sábado, 1 de febrero de 2014

UN SUEÑO DE PERROS









   Tuve un sueño.         
 Comprendo que más de un lector se haya retirado de la lectura en la tercera palabra. Los sueños son un coñazo, una vulgaridad insoportable, un recurso tan manido que el hecho de proponer uno más me convierte automáticamente en el gilipollas de turno. Sin embargo, como en el universo literario no me conoce casi nadie (el casi me lo invento porque en el mundo real también soy gilipollas la mayor parte del tiempo) y mi búsqueda del éxito o el reconocimiento se reduce a fugaces aleteos en el vacío de la Red, -que está todo perdido para que nos entendamos- puedo al menos por una vez permitirme esta indecencia literaria. Lo único bueno que tienen los sueños, y ya termino de justificarme, es que pertenecen queramos o no a la realidad, porque aun siendo nuestros no sabemos reaccionar ante ellos, porque no queremos o no tenemos ni idea de cómo interpretarlos. Es decir, continúan siendo el único territorio virgen de nuestra inteligencia del que podríamos tomar alguna que otra herramienta para nuestras actitudes conscientes, esas que por lo que se ve de nada sirven a nuestros propósitos personales y para el bien del prójimo. Sí, “el bien del prójimo”, otra indecencia literaria, suena demasiado moral en un texto como este, que pretende en el fondo el análisis objetivo de las cosas que no funcionan bien. Pero es que a mí no hay una cosa que me produzca más tristeza que ver la insatisfacción de los demás, del prójimo, ya sea por su egoísmo o por su mala suerte.
Ahí va el sueño:
Soñé que aquella mañana en lugar de quedarme frente al ordenador,  leyendo a la nueva hornada de narradores españoles, o simplemente fumándome un par de pitillos a la espera de que acudiese la inspiración para el inicio de un nuevo post, relato o capítulo de mi extraña novela (no escribo poesía, bueno, tengo que reconocer que alguna he escrito. Creo que no lo hago porque paso mucho tiempo observando y al final siempre  me bloqueo, quiero decir, no escribo poesía porque ya la vida es suficientemente misteriosa y efímera como para buscarle adjetivos a cada momento, aunque eso sí, puedo llegar a admitir que soy un mal escritor porque no escribo poesía, ¡qué horror!, tal vez no lo haga porque no lo necesito, no lo sé…), salí a la calle. Supongo que como se trata de un sueño no tiene sentido que busque ningún significado a la inexplicable ruptura de la costumbre, aunque deberán comprender quienes hayan sobrepasado la tercera palabra que saltar a la calle, quizá en pijama, sin tomar café y sin el Chesterfiled de liar, supone al menos una desorganización tan grande como imposible estando en mis cabales.
    Todavía no había amanecido y hacía mucho frío. No puedo decir hasta qué punto iba abrigado. El caso es que el frío me calaba hasta los huesos. La urbanización en la que vivo se encontraba en un acantilado. Habían desaparecido todas las manzanas que existen a su alrededor. Me encontraba a cientos de metros sobre el océano. Las olas golpeaban allá abajo tan lejos las paredes que parecían un film mudo, como en los comics sin diálogos. Es decir, mis vecinos, mi familia y yo estábamos perdidos en medio de un mundo rodeado por las aguas. Sin embargo, cuando miraba al horizonte podía ver con nitidez 2014. Veía a la gente con trabajo asearse y desayunar antes de salir de casa, y veía a los desempleados cómo hacían lo mismo. Componían cada capa circunstante un 50% de la sociedad. La gente inmersa en guerras o enferma en los hospitales, los niños, estudiantes y los jubilados la sentía de algún modo espectadora, pero como ceros a la izquierda. No contaban para el 100%, en realidad no existían. Estaban como yo en otro lugar, en un limbo que se derretía por el calor de los rescoldos de la hoguera de los años anteriores a 2014. Al borde del acantilado la existencia pertenecía a la unidimensionalidad del trabajo. Estaban los que trabajaban y los que no, y hacía mucho frío.
   Todos mis vecinos salieron de sus casas y se pusieron también a mirar el horizonte. Hacían comentarios entre ellos sobre lo que veían. Algunos reían a carcajadas. Ninguno de ellos conserva el trabajo en la vida real. En cambio yo aún lo tengo. Por eso entendí que no se acercaran a mí. Yo les hice algún gesto por saludo,  pero ellos no me correspondieron. El mar se agitaba pero ninguno de sus movimientos alcanzaba en crestas de olas. Su ondulación parecía severa y al mismo tiempo controlada. El sol se asomaba tímidamente y en la misma dirección pude ver sobre la superficie de las aguas oscuras unos diminutos bultitos que parecían moverse. Docenas, cientos de pecios de algún naufragio que a la deriva se acercaban al acantilado, o cetáceos quizá organizados en la búsqueda de alimento. Todos los empleados y desempleados de 2014 habían desaparecido en el horizonte, unos a sus trabajos y otros a la búsqueda del mismo. A los pocos segundos eran millones de objetos dirigiéndose al acantilado. Miré al fondo del abismo y vi como una manada de perros trepaban por la pared vertical. Mis vecinos continuaban con sus conversaciones y sus risas. No parecían darse cuenta de la amenaza. Los primeros canes que alcanzaron la superficie se acercaron y gruñían mostrándome los colmillos. Me quedé paralizado a pesar de que mis pies querían moverse en la dirección de mi casa. Sentí pánico y más frío. Observé que los primeros eran fuertes y jóvenes, pastores alemanes, dóbermans, perros vizsla, perros de agua, el spaniel breton, perros de cacería y rastreo. Me olieron y pasaron de largo hacia el corro de mis vecinos. Estos inmediatamente desaparecieron en medio de la inmensa jauría. Todas aquellas puntas romas que asomaban sobre la superficie del océano eran perros, y lo increíble era que se perdían en el horizonte, tanto por el este como por el oeste. Perros vestidos. La mayoría llevaban trajes y corbatas (ejemplares machos) y vestidos ceñidos, de corte severo o de ejecutiva (ejemplares hembras). El resto vestían uniformes y monos de trabajo.
   Cuando todas las razas y cruces se encontraban en la plataforma se hizo un silencio sepulcral, que parecía extenderse a 2015, 2016, 2017, a una secuencia de ortos minimalistas en el paisaje y la meteorología. Un silencio infinito y frío que yo sentía que acabaría congelándolo todo. Al borde de un grito de desesperación, mi perro,  “Curro”, lamió las puntas de los dedos de mi mano izquierda. Me incliné para acariciarlo y advertí que era el único perro desnudo. Jadeaba y de la punta de su lengua le brotaba el sudor como si de una fuente se tratara. Me desnudé y corrimos riendo y ladrando hacia el abismo. Caímos sincrónicos, abrazados hacia el pasado.









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