jueves, 20 de octubre de 2022

MENSAJES DE LUZ

En agosto la luz pierde brillo. Con los años podemos agudizar nuestras capacidades de observación sobre este fenómeno, y creo que se puede asegurar que ya en los últimos días de julio, si te has esforzado un poco con la memoria de los ojos, el aire ha comenzado su transformación, y todo huye de lo que hacía poco más de una semana parecía infinito y etéreo. Supongo que cuando William Faulkner eligió el título de “Luz de agosto” para una de sus novelas no fue precisamente por cuestiones de sonido o estética. En agosto los colores se pudren. Todo lo que toca esta nueva luz, sobre todo en los espacios abiertos, en los que el aire es más denso, se convierte inevitablemente en paisajes provisionales que te anuncian el declive y que te insuflan culpa y piedad como si habitases en un purgatorio virtual en este mundo en el que por más que quieras impedirlo eres tan partícipe en la fiesta del consumo y del poder que si no te esfuerzas un mínimo pierdes la oportunidad de experimentar sensaciones que son exclusivamente gratuitas e intransferibles. Como nos proponía Italo Calvino, en la levedad como propuesta literaria encuentras una morada ideal para la tragedia. Desde la playa podemos observar que el glauco del mar se une precipitadamente en el horizonte con el cian del cielo. La bruma con la que hasta hacía nada especulaba la luz brillante de julio en sus atardeceres y que nos mostraba como una visión de esperanza infinita una finísima cinta gris perla, tras la que tenías la impresión de percibir movimientos de seres inteligentes y bondadosos que te esperaban en un mundo que sentías que echabas de menos, se ha evaporado de repente y ahora la bóveda celeste se hunde sólida, como una estructura vieja y obsoleta bajo la superficie del océano. Antes de esta desfiguración resultaba como si en determinados momentos fuera posible que pudieses hacer realidad todos tus deseos, como si pudieses viajar al paraíso prometido de tu infancia, como si aquella incontinencia temporal de luz pudiese prolongarse hasta matarte de felicidad. Ahora, en este mundo de nuevas sombras, algo te dice que debes hacer acopio de fuerzas y de posibles materiales para prepararte para hacer el camino ineludible hacia la decadencia de un mundo que creías inextinguible y en el que te sentías poderoso. Cuando adviertes entonces que ya no queda nada en el horizonte, y que éste es el límite feral que ocultaba la luz apócrifa que deseabas y adorabas, caes en la cuenta de que tu vida no vale nada. Has sido tan iluso durante la invasión de la luz que por un instante te convenciste de que eras parte de la conciencia creadora que todo lo ilumina, que en la contemplación del asedio de la insaciable luz contra la resignación y la hipocondría establecidas de la existencia, quizás habrías tenido el privilegio de conocer alguno de sus argumentos divinos. Hace unos días, ya mediado agosto, volvimos a la playa. En este contexto de escepticismo y resistencia intenté sin mucho éxito disfrutar del placer de sentir los elementos. Intenté de convencerme de que el agua templada y la textura de la arena que se adaptaba a las plantas de mis pies me ayudarían a comprender que la fruición y la gloria es posible encontrarlas en este mundo, que tal vez el descanso eterno sea un concepto que hemos idealizado sobremanera, y que el sol y la brisa tras el contacto con nuestros cuerpos son la prueba de que el placer es tan sublime como efímero. Nada de esto evitó mi frío abrazo con la invisible figura de la abnegación. Lo peor no fue tener que aceptar que mi voluntad de forjarme en el conocimiento es tan débil como poderosa es la existencia para embaucarnos con sus falsos rostros. Saber siempre me ha parecido la mejor opción de todas las posibles ante la amenaza permanente y depravante de la muerte. Pero creo que, como nos aseguraba el filósofo de la postmodernidad F. Lyotard, al menos en este contexto en el que la naturaleza excluye y es posible que hasta deplore el factor social, saber no es poder. Saber es aterrador. No supone precisamente un alivio cuando en la madurez (en algunos individuos puede que mucho antes) alcances tus momentos de lucidez. No te otorga una verdadera sensación liberadora tras un hipotético empoderamiento gnóstico o social. Porque a pesar de que el hombre actual proyecta y desarrolla toda su vida en el consumismo y la mayor parte de ella vive de espaldas al abismo del tiempo, siempre intuye por los intersticios de “su” conciencia las terribles sospechas de que la principal empresa del hombre es engañar al propio hombre. Su modo de operar es premeditado y sofisticado. Utiliza el pretexto de la urbe y el progreso para intentar iniciarse en la inmortalidad. El sentido mesiánico y teosófico del ir todos juntos de la humanidad es una vulgar excusa para ocultar que como individuos nos sentimos únicos y exclusivos dioses creadores. Siempre buscamos con toda clase de artimañas el modo de someter al “otro” para medirnos, compararnos y después catapultarnos hacia el poder. Sabiendo alcanzas un estado mental tan concluyente como inhabilitante, pues una vez en él, del mismo modo que un proyectil atraviesa el aire gracias a la fuerza de su impulso y su aerodinámica, adviertes que tan sólo estás ejerciendo la vacua voluntad de atravesar un espacio permanente de metamorfosis y vísperas. Siempre tendrás la necesidad de apartar el velo ligero a pesar de saber que nunca será el último; y mucho te temes que lo que ansías jamás podrás desvelarlo, al menos, como se suele decir, en esta vida. Salí afectado con las mismas propiedades de un mar calmo y templado. Me sentí satisfecho por mi actitud, o al menos, que no es poco, juicioso por saber aprovechar los bienes que me brindaba la vida. Hay pocas cosas que puedas hacer que tengan un efecto tan terapéutico como un baño en las aguas marinas y el posterior contacto de tu piel con el sol que atenúa las inclemencias de la humedad y de las suaves corrientes de aire frío. Comprobé que M continuaba bajo la sombrilla atendiendo al teléfono móvil. Parecía que su conversación no comportaba ningún desgaste emocional. Sentada en su butaca con su traje de baño y con las piernas cruzadas mostraba la pose equilibrada que se disfruta en una dicción placentera. Tuve la impresión de que era feliz y eso me dio aún más calma. Pensé que quizás era posible que la felicidad fuese una sustancia contaminante. Desde la arena caliente en la que se encontraba M hasta mi posición en el rompeolas se interponía un grupo no demasiado grande y heterogéneo de bañistas. En él se encontraban representadas todas las edades. Desde niños a los que les costaba con sus menudos cuerpos desplazarse por la duna, adolescentes y adultos de ambos géneros, hasta octogenarios en los que me pareció reconocer las mismas actitudes en las que yo pretendía iniciarme. Consideré, tal vez fagocitado por aquellas circunstancias tan estimulantes y placenteras, que aquella gente y yo teníamos mucha suerte de vivir cerca de la costa, pues a pesar de que ya había acabado la temporada de mayor afluencia podíamos permitirnos continuar ejerciendo este casi exclusivo privilegio. Sentí sed y fui a buscar una cerveza fría reservada especialmente en la nevera para el momento tras el baño. Cuando en el camino me mezclé con el grupo y observé a pocos centímetros los rostros de mis congéneres, tuve la extraña percepción de que entre ellos y yo, el invisible lazo atávico que une a la especie humana desde la noche de los tiempos, era mucho más estrecho de lo que imaginaba. La carne alrededor de la nariz y las córneas me parecieron muy brillantes, y los labios sellados (también en los niños) mostraban el rictus estatuario e inquietante de personajes instruidos en conocimientos clasificados o secretos. Me dije que solo eran fantasías de mi mente; educada inexorablemente en mi adolescencia durante más horas de las convenientes en las historias noveladas de serie B de la televisión y dirigidas a la generación a la que pertenezco. A pocos pasos de mi objetivo tuve el pálpito de que los cuerpos, pero sobre todo la carne de los rostros de aquellos sujetos tocados por la suerte de disfrutar de una buena cuota de bienestar simplemente por el hecho de haber nacido a partir del “Desarrollismo” de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX, sería atraída sin piedad desde la duna por la fuerza de la gravedad y la transformaría en la misma sustancia de ésta como si el futuro irremediable de la muerte ya estuviese entre nosotros. Recordé que hacía poco había leído a M. Proust en su vasta “En busca del tiempo perdido” cómo reflexionaba sobre la carne. El objeto de nuestra inquieta investigación es más esencial que las particularidades de carácter, semejantes a esos pequeños rombos de epidermis cuyas diversas combinaciones constituyen la originalidad florida de la carne. Nuestra radiación intuitiva las atraviesa y las imágenes que nos brinda en modo alguno son las de un rostro particular, sino que representan la triste y dolorosa universalidad de un esqueleto. En el momento de la lectura intuí de algún modo que estas palabras del escritor francés aparecían en el texto con un carácter transversal. Me pareció que el pensamiento podría haberlo convertido en palabras fuera de la cama en la que siempre escribía, es decir, sin el filtro de la ausencia de visos trágicos que parece que le otorgó la horizontalidad con la que creó toda su obra. Tal vez lo escribiese en la cama, pero creo que no le resultaría nada agradable llegar a una conclusión tan rotunda y desesperanzadora. Para mí, en la playa, la universalidad a la que se refiere Proust se constituía en concepto mucho menos genérico que en un esqueleto humano. Vi por un instante que la carne se descomponía y caía a paladas de granos de arena para ilustrar el epílogo de nuestra historia en el planeta, y tras esta descomposición no quedaba ninguna prueba de nuestra existencia. Nuestros esqueletos junto a la carne en su conversión en polvo no tendrían siquiera un uso como composta. No quedaríamos ni para harina de hueso. No dejaríamos nuestras huellas como lo hicieron nuestros antepasados en terrenos con Ph neutro, como individuos que han vivido en el tránsito de una época a otra. En aquél momento me pareció que la figura humana y su portentosa voluntad pertenecía a una coincidencia de procesos químicos en un universo en el que la vida se contempla como una mera posibilidad entre otras muchas más. Me sentí como una especie de mensajero de la luz, como el dios Mercurio en su condición de Monstrum hermaphroditus, por pertenecer al mundo inferior ctónico y por intentar comprender y ser, como el dios, Hijo de los filósofos. Miré consciente por última vez la línea del horizonte. Desde muy adentro un sentimiento de amor y solidaridad me poseyó. Sabía que la luz nos había abandonado y que volvería a hacerlo cuantas veces fuesen necesarias. Pero advertí que no es menos cierto que nuestro sistema nervioso es tan rápido como ella. Quería decirle a todos que no debíamos perder la esperanza, que la muerte era inevitable, pero que la transmutación también lo era, que no solo éramos carne y huesos en un mundo determinado por la muerte y por el consumismo del putrefacto capitalismo. Quería anunciarles que éramos lo suficientemente inteligentes para entender e intentar que nuestros espíritus iluminasen la oscuridad. Tras unos minutos sentado junto a M bajo la sombrilla sonó mi móvil. Era una llamada desde un número de esos que parecen infinitos. Me llamaban para comunicarme que el resultado de los análisis de sangre era negativo. Me dijeron que todo estaba en orden, que no había motivos para preocuparme, y que, no obstante, mientras continuase asegurado continuarían con el protocolo de las pruebas neurológicas hasta encontrar mi diagnóstico.