¿Hasta qué
punto es lógico que lo último que estés leyendo, estilo y ontología, te
contagie y lo que escribas en ese tiempo que dure la lectura esté inevitablemente
influenciado?, preguntó aquel hombre que subió a mi coche y con el que me
cruzaba de vez en cuando en los paseos por la apenas habitada urbanización a la
que me acababa de mudar tras mi traumática separación. Hacía años que por
precaución no montaba a nadie que hiciese auto-stop. Sólo lo había visto dos o
tres veces y sin embargo, dejé que se sentase en el asiento del acompañante
como si le conociera de toda la vida.
Cuando abrió
la puerta, sentí cómo una ráfaga afilada
de un cierzo más frío que de costumbre, hendía la carne de mi frente y de los nudillos de mis manos. Di
por hecho que el hombre se dirigía a la ciudad. Nuestra urbanización (por
supuesto yo entendía que el hombre vivía en aquel lugar), a modo de cordón
umbilical, estaba comunicada por una única carretera con la ciudad. En algún
momento de las escasas semanas en las que yo llevaba transitando por ella pensé
que podría, en uno de mis regresos a mi nuevo hogar, dinamitarla y cortarla,
para así sentirme todavía más lejos de la civilización. No obstante, tras su
saludo de “buenas tardes” grave y severo, le pregunté adónde se dirigía. Él me
respondió que no estaba seguro, que vio como mi coche giraba en una de las
rotondas de la urbanización y sintió deseos de subirse en él. Debo confesar que
me preocupé y que inmediatamente me aseguré de si llevaba algún objeto entre
sus manos. Las mostraba vueltas hacia sus palmas manchadas de alguna sustancia
parecida a la salsa de tomate o pintura del mismo color (horas más tarde pensé
que sin duda se trataba de restos de sangre). Mis malos pensamientos, por otra
parte propios de una mente en aquel tiempo completamente desorganizada,
poblaron de suciedad el camino hasta el objetivo por el que yo me encontraba a
horas inusuales con un volante en las manos, -tuve la sensación de que éstas se
parecían mucho a las de aquel hombre-. Jamás perdono la siesta y maldije al funcionario
o funcionaria a quien se le ocurrió asignarme la cita con urología en la santa
sobremesa. El ensuciamiento pasó a ser escatológico cuando recordé que lo menos
que podía haber hecho para asistir a dicha cita era tomar la precaución de
cambiarme de calzoncillos. Tras esta advertencia no pude evitar que la
característica mirada de odio de mi ex mujer se interpusiera entre el asfalto y
los dos hombres desubicados.
Transcurrieron unos cuantos segundos después de que el hombre enunciara
la pregunta en los que sólo se oyó el motor del pequeño Volskwagen de gasolina
de la misma manera que suenan los vientres hambrientos.
-
Creo
que es inevitable, contesté.
-
Yo
ahora sólo leo los prospectos de los fármacos de mi tratamiento. Y aún así
puedo asegurar que mi escritura ha adquirido una dependencia de carácter
informativo.
Sentí tanta extrañeza cuando este hombre me
habló de repente de literatura que por un momento pensé que era un agente
literario dedicado en cuerpo y alma a captar escritores taciturnos y mediocres
como yo. Un demonio de los que aparecen en los malos días de tu vida para
joderte vivo con tus propias miserias y vanidades. Un tipo desalmado que
intentaría usar tu orgullo y embaucarte con algún proyecto editorial en el que
te quemarías rápido como una pequeña vela de cumpleaños en presentaciones en
clubes de lecturas y entrevistas en radios y televisiones locales. Hacía mucho
tiempo que yo había decidido no hacer el menor ruido con mi escritura en esa
tierra inhóspita en la que muchos escritores, críticos, intelectuales y
periodistas denuncian que “ahora todo el mundo escribe”, que “todo el mundo es
escritor”. ¿Lo había decidido por prejuicio, por pereza, por cobardía?
-
¿Por
qué me hace usted esta pregunta?
-
Bueno,
espero que no le haya molestado mi curiosidad. No es nada extraordinario que
dos personas entablen conversación sobre actividades que tienen en común.
Supongo que usted sabrá que todos los residentes de nuestra urbanización son
escritores obstinados y desconocidos. Hasta los ocupas que se han instalado en
los últimos números sin electricidad ni agua corriente de la calle oeste lo
son.
-
No.
No sabía nada sobre eso.
-
Me
lo temía. Tómese nuestro encuentro y esta conversación como un suceso
inevitable que debía llegar y que condicionará para bien o para mal el resto de
sus días. Es conveniente para su futuro que sepa que usted vivirá en nuestra
urbanización hasta que encuentre la muerte o ésta le encuentre a usted.
Debo decir en esta narración que la decisión
de frenar bruscamente e invitar a aquel hombre a que se bajase del coche no fue
producto del miedo, cosa que un par de horas más tarde si me invadió. Fue una
respuesta contundente, una actitud más dentro del marco del rechazo y el hastío
en el cual yo vivía por entonces ante las adversidades ordinarias que pueden
presentársele a diario a alguien que sufre de misantropía intermitente.
-
¡Baje
inmediatamente del coche, por favor!
-
Por
supuesto. Es lo normal en estos casos. No se preocupe por nosotros.
Continuaremos siendo amigos, quiero decir, sentirá una íntima enemistad hacía
mí que nos enriquecerá y ayudará en nuestros trabajos. Que tenga una buena
tarde.
Tomé la
última curva de la carretera antes de incorporarme a la autopista y pude ver
por el espejo retrovisor que el hombre conservaba la pose esculpida de quien se
despide largamente. Desapareció al instante, como por un mecanismo de
teleportación accionado desde mi mente, cuando me pregunté qué edad podría
tener aquel hombre.
No resultó
demasiado difícil encontrar un aparcamiento en el área hospitalaria. Una de las
peores cosas que suceden en nuestra Sociedad del Bienestar, en la que la
pérdida de algún derecho lo entendemos como un acto del circunstancial y
pasajero mal humor de los dioses que fabrican el dinero, es la incruenta tarea
de buscar un maldito aparcamiento. Esto, sobre todo cuando estás en plena
convalecencia de la enfermedad, se entiende como un mayor oprobio que cualquier
medida lacerante e indigna para nuestro futuro social. He visto a gente
blasfemar con furia después de tener que
aparcar a varias manzanas de distancia del hospital. Recuerdo como una
afrenta incalificable los minutos en los que estuve dando vueltas y vueltas
buscando un aparcamiento alrededor del hospital después de dejar a mi ex mujer
en el área de urgencias a pocos minutos del parto de nuestro primer hijo. Como
siempre ocurre, el presente es lo más amable y abominable que nos pueda afectar
hasta niveles insospechados. El futuro y el pasado son submundos que
simplemente oscurecen los perfiles de nuestros deseos y obsesiones. Una
previsible bajada de sueldo, por ejemplo, es un posible accidente que tememos y
sobre el que no actuamos porque que aún no ha trascendido, sin embargo, cuando
lo hace nos consolamos pensado que hemos conocido momentos peores, y que a pesar de todo hemos salido adelante.
En la sala
de espera de urología 1 y 2 nos encontramos tres hombres de edades comprendidas
entre los cuarenta y cincuenta años. Nos
saludamos como autómatas al mismo tiempo que mirábamos nuestras tarjetas de
citación y nuestros relojes. A los pocos minutos, en un silencio sólo roto en
la lejanía por los motores de los ascensores, tuve la certeza de que cada
individuo esperaba, hurgando con ágiles
movimientos cortos y rápidos de las falanginas de los pulgares e índices sobre
las pantallas de nuestros smartfhones, un diagnóstico y tratamiento adecuado
para una larga vida. Cuando me dirigía con pasos firmes tras oír mi nombre
hacia la consulta sentí como los dos hombres se caían en un vacío y me deseaban
lo mejor para mí y mi familia. El especialista me señaló una silla y me senté a
poco más de un metro de distancia entre los dos, la medida de una funcional y
ridícula mesa. En sus ojos pude ver a mis dos hijos sonriendo plácidamente.
-
Le
voy a dar el alta. Todo es correcto. El caudal de su orina es bajo pero no
preocupante. A usted le convendría hacer
deporte. ¿De acuerdo?
-
Bueno
yo….
Me hizo una
señal con su mano izquierda y comenzó a escribir muy tranquilo, más despacio de
lo que he visto en la mayoría de los médicos. Pensé que por su edad y sosiego
estaría muy próximo a su jubilación. Pronunció el nombre de la enfermera
asistente y le demandó unos documentos.
-
Muéstrele
esto a su médico de cabecera. Es un PSA rutinario.
-
…
-
Es
para disipar la menor duda de que puedan existir indicios tumorales.
Me incorporé
y sentí un fuerte deseo de estrecharle la mano, pero me reprimí cuando advertí que
este hombre debía soportar bastantes veces al día este tipo de contactos tan
poco convenientes para un trabajo en el que debe primar ante todo la reflexión,
la observación y el análisis. Una conclusión tan absurda como determinar que
por allí revoloteó la muerte y
que apareció posándose en el
alféizar de la ventana de la consulta con el aspecto de un enorme gorrión.
Apenas había transcurrido una hora desde que dejé el
coche en el aparcamiento. Llegué a éste con una prisa infundada. Determiné de
inmediato que el deporte era la causa por la que sin pensarlo yo caminaba
últimamente más rápido que antes de practicarlo. Pensé que en mi vida siempre
que caminaba pensaba, y que ahora, los efectos de imprimir mayor velocidad a
mis pasos procurarían soluciones también más rápidas a mis pensamientos. De
cualquier manera la explicación a mi presteza podía hallarse en la imagen de mi
coche abandonado en un extremo del aparcamiento, como único superviviente de
docenas que poco antes poblaron el lugar tal vez sin ninguna premura.
Tenía
planeado para ese día, después de abandonar el hospital, comprar un nuevo
ordenador portátil más potente para acabar esta narración. En aquellos días el
Word se quedaba bloqueado y el aparato en el que continúo escribiendo ya me lo
habían reseteado varias veces. Una vez que arranqué el motor cambié de opinión.
Pensé que lo mejor para este relato era que lo acabase en el mismo aparato
donde lo inicié. Tendría un poco más de paciencia en la agonía de este obsoleto
pc. Otra pantalla con una luz distinta, un teclado nuevo con amortiguaciones en
sus botones con sonidos diferentes y una carcasa inmaculada podrían producir un
efecto negativo para el final de esta historia. No sé, tal vez sean simples manías,
pero creo que toda historia que comienza
jamás debe ser interferida por decisiones o elementos ajenos y evitables.
Supongo que para compensar disertación tan abstracta se me ocurrió la idea
proba y feliz de que por un poco más de dinero podría regalarle a cada uno de
mis hijos un buen ordenador por navidad.
Al fin y al cabo si yo había sido capaz de resetear mi vida podría continuar
haciéndolo con mi pc cuantas veces fuera necesario. Para acabar una historia
como esta en un lugar como aquél todo lo que poseía y pensaba era más que
suficiente. “La mayoría de las veces la dignidad es enemiga del deseo”, me
dije. Y con la visión de un sol demasiado luminoso acercándose a las azoteas
del hospital concluí que esta historia podría ser suspendida durante el tiempo
de mi reseteo en el que, no obstante, podrían nacer otras nuevas e incluso
quién sabe si no más interesantes.
Desde la
carretera de servicio que desembocaba en la autopista y que conducía a un
polígono industrial hasta la urbanización – ahora parador de escritores, pensé
ofuscado-, distaba poco más de un quilómetro. Una pequeña colina ocultaba las
tres calles de adosados. Esto fue suficiente para que la empresa promotora
eligiera tal ubicación como “Un lugar de retiro y descanso a un paso de la
ciudad”; así, con este lema publicitario intentaron vender en pleno boom
inmobiliario a precio de oro unas humildes casas que en otro lugar no demasiado
lejos en la historia de nuestro país, habrían resultado más que apropiadas para
obreros o colonos. Según parece, la promoción se demoró a causa de una mala
estrategia con la mano de obra y la demanda de materiales. Entonces la oferta
inmobiliaria en el área metropolitana se abrió tanto, que a pesar de la sed
inversora, todas las prisas resultaron pocas. La multinacional confió en los
compradores extranjeros y al final todo fue un desastre. Tan sólo consiguieron
vender una docena de cien ya acabadas. Inmediatamente después estalló la crisis
mundial y la burbuja inmobiliaria.
Atravesaba el
cordón umbilical y ya no me pareció tanto un conducto hacia el otro lado de la
vida. La posibilidad de encontrarme con el hombre que nos había adjetivado de
“enemigos íntimos” y de enfrentarme a otra extraña conversación convirtió el
lazo en cíngulo. Experimenté el estrecho asfalto que serpenteaba y que se
agarraba a la suave colina del mismo modo que el sacerdote se cuela el alba y
hace el nudo sobre su abdomen. Noté cómo mi vientre se resistía a una presión
exterior con las mismas consecuencias que la archiconocida interior: unas
repentinas e insoportables ganas de
orinar. Frené sin pesarlo y oriné sobre la línea discontinua, como no podía ser
de otro modo, lenta y débilmente. Una vez tranquilo tras la ridícula urgencia y
su señal en la pintura blanca miré intentando ver el final del camino y tuve la
certeza de que el Word no se bloquearía y de que podría alcanzar el final de la narración antes de
que mi “enemigo íntimo” me hiciese una visita de cortesía, y quien sabe si
también algún que otro escritor o escritora residente obsesionados con los
títulos, la naturaleza, los finales o el significado de sus escritos. Supuse
que un lugar exclusivo para escribir tendría sus protocolos, aunque estos, si
existían, estaban ocultos para mí o como mínimo debía aprender a localizarlos o
aprenderlos. Cuando llegué a la urbanización estaba completamente desierta,
irradiaba una desolación aún mayor si cabe que dos horas antes. Las casas daban la sensación de querer expulsar a la
calle sus fríos vacíos, sus tiempos confinados de limitación humana como si de
muebles viejos y apolillados se trataran. Incluso en los adosados que yo
presumía que estaban habitados no se veía el menor indicio de vida. Observé con
detenimiento desde el coche que todas sus persianas se encontraban bajadas y
que ninguna de las terrazas mostraba
arbusto, arriate con malas hierbas o maceta alguna. El único hogar con
contenido, por llamarlo de alguna manera, era mi casa articulada en el realismo
coherente del conjunto de una cama y ropero empotrado siempre abierto a modo de
agujero donde la estética de las ropas se ahogaba en los grises y negros, una
ducha con un solo frasco de gel, un frigorífico a todas horas medio lleno, una
lavadora, una vitrocerámica, media docena de cubiertos, platos y vasos, una
copa de balón para el coñac, ninguna botella de coñac, un sofá repleto de
cojines que anulaba casi siempre a la cama, un pequeño televisor, una silla
regulable con ruedas y tejido anti-estrés y una enorme mesa con cientos de
libros apilados en sus bordes; mi pc portátil, situado en el centro de ésta, tal vez
fuese el punto áureo de la superficie del adosado. Antes de entrar en este conjunto de artefactos
y cosas enchufé la manguera y regué el pequeño olivo que mi ex mujer me mandó
una vez que supo con certeza que ella obtendría la custodia de nuestros hijos.
Como de costumbre rocié las hojas del árbol para recordar el placer que me
proporcionaba de niño el estremecimiento de las plantas y su comunicado
agradeciéndomelo cuando mi madre me ordenaba regar nuestro jardín. Después miré
a un lado y a otro de la calle. Se oían golpes de machota, martillo y cincel
que parecían provenir de las casas de los escritores ocupas en la calle este.
Nadie me observaba. Suspiré largamente y me tranquilicé.
Entré y solté
con desdén mi cazadora de polipiel y las llaves cayeron al suelo imitando
un golpe orquestal que describió perfectamente las últimas dos
desconcertantes horas de la vida de alguien que quiere o debe escribir. Por un
instante pensé que mi búsqueda de argumentos para mi escritura terminaría por
volverme completamente loco. Pero al mismo tiempo justifiqué el riesgo de la vesania apoyándome
en la única idea que me ha mantenido en pie desde el día que comprendí que para
escapar del penal de mi pensamiento debía escribir compulsivamente, ya fuese
como un estúpido o como un enfermo. Encendí la calefacción y esta vez tomé la
opción de calentar toda la casa. Deseé que en cada una de las habitaciones
estuviesen esperándome ávidas de sexo por orden de prioridad las mujeres de las
que más me había enamorado y no pude
concretar el número de habitaciones ni de jadeos y olores. Sabía que en esta
lista se encontraba mi ex mujer, pero tampoco supe determinar la preferencia
por las sustancias de su cuerpo. Encendí el portátil y el sotto voce de su
motor me sumió en una profunda soledad. Recordé que hacía demasiado tiempo que
no me enamoraba. Barrunté, con el mismo pánico que se adhiere a la piel
inmediatamente después de un terremoto, que ya no amaba a la vida, y que el
consuelo que recibía al pensar en mis hijos no era producto de mi amor hacia
ellos, sino una superlativa lástima hacia mí mismo. Una voluntad irrefrenable
que sentí como una descarga eléctrica en el interior de mi vientre me llevó
hasta la cocina y de allí volví con un cuchillo. En el mismo acto inconsciente
llamaron a la puerta. No puedo asegurarles a quienes lean esto si en ese
momento me encontraba escribiendo estas líneas pero tuve la certeza de que se
acercaba el final. El Word de infinitas
páginas en blanco funcionaba. El miedo era tal que sentía los dedos de mis pies
como tornillos sueltos. Abrí la puerta y apareció aquel hombre, mi enemigo.
Determiné que no podía ser otro. Sus manos manchadas de rojo jugaban con un
cuchillo exactamente igual al que yo tenía en mi mano izquierda. Me pareció
mucho más viejo que dos horas antes. Llevaba el rostro tapado hasta los ojos
por unas bragas y un gorro de la lana colado hasta las orejas no dejaba ver el
color de su pelo. Su cuerpo encorvado y oculto tras un anorak que le llegaba
hasta las rodillas parecía temblar con la misma intensidad que el mío. Afuera,
en la penumbra impregnada por un intenso púrpura, se oía un cuchicheo de voces
infantiles, supongo que de almas iniciadas que conocían el final de esta
historia y que debían ser testigos protocolarios del final de la misma. El
hombre cruzó el umbral y cerró la puerta tras de sí. Antes de que hiciese
ningún otro movimiento le clavé mi cuchillo con todas mis fuerzas en el corazón
y lo revolví una y otra vez allí dentro al mismo tiempo que le exigía
desesperadamente una explicación.
-
Todo
está en el Word, pudo decir instantes antes de morir.