El otro mito opuesto, el de Keres, curiosamente también hija de la noche, aunque en la épica ha sido siempre competencia del honor, del deber y la gloria eterna, sin  ir más lejos podríamos poner de ejemplo la muerte de un tal Jesús de Nazaret, lo soslayamos por lo que representa de artificiosidad en la muerte. Incluso el suicidio es deplorado, se diría que impróspero para la promoción y perfeccionamiento del civismo transmoderno. No se contempla en la conciencia colectiva actual el final de la vida por causas violentas como otra posibilidad más para hallar el descanso eterno. Tal vez porque dicha violencia nos sirve sobre todo para hacer desaparecer todo lo que no conviene en el escaparate, todo lo que ha sido útil para que fuese posible el mercado de deseos carnales y espirituales, pero es tácito y meridiano que la visión del fuego, del frío glacial, de los cuerpos ensangrentados, mutilados, destrozados, de la hecatombe en cualesquiera de sus versiones divina y humana, son visiones anticatárticas e involucionistas para alcanzar el hipotético orgasmo total del paraíso, ese que quizá se pierde en la adolescencia y que él ha querido analizar sin poder ponerle un nombre. La violencia no es literatura para un tanatorio. Las palabras que estos establecimientos necesitan no son muchas. Si se pudiera reducir el mercado y el discurso en estos lugares a una sola idea sería en la duermevela. En este lugar del espacio y el tiempo se encuentra el tanatorio, en el concepto de la duermevela se vende el negocio. Ni que decir tiene que no es así para el muerto, éste perdió el lugar que por aquellos años aún ocupaba, este estadio de la realidad y el sueño le corresponde a los vivos. Cuando contratamos los servicios de un tanatorio compramos esperanza. Pagamos por la ilusión de estar junto al muerto en un lugar ajeno a la tradición de la expiración.