Tuve un sueño.
Comprendo que más de un lector se haya retirado
de la lectura en la tercera palabra. Los sueños son un coñazo, una vulgaridad
insoportable, un recurso tan manido que el hecho de proponer uno más me
convierte automáticamente en el gilipollas de turno. Sin embargo, como en el
universo literario no me conoce casi nadie (el casi me lo invento porque en el
mundo real también soy gilipollas la mayor parte del tiempo) y mi búsqueda del
éxito o el reconocimiento se reduce a fugaces aleteos en el vacío de la Red,
-que está todo perdido para que nos entendamos- puedo al menos por una vez
permitirme esta indecencia literaria. Lo único bueno que tienen los sueños, y
ya termino de justificarme, es que pertenecen queramos o no a la realidad,
porque aun siendo nuestros no sabemos reaccionar ante ellos, porque no queremos
o no tenemos ni idea de cómo interpretarlos. Es decir, continúan siendo el
único territorio virgen de nuestra inteligencia del que podríamos tomar alguna
que otra herramienta para nuestras actitudes conscientes, esas que por lo que
se ve de nada sirven a nuestros propósitos personales y para el bien del prójimo.
Sí, “el bien del prójimo”, otra indecencia literaria, suena demasiado moral en
un texto como este, que pretende en el fondo el análisis objetivo de las cosas
que no funcionan bien. Pero es que a mí no hay una cosa que me produzca más
tristeza que ver la insatisfacción de los demás, del prójimo, ya sea por su
egoísmo o por su mala suerte.
Ahí va el sueño:
Soñé que aquella
mañana en lugar de quedarme frente al ordenador, leyendo a la nueva hornada de narradores
españoles, o simplemente fumándome un par de pitillos a la espera de que
acudiese la inspiración para el inicio de un nuevo post, relato o capítulo de
mi extraña novela (no escribo poesía, bueno, tengo que reconocer que alguna he
escrito. Creo que no lo hago porque paso mucho tiempo observando y al final
siempre me bloqueo, quiero decir, no
escribo poesía porque ya la vida es suficientemente misteriosa y efímera como
para buscarle adjetivos a cada momento, aunque eso sí, puedo llegar a admitir
que soy un mal escritor porque no escribo poesía, ¡qué horror!, tal vez no lo
haga porque no lo necesito, no lo sé…), salí a la calle. Supongo que como se trata
de un sueño no tiene sentido que busque ningún significado a la inexplicable
ruptura de la costumbre, aunque deberán comprender quienes hayan sobrepasado la
tercera palabra que saltar a la calle, quizá en pijama, sin tomar café y sin el
Chesterfiled de liar, supone al menos una desorganización tan grande como
imposible estando en mis cabales.
Todavía no había amanecido y hacía mucho frío.
No puedo decir hasta qué punto iba abrigado. El caso es que el frío me calaba
hasta los huesos. La urbanización en la que vivo se encontraba en un
acantilado. Habían desaparecido todas las manzanas que existen a su alrededor.
Me encontraba a cientos de metros sobre el océano. Las olas golpeaban allá
abajo tan lejos las paredes que parecían un film mudo, como en los comics sin
diálogos. Es decir, mis vecinos, mi familia y yo estábamos perdidos en medio de
un mundo rodeado por las aguas. Sin embargo, cuando miraba al horizonte podía
ver con nitidez 2014. Veía a la gente con trabajo asearse y desayunar antes de
salir de casa, y veía a los desempleados cómo hacían lo mismo. Componían cada
capa circunstante un 50% de la sociedad. La gente inmersa en guerras o enferma
en los hospitales, los niños, estudiantes y los jubilados la sentía de algún
modo espectadora, pero como ceros a la izquierda. No contaban para el 100%, en
realidad no existían. Estaban como yo en otro lugar, en un limbo que se
derretía por el calor de los rescoldos de la hoguera de los años anteriores a
2014. Al borde del acantilado la existencia pertenecía a la unidimensionalidad
del trabajo. Estaban los que trabajaban y los que no, y hacía mucho frío.
Todos mis vecinos salieron de sus casas y se
pusieron también a mirar el horizonte. Hacían comentarios entre ellos sobre lo
que veían. Algunos reían a carcajadas. Ninguno de ellos conserva el trabajo en
la vida real. En cambio yo aún lo tengo. Por eso entendí que no se acercaran a
mí. Yo les hice algún gesto por saludo,
pero ellos no me correspondieron. El mar se agitaba pero ninguno de sus
movimientos alcanzaba en crestas de olas. Su ondulación parecía severa y al
mismo tiempo controlada. El sol se asomaba tímidamente y en la misma dirección
pude ver sobre la superficie de las aguas oscuras unos diminutos bultitos que parecían
moverse. Docenas, cientos de pecios de algún naufragio que a la deriva se
acercaban al acantilado, o cetáceos quizá organizados en la búsqueda de
alimento. Todos los empleados y desempleados de 2014 habían desaparecido en el
horizonte, unos a sus trabajos y otros a la búsqueda del mismo. A los pocos
segundos eran millones de objetos dirigiéndose al acantilado. Miré al fondo del
abismo y vi como una manada de perros trepaban por la pared vertical. Mis
vecinos continuaban con sus conversaciones y sus risas. No parecían darse
cuenta de la amenaza. Los primeros canes que alcanzaron la superficie se
acercaron y gruñían mostrándome los colmillos. Me quedé paralizado a pesar de
que mis pies querían moverse en la dirección de mi casa. Sentí pánico y más
frío. Observé que los primeros eran fuertes y jóvenes, pastores alemanes,
dóbermans, perros vizsla, perros de agua, el spaniel breton, perros de cacería
y rastreo. Me olieron y pasaron de largo hacia el corro de mis vecinos. Estos
inmediatamente desaparecieron en medio de la inmensa jauría. Todas aquellas
puntas romas que asomaban sobre la superficie del océano eran perros, y lo
increíble era que se perdían en el horizonte, tanto por el este como por el
oeste. Perros vestidos. La mayoría llevaban trajes y corbatas (ejemplares
machos) y vestidos ceñidos, de corte severo o de ejecutiva (ejemplares
hembras). El resto vestían uniformes y monos de trabajo.
Cuando todas las razas y cruces se
encontraban en la plataforma se hizo un silencio sepulcral, que parecía
extenderse a 2015, 2016, 2017, a una secuencia de ortos minimalistas en el
paisaje y la meteorología. Un silencio infinito y frío que yo sentía que
acabaría congelándolo todo. Al borde de un grito de desesperación, mi
perro, “Curro”, lamió las puntas de los
dedos de mi mano izquierda. Me incliné para acariciarlo y advertí que era el
único perro desnudo. Jadeaba y de la punta de su lengua le brotaba el sudor
como si de una fuente se tratara. Me desnudé y corrimos riendo y ladrando hacia
el abismo. Caímos sincrónicos, abrazados hacia el pasado.